Para anunciarse, Juan toca la campana de bronce frente a la carpa del Templo Ambulante de la Orden de los Caballeros Eternos. Mientras aguarda a que alguien salga a recibirlo pone en pausa el iPod y sonríe contemplando esa extraña composición visual formada por la carpa de circo y las dieciséis Harley Davidson en medio del monte a medianoche.
Alrededor de la carpa hay una reja, la entrada es un portón con gruesas cadenas y candados, pegado a él un telón cerrado por dentro. Del otro lado, una voz de hombre pregunta:
—¿Es usted socio?
—Bête noir —susurra acercándose a la reja.
El telón se abre y un hombre con casco de motociclista abre los candados. Juan espera también con el casco puesto. El hombre lo hace pasar, cierra las rejas y luego la carpa. Juan se saca el casco y su rostro queda al descubierto.
—¡Sos vos! ¿Qué hacés acá? —se sorprende el que lo recibe y retrocede aterrado.
—Con el permiso de la autoridad, y si el tiempo no lo impide, mataré a cada uno de ustedes y luego me los comeré.
Lo sujeta del cabello y alza sobre él un estoque de ochenta centímetros, se lo introduce por el omóplato y lo hunde hasta llegar al corazón. Lo siente morir en sus manos; desenvaina el acero del cuerpo y luego de sacarle las llaves del candado, pone en marcha el pasodoble Cielo andaluz y alza el volumen. Camina por el laberinto de biombos pintados a mano. Se quita un audífono blanco de uno de los oídos para concentrarse en las voces que vienen del fondo, pero más que por el ruido se guía por el olfato; camina entrecerrando los ojos y levantando la punta de la nariz. Se detiene frente a la fotografía que se encuentra en un altar con flores rojas y velas. La de la foto es ella. Su piel, su pelo, sus ojos. Es ella. Siente la presencia de alguien por detrás; vuelta, estocada, gira la espada y lo desangra, vuelve a sacarla y a meterla hasta llegar a la médula espinal, se pone de cuclillas y le corta una oreja para ir masticándola mientras camina por el laberinto, tratando de llegar hasta los demás. Detrás de un bastidor se encuentra con otro, uno que no advierte su presencia. Un pinchazo en la espalda, perfecta estocada, corta la oreja y sigue.
—¡Ey! ¡Vos! ¿Qué hacés acá?
Juan gira sobre sus talones, el hombre vestido con túnicas negras observa el estoque bañado en sangre y retrocede lentamente. Juan le da espacio, luego se dirige a él con cautela, como un león o un lobo, dos pasos más y da un salto; perfecto estoconazo y muerte inmediata. Se pone de cuclillas, corta la oreja, se quita el cinturón de cuero negro con tachas y le hace un nudo alrededor del cuello, como una correa de perro, para poder arrastrarlo hasta el salón ceremonial, marcando en su trayecto un camino de sangre, como una alfombra roja que se forma detrás de él a medida que camina.
El laberinto de bastidores pintados a mano culmina en un espacio ovalado en donde, inmóviles, tres mujeres y nueve hombres con túnicas negras sentados en círculo en el suelo están mirando hacia él como si hubiesen sido interrumpidos. Juan se dirige hacia ellos, con una mano arrastra el estoque ensangrentado y con la otra remolca el cuerpo, la túnica del difunto se desata y el muerto va quedándose desnudo con cada paso que da el matador. Algunos se tapan los ojos. La mujer que lleva una especie de distintivo en el pecho, como un corbatín rojo, se levanta y pone una mano extendida frente a ella, con los dedos todos hacia arriba, como pidiéndole que se detenga.
—¿Qué hacés acá? Ya no sos un hermano, no podés volver.
—No estoy volviendo… —dice Juan y suelta el cinturón que mantenía levantada la cabeza del cadáver desnudo.
—¿Qué estás haciendo? —insiste la mujer.
Juan se ríe y los demás se levantan, uno que otro intenta intimidarlo con la mirada, pero no funciona.
—Ustedes la mataron. Querían sangre y la mataron, por eso vengo yo a buscar la sangre de ustedes y no me iré hasta saciarme.
—¿De qué hablás, boludo? —pregunta arrogantemente uno de los sectarios.
Juan se acerca a él como si fuera a contestar, pero la respuesta es esta simple acción: estocada perfecta y corte de aorta. Los otros gritan o se cubren los ojos.
—Ustedes mataron a Dila Dubi —dice el matador.
—¡No! —exclama una mujer, la más joven del grupo, y se arrodilla frente a él como pidiendo piedad—. Hermano, fue un accidente…
Juan baja la cabeza y la mira a los ojos. Estoconazo perfecto.
—Esto también fue un accidente.
Los restantes comienzan a huir. Gritan y corren, se pierden en el laberinto de biombos, se desesperan buscando la salida. Juan camina, salta, derriba bastidores, reparte pinchazos, se ríe a carcajadas; los ve cansarse, tropezarse entre ellos, se golpean contra los objetos que caen. Entonces se decide a acabar con todo, los corre como una bestia feroz, como si estuviera acostumbrado a cazar para sobrevivir. Estocada, estocada, estocada. Siente el olor del miedo de uno que se esconde detrás de la carpa, clava el estoque y la raja. Otra estocada al que cuelga de la reja intentando escapar. Ya sólo le falta una persona. La escucha sollozar, gemir, llorar; mira alrededor, olfatea en el aire, camina, busca y encuentra, está dentro de un baúl que luce como reliquia. Pero él no busca reliquias. Levanta la tapa del cofre, de cerca parece un sarcófago, la mujer que se oculta en el interior llora pidiendo piedad, Juan le quita el pelo de la cara con la punta del estoque y la mira a los ojos. Estoconazo perfecto que le atraviesa el ojo, también le corta la oreja y vuelve a cerrar el baúl.
Reúne cuerpos en el centro de la carpa, sobre los biombos derrumbados, los desnuda y los despelleja con un cuchillo de caza, los desmenuza con la naturalidad con la que se desmenuza un pollo, prueba un trozo y hace una mueca de repulsión.
—Aunque su carne es asquerosa, cerdos sádicos, igual me los comeré y los llevaré al infierno conmigo. Yo les enseñaré lo que es la Eternidad.