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DOS JABALÍES

Sin apartar la vista de la carretera a oscuras, Melitón Muria gira el dial de la radio del coche oficial del CESID hasta sintonizar un parte meteorológico. La voz del locutor anuncia que las temperaturas en el área metropolitana de Barcelona han vuelto a alcanzar otro máximo histórico. Que la temperatura de este 15 de mayo corresponde a niveles que nunca se habían dado antes de julio. Incluso en esta carretera, de noche y a quinientos metros de altura al pie de las montañas del norte de Olesa de Montserrat, hace tanto calor que Muria se ha tenido que aflojar la corbata y remangarse la camisa. El sudor le adhiere mechones del tupé maltrecho a la frente. Hace cinco meses que no llueve. La última vez que Muria recuerda haber visto lluvia fue durante los diluvios del invierno pasado. El locutor del parte meteorológico pasa la palabra a un especialista para que hable de los posibles indicios de alguna clase de alteración cataclísmica del equilibrio climático. Muria frena cuando ve que el coche oficial del CESID que va por delante de él enciende las luces de freno traseras. El locutor del programa meteorológico le pregunta al especialista si el cambio climático de los últimos meses podría estar relacionado con el meteorito de Sallent. Muria apaga la radio.

El coche de delante da un golpe de volante para detenerse en la cuneta. Muria mira por el retrovisor a los ocupantes del asiento trasero.

—Parece que es aquí —dice.

Muria aparca en la cuneta y espera a que los ocupantes del coche de delante salgan. Dos agentes altos y fornidos, prestados por la Unidad Antiterrorista del centro. Uno de ellos se acerca a su ventanilla y agacha la cabeza para dirigirse a Muria:

—Estamos a doscientos metros del puente —dice el agente—. Solicitamos instrucciones.

Muria se gira hacia el asiento trasero. En el asiento trasero, Arístides Lao se gira para mirar a Sara Arta. Ojos como pantallas en blanco. No hay farolas ni ninguna vivienda cercana que pongan un poco de luz en la carretera a oscuras. Sara Arta lleva las muñecas esposadas y una camiseta negra y sin mangas, con la cara y el torso de Patti Smith serigrafiados en el pecho. El calor hace que le caiga algún que otro churretón de pintura de ojos.

—Estamos a doscientos metros del punto de intercambio —le dice Lao a Sara Arta—. Ahora escúcheme bien. Después de que se lleve a cabo el intercambio, desplegaremos un dispositivo por todo este lado de la montaña para intentar detenerlos a usted y a sus camaradas del partido.

Sara Arta se gira para mirar a Lao.

—¿Qué sentido tiene eso? —Frunce el ceño—. Me estáis soltando para que me reúna con mi partido.

—Y eso es exactamente lo que tiene que hacer usted —dice Lao.

—Tienes que reunirte con tus colegas —dice Muria desde el asiento de delante—. Pero nosotros tenemos que fingir que intentamos deteneros a todos. Para que no sospechen del intercambio. Si sospechan algo, estás lista.

—Eso sí que sería una desgracia para vosotros —dice ella, con una risilla pedregosa.

—Ellos estarán esperando que les tendamos una trampa —explica Lao—. Es esencial que no se den cuenta de que sabemos que están esperando una trampa. Tenemos que fingir que no estamos intentando que no se den cuenta. Y sobre todo, es esencial que no se den cuenta de que no les estamos tendiendo una trampa.

Sara Arta pone los ojos en blanco.

—¿Puedo largarme ya? —dice.

Arístides Lao se saca del bolsillo la llave de las esposas.

—Recuerde, señorita Arta —dice, introduciendo la llave en la cerradura—. A partir de ahora está sola. Averigüe el paradero del agente Barbosa y llámenos sin demora. En cuanto recibamos la llamada, la sacamos de ahí.

Sara Arta abre y cierra las manos para reactivarse la circulación.

—Disfrute usted de la libertad —le dice Lao, sin ninguna inflexión irónica ni tampoco cordial. Sin ninguna clase de inflexión.

Sara Arta le escupe en la cara. El salivazo se queda un momento reluciendo en la frente de Lao, antes de empezar a resbalarle en dirección a la ceja. Muria sale del coche y se dirige a los dos agentes de la unidad antiterrorista.

—Acompañen a la prisionera hasta el principio del puente —les instruye—. A partir de ahí déjenla que siga sola. Permanezcan a cubierto.

A continuación se gira para hacer una señal en dirección a la hilera de coches oficiales y coches patrulla que hay aparcados en la cuneta detrás de ellos.

—Teniente —le dice a un oficial que se acerca caminando por la carretera—. Coloque a los comandos uno y dos en posición.

El teniente asiente con la cabeza y se pone a organizar a sus hombres. Al cabo de un momento, los dos agentes antiterroristas echan a andar por la carretera, con Sara Arta en el medio. La luz de la luna no muestra más que los contornos de las copas de los árboles. Las linternas de los agentes no muestran más que tres o cuatro metros de carretera flanqueada de árboles. El puente todavía no es visible. Uno de los agentes se lleva su walkie-talkie a los labios.

—Cien metros para el punto de encuentro —dice—. Todo tranquilo. Cambio.

—Recibido. Cambio —le contesta su walkie-talkie.

Al cabo de un momento llega a sus oídos el rumor de las aguas del río. El Llobregat, todavía un torrente espumoso a estas alturas, escuálido por la falta de lluvias. Todavía sin peces pese a los intentos de repoblarlo después de la catástrofe del meteorito. El puente es una estructura de vigas de hormigón de unos treinta metros; al otro lado, los encinares ascienden suavemente hacia el norte por la ladera de la montaña. El agente se vuelve a llevar el walkie-talkie a los labios.

—Estamos en el punto de encuentro. Todo tranquilo. Procedemos a liberar a la prisionera. Cambio.

—Procedan. Cambio —contesta el aparato.

Sara Arta se aleja caminando por el puente. Al cabo de unos segundos desaparece en la oscuridad. De pie junto a su coche oficial, Muria contempla cómo los dos agentes salen de las sombras. No sabría explicar muy bien qué es lo que le resulta inquietante de la forma en que la noche se acaba de tragar a Sara Arta: algo relacionado con la forma en que son traspasadas ciertas membranas internas de este relato. Ciertas membranas estructurales de esa realidad que es la Nueva España. No la frontera entre la ley y la ilegalidad, ni entre los dos supuestos bandos que deberían representarlas. Nada de eso. Se trata más bien de la membrana que separa la causa del efecto. Algo crucial se ha estropeado en los mecanismos de la causalidad. Igual que la muerte de la verdad ha cancelado la mentira. Una Nueva España retroactiva. Donde las cosas desaparecen sin más. O mejor dicho, desaparecen y por el hecho mismo de desaparecer, no han existido nunca.

—¿Qué hacemos ahora, señor? —le pregunta el mismo teniente de la Guardia Civil de antes.

—Esperemos un momento más —dice Muria.

Pasan tres, cuatro minutos. El nerviosismo en el lado oeste del puente se hace evidente. Una treintena de efectivos del flamante Grupo Especial de Operaciones de Suárez y Martín Villa espera junto a sus furgones blindados, con sus chalecos antibalas y sus cascos protectores y sus subfusiles de asalto. Los conductores de la ambulancia fuman frente a su vehículo. Hay guardias civiles desde aquí hasta el punto de control donde la carretera está cortada, dos kilómetros al sur. Todos esperando. Todos mirando el coche de Lao y Muria. Por fin, cuando la tensión ya parece insoportable, un resplandor blanco se refleja en todas las caras. Una bengala que sube con un ligero silbido por encima de los encinares y empieza a caer lentamente. Los agentes del CESID se miran. Los guardias civiles se miran. Y al cabo de unos segundos suena el radioteléfono del coche de Lao. Rompiendo la composición estática de la carretera.

Lao descuelga el teléfono. A través de la ventanilla, los presentes lo ven asentir un par de veces.

—Entiendo —dice, y cuelga el teléfono.

Lao baja la ventanilla y se dirige a los congregados.

—Debajo del puente —dice.

La ambulancia gira en redondo por la carretera. Los GEOs corren ladera abajo. Los efectivos de la Guardia Civil se colocan en formación defensiva a los lados del puente. Los GEOs chapotean por el agua espumosa y poco profunda en dirección a los pilares del puente. Allí, apoyado en un pilar de la orilla este, iluminado por los focos de los furgones, Muria ve un cuerpo doblado sobre sí mismo.

—¡Ambulancia! ¡Ambulancia! —gritan los primeros GEOs que llegan hasta el cuerpo.

Muria enciende otro Rex y trata de llenarse los pulmones de humo. Cuando la camilla pasa a su lado llevando a Albaiturralde, Muria le ve la cara cubierta de sangre. La escena está iluminada por las luces estroboscópicas de los vehículos policiales. Muria se reúne en la carretera con Lao y con el capitán al mando de la operación militar. Los tres examinan un mapa desplegado sobre el morro de un coche a la luz de las linternas. El capitán señala varios puntos del mapa.

—Los controles están aquí y aquí —dice—. Solamente les queda una vía de escape.

—Hay que empujarlos hacia allí —dice Lao.

Un hombre viene corriendo por la carretera.

—Capitán, la patrulla aérea ya está aquí —dice.

El mando de la operación traza varias líneas sobre el mapa, sobre las colinas situadas directamente al norte de Olesa, mientras dos helicópteros pasan volando con un estruendo ensordecedor por encima de la hilera de vehículos militares, sacudiendo las copas de los árboles y levantando los bordes del mapa y los bajos de las chaquetas y las casacas de todos los presentes. Al cabo de diez minutos suena el radioteléfono del capitán.

—Localizados un hombre y una mujer corriendo por el monte, mi capitán —dice la voz metálica del radioteléfono—. Tenemos contacto visual. Dirección norte-noroeste. Solicitamos instrucciones. Cambio.

El capitán mira a Lao. Lao asiente.

—Rompan el contacto —dice el capitán por el radioteléfono—. Repito: rompan el contacto. Parecen personas pero son dos jabalíes.