En Seattle era lunes por la mañana, cerca de mediodía. Miles Bennett estaba sentado en una sala de espera de la zona destinada a la United Airlines, en el aeropuerto de SeaTac, esperando la llegada del vuelo 159 procedente de Chicago O’Hara. El padre de Elisabeth llegaría en ese vuelo. Miles había necesitado todo el fin de semana para encontrarlo y hacer que volviese. Cuando aterrizara, se dirigirían a Graum Wythe e iniciarían los trámites necesarios para que se encargara de la hacienda de Michel Ard Rhi.
Miró un momento por el ventanal hacia el día triste y gris. Era curioso cómo estaban saliendo las cosas.
Elisabeth se hallaba sentada a su lado, leyendo un tebeo. Iba vestida con una blusa amarilla y una falda negra, y su chaqueta tejana colgaba del respaldo de su asiento. Estaba inmersa en la lectura. Él sonrió.
Sobre las piernas de Miles había unos ejemplares del Seattle Times y del Post Intelligencer, que ojeó sin mucho interés. Ya había leído los titulares y varios extractos de noticias una docena de veces, pero en ninguna de ellas le pareció encontrar nada nuevo. Los acontecimientos de Halloween ya quedaban tan lejos para él que le costaba creer su participación en ellos. Era como si estuviera leyendo algo que había ocurrido a otra gente. Era como un artículo sobre asuntos extranjeros que siempre le parecían ajenos a él.
Pero, en realidad no era así, desde luego, ni respecto a los asuntos extranjeros ni mucho menos con el caso concreto de Halloween.
Los titulares eran bastante parecidos: «Los duendes invaden Seattle», «Los fantasmas entran en el Juzgado de Seattle», «Guerra de espectros sobre la bahía de Elliott».
Los extractos que seguían hacían referencia al misterioso derrumbamiento de una parte de la fachada del Juzgado, los testimonios de policías, bomberos, varios empleados municipales y el ubicuo hombre de la calle sobre unos fenómenos inexplicables y sobre el extraño estado en que algunos abogados y funcionarios de los juzgados habían sido hallados en una sala de audiencias que parecía el escenario de la Tercera Guerra Mundial.
Las crónicas que seguían relataban los detalles, al menos hasta el punto que era posible relatarlos, dada la poca información de que se disponía. La policía municipal y el cuerpo de bomberos habían sido requeridos la noche del viernes ante el edificio del Juzgado en el centro de Seattle, tras recibir el aviso de una explosión. Al llegar, encontraron un agujero abierto en la pared del quinto piso. Los intentos de llegar hasta ese piso desde el interior resultaron inútiles. Había varias versiones sobre la razón de eso. Algunas se referían irónicamente a las junglas que habían crecido allí y después desaparecido. También acudieron los helicópteros. Los bomberos consiguieron al fin abrirse paso y encontraron la sala de audiencias en ruinas, con una de sus paredes exteriores totalmente derribada. Varias personas que trabajaban en el edificio fueron encontradas en «estado de aturdimiento», pero ninguna herida de gravedad.
Más abajo en aquella página, o más adelante en otras páginas del periódico, figuraban otros relatos de los testigos. Un dragón, aseguraban algunos, convencidos. Un platillo volante, decían otros. El regreso de las hordas de Satán, llegaron a decir. Sí, había algo, confirmaron los pilotos de los helicópteros que persiguieron y fueron perseguidos por lo que fuese aquello. No sabían qué. Podía haber sido algún sofisticado avión que había jugado con ellos, teorizaba un funcionario municipal. Claro, y quizás había sido uno de esos encuentros cuyo origen estaba en los bares los viernes por la noche, se mofó otro. Llega Navidad, pronto veremos a Santa Claus.
Miles se reía por dentro.
Había artículos en los que científicos, teólogos, ministros laicos y funcionarios del gobierno eran entrevistados y daban sus opiniones al respecto, que en todos los casos eran demasiado fáciles.
Pero ninguna se acercaba siquiera a la verdad, por supuesto.
Miles terminó de repasar todo aquello y se dedicó a leer un artículo escrito a una columna en la primera página de la sección del Noroeste del Times del domingo. Había una fotografía de Graum Wythe y un titular que decía: «Millonario cede su castillo al estado».
Debajo, la historia comenzaba así:
El millonario Michel Ard Rhi anunció hoy en una conferencia de prensa que iba a donar su castillo y las tierras que lo rodean al estado de Washington para que sirva de parque y zona recreativa. Se creará una fundación para mantener y mejorar las instalaciones, y el resto del patrimonio de Ard Rhi, que se estima en trescientos millones de dólares, como mínimo, será donado a varias organizaciones repartidas por todo el mundo con fines humanitarios y caritativos. Ard Rhi anunció que el castillo, Graum Wythe, se convertirá en un museo que expondrá las obras de arte que ha coleccionado durante años y quedará abierto al público. Los arreglos para adecuar las instalaciones quedan en manos de su mayordomo particular, cuyo nombre aún no ha sido revelado. Ard Rhi, un retraído hombre de negocios, del que se cree ha hecho la mayor parte de su fortuna invirtiendo en inmuebles y en comercio exterior, declaró a los periodistas que piensa retirarse a la costa de Oregón para escribir o trabajaren otros proyectos. Se reservará un pequeño fondo fiduciario para su mantenimiento.
El artículo tenía varios párrafos más, con la historia personal de Ard Rhi y la creación de una serie de personalidades locales y nacionales. Miles leyó la historia dos veces y sacudió la cabeza. ¿Qué le había hecho Questor Thews a aquel hombre?
Dejó a un lado los periódicos, se estiró y suspiró. Era una pena que Doc se hubiese ido. Quedaban demasiadas preguntas sin responder.
A su lado, Elisabeth levantó de repente sus intensos ojos azules del tebeo. Como si hubiera leído sus pensamientos.
—¿Crees que estarán bien? —le preguntó.
Él bajó la vista y asintió.
—Sí, Elisabeth —dijo—. De hecho, estoy seguro.
La niña sonrió.
—Yo también lo creo.
—Eso no significa que debamos olvidarlos.
—O echarlos de menos. Yo los recuerdo mucho.
Miles miró por la ventana otra vez, más allá de la ancha extensión de pistas y carriles, hacia la distante mezcla gris de nubes, montañas y cielo.
—Bueno, volverán —dijo al fin—. Algún día.
Elisabeth asintió, pero no respondió.
Poco después anunciaron la llegada del vuelo 159. Miles y Elisabeth se levantaron y se acercaron a las ventanas para ver aterrizar al avión.
Semanas después, Ben Holiday y Sauce se casaron. Podrían haberse casado antes, pero en una boda como la de ellos debía observarse un protocolo, e hizo falta tiempo para averiguar cuál era el protocolo y aplicarlo. Después de todo, prácticamente ningún ser vivo recordaba la boda de un gran señor de Landover. Por tanto, Abernathy revisó sus libros de historia y Questor Thews consultó a algunos ancianos del valle, y entre todos dedujeron qué debía hacerse.
Ben no estaba realmente interesado en las formalidades. Lo único que sabía es que le había hecho falta un tiempo muy largo para comprender lo que Sauce había comprendido desde el primer día: que deberían unirse, convertirse en uno, marido y mujer, el gran señor y la reina, y que costase lo que costase, así sería. Poco antes, Ben no se hubiera permitido siquiera pensar en ello; lo habría considerado una traición a Annie. Pero Annie había muerto hacía casi cinco años, y por fin había conseguido dejar reposar a su fantasma. Ahora Sauce era su vida. La amaba, lo supo casi desde el primer momento en que la vio. La había oído hablar innumerables veces sobre las predicciones de su destino en el momento de su concepción, y por ella se había enterado de que la Madre Tierra profetizó que le daría hijos.
A pesar de todo, había vacilado antes de aceptarlo y comprometerse. Y la razón principal fue el miedo. Tenía miedo de muchas cosas: de no pertenecer verdaderamente a aquel lugar, de no ser la persona adecuada para el trono de Landover, y de querer marcharse algún día para regresar al mundo del que tanto deseó huir. La realización de su sueño había superado sus espectativas, y había temido no tener bastante que dar.
Y aún no estaba tranquilo. Temores como esos permanecen en el subconsciente para siempre.
Pero otro temor de signo distinto le había decidido a comprometerse con Sauce. El temor a perderla.
No cabía la menor duda de que había estado a punto de perderla en dos ocasiones.
La primera vez, al poco de llegar a Landover, no fue suficiente para hacer que se decidiera. Entonces aún no había olvidado a Annie.
Estar a punto de perderla por segunda vez, cuando ella le acompañó a su antiguo mundo y le obligó a afrontar el hecho de que sólo estaba allí porque lo amaba tanto como para morir por él, le decidió. Ella sabía que aquel viaje era peligroso, y despreció el riesgo para ayudarle, en caso de que la necesitara.
Sauce lo amaba hasta ese punto. ¿Es que él no la quería? ¿Iba a arriesgarse a perderla antes de que compartieran sus vidas como marido y mujer? Al menos había compartido eso con Annie. ¿No deseaba compartirlo también con Sauce? Cualquier tonto hubiera dado las respuestas correctas a tales preguntas. Y Ben Holiday no era tonto.
Por tanto, no había nada más que decir, nada más que decidir. La boda se celebró en el Corazón. Todos asistieron. El Amo del Río estuvo inquieto, como siempre ante la presencia de su hija. Lo que veía en ella aún le recordaba demasiado a su madre, y seguía buscando un modo de reconciliar los sentimientos opuestos que generaba dentro de él. También estuvieron presentes las criaturas fantásticas de la región de los lagos, algunas casi humanas, otras poco más que sombras que se deslizaban entre los árboles. Los señores del Prado, Kallendbor, Strehan y los demás, con sus sirvientes y acompañantes, un inestable grupo donde nadie confiaba en los demás, pero que llegaron y acamparon juntos para guardar las apariencias. También fueron invitados los trolls y los kobolds de las montañas del norte y del sur; y los gnomos nognomos, con Fillip y Sot en cabeza, orgullosos de su intervención —la historia variaba según los casos— para que se llevara a cabo aquel casamiento; y los habitantes de cabañas, granjas, comercios y pueblos, los granjeros, comerciantes, cazadores, tramperos, mercaderes, vendedores ambulantes, artesanos y todo tipo de trabajadores.
Incluso Strabo se dejó ver, al pasar volando sobre la fiesta que siguió a la ceremonia de la boda, exhalando fuego hacia el cielo y disfrutando sin duda ante el hecho de que las mujeres y niños aún corriesen gritando ante su presencia.
La boda fue sencilla y rápida. Ben y Sauce se encontraban de pie en el centro del Corazón, sobre el estrado de los reyes de Landover, y se dijeron entre ellos y a todos los que se habían reunido allí que se querían, que serían fieles el uno al otro y que siempre se prestarían ayuda cuando la necesitasen. Questor Thews recitó unos arcaicos votos de unión que los grandes señores y las reinas debían haber repetido hacía años, y la ceremonia concluyó.
Los invitados comieron y bebieron todo ese día y el siguiente, y se portaron relativamente bien. Las peleas fueron mínimas y se resolvieron con rapidez. Los habitantes del Prado y los de la región de los lagos se sentaron juntos y hablaron entre sí en un nuevo esfuerzo de cooperación. Los retraídos trolls y kobolds intercambiaron obsequios. Incluso los gnomos nognomos se llevaron sólo unos cuantos perros al marcharse.
Ben y Sauce pensaron que todo había salido a la perfección.
Sólo al cabo de unos cuantos días, cuando las cosas volvieron a su curso normal, se le ocurrió a Ben volver a preguntar a Questor qué le había hecho a Michel Ard Rhi.
Se encontraban sentados en la sala de Plata Fina que guardaba los libros de historia de Landover, una biblioteca cavernosa que siempre olía a moho y a cerrado, tratando de interpretar unas leyes antiguas sobre los títulos de propiedad de la tierra. Estaban los dos solos, a primeras horas de la noche, cuando el trabajo del día ya ha terminado. Ben bebía lentamente un vaso de vino y pensaba sobre lo que había ocurrido en las últimas semanas. Luego sus pensamientos vagaron hasta Michel y, de repente, recordó que Questor no había concluido su explicación.
—¿Qué le hizo, Questor? —insistió, repitiendo la pregunta que sólo había obtenido un encogimiento de hombros como respuesta—. Vamos, cuéntemelo. ¿Qué le hizo? ¿Cómo supo la magia que debía usar? Creo recordar que usted dijo que el efecto de la magia era bastante impreciso allí.
—Bueno… de muchos tipos de magia —le confirmó Questor.
—¿Y no del que usó con Michel?
—Oh, bien, fue más magia de efecto que verdadera magia. No fue preciso emplear mucha magia auténtica.
Ben se quedó perplejo.
—¿Cómo puede decir eso? Él estaba… estaba…
—Básicamente mal aconsejado, si recordáis la historia —terminó Questor—. Pensad que mi hermanastro fue el principal responsable de que se convirtiese en la horrible persona que era.
Ben frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿qué le hizo?
Questor se encogió de hombros una vez más.
—¡Solamente fue preciso reordenar su escala de valores, gran señor!
—¡Questor!
—Muy bien. —El mago suspiró—. Le devolví su conciencia.
—¿Su qué?
—Liberé a esa pobre del lugar donde Michel la había encerrado. Utilicé la magia para hacerla crecer y darle un puesto de importancia prioritaria en los pensamientos de Michel. —Questor sonrió—. ¡El pesar que sintió debe de haber sido insoportable! —Sonrió de nuevo—. No hice nada más que eso. Introduje una pequeña sugerencia en su subconsciente.
Alzó una ceja, adquiriendo el aspecto de un gato que se ha comido un canario.
—Le sugerí que para expiar su culpa, debería desprenderse de todo inmediatamente. De ese modo, aunque la magia deje de actuar antes de que su conciencia haya tenido tiempo de afianzarse de modo permanente, ya será demasiado tarde para remediar los hechos.
Ben esbozó una amplia sonrisa.
—Questor Thews. A veces me asombra de verdad.
El mago arrugó su rostro de búho.
Se miraron durante un momento, divertidos, compartiendo la broma.
Después Questor se levantó súbitamente.
—¡Cielos! ¡Casi lo olvidaba! ¡Tengo noticias que realmente os sorprenderán, gran señor! —Se volvió a sentar con esfuerzo, imponiéndose a la excitación—. ¿Qué os parecería si os dijera que he encontrado un modo para transformar en hombre a Abernathy? ¡Me refiero a transformarlo de verdad!
Examinó a Ben lleno de nerviosismo, esperando.
—¿Habla en serio? —preguntó Ben al fin.
—Desde luego, gran señor.
—¿Transformarlo? ¿En hombre?
—Sí, gran señor.
—¿Como la otra vez?
—Oh, no, no como la otra vez.
—¿Pero con magia?
—¡Por supuesto, con magia!
—¿La ha experimentado? ¿Esa magia?
—Bueno…
—¿En qué?
—Bueno…
—¿Así que de momento sólo es una teoría?
—Una teoría muy bien pensada, gran señor. Tiene que funcionar.
Ben se inclinó hacia delante hasta que sus cabezas casi se tocaron.
—¿Tiene que funcionar? ¿Se lo ha dicho a Abernathy? El mago negó con la cabeza.
No, gran señor. Pensé que… quizás vos podríais. Hubo un largo silencio. Después Ben susurró.
—No creo que ninguno de los dos deba decírselo todavía. ¿No le parece? Hasta que haya pasado un poco más de tiempo.
Questor frunció el entrecejo y levantó la vista pensativamente.
—Bueeeno… quizás no.
Ben se levantó y apoyó una mano en su hombro.
—Buenas noches, Questor —dijo.
Después, se dio la vuelta y salió de la sala.