15

LA VIDA SIN PAREDES

No hay ninguna señal en su cara que indique si Arístides Lao siente alguna clase de sorpresa o contrariedad cuando entra en el despacho de su unidad y vuelve a encontrarse la silla vacía donde debería estar su secretaria. Se limita a colgar su abrigo y dejar el maletín en la mesa con su habitual parsimonia. No es hasta que su mirada se encuentra con la de Melitón Muria que se ve obligado a afrontar la cuestión de la secretaria ausente. Muria lo está mirando con el gesto torcido, desafiándolo a que saque el tema.

—Hoy tampoco ha venido —dice por fin Lao.

Muria pone los botines de cuero sobre la mesa y se reclina hacia atrás en su silla.

—No, señor —dice—. Está de baja.

—¿Me está intentando decir algo?

—¿Yo? —Muria pone cara de inocencia teatral—. ¿Por qué iba a decirle nada? ¿Solamente porque llevamos una semana sin cerrar un expediente? ¿Qué digo? Sin abrirlo, debería decir. ¿O porque llevamos casi tres semanas sin presentar los informes de actividades?

—No tiene que preocuparse por eso, ya se lo he dicho.

Muria se encoge de hombros.

—Claro que ya no viene —dice—. Tiene miedo. Esto es demasiado raro.

—¿Y puede dejar de venir?

—¿Quién se lo va a impedir? En el Servicio no la quiere nadie. Nadie se va a molestar en investigar su baja. Por eso está en nuestra unidad.

Lao se sienta a su mesa después de apartar cuidadosamente la silla y pone las manos diminutas y blandas sobre los broches del maletín para abrirlo con un chasquido. El escritorio de Lao no está compulsivamente limpio y ordenado, tal como lo están los escritorios de esas personas maquinalmente compulsivas que imponen órdenes suprarracionales en sus mesas que terminan paradójicamente perdiendo eficacia laboral por culpa de su sometimiento ciego a esos órdenes. Al contrario: su escritorio parece el resultado de un estudio destinado a averiguar qué disposición de los materiales optimiza la eficacia. Un escritorio sin ocupante humano. Un escritorio-modelo, destinado a publicar los resultados de dicho estudio en un simposio académico.

—Tenemos que aprender a valorar las ventajas de nuestra situación, señor Muria —Lao manipula el contenido del maletín—. Es una situación excepcional, ya lo sabe usted.

—A mí me lo va a decir. Estoy pensando en pedirme la baja.

—¿Conoce usted la historia del preso al que encerraron en una celda con los ojos vendados? Durante las primeras semanas tuvo que aprender a hacerlo todo a ciegas, memorizar dónde estaba todo y cuántos pasos tenía que dar para cada cosa. Luego, sin avisarlo, le quitaron las paredes. El preso estaba libre pero no lo sabía. Le habían quitado las paredes pero él seguía viviendo en los mismos dos metros cuadrados, como si todavía las tuviera.

Muria se lo queda mirando con cara escéptica.

—¿Y no se daría cuenta, por ejemplo, si se intentara sentar con la espalda apoyada en la pared? —dice.

—Ésa no es la cuestión —Lao niega con la cabeza.

—¿No?

—No. La cuestión es que cuando por fin conseguimos ser libres, no somos conscientes de que lo somos. Por la venda que nos tapa los ojos.

Muria baja los botines de la mesa y se pone a tamborilear con los dedos en su superficie.

—No lo sigo —dice.

—Estoy hablándole de nuestra unidad. —Lao cierra el maletín—. Mire. Estamos fuera de protocolo. Pero seguimos rellenando informes y pensando en las cosas tal como son dentro del protocolo. Y entretanto podríamos estar usando nuestra libertad. Tenemos los recursos del Servicio, pero sin sus limitaciones. Fíjese.

Lao coge el taco de los impresos de informes de actividades semanales y lo deja caer dentro de la papelera.

—¿Qué le parece? —dice.

—Me parece que como entre alguien y lo vea, se le va a caer el pelo.

—Ah, pero ésa es la cuestión, ¿no le parece? ¿Cuándo fue la última vez que vio entrar usted a alguien aquí?

Muria frunce el ceño.

—Por las noches vienen y vacían los ceniceros y friegan el suelo —continúa Lao—. Y por las mañanas traen el correo. Pero aparte de eso, en esta sala no entra nadie. No ha entrado nadie desde que llegamos.

A través de los ventanales del despacho no termina de verse con claridad si está lloviendo o no. Bajo el cielo encapotado, la atmósfera tiene esa cualidad opaca que puede provocar la impresión equívoca de que está lloviendo. El ventanal debe de ser doble porque no llega ni un solo sonido del tráfico.

—¿Pero eso qué quiere decir? —Muria mira a su alrededor con desconfianza—. ¿Qué está pasando aquí?

Lao asiente ligeramente con la cabeza, como para aprobar la pertinencia de la pregunta.

—Pasa que no hay paredes —dice—. Que se han llevado las paredes de la celda. Mire esto.

Lao le ofrece a Muria el expediente que ha sacado del maletín. Muria lo abre, se lo queda mirando con el ceño fruncido y por fin levanta la vista hacia Lao.

—Es un expediente clasificado de nivel 1 —dice—. Yo no tengo rango para verlo.

—Aquí dentro sí. Confíe en mí.

Muria vuelve a bajar la vista hacia el expediente. La forma en que lo mira hace pensar en campesinos analfabetos que miran documentos que un abogado de la ciudad les está pidiendo que firmen. En alcohólicos rehabilitados que miran una botella que ellos mismos escondieron hace años y de la que se habían olvidado. Al cabo de un momento, sin embargo, ya está enfrascado en su lectura. Se pone a pasar páginas, cada vez más deprisa. Vuelve a levantar la vista.

—¿Tres infiltrados? Esto no viene de Barcelona. —Un matiz de asombro genuino traspasa la corteza de su escepticismo—. Esto es una operación enorme. Nacional.

—Internacional —lo corrige Lao.

—Pero no lo entiendo. —Muria se saca el paquete de Rex que lleva en el bolsillo de la camisa y se pone un cigarrillo en los labios. Se lo enciende con los ojos guiñados—. ¿Por qué nos han asignado esto a nosotros? Somos escoria. ¿Y por qué estamos recuperando a Dorcas? ¿No deberíamos estar con los infiltrados en activo? ¿Y qué está pasando con Barbosa? Si se ha caído del sindicato, habría que sacarlo de ahí, ¿no?

—Al contrario. Barbosa se está acercando al lugar donde queremos que esté.

—A mí no me lo parece.

—Porque no está leyendo usted en el sitio correcto. —Lao señala con la cabeza el expediente de la Operación Cólera—. Ésa no es nuestra operación.

—¿No?

—No. Ésa era nuestra operación cuando todavía había paredes. Ahora que no tenemos paredes, necesitamos una operación nueva.

Lao saca una foto de entre los papeles de su escritorio y se la muestra a Muria. La famosa foto del Meteorito de Sallent recién estrellado, en llamas. A continuación echa su silla hacia atrás y se levanta para ir hasta el tablón de corcho de la pared. Coloca la foto en el centro y la sujeta con chinchetas.

—He pensado en bautizarla Operación Meteorito —dice Lao—. ¿Qué le parece?

—¿Qué me parece? —Muria da una calada a su Rex—. Me parece que los que dicen que está usted chiflado se quedan cortos.

Sus palabras se contradicen con el brillo de sus ojos. Sosteniendo el expediente muy pegado al cuerpo, Muria se pone de pie. Da la vuelta a su mesa y vuelve a abrir el expediente. Se pone a leerlo, sin rastro de su temor de antes. Al cabo de un momento la brasa de su cigarrillo olvidado se le empieza a acercar peligrosamente a los dedos.

—«Se constituirá una Unidad de Apoyo Especial para suplementar las estrategias y protocolos de las unidades operativas empleadas en la presente operación». —Levanta la vista hacia Lao—. «La unidad recién constituida responderá únicamente ante el delegado regional y queda desde el momento de su constitución exenta de todos los protocolos de información y cooperación entre unidades operativas». Joder. «La naturaleza de las operaciones de apoyo especial desempeñadas por la nueva unidad quedará a discreción exclusiva del delegado regional y sus instancias superiores. Bla bla bla. La constitución de la Unidad de Apoyo Especial queda excluida de todos los boletines informativos internos del SECED. Sus operaciones no constarán en los resúmenes semanales interdepartamentales ni en los resúmenes semestrales. La Unidad de Apoyo Especial no contará con expediente propio en la Sección de Archivos ni tampoco en los Archivos de Referencias Cruzadas del Área de Inteligencia Interior». Esto es muy fuerte. —Sigue pasando páginas y por fin levanta la vista—. No pone en ninguna parte qué es lo que hacemos.

—No.

—¿Pero a qué viene tanto misterio? —Se sacude con gesto distraído la brasa del cigarrillo que le acaba de llegar a los dedos—. No estamos haciendo nada tan importante, ¿no? De hecho, yo no entiendo muy bien lo que estamos haciendo.

Lao no dice nada.

—Vale, puede que sea muy importante —continúa Muria—. Pero si no presentamos informes semanales es como si no estuviéramos haciendo nada. Nos tienen aquí olvidados. —Se encoge de hombros—. Bueno, ya lo estábamos antes, pero ahora nos han juntado. Y en todo caso, esto es el Servicio Secreto. ¿Para qué hacer una unidad todavía más secreta? Si de todas maneras, nadie se va a enterar nunca de lo que hagamos.

—Puede que el delegado regional tenga enemigos en la sede central, o en el Gobierno —dice Lao—. Puede que quiera algo que no está en ese expediente. Esto funciona en las dos direcciones: nosotros tampoco sabemos lo que está pasando fuera de esa puerta.

Muria aplasta la colilla del cigarrillo en su cenicero. Mira a Lao a través de una bocanada de humo.

—Creo que me voy a pedir la baja yo también —dice por fin.

—Ya veo —dice Lao—. ¿A menos que…?

Muria apoya el trasero sobre su mesa. Se cruza de brazos.

—A menos que me cuente usted qué estamos haciendo —dice—. Por qué hemos vuelto a captar al tarado de Dorcas. Qué queremos de él. Y qué está pasando con el tal Barbosa.

Lao se lo queda mirando un momento. En su fisionomía no hay señal alguna de contrariedad ni de extrañeza por la actitud recalcitrante de su subordinado. En ese sentido da la impresión de que Lao y Muria se complementan perfectamente, porque por parte de Muria tampoco hay señal alguna de interés ni preocupación por la posible contrariedad de su jefe. A decir verdad, ninguno de los dos da ninguna muestra de ese reconocimiento implícito de la humanidad ajena que constituye el fundamento esencial de todo intercambio humano. Es un efecto sutil, pero está ahí. En el profundo desinterés mutuo que exudan sus miradas.

—Siéntese, señor Muria —dice por fin Lao.