La Orden de los Caballeros Eternos ha basado su existencia en la búsqueda de la Sagrada Maestra —como llamaban a la que en otros términos religiosos podría ser la Mesías o Redentora—, hasta que finalmente la encontraron hecha carne y hueso (o hecha tubos de rayos catódicos, porque la habían visto por primera vez en televisión). Ella era tal y como el Primer Predicador y fundador de la Orden la había descrito: «Luminosa, silenciosa, tan mortal que enciende la vida. La reconoceréis al verla. Es como nosotros y como ninguno». Así estaba escrito y así fue como la percibieron y reconocieron.
La Orden de los Caballeros Eternos era como una comunidad latina. Había peruanos, bolivianos, chilenos, ecuatorianos, paraguayos, salvadoreños, colombianos, cubanos, mexicanos y argentinos. Nadie sabía con certeza en dónde había surgido, pero eso poco importaba a los miembros, porque ellos mismos no sabían a qué lugar pertenecían, si al lugar en el que nacieron o en el que hicieron sus vidas. Hay dos versiones acerca de la creación de esta secta, una de ellas sugiere que fue fundada en México y que después del fallecimiento del Primer Predicador, la familia y los adeptos emigraron a Argentina. La otra versión es que fue fundada en Argentina y que de ahí se dispersaron para llevar la Palabra.
Al comienzo sólo se admitían hombres, pero eso cambió a principios de los noventa, cuando la mujer y la hijastra del fundador se incorporaron a la hermandad, iniciando así una nueva era de hombres y mujeres unidos bajo una misma causa, en pos de una misma búsqueda, el intercambio de sangre para alargar la vida.
La secta fue decayendo a raíz de algunos incidentes que los obligaron a vivir huyendo de la prensa. Y de la policía. Gracias al hermetismo con el que se manejaban acabaron siendo una organización fantasma por no dejar evidencias de su existencia. La reputación, si es que alguna vez la tuvieron, fue deteriorándose a medida que sus miembros eran arrestados en varios puntos del globo, acusados de asesinatos despiadados. En algunos casos, además de desangrar letalmente a sus víctimas se las comían. Para evitar o acaso truncar cualquier tipo de investigación, la Orden resolvió que el templo debía ser ambulante y de ninguna manera debía tener aspecto de templo. A alguien se le ocurrió comprar por E-bay una gran carpa de segunda mano de un extinto circo ruso y todos mocionaron a favor. Quién iba a relacionar un club de motociclistas que reunía a los miembros en una carpa de circo con una secta vampírica de asesinos seriales.
Luego de ver en televisión a la mujer considerada Sagrada Maestra de la Orden, la buscaron de todas las maneras que les fue posible dentro de los límites de la discreción; trabajaron como detectives tras sus huellas, pero siempre había algo que no les permitía hallarla. La mujer era como el mismo templo: escurridiza, fantasmal, casi un espejismo.
Una de esas noches de integración con los nuevos hermanos, en las que parece que nada interesante va a pasar, excepto en la televisión, mientras se preparaban para una maratón cinéfila —era la noche de Darío Argento—, relámpagos y truenos anunciaron la llegada de la mujer más buscada del vampirismo latinoamericano. Alguien dejó caer su tazón de palomitas rendido por el miedo a lo inesperado o acaso a lo desconocido; el robusto encargado de la entrada se levantó para inspeccionar quién llegaba, pero ya no fue necesario. Ante ellos apareció la belleza lúgubre más célebre de la historia de la Orden: Dila Dubi.
Los veintiún miembros que se hallaban esa noche reunidos en el Templo Ambulante se postraron de rodillas en los lugares en los que estaban y reverenciaron a la Sagrada Maestra, mientras ésta caminaba erguida abriéndose paso entre las oraciones herejes de las sanguijuelas humanas.
Ella misma se guio hasta el salón ceremonial y ocupó la silla gótica digna de un cardenal, que hasta ese momento había permanecido vacía, esperándola.
Una mujer tomó la palabra y pidió permiso para levantar la cabeza y mirarla de frente:
—Estamos muy honrados de tenerla finalmente entre nosotros, Sagrada Señora Nuestra…
La Sagrada Maestra la interrumpió levantando una mano extendida frente a ella, indicándole que guardara silencio.
—Sí, soy yo, hijos. He venido a salvarlos.
Los sectarios le aplaudieron, pero ella volvió a callarlos con la mano extendida.
—Ya estoy aquí para ocupar mi lugar, no volveré a dejarlos.
—Gracias, Sagrada Maestra Dila…
—Llámenme Lucy en el Cielo.
La mujer que había tomado la palabra volteó hacia los demás, con los que cruzó miradas de confusión por el requerimiento. Continuó:
—La hemos buscado durante mucho tiempo, ¿le importaría que comencemos el ritual inmediatamente?
—En lo absoluto. Para eso estoy aquí. Necesitamos teonanacatl o peyotes y, si no hay, traigan cucumelos. Yo misma he traído conmigo salvia divinorum. Necesitaremos cerdos, muchos cerdos, tres para cada uno, y lodo, lodo rojizo. Supongo que nos purificaremos y luego haremos transfusiones de sangre… ¿Eso es lo que hacen verdad?
—No es tan simple, Sagrada Maestra —dijo la mujer que representaba a todos los demás—, tenemos que cumplir con el ritual principal que el Primer Predicador nos ha dejado por escrito. Este rito le fue revelado a través de un dictado divino mientras peregrinaba por el desierto en 1958.
Lucy en el Cielo frunció el entrecejo y miró a su alrededor:
—¿Ustedes tienen una ceremonia preparada para mí?
—Sí, Su Excelencia. ¿Nos permite ir a buscar nuestros instrumentos para honrarla?
Lucy en el Cielo asintió y los sectarios se levantaron uno a uno para formar una fila india. De esta manera desaparecieron detrás de un biombo que parecía ilustrar el Infierno. Otro de los biombos que servía como cercado del salón ceremonial estaba formado por dos paneles que parecían pinturas del siglo XVII, en el primero se representaba a Jesús y los gadarenos endemoniados; en el segundo se veía a Jesús echando a los demonios y enviándolos a los cerdos. El tercer biombo era para ella misterioso y estremecedor, estaba formado por un díptico, dos pinturas casi iguales de Jesucristo mirándola de frente. La única diferencia era que una de las figuras tenía una sombra que formaba un par de cuernos.
Comenzó a golpear nerviosa el posabrazo de su trono, bajó la mirada y descubrió en los tablones de la tarima manchas secas de sangre. Como sus «súbditos» tardaban, se puso de pie y husmeó todo el salón. Había un cristalero con dibujos de una mujer que se parecía mucho a ella, restos de velas consumidas y recortes de periódicos con noticias sobre asesinatos y mutilaciones en diferentes lugares y años. Sobre una mesa había una calavera usada como cenicero, entre los dientes faltantes descansaban restos de cigarrillos. Al lado había un tablero de ajedrez y sobre él un revólver que ella reconoció como un Colt 45 Peacemaker. Tenía la necesidad de tomarlo en las manos y no intentó siquiera resistirse, abrió el tambor y se encontró con que había una sola bala. Pensó en que seguramente jugaban ruleta rusa. La dejó en su lugar pues vio otro instrumento que llamó más su atención: un gran artefacto de apariencia espeluznante reposaba inocentemente sobre una de las sillas. Lo levantó entre sus brazos y se quejó del peso, deslizó las yemas de los dedos sobre la madera, observó el arco y la saeta metálica, comprendió que tenía entre sus manos una ballesta, quizás medieval.
—¿Qué está haciendo, Su Excelencia? —interrumpió un hombre con el rostro pintado de azul.
—Estoy explorando —contestó observando extrañada el aparato que él llevaba en sus manos.
—Muy bien, pero ya traje el irrigador.
—¿Irrigador para qué?
—Para hacernos enemas de cachaza. ¿O prefiere pisco?
—No prefiero nada. ¿Para qué es eso?
—Es lo que hacemos antes de los rituales. Pero es opcional, aunque yo lo recomiendo. Lo que no es opcional es que debo pintarla. ¿Se sacaría la ropa?
—¿De qué hablás?
—El Primer Predicador ha indicado específicamente en las escrituras que los súbditos nos debemos pintar el rostro con pigmento azul para este tipo de rituales, y había señalado también que, de encontrarla a usted, la pintáramos no sólo el rostro sino todo el cuerpo.
—No creo que él se haya referido a mí.
—¿Es usted nuestra Sagrada Maestra, la Redentora?
—Sí, soy yo.
—Entonces sí se refería a usted.
—¿No era éste el color con el que los mayas pintaban a quienes iban a sacrificar?
—Sí.
—¿Y entonces por qué me quieren pintar a mí?
Antes de que la pregunta pudiera ser respondida, los otros sectarios ingresaron al salón vistiendo túnicas negras, con las caras también pintadas de azul. Se acostaron de lado en el suelo con la ropa levantada por encima de las nalgas; no llevaban ropa interior. El hombre con el irrigador se acercó a ellos, se arrodilló frente al primero en la ronda, desenfundó la sonda rectal y se la introdujo, abrió la llave de paso y la persona agachada reía y gemía.
—¡Basta! No hagan eso frente a mí, pónganse de pie —ordenó Lucy en Cielo visiblemente perturbada.
Se escucharon algunos murmullos de decepción, pero acataron la orden. Se preparaban para iniciar la ceremonia limpiando lancetas con sus túnicas. Cada uno tenía una.
—¿Qué hacen con eso? —preguntó Dubi señalando los instrumentos.
—Como dice nuestro Gran Libro…
—¡Qué hacen con eso!
La líder del clan respiró hondo mientras colocaba un libro gordo en un atril y lo hojeaba para luego leérselo:
—Como dice nuestro libro sagrado —levantó una espina de mantarraya mientras leía—, te cortaremos las venas de la cara, justo debajo de los ojos, las del cuero cabelludo, las de la sien, las del brazo, las del hombro, las del cuello, las del codo, las del antebrazo, las de la mano, las del muslo, las de la parte superior de la pierna, las de la parte inferior de la pierna y las de los pies. Y a continuación, procederemos a beber tu sangre.
—¿Eso harán ahora? —preguntó Lucy en el Cielo, se frotó las manos y luego las presionó contra su pecho.
—No. Primero debemos leer las oraciones para preparar nuestros cuerpos para el don que vamos a recibir. Se suponía que sería después de los enemas, pero como no lo hicimos iremos directo a esto.
—Ok. Hagámoslo —dijo desprendiéndose el vestido negro—. Pueden extraerme hasta un cuarto de toda mi sangre. Sí, un cuarto, he soportado más que eso y creo que será beneficioso para todos.
—El Primer Predicador anticipó en sus escrituras que Su Alteza diría algo así para probarnos. Sagrada Maestra, le informamos que le será extraída toda su sangre por medio de nuestras succiones.
—Está bien, pueden sorber la mitad de toda mi sangre. Sé que lo soportaré… Sí, lo soportaré.
—El Primer Predicador también escribió que usted insistiría con eso; pero, afortunadamente nos ha instruido qué contestarle. Sagrada Señora, nos beberemos su sangre hasta que no quede ni una gota.
—Pero entonces, ¿cómo va a funcionar mi cuerpo? ¿Sólo me van a sacar sangre? ¿O me la van a restituir por otra? ¿O por la misma? ¿De qué se trata? —los sectarios la miraban en silencio—. Esto no puede ser, yo soy la Salvadora, vuestra Reina, deben hacer lo que digo, deben respetarme. Deben honrarme.
—Su Majestad, bebiéndonos su sangre la estaremos honrando. Para eso nos la enviaron.
Lucy en el Cielo volvió a abotonarse el vestido y retrocedió acercándose a la mesa del tablero de ajedrez. Sudaba, se agitó y volteó hacia ellos con la ballesta en las manos.
—Yo soy la Maestra Sagrada y vengo a cambiar todo lo establecido. Vengo a proponerles una nueva forma de vida.
—El Primer Predicador también…
—¿También anticipó que diría esto? —rio nerviosa.
—Señora Nuestra, no caiga en tentaciones… mundanas…, no haga el ridículo. Entréguese con dignidad, su alma lo necesita. El libro dice que traerá vida eterna, que su milagrosa sangre depositada en sus súbditos le dará descendencia y la hará inmortal a través de nosotros. Su energía, Sagrada Maestra, ha venido al mundo para salvarnos y sólo será posible a través de su sangre. Sangre inmortal. Déjeme leer las páginas del libro y empezar el ritual.
—¡De qué carajo hablan! ¡Aléjense! ¿Quién demonios mata a su mesías, malditos freaks?
—Sujétenla.
—¡No! ¡Atrás! —gritó tratando dificultosamente de posicionar la ballesta para disparar.
—Por favor, Su Alteza, no haga el ridículo. Esa ballesta no funciona, lleva más de cuatro siglos sin ser usada.
—Ok. Entonces no están del todo seguros si funciona o no. ¿Quieren probar?
—Usted no sabría cómo utilizarla.
—Acérquense y lo averiguaremos.
Uno de los hombres dio un paso hacia ella. Lucy en el Cielo lo apuntó y lanzó débilmente una saeta que cayó sin fuerza sobre su pie.
—Ok. No funcionó.
Cuatro hombres se abalanzaron sobre ella e intentaron sujetarla, pero Lucy en el Cielo forcejó, arañó, gritó, les dejó trozos de su vestido y corrió hacia la Colt 45.
—¡Ya me colmaron la paciencia! ¡Aléjense de mí! Vamos, abran el portón.
—El revólver tiene un solo cartucho. Aunque logre disparar a alguien, cómo se deshará del resto.
—¡Me vale! Para que suceda eso alguien tendrá que arriesgarse primero y no creo que nadie quiera recibir esa bala.
Un hombre dio un paso sin dudar, Dubi se asustó y jaló el gatillo inmediatamente. La única bala fue al hombro del atacante, derribándolo.
—Ok. Eso sí que fue inesperado —dijo observando al caído.
—¡A ella! ¡Ahora!
—¡Hey, hey! ¡Esperen! —los frenó llevando los brazos hacia delante—. Todavía puedo pegarles un culatazo —dice volteando el revólver.
Todos se tiraron encima de ella y la arrastraron hasta un altar. Ella se dejó llevar mientras pensaba cómo escapar. La mujer que conducía la ceremonia se dispuso a leer su libro mientras los otros sectarios iban sentándose alrededor. Sólo dos hombres se encargaron de atarla. Ella seguía pensando. Podría salir de la misma forma que entró: ilusionismo.
—Hey… —musitó, acostada en el altar—. ¿Ves esto?
—¿Una moneda? —preguntó el hombre que la estaba sujetando al altar.
Dubi cerró la mano y al abrirla apareció en ella una lanceta. El hombre buscó en el cinturón con vaina de su túnica y ya no halló la suya. Lucy en el Cielo aprovechó el descuido para clavarle la lanceta en la entrepierna, rozándole los testículos.
—¡Sacame de acá o te las reviento! ¡Te juro que te las reviento! ¡Te la hundo entera! Te juro que va a explotar como una piñata. ¿Querés ver los confetis?
El hombre miró a los demás y les pidió:
—Por favor, no se muevan. Sólo denme las llaves.
Uno de los que estaban sentados levantó un brazo y le lanzó un manojo de llaves.
—Vamos, Sagrada Maestra, la sacaré de este lugar —susurró tratando de no hacer ningún movimiento brusco.
De esta manera, salieron de la carpa de circo el hombre con el rostro azul y la túnica negra echando lágrimas amargas y la mujer con vestido negro rasgado gateando entre sus piernas, apretándole un testículo como rehén.
Mientras salían se escuchaba a alguien murmurar: «¿Qué dice el libro sobre eso?». Otro interfería: «Igual puede servir de algo, según los mayas la mejor sangre para las ofrendas es la del pene». Una de las sectarias, incrédula, gritaba: «¡No creo que alcance para nada con ese pene! ¡Ofensa más que ofrenda!».
Una vez afuera, Lucy en el Cielo obligó a su rehén a que le diera su Harley. Él le dio las llaves y la ayudó a subir. Igual le clavó en el muslo la mitad de la lanceta para asegurar que no corriera tras ella. El hombre cayó al suelo revolcándose de dolor.
Caía una suave llovizna, la pintura azul del rostro del hombre se corrió como si se le derritiera la cara.
—¡Se escapa! ¡Se escapa! —gritó desde el suelo.
—¡Callate, idiota! —alcanzó a patearlo.
La Sagrada Maestra puso en marcha la Harley Davidson que robó para huir, pulsó el primer botón que vio, giró el puño acelerador y salió despedida, cayendo algunos metros más adelante. Se levantó y miró hacia atrás, los Caballeros de la Orden salían de la carpa, se dirigían a sus motos y a una casa rodante estacionada entre ellas. Dubi volvió a subir y esta vez no cometió equivocaciones, se largó de ahí a toda velocidad, directo a la carretera.
Lucy en el Cielo iba a contramano, hacía lo que podía para esquivar a los pocos vehículos que pasaban por ahí. «Por suerte ésta es una carretera muerta», se decía a sí misma, sin dejar de mirar hacia atrás. Casi una docena de personas con caras azules, envueltas en túnicas negras, la perseguían montados en sus Harleys, y detrás venía una casa rodante pintada con payasos y domadores. La moto de Dubi zigzagueaba y ella no pudo controlarla. Cayó junto a la calzada, afortunadamente tenía ventaja sobre sus perseguidores y eso le dio tiempo para zafarse de la pesada máquina que cayó sobre sus pies.
Un vehículo que venía por la ruta era apenas un punto frente a ella, pero iba a toda bala, se deslizó sobre el pavimento y ella pensó que ésa era su oportunidad. Corrió como pudo, pero su pierna estaba lastimada; se detuvo y dijo:
—No tengo que hacer nada. Esto es para mí. El Señor me lo envió.
A través del parabrisas pudo ver que el hombre que conducía no miraba el camino, estaba discutiendo con su pareja.
Dubi estaba asustada pero todavía alcanzó a murmurar:
—En nombre de la Redención de la Humanidad, este vehículo debe detenerse y ayudarme…
La mujer que iba en el auto miró al frente, gritó, se tapó el rostro, la Sagrada Maestra fue barrida, su cuerpo dio vueltas sobre el techo, cayó y rodó doblándose aparatosamente hasta estancarse con la cara sobre el pavimento.
El auto cayó a una zanja al costado de la ruta. La acompañante del conductor bajó y corrió a ver a la víctima; al voltearla se manchó las manos con sangre, pero lo único que escuchó fue el llanto de su bebé. Ese llanto se sintió como un eco ausente en alguna prisión a la que no quería pertenecer nunca. Miró el auto y vio que no todo estaba perdido, subió y le dijo algo a su esposo, quien inmediatamente se convenció de huir.
Las Harley Davidson se detuvieron alrededor del cuerpo abandonado y un hombre se sacó el casco, miró a sus compañeros y dijo:
—Después de todo, no creo que ésta haya sido la Salvadora.