Epipoteo Hernández tiene el carácter de un viejo, aunque sólo tiene como treinta años. Sus anteojos redondos pequeños le dan un aire intelectual, su barbilla está adornada por una franja vertical de pelo plateado y un sofisticado bigote puntiagudo torcido hacia arriba, el total de sus facciones parecen ser el resultado de un cóctel de José Zorrilla y Gustavo Adolfo Bécquer.
Morena Iglesias lo ha seguido hasta un club subterráneo, lo ha encontrado atractivo desde el primer momento en que lo vio en una conferencia en una zona arqueológica de México. Esta noche se ve tan rebelde y duro con su chaqueta de cuero negro, tal como le gustan a ella, por eso no le importó no saber a dónde iba. Algunos tipos tocan jazz fusionado con ritmos africanos y otros esperan su turno para leer poesía. Cuando Epipoteo se da cuenta de que está siendo perseguido no duda en detenerse para ser alcanzado. Morena se sienta en la escalera y pide cerveza, Epipoteo la acompaña.
—¿Estás estudiando psiquiatría? Te vi con el grupo del doctor Gómez-Spader allá afuera —le dice invitándole un carrujo—. Te ves muy hippie para ser psiquiatra.
—¿Vos estás en la excavación? Porque te ves muy beatnik como para ser arqueólogo.
—Bueno, estamos a mano. Pero al menos en el fondo nos gusta lo mismo, el amor y los Beatles.
—Yo escucho a Janis Joplin.
—Claro, tú eres muy Janis Joplin.
—Y vos muy John Lennon.
—Vaya, eso es lo más lindo que me han dicho en mi vida. ¿Pero me lo dices por la chamarra de piel? Porque prefiero al Lennon actual que al de los inicios de los Beatles.
—Lo digo por algunos rasgos de tu cara, por tus ojos. Si de algo sirve, a mí también me gusta más el Lennon actual, pero si no querés parecerte al John de hace diez años, creo que deberías de cambiar tu forma de vestir. Parecés un motociclista rebelde.
—Lo que yo creo… es que tenemos mucho en común.
Morena expulsa el humo y lo mira a los ojos:
—¿Querés decir que me conocés?
—No hemos hablado antes, aunque nos hemos cruzado muchas veces y no es difícil adivinar por qué. Hay tantos casos de vampirismo en la historia y tan pocos investigadores obsesionados con esto. Al final terminamos conociéndonos todos. A propósito, leí el libro sobre el Piuchén, del doctor Gómez-Spader. Sus estudios sobre la conciencia del mito en la población mapuche me motivaron para realizar mi propia expedición en tierras andinas para conocer más sobre vampiro local.
Epipoteo extiende una mano y ella la toma; la ayuda a levantarse y la lleva a una zona aún más oscura, cerca de los baños. La pone contra la pared y le dice:
—Tengo fotografías del esqueleto de un vampiro del siglo dieciséis. Estuve en una excavación en Petén, creemos que el esqueleto fue de una mujer maya que fue asesinada de una estacada en el corazón por los colonizadores españoles.
—La estaca no certifica que haya sido una mujer vampiro —susurra acercando sus labios a los de él.
—La estaca no, pero sí el ladrillo en la boca.
—¿El ladrillo?
—En esa época, en Europa, creían que para hacer que un vampiro no siguiera mordiendo y chupando la sangre de la gente aún después de enterrarlo, debían atorarle las mandíbulas y cerrarle la boca introduciéndole un ladrillo.
—¿Podré ver las fotos?
—Te las daré todas si quieres —dice Epipoteo olfateándole el cuello—. ¿Y tú qué haces aquí?
—La procuraduría me mandó a llamar para trabajar en la investigación del más reciente caso de asesinato en serie en Ciudad Juárez. Aquí sí tengo trabajo.
Epipoteo la voltea, le levanta el pelo y le da besos en el cuello.
—¿No hay vampiros en Sudamérica?
—¡Uh, muchos! Empezando por los dictadores.
El antropólogo se ríe y vuelve a darle vuelta, la levanta sujetándola de la cintura, y los pies de ella flotan en el aire.
—Además de psiquiatra forense, hippie y cazavampiros eres comediante.
—No, esos tipos de verdad están enfermos. Se rumorea que secuestran niños impunemente para bañarse en su sangre y así absorber la energía de las almas jóvenes. Si no es cierto, es curioso que se diga lo mismo de todos los dictadores latinoamericanos.
—No me digas. ¿Como Erzsébet Bathory?
—Exacto, como la condesa sangrienta.
—Quizás lo hagan mal, no es la sangre de los niños la que deberían utilizar…
—¿También bromeas? —pregunta mientras él le muerde el labio inferior—. ¿Qué es esto? —Morena tiene la mano dentro de los pantalones de Epipoteo.
—Un piercing de obsidiana —responde sujetándole la mano—. Espérame, doctora. Es mi turno…
—¿Turno para qué?
—Para leer mi poema: «Contra-poema para nuestra oscuridad».
Contra-poema para nuestra oscuridad
«En el inframundo está escrito tu nombre
Oscuridad, noche, sangre
Vagancias de la ciencia errada
Música, noche, sangre
Puente clandestino a la eternidad
Pasión, destino, sangre
¿Nos hemos visto antes?
Sangre, sangre, sangre
Nos volveremos a ver».