VIGENCIA DEL CORAZÓN ATÁVICO
Teo Barbosa está sentado en un taburete de la barra del bar Texas de esa manera en que la gente muy alta se sienta en los taburetes de las barras de los bares: con la espalda encorvada hacia delante y las piernas dobladas. Con una postura que provoca que la gente que lo ve empiece a sentirse vagamente incómoda al cabo de un momento sin saber muy bien por qué. El local está oscuro. El suelo está inundado. La música brama en los altavoces. El bar Texas es uno de los nodos de esta historia. Un centro de sus líneas de sentido profundo. En la Nueva España, el tiempo está siendo clausurado. Las compuertas que comunicaban el pasado con el futuro se están cerrando, y los puentes y túneles que comunicaban con la Historia del país están siendo dinamitados. Solamente es cuestión de tiempo que la gente descubra que el futuro también está desapareciendo. Por eso el bar Texas tiene algo de templo, con sus profetas que graznan que no hay futuro por los altavoces. Sus clientes apropiadamente vestidos de negro y con pintura de ojos tienen algo de sacerdotal: ellos intuyen lo que está pasando. Ellos entienden la Nueva España.
Iggy Pop está cantando Sixteen por los altavoces cuando Sara Arta aparece en la escalera de entrada y recorre el local con la mirada hasta encontrar a Barbosa. No se molesta en fingir sorpresa cuando él la ve desde la barra. Mientras se abre paso hacia la barra, algo muy sutil parece haberse descompuesto en Sara Arta. La chaqueta de cuero y la cantidad portentosa de sombra de ojos son las mismas. Sin embargo, en la cara le ha brotado algo nuevo: un matiz infinitesimal de esperanza, o quizás de alivio. Barbosa la saluda con una sonrisa. Por un momento la música suena a todo volumen sin que ninguno diga nada.
—¿Cómo estás? —le dice ella por fin.
—Bien. —Barbosa asiente con la cabeza—. Yo bien. ¿Y tú?
—Pensaba que se te había tragado la tierra. ¿Cuánto tiempo llevas sin ir a la facultad?
Barbosa se encoge de hombros.
—Unos días —dice.
Sara Arta le coge la barbilla y se la gira hacia un lado para examinarle el ojo y el pómulo inflados.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —le pregunta—. ¿Te has peleado?
Barbosa sonríe con un labio partido.
—¿Te han detenido? —El tono de ella se ha vuelto grave—. Te han detenido, ¿verdad?
—No, no me han detenido. —Niega con la cabeza—. No es nada grave, de verdad. Una tontería de pelea.
—Me acabas de decir que no te has peleado.
Barbosa da un trago de su vaso de DYC.
—Muy bien —dice ella—. No te he preguntado nada.
—Qué casualidad que nos encontremos aquí —dice Barbosa, mirando su vaso al trasluz y dejándolo otra vez sobre la barra.
Sara Arta no se ruboriza exactamente, porque la palidez no abandona su piel, pero sí que baja la mirada y se encoge imperceptiblemente igual que la gente que se está ruborizando. La voz de Iggy Pop se vuelve más desesperada a medida que su canción se vuelve monótona y repetitiva. La clientela del bar Texas ha cambiado desde la primera vez que Sara Arta trajo aquí a Barbosa, hace menos de dos meses. Muchos de sus clientes han empezado a hacerse peinados que les dan aspecto de habitantes de campo de concentración. De lunáticos en celdas de castigo. A ponerse ropa hecha pedazos y sujeta con imperdibles. A escribirse consignas en la ropa. España empieza a no ser el mismo lugar que era hace un mes. Hace una semana. Empieza a ser un lugar distinto al que era el día anterior.
—No te estaba buscando ni nada de eso. —Sara Arta sonríe un poco—. Sólo he pasado… por si te veía. Tengo una sorpresa para ti.
Barbosa vuelve a sonreír con el labio partido. Además del pómulo roto, hay cierta rigidez en su manera de apoyar los brazos en la barra. Como si le costara moverlos o tuviera algo roto por debajo de la ropa.
—Te estás jugando que te echen también del sindicato —dice por fin.
—¿Por qué has dejado de ir a clase?
Barbosa se encoge de hombros.
—No lo sé —dice—. En la última clase de metafísica nos hablaron de Jacques Maritain. Un defensor del conocimiento connatural. Del derecho natural. Un «realista crítico», dijo el catedrático. Lo que hay que criticar, nos dice, es la propia capacidad cognitiva. En otras palabras, no hay que pensar. —Se termina su DYC de un trago y hace una señal a la camarera para que le ponga otro—. Invertimos horas de nuestra educación en aprender que no tenemos que pensar.
En los altavoces ya no suena la voz de Iggy Pop. Barbosa está esperando a que le sirvan el whisky cuando su mirada se encuentra con la de alguien sentado en la otra punta de la barra. No uno de los jóvenes con imperdibles y peinados de campo de concentración. Una cara vagamente familiar. Uno de esos hombres de aspecto no memorable. El hombre levanta su botella de cerveza a modo de saludo y le guiña el ojo. Barbosa frunce el ceño. Coge el vaso de DYC que la camarera le acaba de traer. En la Nueva España nadie es quien parece. Nadie es quien dice ser. En la Nueva España la verdad ya no existe porque una legión de hombres silenciosos la ha emparedado detrás de un muro de cemento. Y al dejar de existir la verdad, también ha dejado de existir la mentira.
—Parece que al final no nos vamos a casar, ¿verdad? —dice Sara.
Barbosa se demora un instante con el vaso en los labios rotos. Por fin lo deja en la barra.
—No —dice—. No nos vamos a casar.
—No te preocupes. —Ella sonríe—. Te lo voy a poner fácil.
—¿Sí?
—Sí. —Ella se encoge de hombros—. Lo hemos pasado bien. Ha sido intelectualmente edificante. —Hace una mueca de burla—. ¿Qué más hay?
Barbosa mueve la cabeza al ritmo de la música.
—¿Qué he hecho mal? —continúa ella, en un tono que no deja del todo claro si está siendo ligeramente sarcástica—. ¿He ido demasiado deprisa? ¿He asustado al macho temeroso del compromiso que hay en ti?
—La educación sexual marxista ha fracasado conmigo —contesta él—. No he conseguido construir una masculinidad libre de trabas burguesas. Por no hablar del respeto a la compañera.
Ella saca su bolsa de tabaco y se pone a liar un cigarrillo.
—Eres un embustero adorable —dice por fin—. Voy a echarte de menos. No abres la boca más que para mentir.
Hay otro silencio.
—¿Qué sorpresa tienes para mí? —dice él—. No será que estás embarazada, ¿verdad? Porque sería el golpe de efecto perfecto para un momento como éste.
A Sara Arta se le escapa una sonrisa. Por un momento casi parece que se le va a formar ese mohín de coquetería que le infantiliza los rasgos, pero la impresión se desvanece enseguida. Termina de liarse el cigarrillo, lo alisa con los dedos y se lo enciende.
—Te lo mereces, pero no —dice, soltando una bocanada de humo—. Es una tontería. Ahora ya da igual.
—No, quiero saberlo.
Ella se saca una fotocopia doblada del bolsillo de la chaqueta de cuero y se la ofrece. Él la coge y la desdobla.
—«Vigencia del corazón atávico» —lee—. «15 de diciembre en la Galería G.» —Levanta la vista para mirarla—. Otra acción artística. No tenía ni idea, felicidades.
—Gracias.
—El título es muy bueno. ¿También te van a tirar basura?
—Ésta es más complicada. Me van a dar descargas eléctricas.
Él se la queda mirando con el ceño fruncido.
—Habrá un médico presente —dice ella—. Bueno, un estudiante de medicina. La máquina es la misma que se usa en la terapia de electrochoque. Los visitantes me podrán lanzar una descarga de un par de segundos, hasta que me entren convulsiones. Luego es posible que pierda el conocimiento un momento. Tengo que estar en ayunas para no ensuciarme, ya sabes. —Ella da un sorbo de whisky y le dedica una media sonrisa—. No me digas que no te tienta venir.
—¿No es peligroso?
Ella niega con la cabeza mientras deja el vaso.
—Estaré sedada. Casi no notaré nada. Y mientras dure la acción, la máquina irá imprimiendo mi electrocardiograma. Ésa es la parte más importante. La parte simbólica.
—¿Y qué simboliza?
Ella se encoge de hombros.
—Supongo que mi romanticismo impenitente —dice—. Soy la clásica romántica. En lugar de analizar mis emociones, me limito a reaccionar a ellas. Me da miedo desprenderme de mi corazón atávico.
Barbosa no dice nada.
—No me digas que soy la primera chica que se electrocuta cuando la dejas —dice ella, con una sonrisa.
En ese momento arrancan los arpegios de un piano vagamente fúnebre en el sistema de altavoces, y un momento más tarde la voz de Patti Smith retumba por el local. Sara Arta cierra los ojos. Al piano se le suma el resto de la banda, en un estallido tonal que en lugar de iluminar la melodía la oscurece todavía más. La canción es Pissing in a River. Teo Barbosa reacomoda su cuerpo demasiado alto para el taburete de esta barra. Para cualquier taburete de cualquier barra. Cuando por fin Sara Arta abre los ojos para mirar los de Barbosa, el lugar entero ya no es el mismo que hace una hora. La escena ya no es la misma que hace un minuto. La fractura entre pasado y futuro se extiende en silencio.