LA DONCELLA DEL SEÑOR
Arístides Lao avanza bajo la lluvia torrencial, eludiendo las partes encharcadas de la calle Baños Viejos, que en este tramo parece tener más socavones inundados que calle en sí. La lluvia rebota en el suelo con tanta fuerza que genera una especie de lluvia doble ascendente y descendente que vuelve completamente fútil el hecho de llevar paraguas. Las calles están vacías y las pocas personas con que Lao se cruza van corriendo y llevan las cabezas cubiertas con las chaquetas. Todavía no se ha hecho oscuro, pero ya es oscuro.
El Seat 127 blanco de Melitón Muria es uno de los dos únicos coches que hay aparcados en un solar ruinoso entre Baños Nuevos y la calle del Riego, a un par de calles del objetivo de la misión de esta tarde. Lao avanza sorteando los charcos y eludiendo las pequeñas cascadas que caen de los balcones en dirección al 127, que, por culpa de la visibilidad casi nula, no deja de ser una mancha blanca borrosa hasta que Lao lo tiene lo bastante cerca como para tocarlo. En la luna trasera empañada hay un adhesivo con el escudo del R.C.D. Español, otro con la bandera de España y un tercero con el dibujo de un aragonés con traje tradicional de chaleco negro, faja roja, pañuelo para la cabeza y tambor que está diciendo: «AL VOLANTE VA UN ESPAÑOL». Lao da la vuelta al coche por el lado del pasajero y se asoma a la ventanilla. Golpea el cristal con los nudillos y escruta el interior con los ojos guiñados. Es imposible ver nada de lo que hay dentro del coche por culpa de la nube impenetrable de humo de cigarrillos que lo llena por completo. Por fin la portezuela se abre, dejando escapar una vaharada enorme de humo. Arístides Lao cierra el paraguas, ocupa el asiento del pasajero y cierra la portezuela tras de sí.
—¿Lo ha traído usted todo? —pregunta.
En el asiento del conductor, con un cigarrillo Rex colgando de los labios, Muria abre la guantera para dejarle ver a Lao su pistola reglamentaria, dentro de su funda de cuero marrón. Lleva otro de sus trajes de corte ajustado, con corbata estrecha y botines de cuero. Se saca el Rex de los labios y lo usa para señalar a Lao.
—¿Sabe usted el lío en el que me puedo meter por esto? —Hace una mueca desagrable—. Llevar un arma a una operación de campo sin registrarla ni hacer el papeleo… Si me echan el guante, pienso echarle toda la culpa a usted.
—¿Y las ganzúas?
—Ah, las ganzúas. Se me olvidaban. Otra irregularidad. No está mal la cosa para llevar usted cuatro días en el cargo. Imagino que esta operación no está autorizada. ¿Alguien sabe que estamos aquí?
—Técnicamente, no estamos aquí.
Muria deja escapar un suspiro teatral y apoya la cabeza en el reposacabezas de su asiento.
—¿Quién es el tipo al que vamos a ver?
Lao saca el expediente de D.M. Dorcas de su maletín y se lo pasa a su subordinado. Muria se fija en la marca negra de la portada.
—Un expediente muerto —dice. Lo abre y lee la primera página—. Menudo facineroso. Un tiro no, pero una buena paliza yo se la daba. ¿Por qué estamos yendo a por él? Este tío dejó de informar para nosotros hace un año.
—El señor Dorcas fue uno de los tres infiltrados en una operación de gran calibre que me ha sido puesta como prioridad.
—¿Entonces por qué no estamos siguiendo el reglamento? —Muria expulsa una nueva bocanada de humo que crea remolinos en el seno de la nube ya existente—. Esto me da mala espina.
—Estoy siguiendo las directrices generales del delegado regional. Aunque me esté apartando del reglamento. El señor Dorcas abandonó su cooperación con nosotros de una manera que me parece sospechosa. Quiero averiguar más.
Muria vuelve a mirar el expediente.
—Yo no le veo nada sospechoso. —Da una calada a su Rex—. Muchos informadores externos tienen este perfil. Tipos marginales, indeseables. No le hacemos ascos a nadie. Los subversivos confían en la gente que es como ellos. —Echa otro vistazo al dossier—. Este asqueroso se metió en las drogas y en la bebida. Por lo que pone aquí, al final no nos servía de nada. Su último informe era una sarta de disparates.
—Puede ser. —Lao mira por la ventanilla—. Pero fíjese en las fechas. Algo no cuadra. El señor Dorcas siempre tuvo una vida irregular. Pero estuvo afiliado al SEDA durante muchos meses y nos pasó buenos informes. Yo mismo era su enlace en el Servicio: me comunicaba con él por teléfono. Es verdad que le iban mal los estudios, pero seguía asistiendo a clase y a las reuniones del sindicato. Y de pronto mire. —Pasa una página del expediente que el otro tiene en el regazo y le enseña algo—. Todo se termina de golpe. La militancia, los estudios y sus informes para nosotros. Y está ese último informe, completamente ininteligible. Cuando todos los anteriores son normales.
—Muchos externos cortan la comunicación con nosotros cuando se ven amenazados. —Se encoge de hombros—. Cuando creen que los van a descubrir.
—Sí, pero Dorcas no cortó la comunicación. Nos mandó un último informe. Aunque no lo pudiéramos entender.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Creo que sé lo que le pasó al señor Dorcas —dice Lao, sin ninguna inflexión que sugiera que va a revelar lo que sabe o, por lo contrario, que desea ocultarlo—. ¿Está usted listo?
Los dos agentes caminan en dirección al piso de D. M. Dorcas, cada uno a su estilo: Muria con aplomo, arrancando ecos del pavimento con los tacones de sus botines, saltando de un lado a otro con sus piernas cortas y flacas para evitar los charcos y silbando por debajo de su tupé torcido. Lao con pasos rígidos, trazando extrañas maniobras en ángulos inverosímiles para encontrar adoquines secos y sosteniendo el paraguas muy alto por encima de su cabeza. El portal de la casa de Dorcas es una especie de nicho inmundo y lleno de porquería y cagadas de rata en la pared de un callejón inmundo lleno de basura y cagadas de perro.
—Qué asco, por Dios —dice Muria mientras suben por la escalera—. Putos cerdos. Drogadictos de mierda. Para que vivan así es mejor matarlos. Sería un servicio a la sociedad.
En el rellano de la segunda planta, los dos se quedan muy quietos, escuchando. De los pisos circundantes les llegan ladridos de perros, voces malhumoradas y el bramido de un televisor a todo volumen. Lao golpea con los nudillos la puerta del piso de Dorcas, espera un minuto y por fin le hace un gesto a su subordinado.
—Que quede bien claro. —Muria se saca las ganzúas del bolsillo y le dirige a Lao una mirada de advertencia—. No me pienso jugar el puesto de trabajo por usted. La pistola es solamente para un caso de vida o muerte.
La puerta del apartamento se abre con un chasquido después de medio minuto de manipularla con las ganzúas. Por imposible que parezca, el olor de dentro es todavía más rancio que el de fuera. Al otro lado de la puerta arranca un pasillo muy estrecho, con montones de libros amontonados contra las paredes que dificultan el paso. Muria entra primero y se dedica a abrir puertas y a inspeccionar el interior de las habitaciones hasta llegar al fondo del pasillo. Allí se queda plantado, mirando a su alrededor con una mueca de repugnancia.
—Fíjate —murmura—. Será tarado, el tío.
Al fondo del pasillo hay un estudio de pintura. Además de libros por todas partes, hay lienzos sin enmarcar apoyados contra las paredes y una pintura inacabada en su caballete junto a la ventana. Huele a humedad y a podrido. El suelo está tan abarrotado de pinceles, tubos de pintura al óleo, trapos y botellas de aguarrás que resulta casi imposible caminar por la sala. La única ventana de la sala es vieja y está deformada, y la pared y el suelo de debajo están empapados y podridos. El ocupante del piso ha intentado contener la entrada de agua amontonando trapos debajo de la ventana, pero éstos también han terminado por pudrirse.
Lao se abre paso entre las botellas y latas del suelo mientras Muria niega con la cabeza, asqueado. Coge varios libros de un montón y lee los títulos. La Filosofía oculta de Agripa. La Clavícula de Salomón. El Libro de Enoc. Una edición de Gallimard de las obras de Chretien de Troyes y los Mythes, rêves et mystères de Mircea Eliade. A continuación se agacha junto a los cuadros amontonados en la pared y enciende una lamparilla que hay en el suelo para examinarlos. Las paredes se llenan de sombras distorsionadas de pinceles y trapos. Debe de haber unos treinta lienzos acabados en la sala, apoyados los unos en los otros y ocupando prácticamente todas las paredes salvo la parte inundada de debajo de la ventana. Las pinturas son todas muy parecidas. Todas muestran a un ser fantástico con cuerpo de hombre, alas de ángel y cabeza de perro. Rodeado de un halo de luz blanca. En una de las pinturas, el ángel-perro le está anunciando a Noé la necesidad del Arca. En otra está ayudando a pescar a Tobías. En otra, adoctrinando a Moisés en el éxodo. Lao sigue pasando cuadros, apoyando cada uno en el anterior para examinar el siguiente. El ángel-perro revelándole a Juan el Libro del Apocalipsis. Las figuras son todas pequeñas y minuciosas, con unos cuerpos rígidos y unas caras inexpresivas que recuerdan a la pintura gótica. A las miniaturas persas. El ángel-perro entregándole su hacha al Parashúrama. Blandiendo el trishula del dios Shiva. En otra pintura se ve a la virgen María envuelta en su manto azul en compañía del ángel-perro. De la boca de la virgen salen tres palabras: ECCE ANCILLA DOMINI. Aquí está la doncella del Señor.
—Seguro que si nos ponemos a buscar encontramos bastante droga para encerrarlo de por vida —dice Muria.
Lao gira la lámpara para examinar el lienzo que está en el caballete. Hay algo en la pintura inacabada que le llama la atención. No es la figura del ángel-perro bajando del cielo con su espada llameante. Es algo que tiene que ver con el fondo del cuadro. Algo poderosamente familiar en las montañas y los campos. Coge la fotografía que hay sujeta con una pinza a la esquina del caballete y la mira de cerca. Es la fotografía de prensa que ha dado la vuelta al mundo en las últimas semanas: el Meteorito de Sallent recién estrellado, todavía en llamas, dentro de su cráter de dos kilómetros. El artista ha copiado la foto sustituyendo el meteorito por la criatura fabulosa.
—¿Y ahora qué hacemos? —dice Muria, con los brazos en jarras.
—Ahora esperamos a Dorcas. —Lao no aparta la vista del cuadro—. Necesito hablar con él.
La oscuridad de la tormenta da paso a la oscuridad total de la noche sin que la lluvia amaine para nada. Hace cuarenta y ocho horas que llueve con furia, sin parar ni un minuto, como si tras no haber podido fulminar a los españoles con su meteorito, a continuación el cielo hubiera decidido ahogarlos con un diluvio de proporciones bíblicas. Algunas zonas de la parte más baja de la ciudad, como los barrios de la Barceloneta y las Atarazanas, ya han sufrido inundaciones. Lao y Muria esperan en la sala de estar del antiguo informador D. M. Dorcas, en la oscuridad absoluta para no alertar de su presencia. De vez en cuando se oye la sirena de un camión de bomberos que surca la tormenta en dirección a alguna emergencia causada por el ataque de los elementos. Sentado en el suelo de la sala con la espalda apoyada en la pared, Lao oye a su subordinado soltar palabrotas por lo bajo, caminar de un lado a otro de la sala y darle alguna que otra patada malhumorada a los botes de pintura. Es medianoche cuando unos pasos en la escalera preceden por fin al ruido de una llave en la cerradura.
—Cabrón —masculla Melitón Muria—. Te voy a enseñar yo a hacerme esperar seis horas.
El recién llegado enciende la luz del pasillo y cierra la puerta tras de sí. Cuando vuelve a girarse, se encuentra de frente a los dos agentes. Muria ya ha desenfundado la pistola y lo está apuntando a la cara.
—Las manos arriba, maricón —dice.
Daniel María Dorcas levanta las manos lentamente. Aunque solamente ha pasado un año, ya no se parece a las fotografías de su expediente. La barba y el pelo le han crecido lo bastante y están lo bastante desaliñadas como para recordar a esas representaciones populares de los profetas del Antiguo Testamento y de la gente que se ha quedado varada en islas desiertas. Lleva una parka empapada y una bolsa de magdalenas en la mano.