BAZOFIA FAMILY: EPISODIO PILOTO

Papá llega cansado del trabajo, con cara de «Sabes, querida, hoy fue un día terrible, las hormigas entraron a mi lonchera y se comieron el emparedado»; una presentación light, que no se note que viene pensando en que hizo un calor de mierda y que su esposa ya sabe que es un psicópata asesino.

Mamá está llorando en la cocina, dice que la niña tiene sus genes. «Sí, tus malditos genes, cerdo descuartizador». Así que papá mira hacia el corralito donde las niñas juegan con cerdos, no es difícil imaginarse cuál de las dos fue. La que se embarró sangre en la boca, como si fuera chocolate. «Oh, niña, por qué lo hiciste, calabacita». De fondo se escucha una melodía como la de You know my name, look up the number de los Beatles. Una escena muy rara, todos como salidos del Gabinete del doctor Caligari. Que se note que al tipo se le comienzan a cruzar los cables o se le vuelan tornillos. Esa vida no la quería para él, menos para alguna de sus hijas.

«Quizás se cayó y se rompió la boca, quizás sea su propia sangre. ¿Estás segura que no es eso, querida?». La mujer toma entre sus brazos a la niña de la que hablan, le limpia la boca con su propio vestidito negro y le dice que está segura. «La vi comiéndose al gato. No sé si ya estaba muerto o ella lo mató. Pero se comía al gato». Y él se saca el gorro y se agarra de los pelos, lo piensa y vuelve a darle vueltas al asunto otra vez. «Un gato, querida. Era sólo un gato. Y los gatos son gatos, no personas». Pero Mamá ya no quiere escuchar nada. «Un gato hoy. Mañana, no sabemos», dice bajándola, la niña corre a los brazos de su padre. Papá no comprende, sigue mirando a Mamá como esperando a que rectifique lo que él cree que ella piensa. A esto le sigue un silencio incómodo, y Mamá confirma secamente lo que él cree que ella piensa: «no quiero criar a esta niña».

Papá está inmóvil con su hija en brazos, pero la habitación comienza a girar y a girar y a girar, tan rápido que todo desaparece, y quedan en el mundo sólo él y la pequeña. Sangre de su sangre. Este psicópata asesino tiene corazón, uno lo puede notar ahora. Esa cara no es de alguien a quien no le importa nada. Se muerde el labio inferior, impotente. No puede ser, esto no es genético, es adquirido. ¿O no? Él no fue siempre así. No ha sido una bestia siempre. Una bestia pusilánime porque, mírenlo, no le puede decir a su esposa que no. Agacha la cabeza como quien dice Sí, querida, aquí están mis bolas envueltas en papel de regalo. Baja a la niña y lleva a Mamá del brazo a otro cuarto de la casa para que le explique lo que espera que él haga. Ella es contundente, pone sus manos alrededor del rostro de Papá, manchándole con sangre de gato, y susurra algo como «por el bien de ella, por el bien del mundo, debemos detenerla».

Papá abre la puerta y la ve al final del pasillo, cambiaría toda su vida y pagaría por todos sus crímenes sólo por verla crecer como una niña normal. «Ella no es normal», dice Mamá adivinando lo que él piensa y pone en sus manos una daga filosa.

—Alguna vez me dijiste que deseabas que tu madre hubiera sabido que ibas a ser así para que te abortara.

—No puedo hacerlo.

—¿Quieres que lleve una vida como la tuya?

—Era sólo un gato.

—Y lo tuyo era sólo un guiso de humanos.

La cara de Papá se arruga, como si envejeciera veinte años en un segundo y llora amargamente. Camina con la daga oculta tras la espalda y va repitiendo, sollozando, que no podrá hacerlo. «Todavía nos queda la otra, que sí es buena. Todo va a salir bien». Papá la levanta del suelo, y la abraza, le acaricia el pelo con el filo de la navaja y la niña lo besa.

«Aquí no, Papá. Llévala lejos».

Los ojos negros del hombre se iluminan como si se le acabara de ocurrir la idea más brillante de su vida; pero su esposa lo conoce tan bien que descifra el lenguaje secreto de esas lágrimas que regresan por donde vinieron y del pulso de la mano con la daga que vuelve a su ritmo normal. «Ni se te ocurra engañarme. Me traerás una prueba de que lo hiciste o no me volverás a ver a mí ni a tu otra hija».

Va en su chatarra cruzando el pueblo, no le caben certezas, de tanto en tanto posa su gran mano sobre la de la pequeña y sonríen. Pero la suya es una sonrisa fingida, la fachada de un dolor profundo. Está cumpliendo la peor de las condenas. No es posible que esos ojitos cándidos puedan parecerse a los suyos alguna vez. Éste es el momento ideal para encender esa vieja radio que enmudece en cada bache y escuchar algo como Folsom Prison Blues, esa canción en la que la madre le dice al niño que se aleje de las armas, pero al crecer igual termina siendo un asesino. Así que Papá pone algo de música, pero no aparece Johnny Cash, sino algo de folclore que suena tan bajo hasta volverse un simple ruido; al ruido se le acoplan el tintineo de la vieja carrocería y los truenos del caño de escape roto. Ningún hombre debe ser enviado al patíbulo sin música. Se mira en el espejo retrovisor y con una sola mirada le confirma a su alma: No soy verdugo, soy un condenado a muerte. Le devuelve la mirada a la niña, una mirada dulce nunca antes vista en él, tan diferente de esas pupilas llenas de frialdad que se tiñen de rojo en los rincones más oscuros de la Tierra. Podría matarse, pero entonces, quién arreglaría el destino de este angelito. Angelito carroñero.

La hija juega a mover la cabecita flotante del perro de plástico acostado sobre el tablero, por momentos le da vueltas como si quisiera arrancársela hasta que vuelve a acariciarlo y a reír con el baile del juguete mientras su padre va elucubrando el futuro de su hija o acaso la salida más rápida e ingeniosa para que todos salgan ganando.

El cielo está nublado y éste es un paisaje cinemascope en blanco y negro. Papá detiene la chatarra a un lado del camino mientras la niña pregunta por qué paró. Así que aquí viene la explicación. Papá se desabrocha la chaqueta de mezclilla y se la coloca a la pequeña porque a donde quiera que vaya esta noche tendrá frío. Se arrodilla frente a ella y le prende los botones. «Corazón, yo te amo y porque te amo estamos acá y haré algo que me dolerá mucho. Pero quiero que recuerdes siempre que te amo, y que hubiese preferido que las cosas fueran distintas».

Ella lo abraza sólo porque ve lágrimas en sus ojos, no sabe que las cosas le están sucediendo a ella también. Los cuervos se posan sobre los árboles a mirarlos, a escucharlos, a entrometerse en ese momento íntimo. Papá debe ser fuerte y tratar de no transmitirle eso que siente, tiene que carraspear y secarse los ojos, hacer algunos comentarios que la distraigan. «¿Es cierto que comiste las tripas de un gato?». Y la niña se encoge de hombros. «¿No habrías preferido carne cocinada?» La niña no dice nada. «No vuelvas a hacerlo, linda, eso puede enfermarte». Entonces la niña balbucea algo, parece que se defiende, que dice que el gato ya estaba muerto. Papá la abraza sujetando su cabecita contra su pecho, mira al cielo gris y parece reclamarle algo a alguien.

«Ahora quiero que corras rápido y que te vayas lejos, sin mirar atrás».

La niña se niega rotundamente a hacerlo, se niega sin palabras. Entonces Papá se levanta, mete la mano detrás de los pantalones y saca la daga. Se agacha frente a ella y se la enseña.

«No puedo regresar a casa si no mato a alguien hoy. Te pido por favor, calabacita, que corras y que nunca regreses». La niña contempla su propio reflejo en la hoja del cuchillo y se horroriza de su propia cara horrorizada, entonces comienza a correr aterrada. Y él la deja alejarse con nada más que una chaqueta de mezclilla y un vestidito negro con su nombre y apellido bordado en rojo, el distintivo que, irónicamente, su madre le había bordado hace mucho tiempo en caso de que se perdiera. Esa marca será la única conexión que conservará de su familia.

«¡Corre, corazón, corre! ¡Busca a buenas personas, busca refugio en cualquier iglesia!». Papá baja la cabeza y resopla: «Y nunca regreses, mi niña, nunca».

Papá la ve alejarse, hacerse un punto hasta desaparecer. Ya no es dueño de sí, quizás nunca lo haya sido. Camino a casa se mete a una granja y roba una ternera, la alza sobre sus hombros mientras los otros animales se alarman haciendo toda clase de sonidos.

Llega a casa. Mamá está en la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho. Papá se para frente a ella y lanza sobre la mesa el corazón de ternera ensangrentado, con venas y arterias colgando, y le dice:

—Aquí está el corazón de tu hija, perra.