TAPÓN

El pequeño grupo pasó el resto de la noche en el declive occidental del valle, al norte del Corazón. Se instalaron en un bosquecillo de árboles frutales y arces de hoja encarnada, donde el olor de las bayas y las manzanas se mezclaba con el de las cortezas leñosas y el fresco aire nocturno. Las cigarras zumbaban, lo grillos cantaban y los pájaros se llamaban unos a otros en todas direcciones. El valle entero susurraba en una suave cadencia que todo iba bien. El sueño era un viejo y apreciado amigo en una noche como aquella. A todos los exhaustos miembros del grupo, excepto a uno, les llegó fácilmente.

Sólo Ben Holiday permaneció despierto. Incluso Strabo se durmió, enroscado en un ovillo dentro de un pequeño barranco a cierta distancia de los otros, pero Ben no pudo. Le era imposible conciliar el sueño. Se apoyó sobre Sauce y esperó la llegada del amanecer, preocupado y ansioso. La sílfide se había convertido en árbol. Había realizado la transformación poco después de que la bajaran del dragón, apenas consciente. Trató de tranquilizar a Ben con un rápido apretón de manos y una sonrisa, e inmediatamente comenzó a cambiar. Ben no se tranquilizó. Siguió despierto junto a ella, deseando que fuera real, y no producto de su deseo, el sonido de su respiración cada vez más estable, más suave y profundo. Sabía que Sauce consideraba necesaria la transformación fuera cual fuese la enfermedad que la había afectado en el mundo que acababa de abandonar, del veneno que la hubiese atacado. La tierra de su propio mundo la sanaría. Tal vez fuera así, pero tal vez no, pensó Ben. En otras ocasiones, pudo comprobar como funcionaba aquello, pero las circunstancias eran distintas. Continuó manteniendo una inquieta vigilia.

A pesar de todo, intentó varias veces dormir un poco, cerrar los ojos y dejar que el sueño lo embargara, pero sus pensamientos eran oscuros y prometían pesadillas aterradoras. No podía arrancar de su memoria lo cerca que habían estado de no regresar. No podía olvidar la sensación de impotencia que lo invadió en aquella sala vacía donde le habían arrebatado todas las opciones, la sensación de ser un abogado a quien no le quedaban argumentos ni recursos. No podía perdonarse por haber perdido el control.

Las preguntas le llegaban de la noche, susurradas. ¿Hasta qué punto se había apartado de sí mismo al renunciar a su antigua vida por ésta nueva? ¿Cuánto había sacrificado por recuperar la sensación de tener un objetivo? Demasiado, quizás… Tanto, que se encontraba en peligro de perder la identidad.

Derivó dentro y fuera de un estado de sopor, entre ataques de autorrecriminación y explicaciones justificativas, importunado por demonios que él mismo había creado. Estaba seguro de que podía destruirlos, pero no lograba encontrar los medios. Luchó con ellos cuerpo a cuerpo, y cada lucha le provocó un nuevo dolor y una nueva duda. Era demasiado vulnerable, y no podía protegerse.

Cuando la luz del amanecer comenzó a llegar a los oscuros escondites de su conciencia, estando ya el cielo oriental iluminado y la noche desvaneciéndose en el oeste, descubrió que había logrado dormir, aunque muy poco. Se liberó con un brusco movimiento de cabeza de su sopor intermitente y buscó con la mirada a Sauce. Estaba dormida junto a él, con el color y la vitalidad milagrosamente recobrados. Las lágrimas brotaron de los ojos de Ben, pero las enjugó, sonriendo. Los demonios se desvanecieron y pudo sentir esperanza de comprender quién y qué era y retornar las riendas de su vida.

Se enfrentó entonces, por primera vez, a algo que había evitado cuidadosamente hasta el momento: la perspectiva de encararse con Belladona y el tenebroso. El fantasma de aquel encuentro había estado acechándolo desde la frontera de su subconsciente desde que Questor le dijo al llegar a Landover lo que había ocurrido con la botella, manteniéndose justo detrás del punto que lo hubiera obligado a pensar en él. Pero ahora debía hacerlo, lo sabía. No podía postergarlo más. Todo lo pasado en su larga búsqueda del medallón y Abernathy perdería su significado si no encontraba un camino para conseguir la maldita botella. Eso significaba quitársela a Belladona, y el intento podría costarle la vida.

Permaneció sentado en la creciente claridad, sintiendo que el pulso de la mañana comenzaba a acelerarse y la indolencia del sueño nocturno a ceder. Extendió la mano hacia el rostro de Sauce y sus dedos lo acariciaron con suavidad. Ella se movió, pero no llegó a despertarse. ¿Cómo haría lo que tenía que hacer?, se preguntó. ¿Cómo iba a quitarle la botella a Belladona cuando el demonio estuviera dentro? Ya se habían alejado las dudas y los temores. Volvía a ser capaz de pensar con claridad y pragmatismo. Comprendió que tendría que convertirse en el Paladín, el caballero errante que era el alter ego de los reyes de Landover, la aterradora fuerza inexorable que parecía reclamar un poco más de su alma cada vez que lo llamaba para solicitar sus servicios. Se estremeció involuntariamente ante la oleada de emociones ambivalentes que se agitó en su interior. Necesitaba la fuerza del Paladín para resistir la magia de Belladona, sin contar la del demonio. Questor Thews le ayudaría, desde luego; le prestaría el apoyo de su magia. La verdadera cuestión radicaba en si serían suficientes ellos dos. Incluso olvidando a Belladona por un momento, ¿serían capaces de dominar al tenebroso? ¿Cómo podía alguien dominar a una criatura cuyos poderes parecían ilimitados?

En la soledad del amanecer, Ben Holiday reflexionó sobre este enigma. Aún estaba meditando cuando los demás se despertaron, y la solución que buscaba seguía tan esquiva como la escarcha de verano.

Durante el desayuno tuvo una agradable sorpresa respecto al asunto que le preocupaba. Sauce ya estaba recuperada por completo.

También le sorprendió que Strabo se ofreciera a llevarlos a la Caída Profunda. No había ninguna razón para que lo hiciera. El dragón no hizo su ofrecimiento porque se creyese obligado a ayudar ni porque sintiera que Questor ejercía algún poder sobre él. Carecía de todo sentimiento de responsabilidad y de interés por el éxito de la empresa que estaban a punto de emprender. Lo hizo porque estaba ansioso de que Holiday y Belladona se enfrentaran y quería estar presente para disfrutar del espectáculo. Era preciso que alguien derramase sangre para satisfacer su irritación por haber sido arrastrado a intervenir en aquel conflicto, y su única esperanza era que tanto la bruja como el rey se desangraran en la batalla que tendría lugar.

—¡Estás en deuda conmigo, Holiday! —anunció el dragón con un pérfido siseo con que se ofrecía a llevar a Ben a su funeral. ¡Esta es la segunda vez que he salvado tu inútil pellejo y también la segunda que no me has dado nada a cambio! Si Belladona te liquida consideraré la deuda saldada, pero en caso contrario debes pensar en todo lo que he sufrido por tu culpa. He sido atacado, Holiday, perseguido y asediado por esos seres voladores de metal, acosado por luces, amenazado a voces por otros como tú, intoxicado con venenos que sólo puedo imaginar. Mi tranquilidad ha sido perturbada con toda desconsideración. —Respiró—. Digámoslo de otro modo. ¡Me pareces la criatura más molesta que he tenido la desgracia de encontrar y ansío el día en que por fin dejes de existir!

Tras decir eso se arrodilló para que el objeto de su desprecio pudiera montar sobre él. Ben miró a Questor, que se encogió de hombros. —¿Qué otra cosa puede esperarse de un dragón? —preguntó el mago.

Sauce y Abernathy también lo irritaron con su insistencia en acompañarlo. Cuando tuvo la temeridad de sugerir que no era una buena idea, dada la magnitud del peligro que arrostrarían Questor y él al enfrentarse a la bruja y al demonio, ambos dijeron que debía pensarlo mejor.

—¡No he sobrevivido a las penalidades de las mazmorras de Graum Wythe y a las vicisitudes de la personalidad de Michel Ard Rhi para que ahora me dejen de lado! —dijo el amanuense con irritación—. ¡Estoy decidido a seguir este asunto hasta que acabe! Además —gruñó—, necesitaréis a alguien que vigile al mago.

—Yo tampoco pienso quedarme aquí —intervino la sílfide—. Ya estoy bien, y puede que me necesites. Te lo he dicho otras veces, Ben Holiday, lo que te ocurra a ti me ocurrirá a mí.

A Ben no le convencieron esos argumentos. No le parecía que hubieran superado ya todas las penurias del viaje ni esperaba que le pudieran prestar mucha ayuda contra la bruja y el tenebroso. Pero sabía que nada que dijese les haría cambiar de opinión y decidió que era más fácil llevarlos con él que insistir en que se quedasen. Sacudió la cabeza. Las cosas nunca salían como él deseaba.

Así se elevaron montados en el dragón, abandonando el bosquecillo de frutales y arces que había sido su campamento nocturno, dejando atrás el Corazón con sus hileras de banderas, estandartes y bancos de roble pulido, y la distante y pequeña isla donde se asentaba el castillo de Plata Fina. Al fin salieron de la región montañosa del sur y se adentraron en las llanuras y praderas del norte. Volaron hasta que el Prado quedó detrás y el muro del Melchor apareció ante ellos. Entonces Strabo empezó a descender, planeando con indolencia sobre la oscura y neblinosa hondonada de la Caída Profunda; al parecer, para que Belladona pudiera divisarlos sin esfuerzo. Aterrizó en un pequeño llano cubierto de hierba a poca distancia del borde de la hondonada.

Ben y sus compañeros bajaron del lomo del dragón, dirigiendo miradas furtivas hacia el lugar donde vivía la bruja. La niebla se arremolinaba perezosamente en el aire inmóvil del mediodía, como movida por una mano invisible, y el silencio enmascaraba todos los signos de la vida que guardaba debajo. El aire era sofocante y maloliente, y las nubes se estaban concentrando a lo largo de la franja de montañas. En el este, la luz del sol iluminaba la tierra; allí, una neblina gris lo cubría todo.

Los signos de marchitez que caracterizaban al país cuando Ben llegó por primera vez eran evidentes de nuevo. Las hojas estaban ajadas y enfermizas. Todos los grupos de árboles y arbustos estaban negros. La devastación se extendía desde la Caída Profunda hasta donde alcanzaba la vista, como si alguna enfermedad hubiera escapado de la hondonada y empezado a afectar a los alrededores en círculos cada vez más amplios.

—¡Un lugar apropiado para tu defunción, Holiday! —dijo burlonamente el dragón—. ¿Por qué no te das prisa?

Extendió las alas y sobrevoló las montañas, instalándose cómodamente en un afloramiento rocoso que dominaba la hondonada, proporcionándole una buena vista de todo su interior.

—Últimamente lo encuentro insoportable —comentó Questor Thews en voz baja.

—Me parece difícil creer que alguna vez no lo fuese —dijo Ben.

Dejó a Sauce y Abernathy en un asolado bosquecillo de lindoazules, que se hallaba un poco distanciado, pidiéndoles que se mantuvieran ocultos hasta que estuviese resuelto el asunto con la bruja y el demonio. No tenía ninguna esperanza de que sus ruegos fuesen atendidos, pero al menos tenía que intentarlo.

Volvió con Questor y le habló en voz baja, exponiéndole por primera vez su plan para manejar al tenebroso. Questor se quedó pensativo.

—Gran señor, creo que habéis encontrado la solución —dijo después.

Ben esbozó una sonrisa.

—Encontrar la solución es una cosa, aplicarla otra. ¿Entiende lo que quiero decir? Esto puede ser muy peliagudo, Questor. Debe hacerse exactamente así. En gran parte depende de usted.

El rostro de búho del mago tenía una expresión solemne.

—Comprendo, gran señor. No os fallaré.

Ben asintió.

—Será mejor que no se falle a sí mismo. ¿Está preparado?

—Preparado, gran señor.

Ben se giró hacia la Caída Profunda y gritó con fuerza:

—¡Belladona!

El nombre resonó y se desvaneció lentamente. Ben esperó, y luego repitió la llamada.

De nuevo el nombre resonó en el silencio. Belladona no apareció. Junto a Ben, Questor movía los pies con nerviosismo.

Entonces, un remolino de niebla negra se elevó de la hondonada, agitándose e hirviendo al asentarse en el pequeño llano de hierba, y Belladona apareció al fin. De pie sobre la niebla, con su túnica y su cabello negros, la cara y las manos blancas; como siempre, una figura sombría e impresionante. En una mano sostenía la botella, cuya superficie pintada se destacaba en el aire gris.

—¡Rey de comedia! —siseó la bruja.

Con la mano libre destapó la botella.

El tenebroso asomó su oscuro y enjuto cuerpo arácnido cubierto de pelo. Sus ojos rojos emitieron un destello y los dedos se cerraron sobre el borde de la botella.

—¿Ves, precioso? —preguntó la bruja con suavidad, y señaló—. ¿Ves quién ha venido a divertirnos?

Ni Ben ni Questor se movieron. Se convirtieron en estatuas, en espera de lo que ocurriría a continuación. El tenebroso trepó sobre el borde de la botella como un gato escudriñando aquí y allá, susurrando y siseando palabras que nadie excepto la bruja podía oír.

—Sí, sí —confirmaba ella una y otra vez, con la cabeza inclinada hacia el demonio—. ¡Sí, diablito, son ellos!

Después levantó la vista. Guardó el tapón en su túnica y acarició al diablo.

—¡Venid a jugar con nosotros, gran señor y mago de la corte! —los llamó la bruja—. ¡Venid a jugar! ¡Tenemos juegos para vosotros! ¡Qué juegos tan bonitos! ¡Acercaos!

Ben y Questor no se movieron.

—Danos la botella, Belladona —ordenó Ben con voz tranquila—. No te pertenece.

—¡Todo lo que yo deseo me pertenece! —gritó ella.

—La botella no.

—¡Sobre todo, la botella!

—Convocaré al Paladín, si es necesario —amenazó Ben, conservando aún la calma en la voz.

—Convoca a quien quieras. —Belladona esbozó una sonrisa lenta y pérfida. Luego susurró—: ¡Rey de comedia, eres tonto!

El tenebroso aulló de repente, dio un salto y los señaló con sus diminutos dedos engarfiados. De repente volaron hacia ellos llamas y trozos de hierro a través del brumoso aire vespertino. Pero la magia de Questor ya estaba preparada, y el fuego y los fragmentos de hierro pasaron de largo sin causarles daño. Ben sostenía en la mano el medallón, sus dedos encerraban la superficie de metal y su calor lo atravesó en una oleada. A menos de una docena de metros, se produjo un destello y apareció el Paladín, el caballero blanco sobre su blanca montura, un fantasma salido de otros tiempos. Del medallón se desprendió fuego, que se proyectó en la niebla y la penumbra hasta donde el fantasma tomaba forma. Ben se sintió transportado por la luz, llevado por su deslumbrante brillo desde su cuerpo como algo ingrávido. Se encontró dentro de la coraza de hierro y la transformación comenzó. Sólo un segundo tardaría en completarse. A su alrededor se cerraron las placas de hierro; los broches, correas y hebillas se ajustaron, y los arneses se aseguraron en su sitio. Los recuerdos de Ben Holiday desaparecieron y fueron reemplazados por los del Paladín, recuerdos de incontables guerras ganadas, de luchas inimaginables, de sangre y hierro, de gritos y voces, y de la demostración del valor y la fuerza de las armas en distantes campos de batalla. Allí estaba la extraña mezcla de euforia y horror: la expectación del Paladín ante un nuevo enfrentamiento, la repulsa de Ben Holiday ante la idea de matar.

Sólo sentía el hierro y el cuero, músculo y hueso, el caballo debajo y las armas sujetas: el cuerpo y el alma del Paladín.

El campeón se lanzó contra Belladona y el demonio.

La lanza de roble blanco cayó en su lugar.

Pero la bruja y el demonio estaban ya fundiendo el odio y la magia negra para producir algo que creían invencible, incluso para el Paladín. Surgió la hondonada detrás de ellos, nacida del vapor y el fuego verde, desgarrando la niebla y la bruma, una criatura lenta y pesada tan blanca como el propio caballero andante.

Era un segundo Paladín o algo parecido.

Tras su escudo de magia, los ojos de Questor Thews se desorbitaron. Nunca había visto nada semejante a aquel monstruo. Era una perversión. La unión de lo que parecía ser una criatura enorme parecida a un lagarto y un jinete con armadura que doblaba en tamaño al Paladín, cargado de armas de hierro y hueso. Era como si un espejo curvado hasta lo imposible reprodujera la imagen distorsionada del Paladín, como si la imagen hubiera sido proyectada de la forma más inicua y adquirido vida.

La criatura monstruosa, que sólo era un ser, se giró en el borde de la hondonada para hacer frente a la carga del Paladín.

Se encontraron con un gran estruendo. El roble blanco y el hueso se rompieron, el hierro chirrió, las bestias gruñeron y aullaron de dolor y furia. Se separaron y se alejaron en direcciones opuestas, levantando polvo y cascotes. El Paladín dio la vuelta, desechó los restos de su lanza y cogió el hacha de batalla. La criatura de la bruja y el demonio se detuvo, giró y pareció aumentar de tamaño, como alimentada por la fuerza del conflicto, elevándose hasta superar la altura de todo lo que la rodeaba.

Durante un momento, todos los ojos permanecieron fijos en ella.

Questor Thews hizo un leve ademán con las manos. Destelló, luego desapareció y, al volver a aparecer, tenía un aspecto ligeramente traslúcido. Nadie lo advirtió.

El Paladín atacó, blandiendo el hacha de batalla. Belladona y el tenebroso dirigían su magia combinada a la criatura, aullando de satisfacción a medida que ésta crecía más y más. La criatura elevó sus patas traseras y esperó. Ahora era más grande que una casa, un montón de carne parecida a la de una babosa. El Paladín arremetió y la criatura se lanzó hacia el frente, tratando de aplastar a su atacante. La tierra tembló con el impacto de su peso. El Paladín consiguió eludir el embate, desgarrando con su hacha la gruesa piel de la bestia. Pero la herida se cerró de inmediato. Era la magia la que daba vida a la criatura, y la magia no estaba sometida a las leyes del hombre ni de la naturaleza.

El Paladín regresó de nuevo, empuñando ahora un espadón con su reluciente hoja cortando y acuchillando con una furia terrible, marcando líneas rojas a lo largo de la bestia. Pero las líneas se cerraban tan rápidamente como se abrían, y la criatura siguió arremetiendo contra el caballero, esperando su oportunidad. Belladona y el tenebroso animaban al monstruo. La cara de la bruja mostraba el placer que sentía. El cuerpo diminuto del demonio estaba tenso. La magia surgía de ambos, alimentando a la criatura, manteniendo su fuerza. Vieron que ahora las arremetidas de la bestia se acercaban más al caballero. Pronto acabaría con él, lo sabían.

Cubiertos por los asolados lindoazules, Abernathy y Sauce observaban en silencio. También ellos veían el desarrollo de la lucha y sospechaban cómo iba a terminar.

Entonces ocurrió algo extraño.

La criatura se tambaleó y empezó a encogerse.

Se estremeció como atacada por un veneno. El tenebroso fue el primero en darse cuenta, y profirió un aullido de rabia e incredulidad. Descendió velozmente por la túnica negra de Belladona y sacudió sus extremidades de araña para alimentar con más magia a su mascota. Pero la criatura no reaccionó. Continuó encogiéndose, retrocediendo ahora ante las estocadas del espadón del Paladín, vacilando y tambaleándose como si sintiese que su vida terminaba.

Belladona también lo veía ya. Gritó con furia, hizo su propia deducción de la causa que lo provocaba y se giró de repente hacia Questor Thews. De sus manos extendidas brotó un fuego tan oscuro como la pez que voló hacia el mago y lo envolvió por completo.

Pero la criatura seguía encogiéndose. Y ahora también al tenebroso le estaba sucediendo algo. Se retorcía a los pies de Belladona, contorsionándose como si hubiera sido infectado por el mismo veneno que la criatura. Le gritaba algo a Belladona y ella se agachó para oírlo.

—¡La botella, señora! —decía—. ¡Han tapado la botella! ¡No puedo extraer la magia! ¡No puedo vivir!

La bruja aún sostenía la botella en una mano. La miró sin comprender, encontrándola sin ninguna variación, con el tapón quitado y el cuello abierto. ¿De qué hablaba el demonio? Estaba desconcertada.

A poca distancia, la criatura de la bruja y el demonio expiró y se deshizo en polvo. El Paladín lo apisonó bajo los cascos de su montura y realizó un nuevo viraje. Belladona, confundida, levantó la vista de la botella.

El Paladín se dirigía hacia ella.

Sólo entonces se le ocurrió examinar el orificio de la botella. El fuego azul del mago saltó en chispas y cayó sobre la bruja, que retiró los dedos bruscamente.

—¡Questor Thews! —gritó con furia.

El tenebroso ya apenas se movía, agarrado a una de sus mangas. La bruja emitió un gruñido, agarró la botella por el cuello y se dispuso a utilizar su propia magia para atravesar la abertura bloqueada.

Demasiado tarde.

El Paladín ya había llegado.

En aquel momento, Questor Thews pareció explotar de la nada ante la bruja, asió la botella antes de que ella pudiera reaccionar y se la quitó. Belladona rugió y arremetió contra el mago en el preciso momento en que el Paladín la alcanzaba.

El fuego pareció fluir hacia todas partes desde el punto del impacto.

Fuera ya de su escondite del bosquecillo Sauce y Abernathy detuvieron su carrera hacia Questor y Ben, sobresaltados por el ruido y el calor. El fuego refulgía y adoptaba todos los colores y formas, explotando en la niebla y la penumbra como un surtidor que manase de la tierra.

Cuando cesó, Belladona y el Paladín habían desaparecido. Questor Thews estaba de rodillas, apretando con fuerza en sus manos el tapón de la botella, contemplando con horror al tenebroso que se retorcía sobre la tierra carbonizada, convirtiéndose en polvo.

Ben Holiday volvió en sí, aturdido y mareado, con el medallón aún caliente sobre su pecho. Intentó andar y tropezó, pero Sauce estaba allí para sostenerlo, y Abernathy junto a ella.

—Está bien. Todo ha terminado —logró decir, esbozando una sonrisa.

Los cuatro amigos se quedaron sentados en el lugar de la batalla, comentándola.

Belladona había desaparecido. Si había sido destruida por el Paladín o escapado para volver a crearles problemas, era difícil de saber. Rememoraron el momento del impacto: un destello de luz y una visión fugaz del rostro de la bruja. Eso fue todo.

Strabo también se había ido. Levantó el vuelo en cuanto terminó la batalla, dirigiéndose al este sin volver la vista atrás. Podían imaginar sus pensamientos. Estaban seguros de que lo volverían a ver.

Esperaban que el tenebroso hubiera desaparecido para siempre.

Ya que se habían librado de todos los peligros inmediatos, Ben pudo explicar a Sauce y Abernathy, con algunas interrupciones por parte de Questor, cómo había resuelto el enigma del tenebroso.

—El secreto era la botella —dijo Ben—. El tenebroso vivía en su interior y nunca la abandonaba durante mucho tiempo, aunque estuviera libre para hacerlo; por tanto, tenía que haber alguna atadura entre ambos. De no ser así, el demonio, que siempre estaba tan ansioso por salir, habría abandonado su cárcel en cuanto se le hubiera presentado la ocasión. Pensé, ¿y si no puede hacerlo? ¿Y si es de allí de donde obtiene su poder? ¿Y si la magia proviene de la botella, no del demonio? ¿Y éste permanece cerca de la botella porque lo necesita, si quiere continuar usando su magia? Cuanto más lo pensaba, más claro me parecía.

—Entonces el gran señor me sugirió —intervino de pronto Questor—, que si la magia provenía de la botella, cerrándola se acabaría con el poder del tenebroso.

—El truco estaba en hacerlo sin que Belladona se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo, actuando antes de que ella pudiera hacer algo para evitarlo. —Ben recuperó la palabra—. Así, mientras el Paladín estaba enzarzado en su batalla con el tenebroso y Belladona, Questor usó la magia para disminuir de tamaño y meterse en el cuello de la botella. Se convirtió en un tapón. Dejó afuera una imagen de sí mismo para que Belladona no se extrañara de su ausencia. Lo que Belladona destruyó, al suponer que Questor era el causante de la pérdida de la magia, fue solo su imagen.

—¡Al menos tendríais que habernos avisado! —interrumpió Abernathy—. ¡Nos dio un susto de muerte con ese truco! Creíamos que el viejo… ¡Bueno, pensamos que lo había frito!

—Questor selló la botella —continuó Ben, ignorando el comentario del amanuense—. Eso cortó la fuente de poder del tenebroso y convirtió la magia de Belladona, que estaba concentrada en la de la botella, en algo inútil. Todo funcionó tal como lo habíamos planeado. Cuando Belladona dedujo lo que había ocurrido, fue demasiado tarde. La criatura estaba acabada, el demonio demasiado débil para ayudar, y el Paladín seguía atacando. Questor sorprendió a Belladona, saltando ante ella del modo en que lo hizo, tras recobrar su tamaño natural, y le quitó la botella. Ella no pudo hacer nada para evitarlo.

—Lo que no habíamos imaginado, desde luego, fue la magnitud del efecto que produciría en el tenebroso el cierre de la botella —dijo Questor—. El demonio no sólo sacaba de allí la magia, sino la vida. Estando cerrada, no pudo sobrevivir.

Los cuatro miraron a la vez el montoncito de polvo que había cerca de ellos. Se había levantado una ligera brisa. Las partículas ya empezaban a dispersarse.