RUECA
El amanecer pirenaico es vertiginoso y dolorosamente brillante. Un resplandor que parece emanar de la nieve misma. En su cama del caserón, Teo Barbosa se despereza y se pone de costado para mirar el cuerpo desnudo de la Madre Nieve. El amanecer revela la palidez inverosímil de su cuerpo. Los miembros casi raquíticos. Los moretones de sus encuentros sexuales de los últimos días. La melena pajiza que hace pensar en cosas descoloridas por el sol. En cosas sumergidas en soluciones corrosivas. Por fin ella abre los ojos: el ojo que ve y el ojo ciego. Vistos bajo el resplandor alpino, los dos ojos no parecen pertenecer a la misma persona. No tienen ni el mismo tono ni tampoco exactamente la misma forma.
—¿No te da la sensación de que esto es completamente incorrecto? —pregunta Barbosa.
Ella se lo queda mirando.
—Somos soldados —explica él—. Somos el Hombre Nuevo. Hemos dejado atrás nuestras vidas privadas. Se las hemos dado a la Revolución. No hay sitio para el placer privado. La agogé espartana, ¿recuerdas?
Ella se lo queda mirando de esa manera que da la impresión de que lo está mirando con el ojo ciego.
—Te estás sobrevalorando, camarada —dice por fin.
—¿En serio? —dice él—. Si hacemos esto cada noche, ¿cuánto tardaremos en intimar? ¿En caer en los viejos hábitos burgueses?
—¿Qué quieres, que dejemos de hacerlo?
Barbosa se echa a reír.
—¡Cielo santo, no! —dice.
—Podemos hacer lo que queramos con nuestros cuerpos —dice ella—. ¿O es que te crees que eres el primero que hace esto aquí?
—Pero el cuerpo y la mente no viven en mundos separados —replica él—. La filosofía ya superó ese vestigio idealista hace siglos. El cuerpo recuerda. Tu cuerpo recuerda a tus antiguos amantes.
Antes de que Barbosa pueda reaccionar, la Madre Nieve le ha agarrado los testículos con su mano huesuda y se los está apretando con una fuerza que resulta completamente inverosímil en una mujer de su envergadura. Él se queda sin aire.
—Yo hago lo que quiero, ¿me entiendes? —le dice ella—. Soy la Madre Nieve.
—Claro —consigue decir él—. Faltaría más.
—No me voy a enamorar de ti, imbécil —escupe ella—. Yo no me enamoro.
Barbosa asiente con la cabeza hasta que ella lo suelta. Se queda un momento tumbado, recuperando lentamente el aliento. La Madre Nieve estira el brazo para coger el paquete de Gitanes que hay en la mesilla de noche, al lado del ejemplar de Alicia en el país de las maravillas de Barbosa y de la pistola Star M30. Enciende uno y expulsa una bocanada de humo mirando el techo con su ojo ciego.
—¿Cómo pude hacerme ilusiones? —gruñe Barbosa.
—Será mejor que bajemos ya —dice ella—. Hoy te espera una sorpresa.
—¿Viene a verme el camarada Cuervo? —dice él—. ¿Por fin?
Ella se lo queda mirando.
—Eres demasiado listo —le dice.
Cinco minutos más tarde, los dos están sentados en compañía de los otros dos miembros del comando, Piel de Oso y Dama Raposa. Todos comiendo sumariamente sus raciones de café con pan y huevos. Todos muy jóvenes y muy delgados y con el pelo largo y ropa de lana. La mesa es de piedra y ocupa un lado de la enorme cocina rural con su chimenea y sus vigas de madera sin barnizar. Barbosa y la Madre Nieve dejan que la Dama Raposa les sirva el desayuno.
—Pero bueno, ¿nadie me iba a decir lo de mi sorpresa? —Barbosa pone una cara de intriga teatral—. Pero si me muero de ganas de conocer a nuestro fundador. ¿Dónde lo tenéis escondido?
Piel de Oso se lo queda mirando. Es bajito y moreno y apuesto de esa manera en que lo son algunos muchachos granujientos y pequeños delincuentes. Frente al fregadero, la Dama Raposa se gira para mirarlo.
—Te toca hacer la colada, camarada —le dice.
Es media mañana cuando el Land Rover aparece por la pista forestal parcialmente despejada de nieve. Barbosa deja a un lado el hacha con que está partiendo leña y se seca el sudor de la frente. El caserón está en el fondo de una cañada, probablemente un paso ancestral de pastores, con un arroyo glaciar en la parte baja. Según las explicaciones que le han dado sus compañeros con la ayuda de un mapa vetusto, la cañada parece encontrarse en algún lugar situado directamente al norte de los lagos de Néouvielle. El Land Rover se detiene delante de la casa y el camarada Cuervo sale cerrando la portezuela a su espalda, cargando con su mochila. Barbosa clava el hacha en el tajo y se frota las manos en el abrigo. A la luz matinal, el camarada Cuervo no se parece en nada a la figura espectral que Barbosa vio sobre las vías muertas, y sin embargo no hay duda de que se trata de la misma persona. El sombrero negro y ancho es el mismo, combinado ahora con un grueso poncho de flecos y unas botas de montaña. No lleva la cara pintada de blanco, aunque sí es pálido y no tiene ninguna clase de barba ni bigote. No es demasiado alto pero sí apuesto, con una nariz aguileña, el pelo rizado y unos ojos pequeños y asombrosamente penetrantes. A Barbosa le recuerda poderosamente al músico americano Bob Dylan. Después de saludar cálidamente al resto del comando, se dirige a Barbosa y le da un fuerte abrazo.
—Me moría de ganas de conocerte, camarada —le dice, sonriendo—. Me han contado que llevas una semana inflando los cojones de todo el mundo a preguntas.
—Al parecer la curiosidad mató al gato. Eso me han dicho ellos.
—Y supongo que tú les has preguntado por qué.
Barbosa sonríe también. El camarada Cuervo rezuma esa seguridad en sí mismo vagamente insultante de todos los líderes carismáticos. Sus ojos dan la impresión de entrar directamente en tu alma, abrir las ventanas de par en par y ponerse a vaciar los cajones en el suelo. Ahora le da su mochila a Piel de Oso para que la lleve a la casa.
—Acompáñame, camarada —le dice a Barbosa—. Me apetece estirar las piernas un rato. Cuando llegue el frío de verdad ya no se podrá pasear.
Los dos echan a andar por detrás de la casa y después por un camino de cabras que sube entre los peñascos.
—Tus compañeros son gente bien entrenada —dice el camarada Cuervo cuando ya se han alejado lo bastante del caserón—. Pero ahora que no te oyen puedes aprovechar. Para eso he venido, entre otras cosas. Puedes hacerme todas las preguntas que quieras.
Barbosa lo piensa un momento, sin dejar de caminar.
—¿Por qué yo? —dice por fin—. Ni siquiera me querían en el sindicato. ¿Cómo es que ahora estoy aquí?
—Eso es algo que solamente puedes contestar tú. ¿Qué te hizo querer estar aquí?
Barbosa se encoge de hombros.
—Supongo que me harté de todo. De las reuniones y de mis compañeros y del sindicato y de la política, y también de la gente y de los trabajadores y del país entero. Mi alma necesitaba sacrificio. —Sonríe—. Trascendencia. Gloria. Quería hacer algo que hiciera temblar a España. Que la pusiera de rodillas.
—Y por eso estás aquí —dice el camarada Cuervo.
—Pero en el sindicato ni siquiera les gustaban mis ideas. Dijeron que era un cínico y un involucionista.
El camarada Cuervo hace un gesto quitándole importancia al asunto.
—Las ideas son útiles a veces —dice—. Pero son mucho menos importantes que vuestros motivos profundos. El deseo y el odio y el miedo de cada cual. Eso es lo que os ha traído aquí. Y lo que os convierte en quienes sois. Cada uno de vosotros tiene motivos íntimos para estar en la lucha.
—¿También la Madre Nieve?
El camarada Cuervo se ríe.
—La Madre Nieve es un pozo demasiado oscuro hasta para mí —dice.
—¿Y qué es esto de los nombres de cuentos de Grimm? —dice Barbosa—. ¿No es pasarse de romanticismo? En vez de guerrilleros maoístas parecemos bandoleros de cuento de hadas.
El camarada Cuervo se detiene en lo alto de una peña. Se da la vuelta y contempla el tramo que ya han subido. Por debajo de ellos, los miembros del comando han regresado a sus tareas. Los dos permanecen un momento así, con los brazos en jarras, soltando nubecillas de vapor por la boca.
—Supongo que sabes que antiguamente los meteoritos estaban rodeados de supersticiones —dice el camarada Cuervo—. Bolas de fuego que caían del cielo… te puedes imaginar. Se creía que eran manifestaciones de la furia de Dios. Ángeles con espadas llameantes. También se creía que podían derrocar imperios.
El camarada Cuervo clava el acero de su mirada en Barbosa.
—¿Qué crees que va a hacer ese meteorito con España, camarada?
—¿Con España?
—Sí.
—¿Hablando metafóricamente?
—¿Metafóricamente? —El camarada Cuervo pone cara de perplejidad—. No.
—No estoy seguro de entender la pregunta.
—Has dicho hace un momento que estabas harto de la gente. De los trabajadores. De los españoles. ¿Qué es lo que te molesta de ellos?
Barbosa lo piensa un momento largo.
—Que están muertos —dice por fin.
—Exacto. Caminan y hablan pero están muertos. Son muertos vivientes. Alguien les ha hecho un conjuro. Como en los cuentos de Grimm.
—¿Y quién les ha hecho un conjuro?
El camarada Cuervo echa a andar otra vez. Barbosa lo sigue.
—Ésa es la pregunta crucial —dice—. Quien fuera que lo ha hecho, es nuestro enemigo. Tal vez lo hizo Franco, pero Franco está muerto. Quienes lo hacen ahora presentan el problema de ser invisibles. Su cometido es detener la historia. Sepultarla. Crear un presente infinito donde nadie se dé cuenta de que está bajo un conjuro. Son los Hombres Sin Alma.
—¿Y qué podemos hacer nosotros contra ellos?
—¿Me lo preguntas a mí?
—¿Cómo podemos poner a un país entero en jaque? ¿Podemos realmente derrocar un gobierno? ¿Con pistolas de nueve milímetros y un puñado de hombres escondidos en las montañas?
El camarada Cuervo se detiene un momento para recoger un trozo de rama muerta. Se pone en cuclillas y escribe tres letras con la rama en la nieve.
T O D
—¿Sabes idiomas, camarada?
—Es «muerte» en alemán. Y el nombre de nuestra organización.
—Eso mismo somos nosotros —dice el camarada Cuervo—. Somos la muerte. Somos lo que hace falta para que la historia se vuelva a poner en marcha. Hace falta la sangre y el sacrificio. Para poner todo a rodar otra vez. Ellos son la rueca y nosotros somos el beso del príncipe.
El camarada Cuervo se incorpora y se queda mirando a Barbosa desde debajo del ala del sombrero. La diferencia de alturas lo obliga a doblar el cuello y mirar hacia arriba.
—¿Cómo te llamaremos, camarada? —dice, sonriendo otra vez—. Te pega bastante ser Juan el Listo.