Epipoteo tiene muchas cosas en qué pensar, empezando por su café: está hirviendo. Podría agregarle un chorrito de agua helada o acaso esperar a que se enfríe solo. El tema es que no tiene tiempo y el agua podría arruinar el sabor. Además, todavía le da vueltas a la noticia que le dieron ayer: Dila Dubi está muerta. Todavía no se sabe cómo, pero por algunos testigos anónimos comprende que la secta estuvo involucrada. Le ha pedido a la doctora Morena Iglesias que le consiguiera más detalles y sobre todo que averiguara a dónde llevaron el cuerpo. Hasta ahora ella no le ha contestado. Su teléfono suena como a las 9:35. Como no conoce el número, duda en contestar, pero se decide a hacerlo por si acaso quien llama tiene la información sobre dónde está el cadáver de Dila Dubi.
—Bueno… —dice llevando el celular junto a la oreja.
—Aló… —responde un hombre del otro lado.
—¿Quién habla?
—Mi nombre es Cacerolo Lunes, lo llamo desde Atacama, Chile. ¿Estoy hablando con el profesor Hernández?
—Pues sí, soy yo…
—Ya. Quizás no me recuerdes, pero nos conocemos del Facebook. Es que yo estaba buscando a un chupacabras y tú me pediste que te avisara cuando tuviera novedades; me dijiste que tenías contactos, que si lo atrapaba podrían estudiarlo y que se encargarían de él.
—Ah, sí, claro que lo recuerdo. ¿Qué ha pasado? ¿Ha vuelto a atacar?
—No, te llamaba porque ya lo atrapamos.
—¡Vaya, qué maravilla! ¿Y qué cosa es?
—Bueno… es… es… es un hombre.
Epipoteo se levanta de la silla y va hasta el mostrador, hace el gesto de escribir en el aire con un lápiz invisible y el mozo le pasa un bolígrafo y un pedazo de papel.
—Pues, a ver… ¿Un hombre?, ¿cómo es él?
—Está rapado, tiene escamas, tiene colmillos y ojos muy claros. Primero pensé que era ciego. Se parece a una serpiente. No sabemos qué hacer con él.
—Pues, díganle a la policía que lo detenga mientras llego, podría ser un hombre peligroso. Por favor, dígame dónde está exactamente, salgo esta tarde para allá…
En el aeropuerto un hombre bajito, de barba y mucho cabello, sostiene un cartel que dice «Epiteo». El profesor presume que debe ser él.
—¿Cacerola? —pregunta pasándole la mano.
—Cacerolo. Cacerolo Lunes. ¿Epipoteo?
—Ah, pues, veo que sabes pronunciar mi nombre, ¿entonces por qué lo escribiste mal?
—¿Oh? ¿Lo escribí mal? —se extraña el hombre volteando su cartel para verlo de nuevo—. Ah, perdón, es que tienes un nombre muy raro, po’.
—Pues ni que te llamaras Carlos. Mejor me hubieras dicho que tenías dislexia. Llévame a ver al chupacabras, es lo primero que quiero hacer.
Juan está acostado en un calabozo, se levanta cuando ve llegar al profesor.
—¡Vaya, vaya! —dice Juan—. Ya me preguntaba de quién eran las cabras que me había comido como para que me caigan éstos encima. Pero veo que no es cuestión de cabras, sino de cabrones.
—Ya, ya, Juancito, a poco me quieres hacer creer que sólo hay animales en tu historial… Entre tú y yo sabemos que llevarías al mundo entero hasta el infierno por la Dila ésa.
—Al mundo entero.
—Pues ya sabemos que no vas a ir al Cielo. A menos que exista uno para freaks.
—¡Para qué viniste! No voy a entregar a Dila. No voy a decirte nada sobre ella, primero muerto, piece of shit.
—Ja, ja, ja… —ríe Epipoteo—. Ya no hace falta que te hagas el héroe, costeñito… Tu noviecita ya está muerta.
A Juan parecen soltársele todos los cables que lo mantienen cuerdo y con vida. Se le rompen todos los hilos, todos los cristales, se le caen los puentes y edificios que trae en el alma. Saca las manos a través de las rejas y lo trae hacia él mostrando los dientes.
—Relájate, hermano —Epipoteo intenta soltarse—. Yo no la maté. Apenas me dijeron ayer que Dila Dubi murió. Parece que fueron los méndigos sectarios esos, porque dijeron que en el último lugar en que fue vista circulaba también una banda motorizada… Pues, ya sabes, esos güeyes en sus Harleys. Aún no sé dónde está el cuerpo, pero de ser cierto lo que cuentan, ella ya no me sirve.
—¿Servir? ¿De qué hablas?
—De su sangre, obvio, hermano. «Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados». Si Dila es quien creo que es, debe seguir con vida, y si no sobrevivió para dar su sangre, al demonio con ella, quiere decir que nada más era cualquier fulana.
—¡Ay, bendito! ¿Y me dice freak a mí? —dice golpeándose la frente—. ¿Pero existe la posibilidad de que siga con vida?
—No lo sé, conozco a una persona que me dijo que vio el cadáver y la reconoció, no por la cara porque estaba desfigurada, sólo por su disfracito de vampira. Pobre diabla, no tiene ni familia ni hogar, nada, su cuerpo está perdido en alguna morgue, terminará en una fosa común. No te aflijas, también sus compañeritos del circo en el que trabajaba están buscando la morgue en la que está su cadáver. Dicen que se les mostró la foto del cuerpo y también la reconocieron. Qué tiernos, quieren hacerle un funeral y cobrar la entrada, ¿te imaginas? ¡Pasen y vean, la vampira sin rostro! ¡La vampira muerta! ¡Qué chafa! ¡Los vampiros no se mueren! Me consuela pensar que quizá Dila fue sólo una impostora.
—Si Dila está muerta, imagínate lo que haré… —dice Juan soltándolo y caminando en círculos dentro de la celda—. Masacraré a los Caballeros Eternos. Veremos qué tan eternos son.
—¿Y cómo piensas hacerlo?, ¿telepáticamente? —bromea Epipoteo encendiendo un cigarrillo.
Juan apoya ambas manos frente a la cara, como si rezara y luego vuelve a preguntar:
—¿Para qué viniste, maldito?
—Quería verte, conocerte, que me hablaras de ella, ya que nunca la conocí.
—Basura, ya te sacaste tu ticket al más allá. ¿En dónde quieres tu asiento? ¿Cerca de las hogueras?, ¿o junto a Vlad El Empalador? —contesta tocándose los labios con las uñas. Epipoteo las mira con asco.
—No te queda opción, hermano, yo puedo hacer que te quedes tras las rejas o ayudarte a que quedes en libertad. ¿No te encantaría que oficialmente alguien dijera a las autoridades que estás bien enfermo y que no eres responsable de tus actos? ¿No te encantaría la aceptación social? Porque yo conozco a una psiquiatra que…
Juan le escupe en los pies. Un salivazo naranja, casi rojizo.
—Óyeme, pinche isleñito, estoy ofreciéndote una tregua, hijo de la chingada. Te atraparon como rata, y como rata te tendrán si no aceptas mi proposición. Escúchame bien, chinga… Lo que yo quiero es simple y no te cuesta nada si la vieja está muerta ya. Creo que algo anda mal, se supone que Dila Dubi vino a traer energía vital inagotable, ¿cómo es posible que se vaya de este mundo sin que nadie haya bebido su sangre? ¿Por qué no se cumplió la profecía?
—¿Quién escribió esa profecía? —se ríe Juan. Se ríe a carcajadas.
—¿Quieres o no que te saque de aquí?
—No necesito tu ayuda.
—Pues sí que la necesitas, así que mejor ya dime… ¿Qué sabes de su hermana?
—¿Hermana? —pregunta Juan consternado por la pregunta.
—Ava. Su gemela. ¿Qué sabes de ella?
—¿Gemela? —pregunta acercándose a Epipoteo, como un animal manso que sólo quiere olfatearlo.
—¡Uf! Veo que no lo sabías. Creo que no la conocías tan bien después de todo, así quizás no me seas de utilidad.
Juan salta hacia las rejas, lo estrangula con sus garras, su aliento a carroña aturde al profesor; muestra sus dientes y frunce las cejas.
—¡Podría matarte aquí mismo! ¡Dime quién es Ava! —gruñe Juan.
—Es la hermana gemela de Dila. Está loca, tiene delirios místicos, se cree la Salvadora del mundo. Qué irónico, ¿no? Su hermana que sí lo es ni siquiera está interesada en eso. Estaba, perdón.
—Yo no sabía que tenía una hermana gemela, y no creo que Dila lo supiera tampoco. Ella no conocía a su familia, ni recordaba nada de su pasado.
—¡A poco me dirás que tampoco sabías que el Lobo Feroz era tu suegro!
Juan lo suelta y se toma la cabeza con ambas manos, camina hasta el fondo de la celda y se sienta en el catre.
—Bueno, eso casi no lo sabe nadie. A nadie le importa la vida de ese hijo de puta —agrega el profesor—. Sabes, Ava sí recuerda su pasado, aunque no lo comprende, para ella sólo son ideas, delirios, no sabe qué es real y qué no. Y como Dila ya no está, entonces, me gustaría encontrar a Ava Dubi.
—Jamás… jamás… —repite Juan sin gritar, sólo murmurando.
—Dime, ¿dónde queda Fango Rojo? Si quieres salir de aquí y vengarte de los sectarios que la mataron, dime dónde queda Fango Rojo.
El Chupacabras levanta la cabeza y le atraviesa los ojos con su mirada.
—Juan Pérez —dice un carabinero acercándose a la celda—. Puede irse.
—¿Por qué? —pregunta el profesor confundido.
—Porque él no es el chupacabras, acabamos de encontrar a un perro monstruoso matando guanacos, los mordía en el cuello y les chupaba la sangre. Le pedimos disculpas, señor Pérez.
Juan baja la cabeza, sonríe y susurra: «Washington, me salvaste otra vez». Epipoteo se hace a un lado y lo deja pasar, Juan ni siquiera voltea a verlo, va a buscar algunas cosas que le sacaron antes de meterlo a la celda, un par de monedas de diferentes países, unas llaves, un reproductor de música y una estampita de «La Virgen y Los Cerdos». Mientras guarda esas cosas en el bolsillo pregunta:
—¿Quién vio al perro?
—Lo vimos muchos, mi amigo hasta le sacó una fotografía.
—¿Pudieron atraparlo?
—¿Que si lo atraparon? Le pegaron un balazo justo en su endemoniada cabeza. ¿Quiere ver la foto?
Juan siente presión en el centro del pecho, luego los hombros, el cuello, la mandíbula, no puede respirar, se entierra las uñas en la tráquea, quiere gritar, quiere moverse, pero no puede. Entonces sujeta al hombre del cuello y le dice casi sin voz:
—Sólo dígame quién disparó al perro.
Escucha el nombre y muestra los colmillos.