El destino trajo a Ava hasta mí. Yo estaba elaborando una prueba pericial psiquiátrica cuando mi colega me hizo una consulta sobre el caso que él estaba tratando. Nuestros pacientes padecían delirios místicos, pero la de él se adecuaba al perfil al cual yo me especializo, así que creyó pertinente que estudiara su expediente. Así descubrí a Ava. Cuánto más leía sobre ella, más deseaba haber dado yo primero con ella. Apenas supe de su devoción hacia la sangre sentí que estábamos destinadas a encontrarnos.
Había algo en particular que me decía que yo debía encargarme de ella, llevaba casi treinta años estudiando a psicópatas obsesionados con la sangre, todos ellos se excitaban viendo, lamiendo, bebiendo u oliendo la sangre de terceros, pero lo singular en Ava, aunque demostraba una conducta similar, su diferencia era que tenía un cuadro psicótico caracterizado por extraerse la sangre en lugar de ingerirla. Pensé entonces que si tan sólo podía entrevistarme con ella tal vez descubriría nuevos horizontes en el campo del vampirismo clínico o el sadomasoquismo. Casualmente, una semana después, algo pasó con mi colega y se me derivó el tratamiento de Ava.
Nunca olvidaré lo que sentí la primera vez que la vi. Cuando entró a mi consultorio sentí que una brisa helada entró con ella. Su rostro era el de una mujer abatida: pálida, ojerosa, labios secos, dientes amarillentos y expresión de asco. Pero, en contraste, traía un tierno vestido rosa que se veía raro en ella, era como un perro al que le ponen vestido y obligan a caminar en dos patas. Simplemente el vestido rosa no era para ella, y ella lo sabía. Tenía el pelo recogido, y su ancha frente estaba duramente enmarcada por el pelo rojizo.
Entró cantando y le pedí que hiciera silencio para escucharme, pero ella no quería detenerse:
—Pero Él me está hablando… —respondió.
—¿De quién hablás, Ava?
—De Dios. Él me habla a través de las cosas, como la música.
Me callé unos segundos, no me sorprendía su comportamiento, me sorprendía su aspecto físico. Podía jurar que ya la había visto antes.
—Soy la doctora Iglesias y estoy aquí para ayudarte —le dije y le pasé la mano, pero ella no me la estrechó—. Ava, sacame de una duda. ¿Nos conocemos?
—Quizás usted me conozca a mí, pero yo a usted no —dijo mascando un chicle que no me di cuenta cuándo se lo metió a la boca.
—Quizás… ¿Qué edad tenés?
—Treinta y tres.
Dijo treinta y tres sin dudar, yo iba a tomar nota pero me quedé extrañada, levanté la mirada de mi anotador y recorrí su fisonomía.
—No parecés de treinta y tres, cualquiera diría que tenés menos de veinte. Es mucha la diferencia entre lo que aparentás y tu edad. ¿Estás segura que tenés treinta y tres?
—Sí. Treinta y tres.
—¿En qué año naciste? —probé para ver si sacaba cálculos.
—En 1970 —dijo sin dudar, permanecía sentada en la misma posición en la que se había quedado cuando entró, juraría que no se le movía ni un solo pelo, parecía una fotografía desplegada frente a mí.
En su expediente también decía treinta y tres, pero yo no lo podía creer. Parecía de veinte, la observé detenidamente tratando de aceptar el vínculo entre lo que es y lo que parece, pero por más que intenté visualizarla con la edad que debía tener según ella y sus papeles, sólo llegué a ponerle veinticinco como máximo, hasta esa edad podía aceptar que era cierto, y eso, siendo generosa.
—¿Estás segura de que no nos hemos visto antes? —insistí quizás porque no podía creer que nunca había escuchado sobre ella.
En su expediente había informes de varios hospitales en los que yo llegué a trabajar, no pude evitar pensar en que muchas veces estuvimos tan cerca de conocernos.
—¿Dónde naciste, Ava?
—En mi casa —contestó con indiferencia.
Escucho nuevamente la cinta que conserva la entrevista que le hice aquel día. Todo ese tiempo ella se mantuvo segura, realmente creía en lo que decía. Yo pensaba que había algo de cierto, no podía estar todo tan lejos de la realidad. Pero ahora que me aportás esta información, tengo que volver a analizarla.
El primer día me habló sobre aquello de ser la enviada del Señor. Desde entonces no se abstuvo de contarme detalles sobre su milagrosa sangre y a cuántas personas había salvado la vida. Ella no sentía ninguna necesidad en particular de ver sangre, ingerirla o untarse con ella, ni siquiera estaba interesada en la de otros. Era como una vampira narcisista, sólo su sangre importaba; creía que era un don que debía ser compartido. Me reveló también que consumía hongos alucinógenos, así que consideré que podría presentar síntomas de toxicomanía. Aunque las setas que dice consumir no son adictivas y, de hecho, en algunos casos éstas pueden contrarrestar la psicosis en algunas personas, así que he contemplado la idea de que podría estar consumiendo opiáceos, pero hasta ahora ninguno de los análisis que le he realizado lo han demostrado.
Aún no puedo determinar si su enfermedad fue inducida, despertada o acaso profundizada por la pérdida de su padre. Ella era una niña cuando la forzaron a donarle sangre, él sólo pudo reponerse gracias a la transfusión recibida y ella lo tomó como si lo hubiera resucitado.
A mí me encantaría poder presentársela, pero después de tratar de estrangularme huyó y no volví a saber de ella. Realmente, profesor, ¿cree que estamos buscando a la misma mujer?