TEXAS EN LA MENTE
La estudiante de Bellas Artes de la chaqueta de cuero y los ojos estrambóticamente sombreados está sentada en la entrada del Centro Parroquial del Carmen, con las rodillas huesudas muy juntas, liándose uno de sus cigarrillos parsimoniosos, cuando Teo Barbosa sale por la puerta. Las farolas tiñen la escena de un color ocre sucio, a la vez resplandeciente y mate. Un borracho que duerme en los escalones de la iglesia. Gitanos que tocan una guitarra en un portal cercano. La mole de ladrillo rojo de la parroquia del Carmen, parecida a un castillo de cuento de hadas. Barbosa ha esperado a que se marchara el resto de la Comisión de Propaganda para salir: una costumbre que presenta la ventaja de evitar situaciones incómodas derivadas del cisma que lo aísla del grupo. Se detiene al lado de la chica. Ella levanta la vista del cigarrillo que está liando y recorre con la mirada primero las piernas larguísimas de él y por fin su torso interminable.
—¿Cómo puedo darle las gracias al ángel que ha salvado mi militancia? —Barbosa sonríe con dos hileras perfectas de dientes—. Te pagaría con mi primer hijo, pero no sé si encontraría a una madre dispuesta.
—No estoy segura de haberte hecho un favor. —Ella hace una pausa para lamer el adhesivo del papel de liar. Niega con la cabeza—. La verdad, no parece que el sindicato sea el sitio más indicado para alguien como tú. No te lo tomes mal.
Barbosa hace un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.
—Todos los sitios son igual de malos —dice—. Además, no quiero darle a Torregrasa la alegría de marcharme. La cara de cabreo que se le pone cuando aparezco es lo que me hace venir todas las semanas.
La chica se enciende el cigarrillo con una mano mientras lo protege del aire con la otra, con ese fruncimiento de la cara entera con que la gente se enciende los cigarrillos a la intemperie. Por fin da una calada larga y expulsa el humo. Extiende una mano para que Barbosa la ayude a levantarse y él le da un tirón gentil de la mano delgada. Ella se sacude con gesto ausente el trasero de la falda.
—Déjame por lo menos que te invite a una copa. —Barbosa hace un gesto vago en la dirección general de la Rambla—. No sé cómo te llamas.
—Sara Arta —dice ella.
—Yo soy Teo Barbosa.
—Todo el mundo sabe quién eres, Teo Barbosa. Es imposible no saberlo, por mucho que uno se esfuerce.
Diez minutos más tarde están los dos sentados en una mesa de mármol al fondo del salón del Café de la Ópera, junto a un grupo numeroso de homosexuales que beben café con anís en dos mesas arrimadas y flanqueadas de espejos. El humo de tabaco que llena el salón es tan denso que los camareros uniformados emergen como policías victorianos de la niebla, cargados con sus bandejas llenas, indistintos hasta que uno los tiene prácticamente encima. Barbosa está bebiendo una cerveza y Sara Arta un gin tonic. Los homosexuales de la mesa de al lado hablan muy alto, compitiendo entre ellos por hacerse oír, y de vez en cuando sueltan risotadas colectivas. Barbosa señala uno de los espejos labrados en el que Sara se está mirando de reojo.
—Ya te he visto mirarte varias veces. Hasta en las reuniones de la comisión lo haces. —Sonríe—. ¿He descubierto alguna pequeña debilidad por ahí?
Sara Arta da un sorbo de su gin tonic.
—Y yo te he visto despatarrarte en cada reunión de propaganda y estirar esas piernas de jugador de baloncesto que tienes y hacerte el fanfarrón y burlarte de todo lo que dice el camarada secretario, y cuando alguien se queja, te dedicas a hacerte el inocente y a pensar que tu carita de ángel te va a sacar de todos los aprietos. —Ella levanta una ceja—. ¿Qué te parece? ¿Te he descubierto alguna pequeña debilidad?
Barbosa levanta las manos en un gesto de admisión de culpabilidad.
—Me has cazado —dice, sonriente—. No es culpa mía. Soy el número seis de ocho hermanos. Crecí desesperado porque me prestaran atención. Mi madre se murió después del último parto. Ni siquiera se pudo morir pariéndome a mí. —Niega con la cabeza mientras da una calada con los ojos entrecerrados—. Y claro, me he traído ese ansia a mi vida adulta. Por eso tengo una conducta tan atroz.
Sara Arta frunce el ceño.
—¿Esa historia es verdad?
—¡No! —Barbosa se ríe—. Soy hijo único. ¿Es que no lo has notado?
A ella se le escapa la sonrisa. Se ha quitado la chaqueta de cuero al entrar, y ahora el efecto hipnótico de su aspecto se ve intensificado por la desnudez de su cuello y sus hombros, que son muy delgados y pálidos y están llenos de riscos y de hondonadas imposiblemente armoniosas que funcionan como equivalente torácico a sus mejillas elegantemente hundidas. Sin ser conscientes, los dos han adoptado las posturas corporales clásicas de la seducción en torno a una mesa: ella ligeramente echada hacia atrás, apoyando en la mesa el codo de la mano que fuma y cogiéndose el brazo con la otra para formar una especie de parapeto de antebrazos. Él apoyado en la pared de espejos con gesto estudiadamente indolente, medio girado de costado para fingir que tiene cosas más interesantes que mirar que la cara de ella.
—¿Qué haces tú en el sindicato? —Ella frunce los ojos—. Con esos ojazos y esa jeta que tienes. Tendrías que ser actor. Has conseguido engañar a esa pobre gente de la Comisión de Propaganda para que crean que te importa un pimiento lo que hacen.
Ahora es a él a quien se le escapa la sonrisa.
—¿Y tú? —responde—. ¿Qué haces tú en un sindicato maoísta?
Sara Arta se termina el gin tonic de un trago.
—Se me ocurrió que estaría bien hacer la revolución —dice.
—¿Y qué tal va?
—Bien, supongo. —Ella se encoge de hombros—. La quema del palacio va despacio.
Barbosa detiene a un camarero que acaba de emerger del humo de tabaco.
—Mi amiga necesita otro gin tonic, por favor —le dice.
El camarero murmura algo inaudible y desaparece otra vez en la niebla.
—¿Eres artista? —pregunta Barbosa.
Ella lo piensa un momento.
—Supongo que sí —contesta—. Aunque la clase de arte que hago no es del gusto de casi nadie. Digamos que no distingo muy bien entre arte y revolución.
—¿Siempre bebes tanto? No estoy seguro de poder seguirte, y eso que mido metro noventa y tres.
A ella se le vuelve a escapar la misma cara de coquetería de la reunión. Lo único que la distingue de su cara normal es un ligerísimo mohín de los labios, pero ese detalle cambia por completo el efecto general de su expresión. De repente su pintura de ojos estrambótica, la ropa negra y todos lo demás se convierten en un disfraz vagamente infantil. El efecto es lo bastante fugaz como para parecer un simple producto de la imaginación.
—Me gusta beber. —Sara Arta se encoge de hombros—. Aunque no particularmente en este sitio.
Barbosa saca su paquete de cigarrillos rubios y, por primera vez en lo que va de noche, ella le acepta uno. Ahora uno de los homosexuales de la mesa de al lado está llorando a lágrima viva, y dos de sus amigos se dedican a consolarlo mientras un tercero hace aspavientos con una mano y se dedica a insultar al causante del llanto. Entre los insultos que Barbosa puede oír se repite varias veces la palabra «puta».
—¿Tienes algún otro sitio en mente? —Barbosa da una calada, evitando mirar a Sara Arta a los ojos.
—Tengo Texas en la mente.
Dos horas, seis copas y dos cápsulas de anfetamina más tarde, Teo Barbosa se cae de su taburete de la barra atestada del sótano del bar Texas de la calle Euras y se queda tumbado de espaldas en el suelo, notando cómo la humedad de la copa que tenía en la mano se le extiende por la pechera de la camisa; no exactamente registrando lo que acaba de pasar, ni tampoco resignándose a su nueva posición horizontal, sino un poco a medias entre ambas cosas. Bajo su espalda, el suelo está cubierto de un limo negruzco de bebidas derramadas y colillas. Al cabo de un momento acierta a ver los contornos de varias cabezas que se inclinan para mirarlo y a continuación un par de manos que le cogen las suyas para ayudarlo a levantarse. La música que llena el sótano son un par de guitarras chirriantes que suben y bajan al compás de una especie de tambor tribal y una voz en inglés que suelta graznidos inhumanos. Desde las paredes lo observan varias portadas de discos de The Who. Sell Out y Who’s Next y el motorista fantasmagórico de Quadrophenia. La cara de Lou Reed en un póster, detrás de sus notorias gafas de sol. Una cara que hace pensar en seres humanos del futuro a los que les han extirpado las emociones o bien en androides que intentan replicar la fisionomía humana pero no acaban de hacerlo del todo bien. Por fin Barbosa se pone de pie tambaleándose, se agacha para recoger el taburete caído y lo vuelve a acercar a la barra. Sara Arta lo ayuda a encaramarse de nuevo.
—Nadie puede frecuentar este sitio y al mismo tiempo la Comisión de Propaganda del SEDA —dice él, acercándole mucho los labios al oído para hacerse oír por encima de la música—. Una de tus dos mitades debe de haberse vuelto loca. —La señala con un dedo sucio—. ¿Cuál será?
—Te olvidas de que la contradicción es el motor del cambio —dice Sara—. Sin lucha de opuestos no hay Historia. Nunca llegará la dictadura del proletariado.
—Marx también dice que son las contradicciones del sistema capitalista las que provocarán su hundimiento.
Sara Arta suelta un soplido de burla.
—¿Somos listos o qué? —dice, dando un sorbo a su gin tonic.
—La inteligencia es nuestra cárcel. —Barbosa levanta las manos en un gesto de impotencia y a punto está de volver a perder el equilibrio—. Es el estigma que nos expulsa de las filas de la humanidad y nos empuja el uno a los brazos del otro. —Le enseña su sonrisa perfecta de dientes blancos a Sara—. ¿No te sientes empujada?
—Es difícil no sentirse empujada en este local.
Barbosa se pone a agitar los brazos para llamar la atención del camarero.
—¿Qué demonios es esto? —Señala hacia arriba, en dirección a la atmósfera cargada de humo donde retumba una voz vagamente lúgubre.
—Esto, señor Prisionero de su Enorme Inteligencia —dice ella— es la señorita Patricia Lee Smith. Guarda silencio y escucha.