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EL DÍA EN QUE MURIA RECIBE

LA VISITA QUE MÁS TEMÍA

Melitón Muria contempla con cara de admiración el termómetro de pared que cuelga junto a la entrada de todas las gasolineras de CAMPSA del Estado. Hoy se ha roto la barrera de los treinta y cuatro grados. Y solamente es el 24 de abril. La radio ha anunciado que es un record histórico. Por alguna razón que ni él mismo entiende, Muria siente una punzada de orgullo por el hecho de haber inscrito esa nueva marca en los registros térmicos nacionales. No hay nada en los registros anormalmente altos que le produzca ninguna inquietud ni tampoco esa sensación de trastorno cataclísmico del ciclo estacional que alguna gente parece estar experimentando en los últimos meses. A Muria no hace falta que venga ningún meteorólogo a contarle que España es una tierra de prodigios.

Unos golpecitos en la ventanilla del despacho del encargado de la gasolinera sacan a Muria de su ensoñación frente al termómetro. Dentro de su despacho, el encargado gesticula y señala la fila de coches que están esperando para ser servidos. Muria se toma un momento para comprobar en el reflejo de la ventanilla el estado de su uniforme de trabajo azul marino de CAMPSA y para repeinarse el tupé sempiternamente torcido. Todos sus compañeros de la gasolinera están de acuerdo en que jamás han visto a nadie capaz de llevar el uniforme tan impecablemente planchado y perfecto como lo lleva Muria todos los días. Nadie le ha visto nunca una arruga. Las botas más lustrosas que si las acabara de sacar de la caja. A Muria tampoco le importan demasiado los chascarrillos supuestamente benignos que su uniforme impecable suscita en el resto del personal de la gasolinera. Por fin echa a andar con parsimonia hacia el primer coche de la fila.

El primer coche es un SIMCA Horizon ocupado por dos chicas jóvenes. Muria apoya un antebrazo teatralmente en la capota y acerca la cara a la ventanilla abierta. Las chicas llevan minifaldas de pana y camisetas estampadas sin sujetador.

—Lleno, por favor —dice la chica que va al volante.

—¿Lleno? —dice Muria—. ¿Y adónde vais, que necesitáis el depósito lleno?

Las chicas ponen los ojos en blanco.

—¿Vuestros padres saben adónde vais? —dice Muria, con una amplia sonrisa.

—¿Me llena el depósito o no? —dice la chica.

—Pues me vais a tener que enseñar los carnets de identidad. No puedo serviros gasolina si no tenéis la edad.

Las chicas se miran entre ellas, incrédulas. Muria señala el asiento de atrás del coche, donde hay una sombrilla y un par de bolsas de mimbre con toallas.

—Hagamos un trato —dice—. Si me decís a qué playa vais, os lleno el depósito sin hacer preguntas.

Las chicas parecen demasiado perplejas para contestar.

—Yo os puedo llevar a las mejores playas de esta costa —dice Muria—. Playas apartadas. Paraísos, vamos. Mejor me dejáis conducir a mí. Ya sé que ahora os dejan conducir a las mujeres, pero para llegar a ciertos sitios, hace falta un hombre, ¿eh? —suelta una risilla—. Yo me llamo Melitón. ¿Y vosotras?

¿Melitón? —La chica pone cara de asco.

Los conductores que esperan detrás del SIMCA Horizon empiezan a hacer sonar las bocinas. En su despacho, el encargado se asoma al cristal con el ceño fruncido.

—Mirad, yo salgo dentro de media hora —dice Muria—. Esperadme en el bar de esa estación de servicio que hay más adelante, anda.

La conductora del SIMCA pisa el acelerador y Muria consigue apartarse un segundo antes de que las ruedas le pasen por encima de las botas.

Al cabo de cinco minutos —y de dos pausas que Muria aprovecha para secarse el sudor, arreglarse el uniforme azul y reajustarse el peinado Carl Perkins—, llega al principio de la fila un Seat 1500 con los cristales tintados. Muria se inclina con la pistola del surtidor en la mano para asomarse a la ventanilla del pasajero que se está abriendo y se queda mirando al chófer con gafas de sol, que a su vez señala con el pulgar al asiento de atrás. Muria gira la cabeza para mirar el asiento de atrás. Ahoga una exclamación. Da un paso hacia atrás, con los ojos muy abiertos. El surtidor gotea sobre el suelo de asfalto de la gasolinera.

En el asiento de atrás, la pantalla vacía de la cara de Arístides Lao mira a su antiguo subordinado.

—¡Ni hablar! —chilla Muria, espantado—. ¡No y no! ¡Ya puede marcharse por donde ha venido!

—No ha escuchado usted lo que he venido a decirle —dice Lao, con el tono neutro de una constatación.

—¡Ni pienso escucharlo! ¡Me da igual lo que sea! ¡Adiós!

—Pónganos gasolina —dice Lao.

Muria se aleja un par de pasos, con un chorrito de gasolina cayendo de la pistola del surtidor.

—¡Usted no quiere gasolina!

—Llene el depósito —dice Lao.

Muria niega con la cabeza. Varios de los conductores que estaban en la cola del surtidor empiezan a salir de sus vehículos y a mirar la escena a una distancia prudencial. El encargado de la gasolinera sale de su despacho con zancadas furiosas.

—¡Por favor! —Muria retrocede hasta tropezar con la manguera del surtidor y se cae. Dos manchas oleaginosas se le empiezan a extender por el uniforme. El peinado sempiternamente torcido ya no resulta reconocible como ninguna variante del famoso tupé que inventó Carl Perkins en los años 50. Ahora parece más bien el resultado de haberse enganchado el flequillo en alguna clase de maquinaria industrial y haber sido arrastrado por el suelo durante cincuenta metros.