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LUZ DE GAS

El escenario de la cita de Teo Barbosa no contiene ningún elemento que remita directamente a ninguna catástrofe, y sin embargo lo que evoca en la mente es precisamente la idea misma de catástrofe, despojada de elementos concretos. Catástrofes despobladoras. Cataclismos naturales o guerras. Y sin embargo, en el lugar donde ahora Barbosa se detiene para encender un cigarrillo jamás pasó ninguna clase de catástrofe. Jamás pasó nada, hablando estrictamente. Una gigantesca playa de maniobras ferroviarias situada justo al norte de la estación del Clot, medio kilómetro de vías muertas orientadas a las torres de viviendas de protección oficial de la Verneda y el Buen Pastor. Convoyes de mercancías abandonados a los elementos. Tractores de maniobras herrumbrosos. Vagonetas sobre las cuales ha crecido la hierba. Furgonetas de gitanos con las portezuelas traseras abiertas y sus ocupantes cocinando en fogones de acampada. Perros. Docenas de perros. La playa de maniobras como ciudadela. Como mundo amurallado, hundido a una docena de metros por debajo del nivel de la calle, antiguamente conectado con la red ferroviaria por una batería de túneles ya abandonados. Con su propia sociedad y su propia geografía de basura.

Barbosa sacude la cerilla para apagarla y la tira al suelo. Luego echa a andar, consciente de la presencia de los moradores de la playa de maniobras. Siluetas en la oscuridad. Las lluvias de las últimas semanas han inundado secciones enteras de la playa. Las brigadas de limpieza que se han pasado el último mes quitando cenizas y descontaminando la ciudad no han venido a este lugar por la sencilla razón de que este lugar no existe. Posiblemente ésa sea la fuente de la sensación de catástrofe.

Durante el medio kilómetro que va de las bocas de los túneles al final de la playa, las vías pasan por debajo de media docena de puentes de hormigón que canalizan un tráfico discontinuo hacia el norte, en dirección a la avenida Meridiana. Camiones de mercancías. Camiones que aparcan en el lateral de los puentes para usar los servicios de las prostitutas. Las arcadas de los puentes forman cavernas de hormigón donde resplandecen las hogueras. Barbosa camina con la vista clavada en el suelo. Las manos en los bolsillos de la parka. Los zapatos chapoteando en las vías encharcadas.

No lleva ni diez minutos en el lugar de la cita cuando empieza a percibir movimientos que no le dan la impresión de pertenecer a las derivas propias de los moradores de la playa de maniobras. Un repicar de pasos sobre el tejado metálico de un vagón. Un silbido que hace que una figura eche a andar en lo alto de la muralla de hormigón. Barbosa pasa frente a la furgoneta de un grupo de gitanos que dejan de cantar un momento para mirarlo mientras pasa y enseguida arrancan a palmear otra vez. Una mujer lo chista desde las sombras de un puente. Un momento más tarde Barbosa ve que hay alguien bajando por la escalerilla de mano de una de las paredes de hormigón de la playa de vías. Barbosa sigue andando. Mirando los charcos del suelo. La siguiente vez que levanta la cabeza, tiene a alguien caminando al lado.

—No me mires —dice la figura—. Sigue andando así, sin mirarme.

Barbosa obedece.

—¿Lo has traído todo? —dice el acompañante invisible.

Barbosa se saca una bolsa de plástico del bolsillo de la parka. Se la da al hombre. Los dos se detienen para que el hombre pueda examinar el contenido de la bolsa. El DNI de Barbosa. Su cartilla bancaria. Carnet universitario. Carnet de biblioteca. Carnet de militancia en el SEDA. Tarjetas de afiliación a media docena de organizaciones políticas más. Permiso de conducir motocicletas. El hombre lo devuelve todo a la bolsa y se lo guarda.

—¿Es todo? —dice—. ¿Seguro?

Barbosa asiente con la cabeza. En algún momento se les ha unido una tercera figura a la que Barbosa reconoce sin necesidad de verla más que por el rabillo del ojo.

—Camarada Blanco —le dice a modo de saludo—. Volvemos a vernos.

—Ten cuidado, camarada —le avisa el otro.

—Sigamos andando —dice el primer hombre.

Los tres hombres caminan por las vías medio inundadas.

—¿Me vais a dar documentación nueva? —pregunta Barbosa—. ¿Una identidad nueva?

—Te daremos lo que nos parezca y cuando nos parezca.

—¿Por lo menos puedo saber adónde voy a ir? —dice Barbosa.

—¿Qué te has creído, que te vas de vacaciones? —dice Blanco.

—Vas a ir al otro lado —dice el otro hombre—. No te hace falta saber más, de momento.

Empieza a atardecer y la visibilidad decrece en la playa de maniobras.

—Escúchame bien, camarada —dice Blanco—. Cuando vuelvas a tu casa, no hagas las maletas. No dejes que nadie te vea hacer equipaje de ninguna clase. Actúa normal. Mira la tele. Vete a dormir a la hora de siempre. Por la mañana, sal de casa a la hora de siempre y cierra con llave igual que lo harías un día normal.

—¿No puedo llevar nada? —dice Barbosa.

—¿Qué quieres llevar? Nosotros te daremos lo que necesites.

—Nosotros te daremos todo —dice el otro hombre.

—Si quieres llevarte alguna fotografía o un recuerdo personal, lo llevas en el bolsillo.

—En el bolsillo —repite Barbosa—. Intentaré acordarme.

Blanco se detiene y le pasa un papel a Barbosa.

—Lee esto —le dice.

Barbosa desdobla el papel y lo lee a la luz del encendedor. La noche ya ha empezado a descender sobre la playa de maniobras. No hay más luz que la que viene de las farolas de los puentes.

—Coge el tren hasta esa estación y después sigue las indicaciones que hay en el papel —dice el hombre que no es Blanco—. Lo último es el nombre de una estación de servicio. Te recogeremos delante de la estación de servicio. En la carretera.

—Dentro del maletero, supongo —dice Barbosa.

Blanco se vuelve a parar. Aunque hay poca luz para ver la expresión de su cara, no cuesta ver la impaciencia en su gesto.

—Quema el papel —le ordena el otro hombre.

Barbosa obedece. Cuando la llama del encendedor ha consumido todo el papel menos la esquina que él está sosteniendo, lo deja caer al suelo y lo pisotea.

—¿Tienes familia? —dice Blanco.

—No.

¿Nadie?

—Nadie. Padre y madre muertos. Soy hijo único. Todo el mundo me dice que se me nota.

—¿Amigos? ¿Novias?

—Me deshice de mi novia hace diez días. No me buscará, está claro. Amigos no tengo. Hay gente con la que bebo a veces, pero ningún amigo que se vaya a fijar en que ya no estoy.

—¿Hay alguien más? ¿Alguien cercano?

Barbosa niega con la cabeza. Blanco tira la colilla de su cigarrillo.

—Piénsalo bien —dice—. Cuando pases al otro lado, cualquier persona cercana a ti estará en peligro. No dudarán en torturarlos.

—No hay nadie.

—¿Y esa novia?

—No la encontrarán —dice Barbosa—. Mi apartamento está limpio. Nadie nos vio juntos.

Ahora empieza a verse claro que sus pasos los han llevado hasta las inmediaciones de un coche que está aparcado al lado de una rampa de carga. Con la lámpara interior encendida. El coche todavía está a unos cien metros y no hay la bastante luz para ver de qué modelo se trata. Barbosa entiende que los pasos de los hombres gravitan hacia el coche y se detiene para hacerles ver que lo entiende. Los dos hombres se miran brevemente.

—De acuerdo, pues —dice Blanco.

—A efectos prácticos estás muerto —dice el otro—. O bien acabas de nacer. El resultado es el mismo. Entre tu vida hasta ahora y tu nueva vida tiene que haber un corte total. Una ruptura total.

—Ya no te llamas Barbosa —dice Blanco.

—¿No? —Barbosa hace una mueca de sorpresa que sabe que los otros dos no van a poder ver por falta de luz.

—Tampoco tendrás vida propia —dice Blanco—. Tu vida pertenecerá al grupo. Todas las decisiones las tomará el camarada Cuervo.

—¿El camarada Cuervo? —dice Barbosa en tono sarcástico.

—Tómatelo a broma si quieres. —Ahora es Blanco quien se burla—. En el otro lado ya se ocuparán de ti. Ahí no se andan con tonterías.

El crepúsculo genera efectos visuales extraños sobre las vías muertas de la playa de maniobras. La luz anaranjada de las farolas de los puentes y el resplandor pulsátil de las hogueras. Una luz que no es lo bastante intensa como para disipar las sombras, pero sí para generarlas. Sombras moviéndose fugazmente en la periferia de la visión. Objetos abandonados en las vías que parecen animales y que si uno los mira parecen desplazarse. Una luz de fantasmagoría dieciochesca, de humo y espejos. Una luz de cámara oscura. Barbosa se frota los ojos. Hay alguien junto al coche. Barbosa está casi seguro de que ha visto a alguien moverse furtivamente por detrás del coche. Es posible que también haya alguien dentro del coche.

—Me alegro mucho de saber que no te voy a volver a ver, Barbosa —dice Blanco—. No te imaginas cuánto.

Pero Barbosa ya no está mirando a sus dos acompañantes. Bajo la luz de gas de callejuela victoriana, está mirando hacia la figura que hay sentada dentro del coche. Y por un momento fugaz, la figura parece volverse hacia Barbosa. Una cara pintada de blanco, con una peluca rizada y algo que parece un sombrero de ala ancha.

—¿Qué coño es eso? —dice Barbosa.

Pero sus dos acompañantes ya se están alejando en dirección al coche aparcado.