ELENA DE TROYA
La mesa del bar de carretera en el que se han sentado Melitón Muria y Sara Arta no está especialmente recogida ni apartada de las miradas de la gente que pasa. De hecho, está pegada al ventanal desde el que se domina el aparcamiento lleno de camiones de la estación de servicio. Cualquier persona que vaya caminando del aparcamiento a la puerta del bar tiene una perspectiva clara y directa de las dos personas que están sentadas a su mesa. La iluminación tampoco es especialmente tenue. Cuando la camarera viene con su bloc de notas y saluda a Muria con familiaridad, Sara Arta frunce el ceño.
—Ponme un DYC con hielo, chata —dice Muria.
—Otro —dice Sara Arta después de un momento de vacilación.
Sara Arta espera a que la camarera se haya alejado y se inclina por encima de la mesa para hablar con Muria en voz baja.
—¿Te conocen? —dice—. ¿Adónde coño me has traído? ¿Qué estás intentando, que nos vea el país entero?
Muria señala al otro lado del ventanal.
—Yo trabajaba ahí, mira. En esa gasolinera. Hasta hace un mes. Tiene su coña, ¿eh? —Sonríe—. Es una larga historia, como suele decirse. Pero me da igual. Estoy harto de este trabajo, chata. Lo voy a dejar. Esta vez de verdad. Solamente me quedo el tiempo justo para ayudarte.
—¿A que soy afortunada? —dice ella, en tono sarcástico—. Me ha tocado el único samaritano del Servicio Secreto español.
Muria sonríe cuando la camarera les deja los whiskys en la mesa y espera a que los vuelva a dejar solos. Sara Arta ha cambiado de aspecto desde la última vez que Muria la vio. Sigue llevando una cantidad asombrosa de sombra de ojos, pero ahora también lleva varios pendientes de aro en cada oreja y el pelo más corto y cardado de manera que se le eleva por encima de la coronilla igual que las crestas de ciertos pájaros tropicales. Lleva una camiseta blanca con las mangas cortadas y una fotografía estampada en el pecho de un hombre con camisa de fuerza a quien se le está apareciendo una mujer hermosa dentro de un espejo. Junto a la fotografía hay la inscripción: JOHN CALE - HELEN OF TROY. Muria se fija en que ella se dedica de vez en cuando a contemplar su propio reflejo en el cristal del ventanal. Parece ser un tic del que ni siquiera es consciente.
Por fin Muria enciende un Rex y expulsa una bocanada de humo.
—He encontrado la información que me pediste —dice—. Sobre el alemán ése. Felix Tunze. Cuéntame otra vez de dónde sacaste su nombre.
—De la agenda del camarada Blanco —dice ella—. Blanco se ha reunido dos veces con él en lo que va de mes.
—¿En serio? —Muria frunce el ceño—. Tunze trabaja para un hombre de negocios alemán. —Saca su cuaderno de notas—. Martin Heeg-Kohler, se llama. Un magnate de la industria aeronáutica y armamentística. Y hay más. Parece que Heeg-Kohler es una persona muy cercana al canciller Schmidt y al que hasta ahora era ministro de Defensa, un tal Leber, que acaba de dimitir por un problema relacionado con unas escuchas.
—Un problema muy en boga.
—Heeg-Kohler también estaba en la comisión que asesoró al gobierno alemán sobre la creación del GSG-9. Su grupo especial de operaciones antiterroristas. Los que asaltaron el avión de Mogadiscio.
—¿Tunze es un espía de la agencia antiterrorista alemana? —dice ella.
Muria cierra su cuaderno.
—Por lo que sabemos, Blanco podría ser un espía de la agencia antiterrorista alemana —dice—. Todo está podrido, Sarita.
—Y los Reyes Magos son los padres. —Ella se termina su DYC y hace el gesto de levantarse—. Me largo antes de que nos vea alguien. Muchas gracias, seas quien seas.
Muria la coge del brazo para que vuelva a sentarse.
—Ya te lo he dicho —le explica—. Trabajo para el CESID. Durante un tiempo llevé el expediente de Barbosa. Te voy a ayudar a que encuentres a Barbosa, coño.
—¿Por qué quieres ayudarme?
Muria suspira.
—Quiero salvarte de esto —dice—. Quiero sacarte de esta mierda. Eres joven. Todavía puedes rehacer tu vida en otro lugar.
—¿Quieres salvarme? —Ella lo mira con cara de desprecio—. ¿Salvarme? ¡El CESID me torturó! Me torturasteis para que os dijera dónde estaba Barbosa. Y ahora resulta que me soltáis para que os lo encuentre, porque sois tan inútiles que ni con todo el dinero del Gobierno podéis dar con él. ¿Y cómo te crees que me siento? ¡Obligada a traicionar a mis amigos y trabajar de sicaria para la misma escoria que me violó y me torturó! ¿Y vas tú y me dices que me estás salvando?
Desde las mesas cercanas, la discusión en voz baja de Muria y Sara Arta no tiene exactamente aspecto de riña de enamorados. Tiene aspecto de lo que sería una riña de enamorados en el caso improbable de que dos personas de aspecto tan discordante pudieran estar enamorados. Muria se frota la cara con gesto exasperado.
—A mí no me gusta más que a ti, chata —dice—. Esto es asqueroso. Mientras nosotros estamos aquí persiguiéndonos y torturándonos, los jefes del CESID y de la TOD se dedican a reunirse y a consultar sus agendas para ver cuándo les va mejor hacer un atentado y a cuántos les va bien detener.
Sara Arta suelta una risa.
—Ah, ¿con que ahora resulta que vosotros y nosotros somos lo mismo, eh? Entonces supongo que no debería preocuparme por nada de lo que estoy haciendo. Qué bien pensado lo tenéis todo, cabrones.
Muria levanta una mano para interrumpirla.
—El alemán ese, Tunze —dice—. ¿Por qué me pediste que lo rastreara? ¿Qué te hace pensar que puede estar relacionado con el escondite de Barbosa?
Sara Arta mira por el ventanal. Aunque ya está oscureciendo, el calor hace que la mayoría de camioneros que salen de sus vehículos y caminan por el aparcamiento de cemento vayan con el pecho descubierto.
—Le he estado revisando las agendas a Blanco —dice por fin—. Todos los demás encuentros que ha tenido este mes han sido con colaboradores habituales y gente sin relevancia táctica. Además, después de cada encuentro con Tunze ha habido movimientos de dinero en el banco y más reuniones.
—Entiendo. ¿O sea, que crees que Barbosa está en Alemania? ¿Que es allí donde están los terroristas de la TOD?
—¿Terroristas? —dice ella en tono de burla.
—Hay una conexión que es posible que no conozcas, Sarita. —Muria se termina su whisky y deja el vaso vacío al lado del de ella—. Heeg-Kohler ayudó a fundar el GSG-9. Pero también fue el GSG-9 el que entrenó a Barbosa y a dos agentes más de nuestro Servicio. Los tres agentes que iban a infiltrarse en la TOD.
Sara Arta se saca un cigarrillo del bolso y lo enciende con la mano un poco temblorosa.
—No pienso necesariamente que estén en Alemania —dice por fin, soltando una bocanada de humo—. Es muy posible que tengan un sitio en España. La misma agencia contraterrorista, o el tal Heeg-Kohler.
—Lo he comprobado —dice Muria—. Heeg-Kohler no tiene propiedades en España. Tampoco Tunze. Y hay una cosa que no entiendo.
Sara Arta se queda mirando a Muria con las cejas enarcadas.
—Dices que has revisado las agendas del camarada Blanco —dice Muria—. ¿Cómo es posible que accedas a los documentos privados de vuestro líder con tanta libertad?
Ella niega con la cabeza, con cara de no entender.
—¿Qué quiere decir eso? —pregunta.
—¿Te has acostado con Blanco?
Ella parece escandalizada.
—¿Y a ti qué coño te importa? —dice.
—Eras la novia de Barbosa —empieza a decir Muria.
Sara Arta se levanta de golpe de la mesa. Varias cabezas de las mesas vecinas se giran para mirarla. Muria la agarra otra vez de la muñeca.
—Espera.
—Déjame ir o te juro que te vas a arrepentir —le dice ella entre dientes.
—Siéntate, coño. Un minuto.
Ella se sienta. Los dos esperan un momento hasta que ya no hay nadie mirándolos. Al otro lado del ventanal, los coches van y vienen por la autopista. Los camiones entran y salen del aparcamiento.
—Sé por qué estás haciendo esto —continúa Muria—. He leído el expediente de la operación. Lo estás haciendo por amor.
—Cállate, por favor —dice ella, asqueada—. No tienes ni puta idea.
—Por eso pienso que no eres como los demás —continúa Muria—. A los demás de vuestro grupo los colgaba yo del cuello mañana mismo. Una panda de indeseables y facinerosos. Un cáncer para la sociedad. Pero tú eres distinta, chata. Tú te mereces que alguien te saque de toda esta mierda. Me he dado cuenta. Yo soy listo para estas cosas. —Se toca un ojo en un gesto de astucia—. Os voy a salvar a ti y a Barbosa.
—No necesito ayuda, gracias —dice ella, aplastando su cigarrillo en el cenicero—. Y mucho menos de un mamarracho como tú.
Muria se enciende un cigarrillo.
—Os sacaré de esta mierda a ti y a Barbosa y luego desapareceré yo también —dice—. Estoy hasta los cojones de todo. Si puedo, ahorraré y me compraré una gasolinera. Y que les den a todos por el culo, a los unos y a los otros. Sara Arta se vuelve a poner de pie.
—Eso será si no te encontramos nosotros —dice, y se marcha.
Muria se queda mirando a través del ventanal cómo Sara Arta se aleja correteando por el aparcamiento. Sin mirar a los camioneros que le lanzan silbidos desde sus cabinas.