22

LUZ BLANCA

No hay más que luz blanca cuando Teo Barbosa abre los ojos. Un estallido blanco. El amanecer pirenaico que lo invade todo. Un mundo blanco. Y en medio de ese mundo, una silueta negra. Barbosa se restriega los ojos. Se incorpora sobre los codos. La cama vacía. El costado de la cama donde duerme la Madre Nieve está vacío. Se restriega la cara y vuelve a mirar a la silueta negra que está plantada delante de la cama. Es el camarada Piel de Oso, mirándolo con su cara de muchacho granuja y apuntándolo con una de las pistolas M30 del comando. Barbosa se pone la mano sobre los ojos a modo de visera.

—Ya puedes bajar la pistola, camarada —dice—. Si no la has usado ya, es que no la vas a usar.

Piel de Oso hace una mueca de burla.

—Ven conmigo, camarada —dice—. Hay alguien fuera que quiere verte.

Barbosa se incorpora hasta sentarse, tomándose su tiempo. Estira el brazo para coger los pantalones, pero el otro chista con la lengua.

—Deja eso, camarada —dice—. Nada de ropa. Te va a sentar bien un poco de aire fresco, ya lo verás.

No hay nadie en la cocina cuando Barbosa la cruza seguido por el camarada Piel de Oso. Y no es solamente que no se crucen con nadie. La casa entera parece haberse vaciado de la noche a la mañana. Los utensilios de la cocina han desaparecido de la encimera. Los libros que había en la mesa de piedra ya no están. No hay abrigos en el perchero. Barbosa se detiene junto a la puerta y se gira para mirar a su acompañante con expresión interrogativa.

—Fuera, camarada. —Piel de Oso señala la puerta con la pistola—. Ya me has oído.

—¿No tienes más forma de divertirte que ésta? —dice Barbosa—. ¿Sacarme desnudo para que me congele? ¿Qué pasa, que te has quedado triste desde que a la camarada Madre Nieve me la follo yo?

Piel de Oso suelta un soplido de impaciencia.

—Sal de una puta vez, camarada —dice—. O vas a conseguir que te pegue un tiro y me las acabe cargando yo.

El estallido de luz al abrir la puerta obliga a Barbosa a cerrar los ojos. Da un par de pasos vacilantes, haciendo visera con la mano. El frío le muerde los brazos y las piernas. Al cabo de un segundo empieza a morderle el resto del cuerpo. A metérsele por debajo de la camiseta y los calzoncillos largos. Piel de Oso señala al norte con su pistola.

—Al campo de tiro, camarada —dice.

Barbosa echa a andar por la nieve, dejando huellas de pies descalzos que al cabo de un momento el camarada Piel de Oso pisa con sus botas. El resplandor parece emanar de la misma nieve. El estallido blanco del que no es posible esconderse. Cuando por fin se adentran entre los árboles, al cabo de diez minutos, la sensación de quemazón en los pies de Barbosa ya es insoportable. La nieve entre los árboles llega al metro de altura. Barbosa se sienta en una roca con los dientes rechinando y se masajea los pies y los tobillos.

El camarada Cuervo los está esperando en el campo de tiro. Con las manos en los bolsillos de un abrigo largo. Con su sombrero de ala ancha. Caminando de un lado para otro entre las dianas medio enterradas en la nieve. Fumando en silencio. Cuando aparecen los dos hombres, tira la colilla.

—Buenos días, camarada Juan —dice, sin mirar a Barbosa.

Barbosa tiembla violentamente, apoyado en la roca.

—Esta farsa ya me la montasteis una vez —dice—. No soy idiota, joder. No me vais a matar.

—No sé si lo sabes, camarada Juan —continúa el camarada Cuervo—, pero hubo mucha gente que pensó que tú no tenías sitio aquí. Hasta hubo alguno que pensó que había que liquidarte sin más.

—La verdad, no me extraña —dice Piel de Oso.

—En realidad fue un capricho mío que tú te acabaras uniendo a nuestra organización —sigue diciendo el camarada Cuervo—. Todo el mundo sospechaba que estabas informando para el SECED. La mayoría lo seguimos sospechando, de hecho. Pero eso ya no importa. Los informes que me llegaban de ti me tenían fascinado. Brillabas con luz propia. Brillabas como un sol, camarada. Mucha gente piensa que la gente como tú no tiene sitio en una lucha armada como la nuestra. Que lo que necesitamos son soldados sin brillo. Abnegados, leales, con espíritu de sacrificio, ni demasiado idiotas ni demasiado inteligentes. —Se da unos golpecitos en la sien—. De hecho, se puede decir que la inteligencia está muy denostada en nuestra línea de trabajo. Mira la Revolución de Octubre, por ejemplo. Lo primero que hicieron fue cargarse a todos los inteligentes.

—Empiezo a pensar que no soy tan inteligente si estoy aquí —dice Barbosa.

—Yo creo que la gente se equivoca —continúa el camarada Cuervo—. Necesitamos a gente abnegada, pero también necesitamos a gente como tú. Los abnegados no ven el naufragio hasta que el barco se está hundiendo. Y tampoco ven las oportunidades hasta que las tienen encima.

—Dame tu abrigo, camarada —dice Barbosa—. O te juro que no salgo de ésta.

—Sara Arta, camarada Juan. ¿Te acuerdas de ella?

—¿Qué pasa con ella? —dice Barbosa.

—La detuvieron hace cuatro días cuando estaba saliendo de su casa.

—Ella no sabe nada.

—¿Nada de qué, camarada? —dice Piel de Oso, con la M30 en la mano.

—La torturaron durante doce horas —dice el camarada Cuervo—, que es algo que me hace pensar que les debió de contar algo interesante. Algo que les interesó lo bastante como para que dejaran de torturarla.

—Dame el abrigo, camarada —dice Barbosa, presa de convulsiones.

—A los nuestros no los torturan como al resto, camarada Juan —dice el camarada Cuervo—. Con los nuestros se esmeran de verdad. Sara Arta llegó a la enfermería de la Modelo en estado crítico y desde allí la trasladaron al Clínico. —Se saca unas páginas del bolsillo del abrigo y se las enseña a Barbosa—. Hemos conseguido una copia del informe médico de la enfermería de la cárcel. —Se pone a leer—. «Mordeduras de perros en los miembros, vientre, pechos y zona genital». «Lesiones por actividad sexual forzada durante un lapso prolongado y con múltiples parejas sexuales. Lesiones por penetración sexual con objetos. Desgarro total del perineo. Laceraciones en recto e intestino. Laceraciones en vagina y cuello uterino. Pérdida de tejido vaginal». —Levanta la vista del papel—. ¿Sigo, camarada?

—¿Por qué me estás contando todo esto? —pregunta Barbosa.

—Te están buscando a ti, camarada Juan. Por eso la han torturado. Ahora bien, la pregunta es: ¿por qué te están buscando?

—Por lo que más quieras, camarada. —Barbosa rompe a llorar—. Dame tu abrigo.

—Ha sido el Servicio de Documentación quien la ha torturado. ¿Por qué te están buscando, camarada? ¿Cómo saben quién eres? ¿Y por qué se toman tantas molestias por ti?

Barbosa sigue llorando de frío.

—¿Por qué te están buscando, camarada? —repite el camarada Cuervo.

Barbosa niega con la cabeza.

—Supongo que se han enterado que estoy con vosotros —dice por fin—. Supongo que tienen hombres en vuestra organización que les informan.

Ahora es el camarada Cuervo quien niega con la cabeza. Se guarda el informe médico en el bolsillo y saca un paquete de Gitanes. Se enciende uno con el ceño fruncido.

—Vístete y pon una muda limpia en tu mochila —dice—. Limpia tu arma y prepárala. Coge munición. El arma y la munición van en el cajón del eje del Land Rover. No lleves nada más. Salís dentro de una hora.

Barbosa no contesta. Ya no tiene convulsiones. Los miembros azules y entumecidos.

—Ahí tienes tu oportunidad de alcanzar la gloria —dice el camarada Cuervo mientras empieza a alejarse en dirección a la casa—. A ver qué haces con ella.

La próxima vez que levanta la vista, Barbosa está solo en la arboleda del campo de tiro.