Los osos se sentaban alrededor de la mesa y golpeando sus patas contra el tablón, hacían girar y saltar las tazas hasta ponerlas frente a ellos, era la versión radiactiva de Ricitos de Oro.
Juan y Dila contemplan el atardecer chihuahuense, el sol se parece a Marte y la Tierra a la Luna; han elegido una llanura rocosa para sentarse a ver cómo el enorme disco naranja baja por detrás de un peñasco. A Dila parece extasiarla el silencio y la lenta muerte del día. Le gusta presenciar cada despertar de la noche y, mientras se abstrae en ese sol aniquilador, Juan la observa disimuladamente. Dila es su Madonna Della Notte, así la ha bautizado mentalmente comparándola con una virgen renacentista. La virgen dark santificando la crucifixión de la luz. Trae la cabeza envuelta con un pañuelo negro que le cubre todo el cabello y se ajusta al contorno de su rostro, viste una túnica de gasa negra que le llega hasta los tobillos, con la transparencia suficiente como para que Juan glorifique su blanca desnudez.
«Ella en éxtasis por la nueva noche, yo igual pero por contemplarla. Me desarmaba, me convertía en un cordero de suavidad inmaculada, ella era la Virgen y yo todo su rebaño. Tenía una sonrisa dulce, tan dulce que sabía a tristeza. Siempre la veía descalza, y aquella vez no era la excepción, sus pies blancos, esqueléticos, se asomaban debajo de la gasa negra y yo pude ver todas esas cicatrices que envolvían sus pies, heridas marcadas para siempre por el camino de su vida. Y yo moría entonces por besar cada cicatriz de su cuerpo, cada lunar sobre su finísima piel; moría entonces como moría el día; y ella, quizás, sabiéndome moribundo, se alegraba como se alegran las dalias en otoño, se alegraba con júbilo oscuro, íntimo y taciturno, le alegraba matarme de amor, desangrarme el corazón sin tener que mover ni una hebra de pelo negro para atravesarme el alma».
Dila levanta la vista y señala con el dedo índice por encima del morro que se erige entre ellos y el sol. Se pone de pie y entreabre suavemente la boca emitiendo un grito mudo. Juan dispara la mirada hacia donde el dedo indica y ve sobre las rocas la silueta de un animal que parece sostenerse sólo con sus patas traseras, pelado y oscuro como una estatua de cemento; tiene dos cuernos o dos alas que salen detrás de la cabeza; ella puede distinguir que del hocico saltan como estacas atravesadas, un par de colmillos torcidos y encimados que dan la sensación de ser uno solo y puntiagudo. «Tranquila, es mi perro». Dila entonces baja el índice y lo observa con otros ojos.
«Ya sé lo que piensas, que nunca has visto uno así. Es que no hay otro como él. Lo traje de Chernobyl hace unos años, cuando se acababa de disolver la Unión Soviética. Viajaba como polizón en buques pesqueros rusos que atracaban en Puerto Rico, dejé de hacerlo cuando descubrí que en realidad no eran pesqueros, sino de la mafia rusa. Pero mientras viajé con ellos tuve la oportunidad de visitar Ucrania un par de veces, fui algunos kilómetros al norte de Kiev y entré a explorar la zona de exclusión. Te encantaría, es un sueño urbano, melancólico y bello. A Washington lo traje de ahí. Se llama Washington, como el perro de Condorito. No lo mires con miedo, él sería incapaz de hacerte daño, sólo está esperando que aparezca alguna vaca o alguna cabra, al igual que nosotros tiene hambre. En realidad, Washington se parece tanto a nosotros, en tantas cosas. ¿Acaso los weirdos no podemos tener corazón? Washington y yo nos hemos salvado la vida mutuamente una y otra vez, nos hemos facilitado la supervivencia el uno al otro. Y lo que hacemos por nosotros, también lo haríamos por ti. No te imaginas la cantidad de gente que nos persigue y nos pone trampas. ¿Qué? ¿Me culparás a mí, linda? Yo solía criar mis propias cabras, pero después perdí mi trabajo y lo perdí todo, no tuve forma de seguir manteniéndolas. Ok, admito, me las comí a todas, además yo no puedo estar siempre en un mismo lugar, yo sé que las fronteras son imaginarias, yo rodeado de mar, y tú, de tierra; pero los dos teníamos otro tipo de fronteras, ¿o no? No puedo quedarme en ningún lugar, ni Washington, y yo sé que tú tampoco. Así que comenzamos a cazar, es lícito cazar, ¿o no? Socialmente es aceptado como uno de los deportes más antiguos, en algunos lugares o épocas hasta otorgaba estatus. Comemos animales crudos o insectos para sobrevivir, ¿qué tiene de malo? Además también lo hacen Bear Grylls en Man vs Wild, o Les Stroud en Survivorman, y nadie quiere enjaularlos. ¿O me equivoco? Es injusto lo que Washington y yo tenemos que pasar. Nosotros tenemos olfato, sabemos a qué animales comernos, no desequilibramos la naturaleza, quizás volvemos locos a algunos pastores, pero… ¿so what?».
Dila lo escucha sin apartar la vista del cánido deforme, la acorrala la ternura más sagrada reservada sólo para los hijos en los vientres, y profana todos los sentimientos humanos al entregar esta simpatía a un monstruo. Luego se dirige a él, le habla bajo, más bajo que el silencio, pregunta sobre los fantasmas de Chernobyl y él dice que no hay fantasmas en Chernobyl, sólo animales silvestres que se comportan como humanos, que se han adueñado de la ciudad y encarnan una porción del Apocalipsis o un cuento de Lewis Carroll. Tendrías que haberlos visto, linda, los animales se han adaptado a las ruinas, ellos simplemente se comportan como personas. No, no todos son deformes, quizás presenten enfermedades genéticas más adelante, no lo sé. Washington debió nacer después del accidente, por eso tiene estas mutaciones, era tan adorable, uno de los poquísimos animales en el pueblo que buscaba compañía humana, que buscaba domesticar a un hombre. Pero tú sabes, nena, que yo soy un animal. Washington y yo estamos hechos el uno para el otro. ¿Cómo que qué es esto que te estoy dando? Es Count von Count de Plaza Sésamo. Ah, te refieres al cartoncito, no al dibujo en él… ¡Ey, no te lo lleves tan rápido a la boca! Ok. Ahora tendrás que atenerte a las consecuencias. Es lsd, con el dibujo de Count von Count, muy apropiado ¿no? Ya verás, no hace falta que te explique lo que ya vas a experimentar. ¿Quieres saber más de Chernobyl? Es un pueblo, con todo lo que un pueblo debe tener, excepto por actividad humana. Están todavía los edificios con emblemas de la URSS, hay muelles, embarcaciones, ruinas de casas. Están las escuelas, con juguetes esparcidos por el suelo, uno que otro lince todavía chiquito juega a las muñecas; están los zapatitos de niños en el mismo lugar donde los dejaron, las pizarras todavía tienen lecciones en ellas, todos esos juguetes vintage que pueden llevarnos de vuelta a nuestra propia infancia. ¿Sí la has tenido, no? Aunque no la recuerdes, todos hemos tenido infancia, buena o mala, pero la hemos tenido, babe, y yo creo que estas piezas no sólo podrían transportarnos a nuestra infancia por la edad que tienen, sino por el aura desgarradora que los rodea; he visto muñecas que parecen mutantes, deformes como si hubiesen nacido ahí, camioncitos, tambores de plástico, ositos destripados, tú sabes, con cortes en los vientres, con el relleno saliéndoles sin ninguna gota de sangre, ¿los habremos visto antes? He conocido las aulas más tristes jamás vistas, me he visto de niño, como fantasma sentado al fondo de una de esas aulas vacías de paredes grises resquebrajadas, me he sentido castigado como un niño fantasma abandonado en un futuro tóxico, con un reloj que marca las horas para atrás. Había, y quizá todavía hay, fotografías del salón de baile con todas esas niñas con tutú practicando ballet y que hoy en otro lugar quizá sean hermosas señoritas sin ciudad natal, pero al estar ahí uno no puede dejar de verlas como espíritus inamovibles de ese salón de baile que cae a pedazos, en el que la respiración de uno hace eco y en el que ya sólo danza con el viento la hierba que invade la escuela. Hay hospitales con medicamentos nunca abiertos, drogas impolutas, camillas en la que duermen gatos salvajes y en el centro de una sala quirúrgica el piso está roto para que un árbol brote. También he visto una fábrica de motos, el Hotel Polissia, el Cuartel General y hay otros edificios con murales coloridos que caen a pedazos. Hay carteles y carteles, pero yo no sé nada de ucraniano, así que para mí eso no sólo era otro país u otro continente, era otro planeta. La triste oficina de correos con palomas y colirrojos anidando en las casillas; la cancha de básquet en la que he visto lobos sentados en las graderías, como esperando que algún partido empezara. No te miento, los he visto, I swear. Una vez vi nieve derritiéndose y, sabes, era como la fusión del invierno y la primavera, los caballos salvajes de Przewalski galopaban a través del charco de nieve derretida, como en un sueño. También vi un par de vacas en la parada de buses esperando un trasporte que nunca llegaba, ni habrá de llegar jamás. Y, sabes, todo transcurre en silencio, uno nada más observa el espectáculo como si se tratara de ilustraciones de un viejo libro de cuentos para niños, en escala de grises y con todo el rigor de las páginas que no emiten sonidos. También estuve en el Bosque Rojo, había pinos marrones rojizos atrofiados y secos, entre ellos había más jabalíes, pájaros y alces. Pero lo más bello de todo fue ir a los suburbios, a esas casitas de familia de los ochenta, y ahí fue en donde presencié a todos estos animales silvestres mofándose de la civilización; vi osos que abrían las puertas con sus garras, movían los picaportes y entraban en fila, corrían los muebles para acomodarse, empujaban por ejemplo la cómoda haciéndola rodar para hacer espacio en la sala, sobre la chimenea todavía había fotografías en sepia de los antiguos residentes que ahora miran a través de los nuevos inquilinos. Luego los veía entrar al comedor, los osos se sentaban alrededor de la mesa y golpeando sus patas contra el tablón hacían girar y saltar las tazas hasta ponerlas frente a ellos. Era la versión radiactiva de Ricitos de Oro. Había un periódico amarillento en la cabecera que el mayor de los osos parecía leer agachando la cabeza, y por último se acostaban en las camas de los dormitorios. Afuera, los jabalíes jugaban tirándose de los tejados como si fueran toboganes; y más allá, en un viejo parque, una rueda gigante y autitos chocadores averiados, volcados, atorados entre arbustos, y cerdos que jugaban a manejarlos.
Ey, ya puedo notar que el caramelo te hace efecto, ¿lo sientes?