UNA NOCHE EN MIDWAY MOTEL

¡Que suenen las congas, la trompeta, el bongó, que suenen, arriba las maracas y el güiro! Juan coloca en la vitrola un vinilo de Ismael Rivera, el rey Maelo, y marca el primer paso cuando ella se sienta en la cama para verlo bailar salsa. El Midway Motel está escondido en una ramificación de tierra de alguna carretera del Brasil, es un edificio fantasmal con las paredes enmohecidas y un enorme letrero descompuesto colgando boca para abajo. Juan transforma esa habitación en una isla caribeña, cambia las paredes resquebrajadas por un ventanal al mar, el deteriorado techo con telarañas por una noche estrellada y la alfombra manchada con fluidos corporales por la arena negra de alguna playa puertorriqueña, la voz del Maelo incendia la habitación cantando «El incomprendido»: «Yo, yo, yo, yo / Creo que voy / solito a estar / cuando me muera / he sido el incomprendido». Juan se mueve al frente y al costado, entregándose al tumbao, permitiéndose pasos espontáneos que sólo se guíen por el ritmo. Sin camisa y con el jean rotoso a medio desabrochar marca el baile con la pierna doblada, con pasos firmes, sus hombros escamosos se agitan en sincronía, mueve las caderas lentamente de un lado a otro, cruzando los brazos. Dila queda hipnotizada por el baile y la música. «Ni tú ni nadie me ha querido / tal como soy / bituqui pero yo, yo, yo, yo / solo estaré / y juraré / que cuando muera / aún así con mis presagios / tendré tu nombre a flor de labios y moriré».

Juan se acerca sin dejar de moverse al son de la salsa, le tiende una mano y la levanta de la cama, pone el otro brazo alrededor de su cintura y la aprieta hacia él, cadera con cadera, la empuja suavemente para mostrarle cómo llevar el ritmo, la hace dar una vuelta y luego la detiene entre sus brazos y sus narices quedan punta a punta. «Ismael Rivera llegó a formar parte de la Fania All Stars», murmura; se aleja bailando y vuelve a acercarse. «El Sonero Mayor, como le decían, fue uno de los mejores músicos de Latinoamérica y, particularmente, uno de mis favoritos, junto a Héctor Lavoe». Juan acaricia el cuello de la mujer rozándole suavemente una mejilla, y luego vuelve a mirarla de frente: «Tú sí sabés quién es Lavoe, ¿no?», pregunta, y ella menea la cabeza. «Bueno, el mejor salsero boricua. Una cosa curiosa de Lavoe es que saltó dos veces de edificios, desde mucha altura y no murió…, pero eso no viene al caso, lo que debes saber es que es el mejor de todos. ¿Sabes una cosa? Se llamaba como yo, Héctor Juan Pérez Martínez; ok, yo soy sólo Juan Pérez, y además, aunque admito que mi nombre es común, igual se me hace grandiosa la coincidencia de que sea él mi favorito. ¿No te parece, linda? ¿Crees en las coincidencias? No, tú eres de las que creen en el destino».

«Miro una estrella y deja de brillar, / toco una flor y se ha de marchitar / Negra suerte la que me tocó». Juan hunde su nariz en el pelo de Dila, se separa y le dice: «Sólo una cosa nos falta, ron cañita o un Cuba Libre», y ella sonríe. «¿Sabes que por ti daría la vida?», dice apartándole el cabello del rostro. Ella le responde al oído algo inaudible, pero él la entiende. «Claro que la daría», insiste, «si la doy por Washington, cómo no entregarla por ti. Arriesgamos nuestras vidas para salvarnos el uno al otro, más de una vez me he metido por la noche a algún laboratorio para sacarlo y cambiarlo por un perro callejero o zorro sarnoso. No sabes lo gracioso que es cuando al día siguiente va la prensa a ver al tal monstruo y resulta que es un perro roñoso. Nos divertimos haciéndole bromas a la gente que nos tiene miedo. ¿Ya te había contado lo bueno que es haciéndose el muerto? De verdad, lo darías por muerto. A veces si lo están por atrapar, él se tira al suelo y extiende las patitas y cuando se acercan a tocarlo con un palo él se levanta de un salto y todos salen corriendo».

Juan la recuesta sobre las almohadas rojas con formas de corazones; él se acuesta junto a ella y con el dedo meñique desprende lentamente, uno por uno, los botones perlados del vestido negro de Dila. «¿Has leído Los teólogos, de Borges?», le pregunta y ella asiente moviendo apenas la cabeza. Él continúa: «Te lo pregunto porque yo no lo entendí. Dice algo sobre que el mundo concluirá cuando agote su cifra de posibilidades y algo de trasmigrar muchos cuerpos hasta obtener la liberación, y lo que yo entendí es que después de morir volveríamos a vivir pero de otra manera, y luego de otra, y de otra, y de otra, hasta haber llevado todas las formas de vidas posible. Me he quedado pensando en eso». Dila le pregunta algo como a qué se refiere o qué vida quiere vivir, y él dice: «En alguna de mis vidas seré Borges. Todos seremos Borges alguna vez». Juan comienza a lamerle la oreja lentamente. «En algunas vidas somos normales y en otras anormales. En algunas seres corrientes y en otras excepcionales». Ella lo aparta, parece preguntar algo más, él entiende casi sin siquiera escucharla: «¿Mi libro favorito? ¿Tú qué crees?». Y ella sólo sonríe. «Las venas abiertas de América Latina». Ahora ambos ríen.

«En Puerto Rico todos decían que yo era un monstruo, ¿tú no me tienes miedo? Soy un exiliado. Tú eres mi asilo. Sólo tú no me tienes miedo. Para los demás soy escoria. ¿Qué hice mal? ¿Nacer? Lo absurdo es que la misma gente que está en contra del aborto es la que más me persigue y ahora desean que yo nunca hubiese nacido. Los religiosos extremistas que quieren ser como Dios en realidad son Lucifer. Pero nadie los persigue por ser demonios. Yo solía ser un miembro útil de la comunidad, aunque nadie me diera trabajo, tenía que salir adelante, criaba animales, sabes. Pero las escamas fueron expandiéndose, mi cuerpo deteriorándose, eso fue suficiente para que nadie me quisiera en su comunidad. Recuerdo una vez, un joven me pidió dinero en la calle, se lo di y me dijo: “Dios te bendiga”. “Yo no creo en Dios”, le dije. Él me miró de arriba abajo y respondió: “Ya veo porqué”. Tomé su cuello entre mis manos y le dije: “¿Crees que eres mejor que yo? Tú eres un vago, estás sano y joven pero estás aquí mendigando, eres un traidor a la patria”. Entonces me dijo: “¿Y qué quieres? ¿Qué me vaya a robar?”. “Quiero que te vayas a trabajar”. Eso le dije. Puerto Rico es una isla caribeña en el centro del mundo, un paraíso, uno de esos lugares con lo que la gente sueña para ir en vacaciones. Pero lo estábamos haciendo mierda. A los que hay que desterrar es a los vagos que no quieren trabajar. Se quejan del desempleo, y entonces cómo los dominicanos y cubanos sí encuentran trabajo en nuestra isla. Hay que tocar fondo para lograr un cambio verdadero. ¿Pero cómo puede mejorar un país si los líderes no te inspiran, sino que son mediocres e insensibles? Hacen ridiculeces como casarse con un partido político de Estados Unidos. ¿Cómo podríamos tener un gobernante republicano en Puerto Rico? A los republicanos sólo les importan los ricos, y pal demonio la clase trabajadora. Nos hacen mierda. Y nosotros nos dejamos. Los Estados Unidos intervienen todo el sistema electoral, pero nosotros somos un país latinoamericano. Lo primordial para Puerto Rico es la descolonización. Si un pueblo no cambia, desaparece. Me dio esperanza escuchar a Hugo Chávez hablar de la independencia de Puerto Rico, dice que “algún día habrá que liberar a Puerto Rico”».

Se queda en silencio, sus pupilas vuelan sobre Latinoamérica, navegan el mar Caribe hasta llegar a la isla. Se recuerda a sí mismo surfeando a temprana edad, cuando todavía parecía un poco más normal. Cuando pasar desapercibido era una suerte de libertad. «Tú eres la única que me ofreció asilo, y eso que tampoco tienes adónde ir».

Juan le recuerda lo difícil que es encontrarla porque siempre está huyendo. «Sé perfectamente lo que es ser un prófugo, y eso es lo que somos. Prófugos de la sociedad. Somos prófugos». A ella se le humedecen los ojos. «No llores, my little fighter girl, tú no tienes la culpa de ser cómo eres, la culpa la tienen los que no nos entienden. Los que nos llaman diferentes. Ellos nos llevan por el mal camino, ellos nos obligan a portarnos mal».

«A veces, me siento como Toño Bicicleta, yo podría ser Toño Motocicleta», dice Juan riendo tristemente.

«Es el prófugo más célebre de Puerto Rico, es parte de nuestro folclore. Mira, como en 1968 este hombre asesinó a su esposa a machetazos, le dieron cadena perpetua, pero a los dos años se escapó de prisión y vivió fugitivo cuatro años. Dicen que violaba y asaltaba, dejaba un rastro de crímenes pero igual nunca lo podían atrapar, y eso que el apodo le viene de que sólo tenía una bicicleta, nada especial, ¿eh? Los vecinos y policías solían reconocerlo y se armaban persecuciones, pero Toño siempre lograba escapar pedaleando. Bueno, siempre no, después de cuatro años de andar prófugo volvieron a encarcelarlo. Estuvo en un campamento penal otros siete años, ¿y luego qué? Se vuelve a escapar. Creo que logró hacer un agujero en un muro y se volvió a fugar. Unos años después mató a un hombre y secuestró a la novia de ese hombre, la tuvo en cautiverio durante ocho años. ¿Puedes creerlo? También mató a su tío y padrastro. Al final, recién en el 95, cuando trabajaba en una finca, alguien lo reconoció y llamó a la policía. En la balacera le dispararon en sus genitales, y así murió el Toño Bicicleta, desangrándose por los testículos, con el bicho empapao en sangre».

Juan se acerca lentamente a ella, reptando. Dila tiembla, cierra los ojos, aguanta la respiración. Juan le olfatea el cuello y con sus dedos realiza golpecitos breves y rápidos en su cintura; él también cierra los ojos, respira hondo luego de catarla, de sentirla con todo el olfato. La acaricia con dulzura, con ternura, hunde la nariz en su clavícula, emite un gruñido como de animal y retrae los labios enseñando los colmillos, largos, brillantes. Da la sensación de que crecieron de repente como si antes no los tuviera, y ahora listos para clavarse en cualquier superficie. La desea con toda el alma, con todo el cuerpo. Él ha derribado búfalos y coyotes sólo con las manos, pero ante ella está indefenso. Abre la boca todo lo que puede y le roza el filo de los dientes sobre su fina y blanca piel, ella se estremece, se arquea, trata de cruzar las piernas pero él vuelve a abrírselas. Con la nariz pegada a ella sigue haciendo ruidos de sabueso que reconoce a la presa, y aplasta la cara en el escote de Dila, con las manos le sube el vestido buscando sus costillas, tocándolas una a una. Ella quiere gritar pero se retiene, se muerde los labios. Entonces él levanta la cabeza y pregunta: «¿Estás en tus días?». Ella, sorprendida por la pregunta, abre los ojos y se incorpora buscando ver sus ojos, a ver si acaso nota que está bromeando. «Que si tienes la regla, tu período», se explica Juan. Pero como ella no contesta, agrega: «No hace falta que mientas, ni que me digas la verdad. Sé que lo estás, puedo olerte. Nunca he probado sangre humana; tú sabes que sólo soy adicto a los animales. Pero esa sangre que tienes ahí abajo, tibiecita, recién salida de tu cuerpo, me enciende. ¿Todavía eres virgen, verdad? Yo no te voy a hacer nada que no quieras, linda, sólo quiero que me satisfagas esta pequeña… apetencia. Bajaré ahí, te besaré, te lameré, y después te chuparé la sangre, beberé todo lo que pueda. Te vampirizaré. Quizás te muerda sin darme cuenta. Quizás te duela, pero igual te gustará».

Juan la levanta con ambos brazos y la contiene contra la pared, se arrodilla frente a ella y se mete bajo el vestido. Dila abre los brazos, los lleva sobre la cabeza, voltea los ojos, se tapa la boca, trata de apartarlo, vuelve a atraerlo, lo escucha sorberla y se muerde los labios otra vez, se pone de puntitas, grita, grita, grita, y acaba suspirando, frágil, ligera, onírica. Juan se pone de pie, se limpia la boca con el dorso de la mano, y no se da cuenta que aún tiene una mancha de sangre en la barbilla. Ella sonríe. Él va hasta el tocadiscos, regresa el vinilo, y acompaña vocalmente a Ismael Rivera: «yo, yo, yo, yo, yo, yo solo estaré / y juraré / que cuando me muera / (Dila) que aún así con mi presagio / tendré tu nombre a flor de labio / y moriré / ¿comprendido? Yo soy (Juancito) el incomprendido / ja, ja, ja, ja, ja, ja / Epa, quémala».