La primera vez que le convidó de su LSD fue en el otoño de 1995, cuando se perdieron (o encontraron) en las áridas tierras del valle de Cuatro Ciénegas, Coahuila. Era la primera vez que ella probaba ácido y también la primera vez que lo veía a él. Después de aquel encuentro volverían a verse en el sur de Argentina, en una selva colombiana, en una ruta de Panamá y, ahora, después de tantos años y en el lugar menos esperado, cuando él la daba por perdida, vuelve a tenerla frente a sus ojos.
Como todos los viernes a medianoche se sienta en un extremo de la barra de algún boliche clandestino, en cualquier lugar del mundo, y espera que le sirvan Cuba Libre o, en el mejor de los casos, Pitorro Clandestino curado con carne. Como todas esas noches, ahora también permanece en silencio y hostil, vigilando a los demás; pero este viernes, a diferencia de los anteriores, la tiene a ella a dos butacas de distancia, y ella, igual que él, permanece en silencio y hostil, vigilando a los demás. Tiene un cigarrillo largo y negro entre sus dedos blancos y uñas con esmalte rojo pero hasta ahora no le ha dado ni una sola pitada. «Ya me parecía que ella no fuma», deduce él, con media sonrisa escondida detrás del vaso.
Juan no le tiene miedo a nada, hace mucho que ya no tiene nada que perder. Tiene más de una bala incrustada en el cuerpo que de vez en cuando le hace cosquillas, y unas cuantas cicatrices como cierres en los tobillos o brazos. Detesta que se queden mirándoselas. O a las escamas. Porque lo más resaltante de Juan es que tiene escamas. Odia que se le queden viendo la piel seca gruesa, como cuero verde que sube desde los brazos a los hombros y hasta por detrás de las orejas, como si fuera un pez o un reptil. Padece una afección llamada ictiosis y es muy sensible respecto a ese tema; si alguien le pregunta o lo señala, lo cobra caro.
Juan no tiene miedo a nada ni a nadie, y sin embargo le pasa algo extraño cuando esa mujer está cerca. Sus manos tiemblan y siente que el abdomen se le afloja. Le recorre un escalofrío por la nuca y se le dilatan las pupilas. Las mujeres nunca fueron un problema para él; con la combinación perfecta de pestañas largas casi femeninas, colmillos blancos y afilados que brillan en la oscuridad y ojos tan claros que de lejos pareciera que sólo tiene dos globos blancos en el rostro rodeados de rimel natural, ninguna se resiste, sobre todo si lleva un suéter con capucha y es infalible si se mantiene en las sombras, la mayoría cree que su piel escamosa es un extenso y sexy tatuaje de relieve.
Juan se acerca a la mujer, pero a ella no le mueve nada ese cuerpo moldeado con esmero por resistencia al rechazo, ni siquiera los vellos de sus fosas nasales reaccionan a ese olor a sexo caribeño que emana de los sigilosos movimientos del desconocido.
—Tanto tiempo, linda —dice él sentándose muy cerca y mira al cantinero para ordenar con un gesto silencioso lo de siempre.
Ella no lo mira, simplemente juega con el cigarrillo pasándolo entre todos los dedos de una mano.
El cantinero sirve otro ron caña y entonces ella mira el trago.
—Llevo mucho tiempo buscándote —dice él tratando de levantar el vaso pero las manos le tiemblan, ella sólo se ríe—. ¿No me reconoces?
—No.
Juan se endereza en la butaca y sus hombros quedan por encima de los de ella, la mira desde arriba clavándole sus iris invisibles, sus pupilas alargadas, y se lleva ambas manos a la cintura.
—¿No me recuerdas? —dice pronunciando las eres como eles, delatando su origen.
—No.
—¿Soy tan olvidable? —pregunta casi sin mover los labios, sus propios colmillos hieren su labio inferior.
—¿Nos besamos? Perdón, mi memoria nunca ha funcionado bien.
Juan gruñe por dentro, saca la billetera de piel de sus jeans rotos y extrae un diminuto pedazo de cartón de uno de los compartimientos.
—¿Recuerdas este caramelo?
Ella todavía no tiene miedo, por alguna razón la gente no se acerca a ellos dos, pasan a su alrededor como evadiendo una barrera invisible. El bar es oscuro pero no tanto como para ocultar que ese hombre es peligroso, sin embargo ella insiste en dejarlo como tonto.
—No sé de qué me hablás —le dice con tono indiferente, casi burlón.
—Solías ser más rápida. Este caramelo era tu favorito.
—¿Tan seguro estás de conocerme?
—Nadie te conoce como yo, linda. Vivo salvándote el pellejo y tú vives huyendo. Ya es hora de que hablemos.
Entonces ella se tapa la boca con la mano, como si recordara o comprendiera algo más, y antes de que él haga preguntas se lleva el cartoncito a la boca.
—Dila, de verdad que estás lenta…
—Shh… No soy Dila.
—¿No?
—No. Soy Lucy en el Cielo.
—Y dime, Lucy en el Cielo —guiña un ojo para advertirle que seguirá el juego—, ¿tampoco recuerdas que me dijistes que algún día te vendrías conmigo?
—¿Ir a dónde?
—A todas partes.
—¿Yo dije eso?
—Y no lo olvidaré nunca. Vamos, mi niña, déjalo todo y vente conmigo, empezaremos juntos nuestra nueva vida en el Valle de la Luna. ¿Qué me dices, linda?
—No puedo irme —murmura sin ganas, como si estuviera cansada de explicar y se humedece los labios con la lengua.
—Ok, babe. Entonces déjame que te dé algo, a ver si así le echas más ganas a esta relación. Tengo algo para ti en mi motocicleta que ha estado mucho tiempo esperando el momento de volver a verte.
—¿Lo cargás en tu moto? ¿No tenés casa? —ríe ella sujetando la mesa, como si ésta se estuviera moviendo.
—Ya te he dicho una vez que no tengo casa. ¿Quieres que vaya por el regalo?
—¿Qué es?
—¿Recuerdas que me contastes que cuando eras chica soñabas con tener un calidoscopio y que a los catorce años tu padre te hizo uno que nunca funcionó? Uno muy frágil según dijistes, uno muy feo, pero al menos lograstes tener uno. Pues yo te he comprado otro, muy bonito por cierto, con dibujos de luna y estrellas en el tubo. ¿Voy por él?
Ella lo mira con desconfianza y él se encoge de hombros.
—Mi papá… falleció cuando yo tenía once años.
Lucy en el Cielo se para en medio del bar y comienza a bailar con la mirada perdida en el techo, aunque no hay música sigue el ritmo de alguna que escuchó hace años, mueve los brazos por encima de la cabeza y sacude el pelo a los lados como una bailarina gogó. Juan no entiende si es efecto de la dietilamida o es ella misma, de todas formas no puede permitirle continuar.
—Vamos, Lucy, si sigues así vas a llamar la atención y ellos sabrán dónde encontrarte y vendrán por ti.
—Déjalos que vengan, me necesitan, yo soy el instrumento de Dios contra la Humanidad.
Juan la tiene entre sus manos y ahora se extraña, se confunde, se aleja:
—No eres Dila Dubi, ¿verdad?
El instrumento de Dios menea las caderas y va alejándose de él, desapareciendo detrás del humo de todos esos cigarros caseros que la espían como periscopios, ella ríe a carcajadas ante un ejército de soldados parecidos a Juan.
—Tenías razón, este calidoscopio me gusta —dice señalando el cartoncito en la punta de su lengua.