KRAKEN
Una mesa rectangular de acero en una sala rectangular vacía. Con las paredes vacías. Sin sombras. El tubo fluorescente del techo borra todas las sombras de la sala. Una puerta a cada lado del rectángulo. Un magnetófono apagado sobre la mesa, de los portátiles, con cinta de casete y un cable eléctrico que serpentea hasta el enchufe de la pared. Una bolsa de plástico llena de magdalenas. D. M. Dorcas sentado a un lado de la mesa, con las manos sobre el regazo, la cabeza gacha y la tupida barba rizada apoyada en el esternón. Al otro lado, Arístides Lao y el psiquiatra forense del SECED, recién llegado de la Central en un tren nocturno. Melitón Muria apoyado indolentemente en la pared del lado de los entrevistadores. El psiquiatra se inclina sobre la mesa para pulsar las teclas de REC+PLAY del magnetófono y mira a Lao, que asiente con la cabeza para señalar que puede empezar la entrevista clínica. El psiquiatra carraspea.
—En Barcelona, a 12 de diciembre de 1977 —dice—. Estando presentes los miembros de la Unidad de Apoyo Especial de la Delegación de la Región Cuarta del Centro Superior de Información de la Defensa. El informador del centro con expediente número 5619. Y el que habla, el examinador clínico con iniciales G.R.R., de la Unidad de Medicina Forense asociada con el mismo centro. ¿Estamos listos?
Lao asiente. Dorcas asiente. El psiquiatra se dirige al entrevistado.
—¿Puede decirnos usted su nombre y su edad?
—Daniel María Dorcas Centellas. Veinticuatro años.
—¿Natural de Barcelona?
—De Barcelona, sí.
—¿Fue usted colaborador del Servicio Central de Documentación?
—Sí.
—¿Recuerda las fechas de dicha colaboración?
Dorcas lo piensa un momento.
—Entré en contacto con el Servicio en 1975, a principios de año. Estuve informando hasta finales de 1976. Hasta noviembre, creo.
—¿Y recuerda las circunstancias del final de su colaboración?
Dorcas se encoge de hombros.
—Escribí una carta al delegado regional para comunicarle mi decisión —dice—. Mi cooperación fue voluntaria desde el principio, o sea que no tuve problema para terminarla unilateralmente.
—Pero usted no era un informador convencional. Recibió formación específica, en Alemania, ¿no es cierto? Su cooperación con el Servicio era más profunda.
Dorcas no dice nada. El psiquiatra insiste:
—¿Puede explicarnos qué circunstancias lo llevaron a terminar su cooperación? ¿Fueron razones de tipo personal?
—Razones personales, sí.
—¿De qué naturaleza?
Dorcas frunce el ceño. Da una calada de su cigarrillo.
—Mi motivación personal se acabó —dice por fin—. Mis intereses cambiaron.
—Cambiaron por completo, ¿no?
—Supongo que se puede decir que sí —contesta.
—Tuvo usted una revelación de naturaleza espiritual, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Pero eso no es exactamente lo que pasó, ¿verdad? Eso no es lo que dice la carta que usted escribió. Y no es lo que consta en su expediente médico.
Dorcas no contesta.
—Hemos tenido acceso a su expediente médico completo —continúa el psiquiatra.
Dorcas no dice nada.
—¿Le importa decirnos lo que pasó en realidad? —insiste el psiquiatra.
—Creo que ya lo saben ustedes.
—¿Le importa contárnoslo con sus palabras?
Dorcas abre la bolsa de magdalenas con las uñas llenas de pintura incrustada. Las falanges amarillas de nicotina.
—Oí una voz. —Dice.
—¿Una voz? ¿Se refiere a la voz de alguien? ¿Su propia voz?
Dorcas saca una magdalena y la muerde. La barba de alrededor de los labios amarilla de nicotina.
—Una voz que solamente podía oír yo —dice por fin—. Una voz en mi cabeza.
—¿Y qué le dijo esa voz?
Dorcas no contesta.
—¿Y a quién creyó usted que pertenecía esa voz?
Dorcas se termina su magdalena. Se sacude las manos sucias de pintura. Se sacude las migas de la barba y levanta la vista hacia sus entrevistadores. Con esos ojos parecidos a masas de agua sin olas que uno suele ver en los pacientes psiquiátricos. Donde lo que suscita inquietud es precisamente la ausencia de olas.
—Creí que era la voz de un ser de otro mundo —dice por fin.
Desde la pared en que está apoyado, Melitón Muria suelta un soplido de burla.
—¿De otro mundo? —repite el psiquiatra.
—Una fuerza espiritual —dice Dorcas—. Un dios, si ustedes lo prefieren. Que me hablaba desde el espacio exterior. Un dios llamado Sirio.
Lao se echa hacia delante en su silla.
—Creo que yo puedo explicar esa confusión —empieza a decir.
El psiquiatra levanta una mano para atajar la interrupción.
—¿Recuerda usted qué pasó a continuación, señor Dorcas? —dice—. Me refiero a los días siguientes a que oyera usted la voz. Los días en que escribió la carta.
El psiquiatra le pasa a Dorcas un documento desde su lado de la mesa.
—Esto es una fotocopia de la carta que escribió usted al Servicio Central de Información.
Dorcas no coge la carta. No la mira. El psiquiatra enarca las cejas.
—Lo terminaron ingresando, ¿verdad? —dice—. En el pabellón psiquiátrico del Hospital de San Pablo.
—Sí —dice Dorcas.
—¿Y cuánto tiempo pasó ingresado?
—Cuatro meses.
—¿Recuerda su estancia en el hospital? ¿Qué clase de tratamiento hizo?
—Sedación. —Dorcas se encoge de hombros—. Terapia farmacológica. Psicoterapia.
—¿Y el tratamiento funcionó? —dice el psiquiatra—. ¿Qué decía su informe de alta?
Dorcas frunce el ceño.
—No lo leí —dice.
—¿Pero sus médicos estaban contentos con su progreso?
Dorcas se encoge de hombros.
—Dijeron que ya no era un peligro, ni para mí mismo ni para nadie. Que ya no tenía que estar encerrado.
—¿Sigue usted haciendo tratamiento?
—Voy al hospital dos veces por semana. Sigo con la medicación.
—Entiendo.
Hay un momento de silencio. El psiquiatra empuja la bolsa de magdalenas en dirección a Dorcas. Le hace una señal para que coja otra. Dorcas saca otra magdalena de la bolsa y la muerde.
—¿Fue en el hospital donde empezó a pintar, señor Dorcas? —dice el psiquiatra.
—No. Ya pintaba antes. Aprendí de niño.
—Hábleme de Sirio, señor Dorcas. ¿De dónde viene su interés por esa entidad espiritual? ¿Es un interés puramente artístico? ¿O más bien filosófico?
Dorcas mastica su magdalena.
—¿Cree usted en su existencia, señor Dorcas? —continúa el psiquiatra.
Dorcas traga el resto de la magdalena.
—Sirio ha sido venerado desde el principio de los tiempos. En Egipto lo llamaban Osiris. En sánscrito es el Mrgavyadha, el cazador de ciervos, que representa a Shiva. Muchos nombres, un solo dios. La estrella más brillante del cielo. Pero esa estrella ya no brilla en el cielo. Se ha encarnado. Yo solamente soy un heraldo de su Nueva Era.
Muria suelta un silbido. El psiquiatra enarca las cejas.
—No está mal para un marxista-leninista —dice.
Silencio.
—Para alguien que ha escrito textos académicos defendiendo el materialismo histórico —dice el psiquiatra.
Silencio.
—Alguien que hizo un seminario de contrainteligencia en Alemania con la BND.
Silencio.
—Alguien a quien sus profesores definieron como una eminencia de la filosofía política.
Silencio. El fluorescente del techo tiene a los cuatro ocupantes de la sala atrapados en su resplandor blanco uniforme.
—¿Qué me dice del meteorito, señor Dorcas? —dice de repente Arístides Lao—. El Meteorito de Sallent. ¿Qué significa para usted el meteorito?
Dorcas mira fijamente a Lao. Bajo la superficie sin olas de su mirada se agita una sombra antediluviana. Un kraken del mundo anterior al tiempo. Su mano busca a tientas otra magdalena de la bolsa. La presencia de la bolsa de magdalenas en la mesa podría o no responder a cierta voluntad terapéutica de otorgarle al entrevistado un elemento de comodidad. La parka que Dorcas lleva puesta tiene una serie de marcas descoloridas que podrían o no ser eslóganes políticos medio borrados. El kraken podría o no dar un coletazo en las profundidades inescrutables del agua estancada. La reverberación de su movimiento podría o no generar una ligerísima ola en la superficie. Y un segundo más tarde, Dorcas vuelve a bajar la vista.