UNA ROCA EN MEDIO DEL MAR
Teo Barbosa escruta el islote que empieza a perfilarse en el horizonte del Mediterráneo. La lancha a motor Paltré surca escopeteando las aguas costeras, dejando atrás la playa de cantos rodados de Cala Jondal. Todavía están demasiado lejos para apreciar las dimensiones del Islote de Arañas, pero Barbosa puede ver un peñasco elevado en la punta oeste y luego un declive gradual que termina en una zona de playas en el extremo oriental. A su lado, la Madre Nieve se abanica cansinamente con una mano. El calor de las últimas semanas desafía todas las leyes naturales. Es un calor que hace pensar en suspensiones cataclísmicas de las leyes de la Naturaleza. La Paltré mide seis metros de eslora y es toda de madera y tiene una escotilla en el centro para el compartimento de carga, y el tipo que la pilota les ha explicado que la línea de flotación de la lancha está tan baja porque el compartimento va lleno hasta los topes de vituallas.
—¿Es ahí donde vamos? —pregunta Barbosa, con el pelo alborotado por la brisa marina.
El piloto gira hacia él una cara curtida por el sol.
—Ahí vamos, sí —dice.
Barbosa mira hacia atrás. La costa sudoeste de Ibiza no puede estar a más de cuatrocientos metros, y ya casi deben de estar a medio camino. Al este se intuyen más que se divisan la Isla de Ahorcados y el estrecho que separa Ibiza de Formentera. El piloto se dedica a aguantar la caña del motor y ajustar el rumbo cuando es necesario. La brisa azota cálidamente las caras de los dos hombres y les obliga a levantar la voz de esa manera en que uno tiene que levantar la voz a bordo de una motora que navega a toda velocidad.
—Espero que haya buenas playas —dice Barbosa—. Odio esconderme en islas que no tienen buenas playas.
La Madre Nieve escupe por la borda.
—La Revolución no tiene que estar reñida con el buen vivir —sigue diciendo Barbosa—. La caldereta de langosta, el guiso de raya, esas cosas.
El piloto le hace una señal a Barbosa para que se cambien los sitios. Barbosa coge la caña del timón y el piloto se sienta a encender un cigarrillo. Los dos van desnudos de cintura para arriba. Los dos llevan barbas largas y melenas greñudas. El torso del piloto es muy moreno y tiene esa textura ligeramente aterciopelada que otorgan los años de exposición al salitre marino, mientras que el de Barbosa es muy pálido y está lleno de mordeduras de chinches.
—Soy Juan el Listo. —Barbosa le ofrece al otro la mano que no está sosteniendo el rumbo.
—Ya sé quién eres, camarada —dice el piloto, cerrando con un clic metálico la tapa de su encendedor Zippo. Se incorpora a medias para estrecharle la mano—. A mí me puedes llamar R. T.
—¿R. T.? —Barbosa frunce el ceño y por fin abre mucho los ojos—. ¡No! —Se le escapa una risa—. No puede ser.
—Sí.
—¡Rúmpeles Tíjeles!
—Sí.
—Demonios, esta gente tiene mucho más sentido del humor del que yo pensaba. —Barbosa niega con la cabeza—. Y luego dicen de mí.
El piloto fuma en silencio. La brisa les alborota el pelo y la barba.
—No eres muy hablador, ¿verdad, R. T.? —dice Barbosa.
—Tú en cambio hablas mucho —dice R. T.
—No me queda otra. —Barbosa sonríe—. Me he pasado cuatro meses encerrado en un piso de sesenta metros cuadrados. Mi vida social se ha ido al carajo. Menos mal que aquí podré recuperar el tiempo. ¿Sois muchos en la isla?
—No muchos, no.
—¿La gente va y viene?
—Va y viene, sí.
—Supongo que nos dejarán escaparnos de vez en cuando a Ibiza, a disfrutar de la noche. He oído que tiene unas salas de fiesta estupendas.
R. T. termina de fumar su cigarrillo antes de contestar. Vuelve a cambiarse el sitio con Barbosa.
—Los alemanes van a Ibiza de vez en cuando —explica por fin—. A nosotros cuanto menos nos vean mejor. A los alemanes los conocen bien en San José y en Ibiza Ciudad. Van allí a hacer la compra, tienen sus amistades, todo eso.
—¿Los alemanes?
R. T. asiente.
—Todo el mundo sabe que el Islote de Arañas es propiedad de un millonario alemán —explica—. Se lo compró hace veinte años a una familia local. Un millonario excéntrico, que tiene la isla llena de hippies y está todo el día de fiesta. Unos dicen que viene de la aristocracia. Otros, que tiene contactos en el gobierno federal. Hay toda clase de rumores.
—¿Y el millonario alemán comparte su isla paradisíaca con nosotros? —pregunta Barbosa.
—No hay ningún millonario alemán. Por lo menos que yo sepa. En la isla solamente estamos nosotros.
—¿Y los alemanes?
—Son una pareja de camaradas —dice R. T.—. Implicados en la lucha antiimperialista de su país, aunque llevan diez años en la isla. A veces acogen a camaradas de su país. Oskar y Camilla, se llaman. Son nuestra cara ante el mundo.
La Paltré casi ha alcanzado el Islote de Arañas. A su espalda, la costa de Ibiza ya no es más que una franja oscura pegada al horizonte marino. Ahora que lo tiene delante, Barbosa calcula que el islote debe de tener unos dos kilómetros de punta a punta, con el extremo elevado orientado al oeste. La parte elevada asciende unos noventa metros sobre el nivel del mar, formando un risco escarpado de acantilados de granito. En lo alto del risco, hacia lo que debe de ser el norte, Barbosa ve un puñado de ruinas de aspecto megalítico. En el otro extremo del islote hay vegetación y playas. Para sorpresa de Barbosa, el piloto pone rumbo directo a los acantilados. Reduce la velocidad y por fin apaga el motor y se pone a los remos para adentrarse en los escollos rocosos del pie del acantilado. La Madre Nieve saca un fanal de gas de debajo del asiento. Al cabo de un momento Barbosa acierta a ver el destino de la Paltré: escondida entre los rompientes de la muralla de granito, hay la entrada de una gruta.
—Cuidado con la cabeza, camarada —le avisa R. T., señalando el techo bajo de roca.
La Madre Nieve se pone de pie en la proa y levanta el fanal. La Paltré avanza con los remos una veintena de metros, esquivando un par de escollos, hasta doblar una esquina de la gruta y volver a emerger a la luz del sol. La Madre Nieve cierra la llave del gas del fanal y Barbosa hace visera con la mano para contemplar la salida de la gruta.
—Hay que joderse —dice, en tono de admiración, cuando la lancha sale finalmente por el otro lado.
En el interior de la isla, a la sombra del risco de granito, hay una laguna natural alargada y estrecha, con paredes de roca a los lados y una playa diminuta de cantos rodados al final. Un poco más allá, sobre una cornisa amplia y arbolada, se divisa una casa de estilo rústico, de piedra encalada y tejas de arcilla. Con una amplia terraza de baldosas rojas que domina la laguna.
—Esto es el puto paraíso. —Barbosa aplaude, entusiasmado—. Han valido la pena los cuatro meses en el cuchitril.
—Nuestro paraíso todavía tardará mucho en llegar, camarada —dice R. T., remando hacia la orilla—. El que tú tienes en mente es un engaño burgués.
Lleva el bote a la playa y los tres saltan a tierra y entre todos suben la lancha a la playa. A continuación echan a andar por los guijarros, la Madre Nieve protegiéndose el ojo no ciego del resplandor abrasador del sol de media tarde. Se oyen voces más arriba, procedentes de la casa, y Barbosa hace visera con la mano para divisar varias siluetas que se mueven por la terraza y por unas escaleras de piedra que bajan hacia la laguna. Todas desnudas de cintura para arriba. A medida que se acercan, reconoce a una de ellas: una cabeza de perfil aguileño con el pelo rizado y sombrero de ala ancha.
—¡Camaradas! —dice con calidez el camarada Cuervo—. No sabéis cuánta alegría me da veros.
Barbosa enarca las cejas mientras el camarada Cuervo lo abraza.
—Más alegría que la última vez, espero —comenta Barbosa.
—He sufrido por vosotros todos los días. —El camarada Cuervo pone voz grave—. El deber me obliga a ser duro, pero tengo corazón, igual que todo el mundo. ¿Y cómo está la Madre Nieve? —El camarada Cuervo se gira hacia ésta; le da un breve abrazo y se aparta para quedársela mirando con una media sonrisa—. Aguerrida, indestructible. Un ejemplo para todos los demás. —Señala con la cabeza la bolsa de deporte—. Vamos a dejar vuestras cosas en la casa, así podréis acostaros.
Barbosa contempla a la media docena de hombres y mujeres que hay congregados en lo alto de la playa. Ve a la Dama Raposa, de quien se separaron poco después del asalto al banco. Y ve al gordo del refugio de montaña, con el mismo pelo afro pero ahora sin jerseys de lana, con el torso rechoncho y vagamente batracio al desnudo. La mayoría de hombres van en bañador o con pantalones cortados. Las mujeres en bikini. Todos, hombres y mujeres, llevan el pelo largo, y algunos lo llevan sujeto con cintas. Una de las mujeres va desnuda, una joven de pelo castaño rojizo con ojos grandes y verdes, sin que nadie parezca extrañarse de ello. Barbosa aparta la vista rápidamente de su cuerpo moreno y saluda con la mano a los presentes.
—Bienvenido, camarada —le contestan ellos.
En pleno ascenso de la escalera de piedra, el camarada Cuervo se gira para preguntar.
—¿Cómo ha ido vuestro viaje?
Barbosa se encoge de hombros.
—Personalmente, me gusta más viajar en maleteros de coches —dice.
Cuando por fin alcanzan la terraza, el camarada Cuervo se gira para mostrarles la vista: la laguna de aguas cristalinas, el risco de granito en forma de media luna, los bosques y las playas de arena más al este. El mar de color esmeralda y el cielo azul.
—Bienvenidos a Can Arañas —dice, con los brazos en jarras—. Y a nuestra isla. No es el paraíso, pero es nuestra pequeña parcela de socialismo en el mundo.
—¿A quién le importa el mundo? —Barbosa mira a su alrededor, radiante—. Quedémonos aquí para siempre. Socialismo y pescado fresco. No necesitamos más.
El camarada Cuervo sonríe benévolamente.
—Aquí podréis recuperaros —dice—. Y no os preocupéis, que enseguida querréis volver a la lucha. Además, aquí también se aburre uno. No es más que una roca en medio del mar.