OTRO MUNDO VERDE
Mientras regresa haciendo eses por la calle Carretas, después de una noche más en el bar Texas, Teo Barbosa no recela de la ausencia de travestidos y putas en los portales de la calle. Llueve sin aplomo, de una forma que casi parece bonanza después del ataque feroz de los últimos días. Como si la lluvia estuviera aprovechando las últimas horas de la madrugada para replegar filas y rearmarse de cara a una nueva ofensiva matinal. Muchos locales de esta zona se han inundado y llevan días con las persianas cerradas. Las putas se han mudado temporalmente a las aceras menos pantanosas del Paralelo y la Ronda. Y probablemente por culpa de la borrachera, Barbosa tampoco recela del ruido del motor que se adentra en la calle por detrás de él, despacio: el motor de un coche pequeño y perdido en la madrugada. Sin levantar la vista del suelo, Barbosa se limita a hacerse a un lado para dejar pasar al coche. El Renault 5 de color azul alcanza a Barbosa en mitad de la calle y en vez de adelantarlo aminora la marcha y uno de sus ocupantes baja la ventanilla.
—Disculpe —le dice el hombre del coche.
La mente embotada de Barbosa tarda una fracción de segundo en reaccionar. Sin mirar al hombre del coche, echa a correr con todas sus fuerzas por la acera minúscula y enfangada. El conductor pisa el acelerador. La única esperanza de Barbosa pasa por salvar los cien metros que lo separan de la plaza del Padrón. El coche se sube a la acera y su carrocería raspa la pared del edificio, provocando una cascada de chispas. Barbosa ha conseguido sacar unos metros de ventaja al coche cuando su pie derecho resbala aparatosamente en el fango y el izquierdo se le cae del bordillo, aterrizando de lado y doblándose en un ángulo de noventa grados en medio de una descarga eléctrica de tendones partidos. Barbosa rueda por el suelo. El coche vuelve a bajar de la acera y alcanza con el guardabarros a Barbosa cuando éste está intentando levantarse, mandándolo a cuatro metros de distancia. Por fin se detiene con un rechinar de frenos.
Retorciéndose en el suelo, Teo Barbosa intenta gritar para llamar la atención de los vecinos, pero no tiene aire en los pulmones. Con los ojos entrecerrados, ve a dos individuos con pasamontañas que se acercan y se agachan para recogerlo. Un par de manos lo cogen de las axilas y el otro par, en medio de una tormenta de dolor, le agarra los tobillos. Hay un tercer hombre al volante del Renault. Los enmascarados lo tiran dentro del maletero del coche y tratan de cerrar la tapa.
—No cabe, el hijo de puta —dice uno de ellos, con un soplido de burla.
Los hombres se dedican a doblarle los brazos y las piernas hasta poder cerrar la tapa del maletero de un golpe. Oscuridad. Barbosa lucha por respirar. El coche lo ha alcanzado en plena zona lumbar, y ahora el dolor le sube de la rabadilla en forma de oleadas que le inundan los pulmones. Con una sacudida, el coche se pone en marcha.
Ha pasado un rato que podría ser una hora pero también podrían ser tres minutos cuando Barbosa, retorciéndose dentro del maletero diminuto, consigue ponerse boca arriba, con la espalda apoyada en el fondo y las rodillas pegadas al pecho. A continuación, con los dientes rechinando, se pone a dar patadas con la pierna buena en la cubierta del maletero. Le bastan tres patadas para hacerla saltar.
—Todavía quiere guerra, el tío —dice una de las voces de sus captores—. Para, que ya me encargo yo.
El coche se detiene. Barbosa adopta lo más parecido que puede a una postura defensiva, con los brazos doblados para cubrirse la cabeza y la pierna buena lista para soltar una patada, pero cuando el maletero se vuelve a abrir no tiene opción de presentar batalla. El tipo del pasamontañas lo golpea con una cadena, diez veces, quince, veinte, hasta que Barbosa pierde el conocimiento.
Los sueños del maletero del Renault 5: Barbosa está sumergido en una piscina de cadáveres, rodeado de cuerpos incompletos. El líquido verde que los alberga deja pasar la luz pero no es tan transparente como el agua y solamente permite distinguir los cuerpos más cercanos. Barbosa intenta agarrarse a algo para no hundirse, pero los cadáveres se le rompen en las manos y sueltan grumos de vísceras que enturbian la piscina a su alrededor. Lo peor de todo es que la piscina no parece tener fondo, es una fosa oceánica que desciende hasta la negrura primordial. Una mano esquelética le agarra el tobillo herido y tira de él hacia abajo. Tragando bocanadas de formaldehído verde, Barbosa mira hacia arriba, hacia la luz. Y en ese momento, le cae una palada de tierra en la cara. Barbosa se asfixia, tose y se despierta de golpe.
Está tumbado boca arriba sobre un suelo de tierra enfangado. Deben de haber conducido durante varias horas porque ya es de día. La lluvia se ha reducido a su mínima expresión. Barbosa se frota los ojos cubiertos de tierra y levanta el cuello para mirar hacia arriba. Los tres hombres de los pasamontañas están de pie junto a él. Uno de ellos lleva una pala en la mano y otro se ha subido la parte inferior del pasamontañas para fumar un cigarrillo. Por encima de sus cabezas se ve el dosel de copas de árboles de un bosque. Otro mundo verde después del verde de la piscina de cadáveres.
—Fascistas hijos de puta —murmura, sacudiéndose la tierra de la cara—. Si os creéis que me dais miedo, es que sois más subnormales de lo que parecéis.
Los tipos de los pasamontañas se miran entre ellos.
—¿Fascistas? —dice uno de ellos. Barbosa puede ver que pone los ojos en blanco—. ¿De verdad te crees que eso te puede funcionar ahora? Mira dónde estás, Barbosa. —Hace un gesto con la mano a su alrededor—. De ésta ya no te vas a escapar haciéndote el listo.
—Más os vale matarme, maricones de mierda. —Barbosa intenta incorporarse apoyándose en los codos—. Porque si no, os juro que os voy a hacer pedazos.
El enmascarado que está fumando tira la colilla de su cigarrillo y se saca una pistola de la cintura de los pantalones. Se la enseña a Barbosa para que la vea bien: una Star M30. A continuación señala con el cañón un hoyo que hay en el suelo a su lado, de dos metros de hondo.
—No te preocupes por eso, que ya eres hombre muerto —dice el tipo de la pistola—. Ahí tienes el hoyo y aquí la pistola que te va a matar.
Barbosa escupe tierra mezclada con sangre.
—No me hagas reír —dice—. Si me fuerais a matar, ya me habríais matado. O bien no tenéis cojones para hacerlo o bien queréis algo de mí. En cualquiera de los dos casos, eso significa que voy a vivir lo bastante para mataros a vosotros y a vuestras familias.
Los tipos de los pasamontañas se vuelven a mirar entre ellos.
—¿Cómo puede ser tan irritante? —dice el tipo que sostiene la pala.
—No entiendo cómo ha durado tanto.
—A ver, imbécil. —El tipo de la pistola se acerca a Barbosa y le da una patada que éste no consigue esquivar a tiempo—. Te han vendido, ¿lo entiendes? Tus amigos del Servicio de Información. Y la verdad, no me extraña. Eres el peor espía que he visto en mi puta vida.
—Si te quieres infiltrar en una organización —dice otro—, lo menos que puedes hacer es no cabrear a todo el mundo hasta tenerlos a todos muertos de ganas de pegarte un tiro.
—Me vais a chupar la polla, maricones —dice Barbosa—. Y luego me voy a mear en vuestras caras y me voy a tirar a vuestras hermanas y a vuestras hijas y les voy a cortar la cabeza y luego me las voy a follar por el culo.
Los tipos de los pasamontañas sueltan soplidos de impaciencia.
—Yo me encargo —dice el hombre de la pala.
Se acerca a Barbosa, que se protege instintivamente la cabeza con la mano de un posible palazo.
—A ver, Barbosa —le dice, agachándose a su lado—. Hay que ser tonto para no entender lo que está pasando, pero parece que realmente tú no te enteras. ¿Quieres salir vivo de aquí o no?
Barbosa vuelve a escupir.
—¡No quiero salir vivo de aquí…!
Antes de que pueda terminar la frase, un disparo de la M30 retumba por todo el bosque. Se oye un aleteo de aves levantando el vuelo. Los remolinos de humo de pólvora quedan flotando en el aire húmedo de la mañana. El tipo de la pala vuelve a mirar a Barbosa, que ahora está hecho una bola en el suelo, intentando averiguar si la bala lo ha alcanzado. Se acaba de orinar en los pantalones.
—Ahora escúchame —dice el tipo de la pala—. Informas para el SECED. Tu superior es el capitán Ponce Oms, un hijo de puta de mucho cuidado, aunque lo más seguro es que no lo hayas visto nunca. Lo más seguro es que te comuniques con ellos a través de un agente. Pero eres tan tonto que ya no les interesas y han decidido venderte. Eso quiere decir que tienen a otro hombre dentro. Y eso quiere decir que ya puedes empezar a cantarlo todo. Nombres y lugares de encuentro. Y todo lo que les has contado, claro.
—Si nos convences, te dejamos ir —dice otro de los enmascarados.
Barbosa se permite un momento para recobrar el aliento y asegurarse de que la bala no lo ha tocado.
—No soy ningún informador —dice por fin—. Matadme si queréis, porque no sé nada de todo eso. O bien me ha vendido Torregrasa para quitarme de en medio o bien esto es una puta farsa. En cualquier caso, acabad ya.
El tipo de la pistola suelta otro soplido.
—Al hoyo —dice por fin.
Los otros dos lo cogen de los brazos y lo arrastran hasta la fosa. Su cuerpo grotescamente largo y huesudo golpea el fondo con un impacto sordo. Desde su tumba, Barbosa ve cómo el tipo de la pistola se planta en el borde del hoyo y lo encañona otra vez.
—Tu última oportunidad, desgraciado —le dice.
—¡No soy ningún informador! —chilla Barbosa, con la voz quebrada.
El arma retumba otra vez. Esta vez el silencio que se hace en el bosque es casi absoluto, solamente enturbiado por el murmullo de la llovizna en las hojas de los árboles. La nubecilla de humo del cañón de la M30 tarda unos segundos en disiparse. La bala se ha hundido en la pared de la fosa, causando un pequeño desprendimiento de tierra. Al cabo de un momento que se hace larguísimo, del fondo del hoyo vienen los sollozos de Barbosa.
—¡No me lo puedo creer! —le grita el tipo de la pistola. Por debajo del pasamontañas replegado se le ve la cara roja de furia—. ¿Estás dispuesto a morir por esos hijos de la gran puta? ¿Qué cojones te han dado?
De la fosa viene la voz estrangulada de Barbosa:
—¡Matadme de una vez! ¡No soy ningún informador!
Los tres tipos de los pasamontañas se miran una vez más. Por fin el que está al borde de la fosa se vuelve a guardar la pistola en el cinturón, se quita el pasamontañas y lo tira dentro de la fosa. Lentamente, Barbosa aparta las manos con que se está tapando la cabeza. La cara sin rasgos memorables que lo está mirando desde el borde de la fosa pertenece al tipo que vino a expulsarlo del sindicato.
—Lo siento, Barbosa —dice Blanco, con un encogimiento de hombros—. Pero teníamos que asegurarnos. Sabes demasiadas cosas. No te podíamos dejar ir así como así.
Encogido dentro de la fosa, Barbosa no dice nada. Los otros dos hombres se quitan también los pasamontañas.
—Lo sentimos, Barbosa —dice otro de ellos.
—Los tienes bien puestos —dice Blanco—. No lo olvidaremos.
Un momento más tarde, desde la fosa, con los lentos goterones de la lluvia cayéndole sobre la cara, Teo Barbosa oye cómo el Renault arranca el motor y se aleja.