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RAZÓN DE MÁS PARA SEGUIR BEBIENDO

Sara Arta saluda con la mano a los camaradas que se han reunido para darle la bienvenida en la nueva sede del PCA de la calle Junta de Comercio y se encoge con un sobresalto cuando alguien descorcha una botella de champán. Todos los reunidos prorrumpen en aplausos. Alguien hace un amago de cantar la Internacional. La forma en que Sara Arta se encoge de miedo cuando es descorchada la botella es esa forma en que se sobresalta la gente que acaba de salir de un contexto de violencia. De un conflicto bélico o una cárcel española. Cuando se recupera del susto, coge la copa de champán que alguien le acaba de poner en la mano y procede a dejarse abrazar por una serie aparentemente interminable de cuerpos deseosos de felicitarla y celebrar en compañía de ella su fervor revolucionario. Todo el mundo quiere abrazarla. Caras sin nombre y nombres sin cara. El camarada Blanco está en la sala, por supuesto. También el camarada Torregrasa y la gente del SEDA. También otras caras que conoce de las comisiones mixtas. De los cursos de verano. De las concentraciones del PCA y de las Jornadas Libertarias celebradas hace menos de un año en el Parque Güell. El calendario dice que hace menos de un año de las Jornadas Libertarias, pero de alguna manera Sara Arta sabe que tuvieron lugar en otra era geológica. En otra dimensión.

—Camarada —dice el camarada Blanco, envolviendo a Sara Arta en un abrazo de oso—. Volver a tenerte con nosotros es una inyección de fuerzas para todos.

Alguien saca una guitarra. Alguien saca una botella de DYC. Durante la hora siguiente, los reunidos cantan A las barricadas. Cantan Si me quieres escribir y Compañías de acero y Ay, Carmela. Cantan Avanti popolo. Alguien saca botellas de vino y cigarrillos de marihuana. Alguien recita «A galopar» de Alberti. Sara Arta bebe champán y DYC y vino. El camarada Torregrasa se levanta del suelo donde todos están sentados con las piernas cruzadas y hace un discurso sobre el suicidio de la izquierda orgánica. Sobre ocupar el vacío que quedará tras su colapso. Sobre aglutinar al socialismo obrero. Al socialismo rural. Los reunidos aplauden. Muestran su entusiasmo con silbidos.

—¡Que hable Blanco! —grita alguien.

Sara Arta descorcha otra botella de champán y da un trago. El camarada Blanco hace un discurso sobre el suicidio de la izquierda orgánica. Habla de la infamia de los revisionistas, de los viejos revolucionarios que traicionan a los combatientes verdaderos a cambio de altos cargos en el sistema. Habla de los compañeros que siguen encerrados en las prisiones del fascismo y del éxito de la estrategia que ha conseguido liberar a la camarada Sara. Algunos camaradas no pueden contener las lágrimas. A continuación Blanco habla de ocupar el vacío que quedará tras el colapso de la izquierda reformista. De aglutinar al socialismo obrero. Al socialismo rural. Los reunidos se ponen de pie y aplauden. Sentada con las piernas cruzadas en el suelo, Sara Arta fuma y bebe champán de la botella.

El piso de la calle Junta de Comercio se empieza a vaciar alrededor de las once y media. Los militantes se despiden cálidamente de Sara Arta y salen del piso con cuidado de no hacer ruido. Caras sin nombre y nombres sin cara. El camarada Blanco y el camarada Torregrasa están sentados en el suelo de la sala de estar, pasándose cigarrillos de marihuana y adoctrinando a tres camaradas femeninas muy jóvenes, que los escuchan asintiendo con las cabezas y riéndoles las bromas. Sara Arta camina con pasos bamboleantes hasta el balcón y se asoma al aire cálido de la noche. La calle está desierta. A diferencia de la anterior, la nueva sede en Barcelona del legalizado PCA en la calle Junta de Comercio no tiene ningún letrero ni elemento identificativo en el exterior del edificio. La razón principal es evitar los ataques de grupos de extrema derecha. Sara mira la ciudad que sigue sin despertarse. Víctima de un hechizo que le flota sobre la cara como polvo de estrellas.

Al cabo de un momento, Sara Arta nota que no está sola en el balcón. Una mano en su brazo. El camarada Blanco está a su lado.

—¿Qué está pasando, camarada? —le pregunta ella.

—Uno de nuestros agentes robó hace una semana un dossier de un coche del CESID —le explica él.

—¿Uno de nuestros agentes? —Ella coge el cigarrillo de marihuana que Blanco le ofrece.

—Un agente doble —explica Blanco—. Espiaba para nosotros haciendo ver que espiaba para ellos. Eso es lo que me han dado a entender.

Nada es lo que parece. Nadie es quien dice ser. Sara Arta da una calada larga del cigarrillo de marihuana.

—El dossier contenía información interna que comprometía a un agente del fascismo infiltrado en nuestro partido —continúa Blanco—. Nosotros procedimos a apresar al espía. El CESID nos ofreció un canje de prisioneros, y ahí entraste tú.

Sara Arta vuelve a mirar la calle. Barcelona sigue sin despertarse. Nueve meses después del regreso de Tarradellas, nueve meses después de la bomba del Papus. Ocho meses después del impacto del Meteorito de Sallent, ocho meses después de los suicidios de la Baader-Meinhof. Ocho meses después de la acción del GSG-9 en Mogadiscio. Ocho meses después del primer álbum de los Sex Pistols. Siete meses después de que empezaran las peores lluvias que Barcelona ha sufrido desde que se tienen registros.

Otra vez dentro del piso, al cabo de quién sabe cuánto tiempo, Sara Arta está de rodillas delante del retrete, vomitando con el pelo pegado a la frente y la pintura de ojos corrida por la cara. El piso está lleno de humo de tabaco y marihuana. Por fin se apoya en el brazo de alguien para ponerse otra vez de pie y levanta dos dedos en dirección a quien sea que la está ayudando, en ese gesto universal de la gente que pide un cigarrillo. Da una calada larga y expulsa el humo lentamente. La sede del PCA en Barcelona parece haberse vaciado casi por completo.

—Creo que te tendrías que acostar ya, camarada —le dice el camarada Blanco.

Sara Arta fuma en silencio, sentada en el balcón, con el brazo colgando entre los barrotes.

—Has bebido mucho —continúa Blanco.

Ella suelta un soplido de burla.

—Yo bebo mucho, camarada —dice con voz ronca.

—Quédate a dormir aquí —dice Blanco—. ¿Tienes algún sitio adonde ir?

Ella niega con la cabeza.

—¿No tienes familia? ¿Alguna amiga que te pueda dejar un sofá?

—Tenía amigas —murmura ella—. Pero no sé dónde están.

—Quédate aquí —dice él—. Hay una cama.

De pronto Sara Arta le pone una mano en el pecho al camarada Blanco y busca su mirada. Su cara carente de rasgos memorables. Esa ausencia de rasgos memorables de cierta gente cuya ocupación nunca se comenta en voz alta. El camarada Blanco traga saliva.

—Camarada, no creo… —empieza a decir.

—Llévame a tomar una copa —dice ella.

—¿Cómo?

—Llevo cinco meses encerrada —dice Sara Arta—. Necesito salir y tomar una copa, camarada.

El camarada Blanco se la queda mirando fijamente. Ella le acaricia el pecho por encima de la camisa.

—Camarada Sara, las calles están llenas de ojos —dice él—. ¿Te crees que la policía no nos tiene vigilados?

Sara Arta sonríe. Media hora más tarde, los dos cruzan dando tumbos la Plaza Real. Ella lleva en la mano una botella que ha sobrado de su fiesta de bienvenida y se dedica a dar tragos del gollete. Con la cara y el torso de Patti Smith serigrafiados en la pechera de su camiseta sin brazos. Con una falda corta y unas botas altas. La imagen de su camiseta es la fotografía en que Patti Smith aparece mirando por encima del hombro y sosteniéndose un pecho desnudo en la portada del sencillo Because the Night. A su alrededor, Barcelona se agita irritada pero nunca termina de despertarse. Despojada de su conciencia y de su memoria. Jóvenes con la ropa rota y sujeta con imperdibles. Peinados de campo de concentración. Hombres que no son quienes dicen ser. Cinco meses después de que Pinochet gane el referéndum en Chile. Cuatro meses después de que Etiopía declare la guerra a Somalia. Tres meses después de que Al Fatah asesine a treinta y ocho civiles israelíes en un autobús, Barcelona sigue prisionera de esa torre y ese hechizo que se llaman España.

En medio de la plaza, el camarada Blanco se detiene y mira los pasos bamboleantes de Sara Arta.

—Creo que sé adónde me estás llevando —dice—. Me estás llevando a ese bar al que ibas siempre con el camarada Barbosa.

Ella da otro trago de la botella de vino.

—Sé que tú y el camarada Barbosa teníais una relación muy íntima —dice él—. Y antes de que te equivoques, en el partido nunca nos pareció mal. Podríamos haber intervenido pero no lo hicimos.

—Sois un encanto —dice ella en tono de sorna.

—Imagino que debió de ser un golpe para ti que lo mataran —dice Blanco.

—¿Lo mataron? —Ella frunce el ceño.

—Nadie encontró nunca su cuerpo —dice él.

Los dos se miran en medio de la plaza. De la plaza que sigue hechizada. En la ciudad que no despierta. Dos meses después de que agentes desconocidos asesinen a Henri Curiel en París. Un mes después de que se encuentre a Aldo Moro ejecutado en el maletero de un coche en Roma.

—Razón de más para seguir bebiendo —se limita a decir ella.

La noche está atestada de los espectros de la Nueva España. Gente que flota, gente que solamente es visible con el rabillo del ojo. Cuando Sara Arta y el camarada Blanco se meten por la calle Euras, ninguno de los dos se fija en la figura delgada que se detiene un momento para encenderse un cigarrillo mientras ellos se están besando en medio de la calle. Con los brazos de ella entrelazados alrededor del cuello de él y las manos de él agarrando el trasero de ella. Muria se enciende el cigarrillo, suelta una bocanada de humo y sigue su camino. Con su traje de corte estrecho y sus botines de cuero. Con el mismo peinado que llevaría Carl Perkins si una mañana se hubiera tenido que peinar con resaca y sin espejo.