BOMBAS ESPAÑOLAS
En el sobreático de la calle Escudillers donde terminan las noches después del bar Texas, Teo Barbosa está follando con Sara Arta en la cama de ella, en medio del estruendo de la lluvia sobre el tejado del apartamento, iluminados a intervalos irregulares por los destellos blancos de las centellas. El apartamento es un solo cuarto al que se entra por la azotea, y que Sara ha dividido en dos partes mediante una librería: lo que queda a un lado es el dormitorio y lo que hay al otro es la cocina. La letrina está fuera, en la otra punta de la azotea. Sara Arta está acostada de espaldas, con la pelvis levantada de la cama y las piernas completamente extendidas a los lados. Agarrándole los tobillos, Barbosa se dedica a embestirla con todas sus fuerzas, rechinando los dientes. Cuando se acercan sus orgasmos, ella le agarra por los hombros y tira de él hasta abrazarlo con los brazos y las piernas. Los dos alcanzan el clímax así, convertidos en un enredo de codos y rodillas y estructuras óseas torácicas expuestas bajo las pieles húmedas. Ella estira el cuello hasta pegar la cara al cuello de él, lame el sudor con sabor a humo de tabaco y a mugre y por fin hunde los dientes en la piel, fuerte, hasta notar el sabor de la sangre. Un momento más tarde los amantes se separan, jadeantes, y se desploman a los dos lados de la cama.
Con los pies colgando fuera del colchón, Barbosa se lleva una mano a la mordedura del cuello y se mira las yemas manchadas de un hilo de su propia sangre. Un trueno hace temblar la cama y las paredes.
—¿Qué te parece, pues? —Barbosa gira la cabeza para mirarla—. ¿Nos casamos?
Sara Arta frunce el ceño.
—¿Eso no lo debería decir yo? Estoy confundida.
—Dilo pues. —Él se encoge de hombros—. Pregúntame si nos casamos.
—Qué concepto tan alto tienes de ti mismo.
—Tenemos que aprovechar que me han echado del sindicato. —Barbosa se lame el dedo manchado de sangre—. Si hubiéramos hecho oficial nuestra relación estando los dos dentro, el camarada Torregrasa se habría presentado aquí y nos habría separado a escobazos.
A Sara se le escapa una sonrisa.
—Parece mentira que alguna vez fuerais amigos —dice.
—La amistad es una institución burguesa, parece.
Ella le pasa una mano por los riscos protuberantes del esternón y el vértice costal de las costillas falsas.
—Aunque bien pensado —dice—, alguien debería cuidar de ti. Mira qué pinta tienes. Parece que te vayas a caer a pedazos.
—Supongo que lo dices por todas estas dentelladas. —Barbosa se señala el cuello.
—Si nos casamos, te tendrás que acostumbrar a eso también.
—Eso lo dices ahora, pero al cabo de unos meses ya no me morderás nunca. Estarás pensando en la lista de la compra mientras follas.
Ella repta por la cama en dirección a la mesilla donde está el paquete de cigarrillos rubios de Barbosa. Saca uno y lo enciende. Se tumba boca arriba y se pone a fumar mirando con cara pensativa el póster de Patti Smith que hay en el techo de encima de la cama.
—Si quieres casarte conmigo, me tendrás que contar alguna cosa de ti.
—¿De mí? ¿Como qué?
Ella lo mira.
—Lo que sea —dice—. No sé nada de ti. Y no pongas esa cara de inocencia, que me entiendes perfectamente. —Se encoge de hombros—. Pero bueno. No hace falta que me cuentes nada si no quieres.
—No, mujer, te cuento lo que quieras. No tengo nada que esconder. ¿Qué quieres saber?
Ella lo piensa un momento.
—¿Eres hijo único?
Los dos se ríen.
—Me temo que sí —contesta él.
Ella vuelve a pensar. Da una calada al cigarrillo rubio y expulsa el humo con los ojos guiñados.
—¿De dónde eres? —le pregunta finalmente.
Esta vez él tarda un momento en contestar.
—Me crié en Inglaterra. Mi madre es inglesa. Me trajeron con diez años. Cuando llegué, Barcelona me pareció un lugar tan gris y espantoso que me quería morir. Literalmente. Me quedaba el día entero tumbado en la cama y me imaginaba maneras de suicidarme. Aunque supongo que en realidad no me quería morir. Estaba furioso con mis padres y quería hacérselo pagar.
Ella se lo queda mirando un momento a los ojos, con mucha atención. Como si estuviera comprobando algo, o tal vez aprovechando la intimidad que la respuesta ha creado entre ellos.
—Pregúntame más cosas, anda.
—Quieres ser escritor —dice ella.
—Eso no ha sonado a pregunta.
—No. Estoy casi segura de que tengo razón. Quieres ser escritor, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
—Me recuerdas mucho a un chico con el que estuve, que quería ser escritor. Y también porque leí el artículo aquel que publicaste en la revista del sindicato. «Guerra Popular Barcelonesa», o algo así.
—«Guerra Popular Prolongada en la Gran Vía».
—Eso. No se parecía en nada al resto de artículos de la revista. Era divertido y hacía pensar. Creo que tienes personalidad de escritor.
—¿En serio?
—Sí. Eres un farsante. —Ella sonríe—. Mientes más que hablas, y harías lo que fuera por gustar. Lo que fuera.
—Hasta pedirte en matrimonio —dice él.
Ella se lo queda mirando otra vez, como si volviera a estar haciendo cálculos en su interior. O tal vez de esa manera en que ciertas mujeres miran fijamente a sus amantes, permitiendo que una parte biológicamente primigenia de su mente lleve a cabo extraños cálculos de los que ellas mismas no son conscientes. Por fin aplasta el cigarrillo en el cenicero de la mesilla y pasa una pierna por encima del cuerpo postrado de Barbosa para sentarse a horcajadas sobre sus muslos. Sin hacer caso de la mueca de sorpresa teatral que pone él, empieza a masturbarlo hasta provocarle una erección satisfactoriamente dura. Luego levanta las caderas para montarlo y se pone a follarlo, despacio, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y los ojos cerrados. El estruendo de la lluvia en el tejado es un borboteo indistinto cuando el chaparrón arrecia, y algo más parecido al tamborileo enloquecedoramente insistente de un millón de dedos cada vez que amaina un poco. A eso se le suma el «cloc, cloc» continuo de las múltiples goteras que caen en las latas vacías que Sara ha dispuesto estratégicamente por todo el suelo. Desde el techo, Patti Smith mira la cópula de los amantes con altivez olímpica y con la chaqueta de su traje masculino echada al hombro. Sara Arta acaba de correrse con un par de latigazos del espinazo cuando Barbosa se queda mirando algo que hay en la pared.
—Eres tú —dice.
—¿Mmm? —Ella todavía está un poco aturdida por el orgasmo.
—La foto de la pared. —Él señala con el dedo—. Eres tú. No me había fijado. Es una de tus acciones artísticas. ¿Lo he dicho bien?
Ella se saca de dentro el pene de él con un giro de la pelvis. Se inclina hacia delante para coger dos cigarrillos del paquete y los enciende con los ojos entrecerrados. Por fin le pone uno en los labios a Barbosa y se gira para mirar la foto de la pared que él está mirando.
—Soy yo, sí. ¿Qué te parece?
—¿Qué estás haciendo? —Él intenta distinguir la fotografía en la penumbra del cuarto.
Sara Arta baja de la cama y camina hasta la pared. Descuelga la foto y se la da a Barbosa, que se la queda mirando con el ceño fruncido.
—¿Qué demonios es esto? —dice.
—Me desnudé y dejé que el público me ensuciara tanto como quisiera. Trajimos cubos llenos de porquería. Me tiraron sangre de vaca, vísceras de la carnicería, huevos, alquitrán. Globos llenos de mayonesa.
—¿Globos llenos de mayonesa? ¿Cómo se llena un globo de mayonesa?
—No es fácil. —Ella sonríe.
Barbosa contempla la fotografía y niega con la cabeza, burlón.
—¿Qué diría Lacan de ti? —pregunta.
—Tendrías que oír lo que digo yo de él.
—Supongo que la gente se lo pasó en grande. —Barbosa sonríe—. Yo me lo habría pasado fenomenal.
—Mientras duró estuvo bien. —Ella da una calada del cigarrillo rubio—. Acabamos todos detenidos, claro. Obscenidad, alteración del orden y no me acuerdo de qué más. Yo tuve suerte, me soltaron al día siguiente porque no tenía veintiuno y era menor. Pero el dueño de la galería se pasó varios días en el calabozo.
Los dos están acostados, contemplando la foto, cuando alguien llama a la puerta del apartamento del sobreático. Sara Arta se cubre instintivamente con la sábana, sorprendida, pero es la reacción de él lo que más la sobresalta: Barbosa se levanta de un salto de la cama, buscando con la mirada a su alrededor. Ella se lo queda mirando con el ceño fruncido. Por fin se vuelve hacia la puerta.
—¿Quién es? —dice.
—¡Niña, que me lo estás poniendo todo perdido! —dice una voz.
—Es la vecina de abajo —explica Sara—. Le está cayendo agua del techo. Pasa cuando llueve mucho. —Hace una pausa para volver a mirar a Barbosa—. Tengo que bajar a ayudarla. —Y levantando la voz hacia la puerta, dice—. ¡Voy!
Barbosa asiente con la cabeza, vagamente avergonzado, y se agacha para recoger sus calzoncillos del suelo.