Ella cultiva más de veinte especies de hongos mágicos, sus favoritos son los teonanácatl y los cucumelos. Sus teonanácatl, o Carne de Dios, de México, los cucumelos del norte de Argentina. A un inexperto le parecería que ambas especies son iguales, pero ella tiene el don para reconocer la diferencia: radica en el contenido de las visiones que cada uno de los hongos puede mostrar. Cada ritual debe ser practicado con setas específicas y nadie conoce tantos rituales a base de psilocibina como ella.
Era poco más que una niña cuando escuchó las voces por primera vez, acababa de dar sangre a su padre cuando tuvo un sueño en el que ella era como una reina celestial, los querubines tiraban de su vestido subiéndola al cielo. Cuando despertó lo primero que supo fue que había salvado la vida a su padre, una voz le dijo claramente que fue posible gracias a ella, a su Sangre Divina, porque ella es la Hija de Dios. Su padre igual murió poco tiempo después, pero nada de eso anulaba su primer milagro. Ava Dubi era, claramente, la enviada del Señor.
Las voces se hicieron constantes, le decían que el mundo la necesitaba, que ella era el instrumento de Dios contra los pecados de la Humanidad. Su madre sola y enferma, al no poder hacerse cargo de ella, la envió a un internado católico en el Chaco Argentino, en donde permaneció menos de un año. La expulsaron cuando descubrieron que comía estiércol y predicaba que ella era la Salvadora.
Regresó a la granja de su madre, en la huerta cultivó los nuevos hongos extraídos de bosta de cebú junto a los San Isidro y la salvia divinorum. En el pueblo la conocían como la Virgen de los Cerdos, porque se declaraba virgen y vivía entre cerdos. Seguía comportándose como si de verdad fuese un instrumento sagrado, inventó una religión que a algunos vecinos les sonaba muy racional, así que solían acoplarse a esas misas profanas celebradas en un chiquero, en donde se desnudaban y se untaban lodo rojizo. Y luego, dependiendo de la disposición de los astros, masticaban hongos o hacían infusiones con ellos. A veces ella los servía bañados en chocolate.
Una postal que definiría esos años de su vida: Ava acostada en el huerto de hongos, sobre bosta, rodeada de sombreritos rojos, amarillos y lilas, bajo un cielo cian. Por aquellos días los mensajes secretos que le enviaba el Señor se hicieron más claros, venían en la etiqueta de sus prendas, representadas por las formas de las nubes o en los discos puestos al revés.
Después de la muerte de su madre, quedó como dueña única de la granja, se sostuvo vendiendo animales y hongos por kilo, juntó dinero y viajó a la ciudad a estudiar enfermería. En su pueblo siguen vendiendo estampillas de la Virgen de los Cerdos, una mujer de largo pelo rojizo, desnuda, con lodo cubriéndole solamente sus partes íntimas y tres cerdos alrededor de ella con la cabeza abajo como venerándola. Pero estas estampillas no pasaban de ser suvenires kitsch, recuerdos jocosos de Fango Rojo.
En la ciudad, Ava desarrolló algo que ella misma reconocería más adelante como adicción a las transfusiones sanguíneas. Donando en diferentes hospitales, llegó a hacerlo una vez por semana durante tres meses, engañaba o persuadía, hasta falsificaba carnés de donante para poder hacerlo. En los hospitales comenzaron a reconocerla y a prohibírselo, pero ella se ingenió para donar sangre al menos cuatro a cinco veces al año. En algunos lugares no hacían preguntas, simplemente le sacaban la sangre, en otros aunque la reconocían se aprovechaban de ella sin importar su salud.
Durante unas vacaciones, al volver a su huerta de hongos descubrió un peyote floreciendo en el invernadero de su madre, era tal vez su tesoro mejor guardado, pero Ava no lo pensó dos veces antes de convertirlo en un mejunje para ingerir. Después de los peyotes siguió con las psylocibes mexicanas, con las cubensis, los quebencensis, los panaeolus, los gymnópilus, con todo hasta derrumbarse convulsionando. La enviaron en ambulancia al hospital de la capital en donde trabajaba y ahí le dijeron que nunca más le estaría permitido donar sangre. Pero nuevamente se ingenió para seguir haciéndolo.