—¿Quién sos vos? —pregunta un hombre en pijama sentado en una cama.
—Ya te lo dije, Augusto. Soy el profesor Hernández, estoy aquí para hacerte algunas preguntas —repite impacientemente una silueta erguida del otro lado de la habitación.
—Sí, eso ya me lo dijiste. ¿Pero por qué a mí? ¿Ellos te enviaron?
—No me envió nadie, vengo por mi cuenta.
—Vamos al patio, en esta habitación hay micrófonos escondidos. Me espían día y noche.
El profesor mira a través de la ventana de la puerta para encontrar la aprobación u oposición de la doctora de Augusto. Ella asiente y se aparta de la puerta.
—¿Tendrá un cigarrillo, profe? —inquiere el individuo del pijama mientras se coloca un sombrero bombín con elegancia.
El profesor Hernández busca sin ánimo en sus bolsillos hasta finalmente encontrar uno, lo sacude y se lo da. Le dice que se adelante, que él irá después, Augusto accede fumando el cigarrillo todavía no encendido.
—No sé si este hombre podrá ayudarme, doctora —suspira el profesor pasando junto a ella, que está recostada a un bebedero en el pasillo del neuropsiquiátrico.
—Usted sólo tiene que mantenerse tranquilo y entender cómo obtener las respuestas. Podrá fácilmente discernir lo que es real de lo que no. Cuando diga algo que suena muy absurdo, no le siga la corriente ni le diga que eso es imposible, no haga nada que le haga pensar que usted está en su contra. Si él realmente cree en lo que le está contando y usted le dice que eso es imposible y trata de hacerlo entrar en razón, él ya no confiará. Si usted le sigue la corriente, quizás caiga en una trampa en la que él nada más intenta ver cuán dispuesto está a creerle, si usted se muestra muy dispuesto él podría pensar que usted está tramando algo en su contra o que en definitiva cree que él está tan loco como para inventar disparates. La clave es que él no sepa lo usted piensa, si le cree o no le cree.
—Pues haré lo que me dice, no me queda de otra, no tengo adónde más ir, él es la única pista que me queda. ¡Es como si a esa mujer se la hubiera tragado la tierra!
—Haga lo que le digo, profesor. No demuestre miedo ni incredulidad. Haga preguntas concretas, de ser posible reformúlelas luego de otras preguntas, y ahí notará qué es real y qué no. No lo entusiasme con sus delirios, no haga que hable de más de las cosas que no tienen sentido, asienta y cámbiele de tema. Ya váyase antes de que desconfíe de su tardanza.
En un banco de piedra bajo un árbol de mango se sienta el hombre con pijama y bombín, a su lado el profesor vestido con pantalones y camisa caqui, anteojos de redondez pasada de moda y botas pesadas, tan grandes que hasta parece que pesan más que él cuando cruza las delgadas piernas. Entre ambos debe haber como treinta años de diferencia, pero a simple vista cualquiera diría que hay muchos menos.
—¿Reconoces a esta mujer? —pregunta el profesor Hernández mostrándole un identikit que él mismo dibujó.
—Sí, claro —responde Augusto inmediatamente, con sólo verla por el rabillo de los ojos.
—Esto es importante, debes mirarla mejor. ¿Estás seguro de que la conoces?
—Muy seguro.
—¿Quién es?
—Nuestra salvadora, la redentora de los Caballeros Eternos.
—Así que tú también eres un Eterno.
—No, ya no. Ellos dicen que soy muy débil y ahora me están buscando, porque creen que tengo mucha información.
—¿Y la tienes?
—¿Qué querés saber, profesor? —gruñe y se lleva las manos a la cabeza—. ¿Cómo puedo confiar en vos?
—No te obligaré a que confíes. Si quieres hablar, pues me hablas. Si no, pues me voy.
—¿Sabés por qué estoy acá?
—¿Por qué?
—Sólo porque tengo la enfermedad de la humareda.
—¿Enfermedad de la humareda?
—Sí. Que yo esté aquí es un accidente. Me trajeron porque tienen miedo que contagie a la gente en la calle, en el mundo exterior, sabés. Mis órganos se convierten en humo si no cambio mi sangre regularmente. Pero la enfermedad de la humareda no se contagia. Uno nace así, sabés. Mi mamá fue quien llamó al hospital, cuando salga volveré con ella. Ella no sabe nada sobre los Caballeros Eternos, es mejor así. Pero ellos saben en dónde estoy, infiltran a su gente, me buscan para que yo no cuente nada. Ellos no tienen la enfermedad de la humareda, yo llegué por accidente ahí. Sólo quería sangre. La necesitaba. Me sale humo por la boca cuando no la consigo. Para mí es algo de vida o muerte.
—¿Podrías hablarme de la mujer de la foto?
—¿Qué quiere saber, profesor?
—¿De dónde es? ¿Es mexicana?
—No lo sé.
—¿Es paraguaya?
—No lo sé.
—¿Uruguaya?
—Me preguntó dos veces lo mismo.
—No. Primero dije paraguaya, después uruguaya.
—Da lo mismo. No lo sé.
—Argentina, inglesa… Dime algo sobre ella.
—No es inglesa, habla español.
—¿Y no reconoces su acento?
—Nunca la he escuchado hablar.
—¿Entonces cómo sabes que habla español?
—No estoy seguro, sólo sé que entiende el español.
—¿Pero tú la has visto?
—No personalmente.
—¿Conoces a alguien que la haya visto personalmente?
Augusto eleva la mirada al cielo mientras lo piensa.
—Sí. El Chupacabras.
—Esto es serio, Augusto…
—¡El Chupacabras! Así le decíamos al puertorriqueño.
—¿El Chupacabras?
—No puedo decirle más —dice Augusto y se levanta, tira el cigarrillo y lo pisa como para apagarlo.
El profesor también se levanta y vuelve a mostrarle la fotografía.
—¿Cuál es el nombre de ella?
—Dila Dubi. Dubi Dila.
El profesor asiente y guarda la foto.
—Pero… —dice Augusto bajando la voz—, ¿para qué la buscás? El Chupacabras la protege, no podrás acercarte a ella.
—¿Qué me dices del nuevo templo de la Orden de los Caballeros Eternos?
—No sé dónde está.
—Necesito saberlo, quiero algo que tienen ellos.
—¿Algo que ellos están dispuestos a entregarte?
El profesor se encoge de hombros.
—Si no pertenecés a la Orden jamás sabrás dónde encontrarlos… y menos, profe, podrás entrar al templo. Y mucho menos podrás obtener algo de ellos… —Augusto le da una palmada en el hombro y se acerca más—. Mirá, yo estoy cansado de estar encerrado acá. Odio este lugar, es peor que la cárcel. Es una jaula de monos. Yo no necesito esto, a ellos les conviene tenerme encerrado y vigilado, y si se enteran de lo que estoy haciendo nos eliminarán a los dos. Pero podemos hacer un trato.
—¿Ah, sí? ¿Qué trato?
—Hablale a mi doctora para que me deje ir de acá, si quiere puede ir a visitarme a mi casa, pero ya no quiero estar acá. A cambio de ese favor yo te voy a decir lo poco que sé sobre Dila Dubi, una ayudita para que puedas encontrarla. No sé si esté en el lugar que creo, pero sin duda ahí más gente la conoce personalmente y podrás conseguir información allá.
El profesor saca un pañuelo y se seca el sudor de la nuca, respira hondo, voltea los ojos, piensa una y otra vez en ese trato. No puede hacer tratos con un posible homicida, pero si todo sale bien podrá atrapar a una banda de asesinos en serie, y eso es más importante que preocuparse por un lunático en pijama.
—Hagamos el trato. ¿Dónde está la mujer?
—No sé dónde está ella, pero puedo decirle dónde buscarla.
—Dime.
—Hay un pueblo en el que suele ser vista, pero tenés que ser astuto, y ganarte la confianza de los pueblerinos. Tenés que vivir entre ellos, tenés que ser paciente. Hablá de ella, preguntá por ella, pero no hables de los Caballeros Eternos, no hables del Chupacabras, no menciones por qué la buscás, porque entonces el Chupacabras irá a buscarte.
—Ya, dime, Augusto. ¿Qué pueblo es ése del que hablas?
—Fango Rojo.