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LA ÚLTIMA CANCIÓN DE LA CINTA

Teo Barbosa rebobina la última canción de la cinta de casete que llevan semanas oyendo una vez tras otra y busca el principio para ponerla otra vez. Ya debe de ser la madrugada del último día de la isla. Del último día del mundo, de acuerdo con el camarada Ogro. Debe de serlo porque los chotacabras graznan en los pinares y porque el agua inmóvil de la laguna ha llegado a la marca de la pleamar, pero es imposible saberlo con seguridad porque el cielo sigue estando blanco. Blanco y surcado de meteoritos. Las anfetaminas que todos cogen sin cesar del costurero tampoco ayudan precisamente a tener una noción clara de qué hora es. En cualquier caso, la cuestión es irrelevante. Las formas antiguas de medir el tiempo ya no sirven. El Nuevo Tiempo no tiene forma. La desconexión del pasado y el futuro ya se ha completado. Las causas y los efectos se han ido por el mismo desagüe. No más estaciones. No más Historia.

—¿Qué pasa con esa música? —grita Piel de Oso.

—Ya va —dice Barbosa, y pulsa la tecla PLAY del aparato de música.

La canción que empieza a sonar es Liar de los Sex Pistols. La última canción de la cinta. Barbosa se pone a balancear el aparato de música por encima de su cabeza, con cuidado de que no toque el agua. Los cuatro están sumergidos en la laguna hasta la cintura, Barbosa y Piel de Oso y el Rey Rana y la Dama Raposa, ejecutando un baile acuático torpe y entrecortado, con las pupilas dilatadas por los ácidos y las anfetaminas. El agua llega a la cintura de todos salvo de Barbosa, a quien solamente le llega a las caderas. De vez en cuando un destello ciega a Barbosa y la isla entera tiembla al estrellarse otro meteorito contra la Tierra. El ruido de un trueno amplificado cien veces, que obliga a Barbosa a taparse los oídos. Todos corean con gritos y palmadas los primeros compases de Liar. Ya hace horas que ninguno de los presentes quiere oír otra canción que no sea la última de la cinta. No podría ser de otra manera. Las demás canciones de la cinta se han vuelto estúpidas. Iggy y sus demandas incesantes de amor físico. Patti Smith y su romanticismo estúpido. Su corazón atávico.

De repente la Dama Raposa deja de bailar y se tapa los ojos con las manos.

—No quiero mirar, no quiero mirar —dice.

—Ninguno de nosotros estamos mirando —la tranquiliza Barbosa.

—Lo importante es no mirar —dice Piel de Oso—. Si no los miramos, no sabemos lo que están haciendo. No se nos puede exigir ninguna responsabilidad.

Barbosa combate el deseo mórbido de darse media vuelta y mirar. En dirección a la celda de castigo y a los chillidos que vienen de allí. Es posible que el ácido y las anfetaminas estén afectando a la forma en que los distintos sonidos se superponen: la canción de los Sex Pistols se repite a intervalos de tres minutos, ahogando todos los ruidos salvo el estruendo de los impactos de los meteoritos, pero por alguna razón no puede sofocar los chillidos de la celda. Los chillidos se imponen a todo lo demás, no porque estén sonando más fuerte, sino porque parecen sonar dentro mismo de las cabezas de los presentes. Ahora la Dama Raposa rompe a llorar y se tapa los oídos con las manos. Apretándose con fuerza los costados de la cabeza. De una forma que parece confirmar la intuición de Barbosa de que los chillidos procedentes de la celda están sonando en realidad desde el fondo de sus cabezas. Piel de Oso y el Rey Rana rodean a la Dama Raposa con los brazos para consolarla. Le acarician la espalda desnuda y le besan el pelo.

—No hay nada de que preocuparse, camarada —la instruye Piel de Oso—. Lo importante es que no miremos. Lo que estén haciendo ahí no es cosa nuestra. Cuando vuelvan los alemanes con los refuerzos nosotros fingiremos que no sabíamos lo que estaba pasando. Que todo pasó mientras nosotros estábamos haciendo prácticas de tiro, por ejemplo. Pasó muy deprisa, no pudimos hacer nada. —Asiente con la cabeza y le hace señas a Barbosa para que vuelva a poner la canción, que se acaba de terminar—. De todas maneras, lo que están haciendo ahí es necesario. El camarada Cuervo se había convertido en un enemigo. Un enemigo de la revolución, un maldito revisionista. Estaba bloqueando todas nuestras acciones. No me extrañaría que fuera un espía del CESID, o de la GSG-9. Así que vosotros limitaos a no mirar. Quedémonos aquí. Pon otra vez la puta canción, camarada, o te juro que te rompo la cabeza. Puede que lo que están haciendo ahí no sea bonito, pero alguien tenía que hacerlo, y lo que es más importante, no hemos sido nosotros. Puede que sea espantoso, pero la Revolución es así. No entiende de sentimentalismos. Así que no miréis, camaradas, no miréis.

—Entonces, ¿no nos harán nada? —pregunta el Rey Rana, esperanzado.

—¿Qué nos van a hacer? —dice Piel de Oso—. Nosotros intentamos salvar al camarada Cuervo y a las chicas, pero llegamos demasiado tarde.

El Rey Rana asiente enfáticamente, con una mezcla de alivio e incertidumbre en la cara.

La Dama Raposa suelta un hipido y se frota los ojos llorosos con la mano.

—Son tan jóvenes… —consigue decir por fin.

Se oye un clic en la laguna cuando Barbosa termina de rebobinar y vuelve a pulsar el botón de PLAY. Arrancan los primeros compases de Liar. El graznido de Johnny Rotten, burlándose del fin de todas las cosas. Con su risa de cabra. Meneándose como un bufón. Pero si todo es mentira, entonces la mentira ya no existe. Es una cuestión de lógica simple. La mentira solamente puede existir como contrapunto a la verdad. Ja, ja, ja. Lo que está pasando en esa celda no es cosa nuestra. Ja, ja, ja. Nosotros estábamos en la otra punta de la isla. Ja, ja, ja. Nunca lo vimos venir. Ja, ja, ja. El camarada Cuervo tenía su pistola, no sabemos cómo la perdió.

Piel de Oso abraza a la Dama Raposa y baila lentamente con ella.

—No eres tú quien llora —le dice en tono tranquilizador—. No eres tú quien sufre por esas chicas. No eres tú. Es tu viejo yo. Tu yo burgués. Tienes que matar a tu viejo yo. Ahora eres un soldado. —Estira el cuello por encima del hombro de ella y mira al Rey Rana—. Camarada —le dice—. Necesitamos más drogas. Trae el costurero. Más ácidos. Más anfetaminas. Estaremos mejor en cuanto hayamos tomado unas cuantas más.

Todos tragan píldoras y se meten cuadraditos de cartón troquelado en la boca. Los meteoritos surcan el cielo blanco. Lloviendo sobre el Mediterráneo. Al cabo de un minuto, Teo Barbosa sale del agua y deja el aparato de música sobre una roca. Se aleja por la playa de cantos rodados.

—¿Adónde te crees que vas, camarada? —le pregunta Piel de Oso.

Pero Barbosa no hace caso. Se sacude el pelo mojado y el bañador mojado y toma el camino que avanza por entre las rocas. Por entre los matorrales. Hacia la celda de castigo. No ha caminado ni un minuto cuando un silbido lo alerta de la inminencia de una colisión. Se tira al suelo en el mismo momento en que el mundo entero se ilumina con un centelleo y espera la llegada del estruendo. El trueno amplificado cien veces. El suelo se sacude violentamente como un terremoto. Caen rocas de las peñas. Barbosa espera unos segundos a que el temblor se detenga y por fin se incorpora para seguir su camino. Al otro lado de la laguna, lo primero que ve es al camarada R. T., caminando de un lado para otro con su cinturón ya vacío de bengalas. R. T. lo ve llegar y se le acerca con zancadas tambaleantes.

—¿Cómo me llamo, camarada? —le pregunta—. ¿Cómo me llamo?

Barbosa lo aparta de un empujón.

—¿Cómo me llamo? —le chilla R. T. desde detrás—. ¿Te queda droga, camarada?

Barbosa sigue andando. Bajo los meteoritos. Por fin llega al claro. Una fogata ilumina la celda y lo que está pasando a su alrededor. La Madre Nieve y el camarada Ogro se giran para mirarlo. Los cuerpos ensangrentados en el suelo. Dentro de la celda, Blancanieve llora con voz ronca. De rodillas en el suelo, la Madre Nieve solamente le echa un vistazo breve a Barbosa antes de volver a aplicarse al cuerpo que tiene delante. Aplicando cortes minuciosos con su cuchillo de monte. Estirando y rasgando y hundiendo las manos ensangrentadas en las heridas. El cuerpo de Rojaflor todavía experimenta algún espasmo ocasional. La túnica de la Madre Nieve ya no es blanca. Ahora es completamente roja. La cabellera castaña de Rojaflor está ensartada en un poste, en lo alto de una roca. Al lado de la cabeza del camarada Cuervo. El camarada Ogro levanta los brazos hacia el cielo, con su arpón en una mano.

—¿Tú también los ves, verdad? —le pregunta a Barbosa, señalando con su arma los meteoritos del cielo.

Barbosa niega con la cabeza. Mira los trozos de cuerpos que hay en el suelo.

—Tú y yo no podemos ver lo mismo, camarada —dice—. No es así como funciona la droga.

El camarada Ogro sonríe.

Todos lo notamos —dice—. La segunda venida. El advenimiento de Sirio. El dios muerto está con nosotros. No tardará en llegar a esta isla. Probablemente esta misma noche. Nuestros sacrificios lo harán venir.

Barbosa mira a la chica que está en la celda. Sus heridas son terribles, pero todavía podría sobrevivir si alguien la atendiera. Se acerca a la Madre Nieve y se arrodilla junto a ella.

—Camarada, escúchame —le dice—. Mira lo que estás haciendo. Es la droga la que está provocando esto. La droga y este chiflado que nos han mandado a la isla. Lo han mandado para acabar con nosotros. —Señala al camarada Ogro—. Yo conozco a este hombre.

La Madre Nieve se gira para mirarlo. Con su ojo ciego y la pupila del otro dilatada al máximo. Con la cara y la boca manchadas de sangre.

—No soy tu camarada —le contesta por fin—. Ya no.

—Por favor…

—Ya no soy una mujer —dice ella—. Ahora soy todas las mujeres. Soy la Madre Nieve. Mi padre me violó. Mi hermano me violó. Mis novios me violaron. Todos los hombres me han violado. Soy todas las mujeres. Soy la Revolución de las mujeres. Soy la Madre Nieve. Vivo dentro de un pozo. —Clava su cuchillo de monte en el cuerpo que tiene delante—. Y reparto los castigos.

Barbosa se aparta de ella.

Reparto los castigos —dice, dando otro machetazo.

Desde el poste, la cabeza de camarada Cuervo los mira. Con su sombrero de ala ancha.