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MADRE NIEVE

A juzgar por su dolor de la cabeza y la sequedad de su boca cuando se despierta en el refugio de montaña, el sedante que le dieron a Barbosa en el coche lo ha debido de poner a dormir durante un día entero. Barbosa se frota los ojos y se incorpora hasta sentarse en el colchón. El fuego del refugio está encendido. Barbosa examina el interior de la cabaña y por fin se encuentra con los ojos del tipo bajito y gordo que está en el otro colchón, acostado de lado y mirándolo a él. Vestido con varios jerseys de lana y coronado con un inverosímil afro de aspecto púbico. Además de los dos colchones, la cabaña tiene un armario, un baúl y un perchero con abrigos. Un par de ollas colgadas de ganchos sobre la chimenea encendida. Y una mesa con un bulto grande y cuadrado cubierto con una tela. Barbosa y el hombre gordo se miran durante un rato. Por fin, imitando a su compañero, Barbosa se vuelve a meter en la cama y cierra los ojos.

En los días siguientes, Barbosa se contagia de la rutina catatónica del refugio de montaña. El silencio ya quedó prescrito en la primera mirada que intercambiaron sus ocupantes, ese silencio peculiar que se establece cuando las personas saben que el otro sabe que ellas saben que cualquiera de los dos puede ser un espía. El hombre gordo pasa la mayor parte del tiempo acostado en su colchón, debajo de las mantas. Se levanta dos veces al día, una por la mañana y otra al anochecer, para realizar exactamente el mismo ritual. Llena un cuenco de nieve y lo usa para lavarse. Hace veinte minutos de ejercicio físico, incluyendo estiramientos y flexiones. Por fin come y se vuelve a la cama. Hay algo abrumadoramente parsimonioso en la actitud con que afronta el tedio de refugio de montaña, algo que Barbosa pronto atribuye a la sombra de un pasado penitenciario. La comida en la cabaña consiste en galletas, latas de sopa y un saco de arroz. Un armario entero lleno de galletas, latas de sopa y arroz. No hay café. No hay cigarrillos. No hay alcohol. Ninguno de los dos hombres se toma nunca la molestia de hervir el arroz, de manera que las comidas en la cabaña consisten en una alternancia simple de sopa enlatada y galletas. Tienen sopa y galletas para un mes, según los cálculos de Barbosa.

Por la mañana del segundo día, Barbosa se pone uno de los abrigos del perchero y sale a caminar por la nieve. La cabaña está en la cima de una colina nevada, a pocos metros de un despeñadero que domina un valle abrupto, de casi mil metros de hondo. A tres o cuatro kilómetros, en otra cúspide que queda en el lado sur del valle, se ve la torre roja y blanca de un repetidor. El valle entero está nevado. A esta altura la nieve está impoluta: la ceniza del meteorito no ha llegado hasta aquí. Durante esa mañana, baja la colina por caminos de cabras y rodea el valle en dirección este, dejando un rastro solitario de huellas en la nieve. En mitad de la caminata se agacha y recoge algo del suelo. Un tallo de una mata de flores. La corona viva de un edelweiss.

El tercer día Barbosa registra la cabaña a fondo bajo la mirada inexpresiva del hombre gordo. Saca todas las latas de sopa y todos los paquetes de galletas del armario, los amontona en el suelo y los vuelve a guardar. Inspecciona el contenido del baúl: ropa usada, incluyendo varios pares de calcetines de montaña, una gorra con orejeras y dos jerseys de lana. Destapa el bulto que hay cubierto con una tela sobre la mesa y se lo queda mirando: un transceptor de radio, con su micrófono y los auriculares colgados de sendos ganchos. Con el cable de alimentación pero sin la batería. El hombre gordo se limita a mirarlo todo desde su colchón. Por fin Barbosa encuentra algo entre su propio colchón y la pared. Un libro. Lo acerca a la chimenea para leer las letras repujadas de la cubierta. ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS. Saca un paquete de galletas del armario y se tumba en la cama con el libro. Lo abre por el primer capítulo y se enfrasca en sus líneas familiares.

«Cayendo y cayendo y cayendo» —lee en la segunda página—. «¿Es que nunca se iba a acabar la caída? “Me pregunto cuántas millas habré caído ya…”, dijo Alicia en voz alta. “Me debo de estar acercando al centro de la Tierra. A ver, eso son unas cuatro mil millas de caída, creo yo…” (Porque fíjense: Alicia había aprendido bastantes cosas de esas gracias a sus lecciones en la escuela, y aunque aquella no era LA MEJOR oportunidad para demostrar sus conocimientos, puesto que no había nadie escuchándola, aun así repetirlo iba muy bien para practicar). “Sí, es más o menos esa distancia… Pero me pregunto a qué latitud y longitud estoy yendo a parar…” (Alicia no tenía ni idea de qué eran la latitud ni la longitud, pero le parecían unas palabras estupendas y majestuosas). Al cabo de un momento continuó: “¡Me pregunto si voy a salir POR EL OTRO LADO de la Tierra! ¡Qué gracioso será salir por entre la gente que camina cabeza abajo! Las Antipáticas, creo que se dice…”»

Barbosa muerde una galleta y suelta una risita por lo bajo. Mira al hombre gordo con las cejas enarcadas.

—Las Antipáticas —le dice.

Un trueno lejano hace temblar un poco los cristales de la cabaña. Barbosa se pasa el resto del día leyendo, mientras los truenos se van acercando, y ya es noche tormentosa cuando termina el libro.

Los días cuarto y quinto Barbosa no sale de la cama. La tormenta azota el refugio. Las ventanas y la puerta no ajustan bien y dejan entrar ráfagas de nieve y agua. El aullido del viento. Los golpes de la puerta contra el quicio. El crujido del tejado bajo la nieve Los dos hombres permanecen bajo las mantas, levantándose solamente de vez en cuando para echar una rama al fuego de la chimenea. El resto del tiempo dormitan en la penumbra, con los postigos cerrados, o bien mirándose. El tiempo mismo deja de tener forma. Levantarse para echar una rama al fuego. Los golpes de la puerta contra el quicio. El crujido del tejado bajo la nieve. A veces Barbosa abre los ojos y ve al hombre gordo sentado junto al fuego, comiendo la sopa de una lata. Sesenta latas de sopa y veinticuatro paquetes de galletas. Dos jerseys de lana, un gorro con orejeras y cuatro pares de calcetines de montaña. Barbosa cierra los ojos y dormita durante otro intervalo sin forma. Por mucho que doble las piernas, es demasiado alto para su colchón y los tobillos le sobresalen de debajo de las mantas. En el refugio no hay relojes. No hay nada que hacer. Levantarse para echar una rama al fuego. Dormir un par de horas más. El crujido del tejado bajo la nieve. El aullido del viento.

Al cabo de seis días en la nieve, Teo Barbosa abandona el resguardo del refugio. La tormenta ha terminado y la montaña entera yace bajo un metro de nieve que obliga a Barbosa a salir por la ventana. Se lleva fuera el cuchillo de monte que usan para abrir las latas de sopa y se dedica a lanzarlo contra los pinos y las hayas para probar puntería. Se rapa el pelo y la barba con el cuchillo y se pasea con el cuero cabelludo lleno de arañazos.

Barbosa no sabe qué hora es cuando se despierta en su último día en el refugio, pero la luz del sol ya se cuela por las rendijas de la puerta. Oye un ruido fuera y se incorpora hasta sentarse. El hombre gordo sigue dormido. Barbosa se echa la manta sobre los hombros y sale de la cabaña.

Delante del refugio, sentada en una roca, hay una mujer fumando un cigarrillo. La mujer se gira para mirarlo cuando él sale por la puerta, con la manta encima de los hombros y la cara legañosa. Es muy delgada y muy pálida y tiene el pelo pajizo muy claro, como si se hubiera caído dentro de alguna clase de solución corrosiva que le hubiera borrado todos los colores. Lleva un abrigo largo de pelo blanco bajo el cual asoman unos leotardos rotos. Cuando se gira, Barbosa puede ver que tiene un ojo ciego. Ella suelta un soplido de burla cuando ve la cara con que Barbosa está mirando su cigarrillo y se saca un paquete del bolsillo del abrigo.

—Ten, anda —le dice.

Barbosa se enciende el cigarrillo que ella le ofrece y da una calada con expresión de placer.

—Según el protocolo de los encuentros en la alta montaña ahora debería presentarme —dice—. Lo que pasa es que todavía no me han dicho cómo me llamo.

La mujer lo mira, fumando.

—Y supongo que tampoco debería preguntar quién eres tú —continúa Barbosa.

—Soy la Madre Nieve —dice ella.

¿La Madre Nieve? —repite él, sonriendo—. ¿Qué le pasa aquí a todo el mundo con los nombres? ¿Quién voy a ser yo? ¿El Fiel Juan?

La mujer hace una mueca despectiva.

—Eres demasiado alto para ser el Fiel Juan —dice—. Además, ya tuvimos uno.

La mujer apura su cigarrillo y lo tira en la nieve. Barbosa señala con la cabeza el sur del valle, en dirección a la torre blanca y roja del repetidor.

—Eso de ahí es España, ¿verdad? —dice—. Estamos al otro lado de la frontera. —Se hurga en el bolsillo y saca la corona del edelweiss—. Encontré esto. La joya de la flora pirenaica.

—La curiosidad mató al gato —dice ella.

—Blanco y sus amigos me dejaron aquí porque hasta aquí podían llegar —sigue diciendo Barbosa—. Es peligroso para ellos. Imagino que la gendarmería tiene patrullas de montaña por toda esta zona. —Señala la cabaña con su cigarrillo—. Este refugio es una especie de buzón. Aquí se deja el correo y luego alguien viene a buscarlo.

La Madre Nieve se queda mirando fijamente a Barbosa. Hay algo extraño en su forma de mirar fijamente, y Barbosa tarda un momento en darse cuenta de qué es: da la impresión de que lo está mirando con el ojo ciego. Una ráfaga de viento helado lo obliga a arrebujarse dentro de su manta.

—No eres demasiado simpática, ¿lo sabes? —balbucea Barbosa, aterido.

La mujer señala con la cabeza los botines de cuero que lleva Barbosa en los pies.

—Entra ahí y corta un trozo de la manta. Y átatela alrededor de los pies. Con esos zapatos no vas a llegar a ningún lado. Y nos espera una caminata bien larga.