Fue uno de esos extraños instantes de la vida en que todo parece detenerse, en que el movimiento queda suspendido y los seres atrapados en una especie de cuadro plástico. Fue uno de esos instantes que se quedan grabados en la memoria y que el paso de los años no altera ni debilita. Las sensaciones que produjo, los olores, los sabores, los colores, las líneas y ángulos de los objetos de alrededor, y la forma en que todo lo que ocurrió antes y después quedó enfocado hacia ese momento como luz de sol reflejado sobre aguas tranquilas en rayos multicolores.
Así fue para Ben Holiday. Durante un momento, lo vio todo como si fuera una fotografía. Él estaba girándose en su asiento del banco en la sala de audiencias, con Sauce a un lado, apoyada en su hombro, Abernathy al otro, con los ojos brillantes, y Miles un poco más a la izquierda, aún vestido de gorila, con una mezcla de perplejidad y consternación en su rostro de querubín. Martin y Willoughby se encontraban justo frente a ellos, al otro lado de la barandilla de madera; dos generaciones de chaqueta y pantalón, cuyas vidas se basaban en la creencia del valor de la razón y el sentido común. El primero tenía aspecto de estar presenciando el Apocalipsis, el segundo de haberlo causado él. Detrás, al fondo, en una zona que Ben sólo podía ver con el extremo del ojo, estaba el jefe comisionado Wilson y sus compañeros de armas al servicio de la ley, con la apariencia de gatos aterrados a punto de salir corriendo en cualquier dirección. Michel Ard Rhi tenía la cara ennegrecida por el odio, y sus hombres estaban blancos de miedo. Sólo Elisabeth irradiaba la admiración que también había encerrada en alguna parte de Ben.
Fuera, destacándose sobre el fondo de luces de la ciudad de Seattle, se hallaba Strabo. Su enorme cuerpo parecía colgado en el aire, con las alas extendidas como un monstruoso planeador, su serpentina y escamosa figura permanecía enmarcada en las ventanas de la sala de audiencias como una imagen proyectada sobre una pantalla. Sus ojos amarillos parpadearon y de su nariz y boca salían volutas de humo. Questor iba montado sobre él, con su túnica gris con faltriqueras de colores tan rota que parecía hecha de flecos, el cabello y la barba blancos manchados de cenizas y ondeando al viento. También en el rostro del mago se reflejaba la admiración.
Ben deseó gritar de alegría.
Entonces Martin susurró.
—¡Cielo santo! —Su voz fue débil, pero rompió el encanto.
Todos empezaron a moverse y a gritar al mismo tiempo. Wilson y el otro policía avanzaron por el pasillo aún un poco encogidos, sacando sus armas de las fundas, gritándoles a todos que se agacharan. Ben les gritó a ellos que no disparasen, levantó la vista un momento hacia Questor, que ya estaba realizando un rápido movimiento circular con los dedos, luego volvió a mirar a los policías que contemplaban asombrados los ramos de margaritas que habían sustituido a las pistolas que tenían en las manos. El corredor exterior se había convertido en una jungla infranqueable, en un rincón del África más salvaje. Cuando Michel Ard Rhi y sus hombres trataron de huir, se encontraron la salida bloqueada. Elisabeth consiguió liberarse de ellos y corrió hacia Abernathy, llorando y diciendo algo sobre una nariz de payaso, sobre Michel y sobre cuánto lo sentía. Willoughby tiraba del brazo de Miles como si éste pudiera sacarlo de aquella pesadilla, Miles trataba en vano de deshacerse del hombre.
De repente, Strabo cambió de posición en la parte exterior de las ventanas, su enorme cola se balanceó como una bola de las que se emplean en los derribos y las golpeó, rompiendo los cristales, los marcos de madera y parte de la pared. La noche de la ciudad penetró, con su viento y su frío, los ruidos de los coches en las calles y de los barcos del puerto. Pareció que los altos e iluminados edificios adyacentes habían centuplicado su tamaño.
Ben cayó al suelo, Miles fue lanzado hacia atrás, y Abernathy y Elisabeth salieron despedidos juntos.
—¡Strabo! —exclamó Michel Ard Rhi al reconocerlo.
El dragón entró volando por la abertura igual que un dirigible y se posó en el suelo de la sala, aplastando las mesas de los asesores legales, el banquillo de los periodistas y parte de la baranda.
—¡Holiday! —siseó, y su lengua asomó entre las púas negras de sus dientes—. ¡Qué horrible es tu mundo!
Martin, Willoughby, Wilson, el policía, Michel Ard Rhi y sus hombres se atropellaron unos a otros en desesperados esfuerzos por apartarse del camino del dragón, pero les fue imposible atravesar el muro de vegetación que bloqueaba la salida. Strabo los vio. Abrió la boca y lanzó un chorro de vapor hacia ellos, que gritaron aterrados y se refugiaron bajo la protección de los asientos destinados al público. El dragón rió e hizo castañetear sus dientes en dirección a ellos.
—¡Basta de tonterías! —gritó Questor, y empezó a bajarse del lomo del dragón.
—Me traes aquí a la fuerza, me obligas a rescatar a un hombre que desdeño, a un hombre que no es más que lo que merece ser: la víctima de su propia temeridad. ¡Y ahora me privas de la poca diversión que puede proporcionarme esta aventura estúpida! —Strabo resopló y sacudió la cola, derribando otra fila de asientos—. ¡Estoy harto de ti, Questor Thews!
Questor lo ignoró.
—¡Gran señor! —El mago fue hacia Ben y lo abrazó calurosamente—. ¿Os encontráis bien?
—¡Nunca me he sentido mejor, Questor! —exclamó Ben, dándole palmadas en la espalda con tanto entusiasmo que casi lo tiró al suelo—. ¡Y nunca en mi vida me he sentido tan feliz de ver a alguien! ¡Jamás!
—¡No puedo ni siquiera soportar la idea de que sigáis aquí un momento más, gran señor! —afirmó Questor en tono solemne. Se irguió—. Permitidme que me disculpe. Este infortunio ha sido por culpa mía. Yo soy el causante de todas las complicaciones y a mí me corresponde arreglarlas.
Se dio la vuelta. Sus ojos se fijaron en Abernathy.
—¡Amigo mío! —exclamó—. Te he causado un gran perjuicio. Lo siento de veras. Espero que me perdones.
Abernathy arrugó la nariz con desagrado.
—¡Maravilloso, Questor Thews! ¡Ahora no hay tiempo para esas tonterías! —Questor adoptó un aire ofendido—. Oh, pero… ¡Muy bien! ¡Te perdono! ¡Ya sabías que lo haría! ¡Ahora sácanos de aquí, maldita sea!
Pero el mago había divisado a Michel Ard Rhi.
—¡Ah, hola, Michel! —gritó de cara al final del pasillo, donde aquél se encontraba agazapado tras una hilera de asientos. Esbozó una sonrisa resplandeciente, luego le murmuró entre dientes a Ben—: ¿Pero qué está pasando aquí?
Ben lo informó en pocas palabras. Le contó lo que Ard Rhi había tratado de hacerle a Abernathy y lo que trataba de hacerle a ellos.
Questor se quedó muy impresionado.
—Michel no ha cambiado nada, según parece. Sigue siendo la misma detestable persona de siempre. Landover tiene suerte de haberse librado de él. —Se encogió de hombros—. Bueno, esto es muy divertido, pero me temo que debemos marcharnos, gran señor. Sospecho que la magia que empleé para cerrar esta sala no será muy duradera. La magia nunca ha funcionado demasiado bien en este mundo. —Se tomó un momento para examinar el trabajo que había hecho en la sala de audiencias, y suspiró—. No está nada mal esa selva, ¿verdad? Estoy orgulloso. Siempre tuve buena mano para las plantas.
—Un verdadero talento de jardinero —reconoció Ben. Tenía los ojos fijos en Michel Ard Rhi—. Escuche, Questor, por lo que a mí respecta, cuanto antes nos saque de aquí, mejor. Pero tenemos que llevarnos a Michel con nosotros. Ya sé —añadió inmediatamente, al ver la expresión horrorizada del mago— que piensa que estoy chiflado. Pero, ¿qué será de Elisabeth si lo dejamos aquí? ¿Qué le sucederá?
Questor frunció el entrecejo. Estaba claro que no había considerado esa cuestión.
—¡Oh, cielos! —exclamó.
Elisabeth, que se hallaba en el pasillo a unos cuatro metros, era evidente que pensaba en lo mismo.
—¡Abernathy! —rogó, tirándole de la manga. Cuando éste bajó la vista, se encontró con los grandes ojos de la niña—. ¡Por favor, no me dejéis aquí! No quiero quedarme. Quiero ir con vosotros.
Abernathy sacudió la cabeza.
—Elisabeth, no…
—¡Sí, Abernathy, por favor! ¡Quiero ir! ¡Quiero conocer la magia y volar con los dragones y jugar contigo y con Sauce y ver el castillo donde…
—Elisabeth…
—… Ben es el rey del mundo de las hadas y de todas esas criaturas extrañas. No quiero quedarme aquí, con Michel, aunque mi padre diga que no me pasará nada, porque no será así, nunca…
—¡Pero no puedo llevarte!
Se quedaron contemplándose con angustia. Entonces Abernathy abrazó impulsivamente a la niña, y sintió que ella lo abrazaba también.
—¡Oh, Elisabeth! —susurró.
Al otro lado, a lo lejos, se oían sirenas. Miles cogió a Ben por el brazo.
—Tenéis que salir de aquí, Doc… si no, es probable que ya no salgáis jamás. —Sacudió la cabeza—. Sigo pensando que todo esto es un sueño de locos. ¡Hadas verdes, perros parlantes… y ahora dragones! ¡Creo que mañana al despertar me preguntaré qué he bebido esta noche! —Esbozar una amplia sonrisa—. Qué más da. —Miró al dragón, que estaba mascando un pedazo del sillón del juez—. ¡No me hubiera gustado perderme esto por nada del mundo!
Ben sonrió.
—Gracias, Miles. Gracias por ayudarme. Sé que rola sido fácil, sobre todo con tantas cosas extrañas sucediendo a la vez. Pero algún día lo entenderás. Algún día volveré y te explicaré todo con detalle.
Miles apoyó su manaza sobre el hombro de Ben.
—Espero que cumplas tu palabra, Doc. Ahora vete. Y no te preocupes por las cosas de aquí. Yo haré todo lo que pueda por la niña. Ya encontraré un modo de solucionarlo, te lo prometo.
Questor había estado observando a Elisabeth y a Abernathy mientras Miles hablaba, pero de repente interviú.
—¡Solucionarlo todo! —exclamó—. Eso me da una idea—giró sobre sí mismo y se precipitó por el pasillo hacia donde estaba Michel Ard Rhi y los otros, aún agazapados tras los asientos—. Veamos —murmuró para sí—. Creo que aún me acuerdo como funciona esto. ¡Ahá!
Farfulló unas cuantas palabras rápidas, acompañadas de unos breves ademanes y señaló de uno en uno al jefe comisionado Wilson, al policía, a los dos esbirros de Michel; Martin y, por último, a Lloyd Willoughby de Sack, Saul; McQuinn. De repente, todos mostraron una expresión placentera y cayeron dormidos al suelo.
—¡Eso es! —Questor se frotó las manos con energía—. Cuando despierten, tras un agradable descanso, todo les parecerá un sueño vago. —Miró sonriente a Miles—. ¡Así le resultará más fácil su tarea!
Ben miró a Miles, que contemplaba con suspicacia el rostro inexpresivo de Willoughby. Las sirenas se habían detenido ante el edificio del juzgado, y la luz de un foco entraba y salía por el agujero de la pared.
—¡Questor, tenemos que irnos de aquí! —gritó Ben cogiendo en brazos a Sauce—. ¡Traiga a Michel y vámonos!
—¡Oh, no, gran señor! —Questor sacudió la cabeza con decisión— ¡No podemos dejar que Michel vuelva a Landover! Ya causó demasiados problemas cuando estaba allí. Creo que es mejor que se quede aquí, en su mundo.
Ben se disponía a objetar ese argumento, pero Questor ya se aproximaba a Michel, que se había puesto en pie y se apoyaba contra la pared del fondo.
Apartate de mí, Questor Thews —rugió—. ¡No me das miedo!
—¡Michel, Michel, Michel! —suspiró Questor—. Siempre has sido un fallido proyecto de príncipe, y parece que no has cambiado. Por lo visto, estás decidido a hacer desgraciados a todos los que te rodean. No lo entiendo. En cualquier caso, vas a cambiar, aunque para ello tenga que ayudarte.
Michel se encogió.
—No te acerques a mí, viejo imbécil. ¡A otros podrás engañarlos con tus trucos de magia, pero a mí no! Siempre fuiste un charlatán, un falso mago incapaz de producir verdadera magia, un payaso ridículo que todos…
Questor hizo un movimiento brusco con la mano y las palabras dejaron de salir de la boca de Michel Ard Rhi, a pesar de que éste continuaba tratando de hablar. Cuando comprendió lo que le había hecho, se tambaleó, horrorizado.
—Todos podemos ser mejores en la vida, Michel —susurró Questor—. Sólo se ha de aprender cómo.
Hizo una serie de movimientos complicados y susurró unas palabras. De sus dedos salió un polvo dorado que voló por el aire hasta depositarse sobre Michel Ard Rhi. El exiliado príncipe de Landover se encogió, luego se puso rígido y sus ojos parecieron captar algo que ninguno de los presentes fue capaz de ver. Se relajó, y en su rostro apareció reflejada una mezcla de horror y comprensión.
Questor se dio la vuelta y comenzó a recorrer el pasillo a la inversa.
—Tendría que haber hecho esto hace tiempo —murmuró—. Un conjuro sencillo, pero efectivo. Durará bastante, incluso en este mundo bárbaro de incrédulos. Se detuvo un momento al llegar junto a Abernathy y Elisabeth, y apoyó su mano arrugada en el hombro de la niña.
—Lo siento Elisabeth, pero Abernathy tiene razón. No puedes venir con nosotros. Perteneces a este mundo, a tu padre y a tus amigos. Éste es tu lugar, no Landover. Y existe una razón para ello, al igual que existe una razón para casi todo lo que sucede en la vida. No pretendo comprender todas esas razones, pero sí entiendo algunas. Tú crees en la magia, ¿verdad? Bueno, por eso en parte estás aquí. Todos los mundos necesitan de alguien que crea en la magia, para que se encarguen de que no la olviden aquellos que no creen en ella.
Se inclinó para besarla en la frente.
—Recuérdalo, ¿eh?
Continuó por el pasillo hasta llegar a Ben.
—No os preocupéis gran señor. Ella no tendrá más problemas con Michel Ard Rhi, os lo aseguro.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ben—. ¿Qué le ha hecho usted?
Pero el mago ya había atravesado la puerta de la barandilla y trepaba por el dragón.
—Os lo explicaré más tarde, gran señor. Ahora tenemos que irnos. En este mismo instante, creo.
Señaló hacia el otro extremo de la sala. Ben vio que el muro de vegetación que bloqueaba la entrada empezaba a desintegrarse. En pocos momentos, habría desaparecido.
—¡Sal de aquí, Doc! —susurró Miles con impaciencia—. ¡Buena suerte!
Ben le estrechó la mano rápidamente, y llevó a Sauce en brazos a través de los escombros hasta donde se hallaba Strabo, que se había girado de cara hacia la abertura de la pared. El dragón le dirigió una mirada malévola, emitió un bufido y le enseñó los dientes.
—Súbete, Holiday —le invitó con voz amenazadora—. Será la última oportunidad que tendrás que hacerlo.
—Strabo, nunca lo hubiera creído —dijo Ben, maravillado.
—Me importa un bledo lo que creas —rugió el dragón—. ¡No me hagas perder tiempo!
Ben sujetó con fuerza a Sauce y comenzó a trepar.
—Questor debe de haber hecho algún milagro para conseguir…
Se interrumpió al oír de repente un ruido de helicópteros que se aproximaban, batiendo sus hélices en la noche.
Strabo hizo una mueca con los labios.
—¿Qué es ese ruido? —siseó.
—Peligro —respondió Ben, y se encaramó rápidamente detrás de Questor. Sauce abrió los ojos un instante y volvió a cerrarlos. Ben la cogió por los hombros y la apretó contra él—. ¡Date prisa, Abernathy!
Elisabeth abrazó de nuevo al perro.
—Sigo queriendo ir contigo —susurró—. ¡Quiero ir!
—Ya lo sé —le contestó él, luego se separó con cierta rudeza—. Lo siento, Elisabeth. Adiós.
Los otros estaban llamándolo. Cuando atravesaba la barandilla oyó que Elisabeth le gritaba frenéticamente.
—¡Abernathy! —Se giró—. ¿Volverás? ¿Volverás algún día?
Él asintió, tras un momento de duda.
—Te lo prometo Elisabeth.
—¡No te olvides de mí!
—No te olvidaré. Nunca.
—Te quiero mucho, Abernathy —dijo ella.
Él sonrió, trató de responder, pero después se limitó a tocarse la nariz con la lengua y alejarse. Cuando se colocó detrás de Ben estaba llorando.
—Lo siento, gran señor —dijo en voz baja.
—¡A casa, dragón! —ordenó Questor Thews.
Strabo emitió un silbido en respuesta y se elevó sobre los escombros de la habitación. Con el batir de las grandes alas de la bestia se levantó viento y el polvo se arremolinó, las luces que quedaban parpadearon y se apagaron, y el dragón pareció llenar la noche entera. Como un ser salido de una leyenda o de un cuento para niños, el dragón fue real un momento más para el hombre y la niña que lo contemplaban. Después salió volando a través de la abertura de la pared y desapareció.
Miles se acercó a Elisabeth, que miraba perpleja la oscuridad. Se detuvo junto a ella en silencio, sonriendo al sentir que la mano de la niña subía para coger la suya.
Strabo atravesó la pared del quinto piso del edificio de los juzgados y casi chocó contra un helicóptero. La máquina y el animal se esquivaron mutuamente, cortando el helado aire de la noche y los delgados rayos de los focos situados en las calles de abajo. Ninguno llegó a saber con exactitud con qué se había cruzado. No eran más que dos manchas oscuras sobre la ciudad, difíciles de precisar. El helicóptero desapareció con un rugido de su motor. Strabo se dejó caer entre los edificios, planeando.
Se oyeron gritos de la gente que estaba en las calles.
—¡Elévate, dragón! —chilló frenético Questor Thews.
Strabo remontó de nuevo, describiendo un arco entre un par de rascacielos, exhalando vapor a través de su piel escamosa. Ben y sus compañeros se agarraron con más fuerza, temiendo por sus vidas, a pesar de que la magia de Questor les mantenía asegurados. El helicóptero giró, rodeando un edificio, buscando con las luces, seguido por una segunda nave. Strabo emitió un aullido.
—¡Dile que no use el fuego contra ellos! —le avisó Ben a Questor, imaginándose a los edificios y los helicópteros en llamas y a Miles y a Elisabeth en la cárcel.
—¡No puede! —le contestó Questor, acercando la cabeza—. ¡En este mundo su magia está tan limitada como la mía! ¡Sólo tiene un poco de fuego y debe de ahorrarlo para la travesía!
Ben lo había olvidado. Strabo necesitaba su fuego para abrir un paso de retorno a Landover. Así era como los había sacado de Abaddon cuando los demonios los atraparon allí.
Regatearon y serpentearon a través de los obstáculos, pero los helicópteros continuaron tras ellos. Strabo dio la vuelta a un edificio y se lanzó hacia la bahía. Pasaron sobre los muelles, espigones y rompeolas, astilleros, diques secos, contenedores de carga, grúas gigantescas que parecían dinosaurios con cuellos de ganso, y un caleidoscopio de embarcaciones de todos los tamaños y formas. Más allá, a lo lejos, se elevaba una enorme hilera de montañas. Debajo, las luces de la ciudad parpadeaban y destellaban.
La sirena de un barco, que sonó como un bramido, los asustó por su cercanía. Strabo se estremeció, viró a la izquierda y comenzó a ascender. Ben aguzó la vista. Algo enorme, provisto de luces verdes y rojas intermitentes, surgió detrás, sobre ellos, muy cerca.
—¡Un avión a reacción! —exclamó Ben, alarmado—. ¡Cuidado, Questor!
Questor le gritó algo a Strabo y el dragón se desvió de inmediato hacia un lado, justo antes de que el avión pasara por donde habían estado en su trayectoria de descenso. Los motores rugieron, el viento bramó y todos los demás ruidos se fundieron en un silencio blanco.
Strabo dio la vuelta otra vez e inició el regreso a la ciudad, enseñando sus dientes negros.
—¡No! —aulló Questor—. ¡Llévanos a casa!
Pero Strabo estaba demasiado furioso. Quería luchar contra algo o contra alguien. De sus narices salían chorros de vapor y su garganta emitía unos ruidos extraños y aterradores.
Pasó de nuevo sobre el puerto y localizó los helicópteros. Les rugió en desafío, y el fuego ardió en sus fauces.
Ben estaba desesperado.
—¡Hágalo girar, Questor! ¡Si usa ese fuego, nos quedaremos atrapados aquí!
Questor Thews advirtió a gritos al dragón, pero éste no le hizo caso. Fue en línea recta hacia los helicópteros y pasó entre ellos, obligándolos a apartarse para evitar el choque, después se adentró en la ciudad. Las luces de los focos barrían el cielo en su busca. A Ben le pareció oír gritos de la gente. Le pareció oír disparos de armas. Strabo volaba a ciegas.
Entonces, cuando parecía que había perdido por completo el control, el dragón pareció recordar quién era. Con un bramido que sumió la noche en una profunda quietud, Strabo se elevó de repente hacia el cielo. Ben, Questor, Abernathy y Sauce sintieron el tirón de la velocidad que los empujó hacia atrás. El viento los azotaba, amenazando con derribarlos, helándolos hasta los huesos. El sonido y la vista desaparecieron en un vórtice de movimiento. Ben contuvo la respiración y esperó que todos se desintegrasen. Así terminaría todo, no había otra forma.
Estaba equivocado. Strabo bramó por segunda vez y exhaló una bocanada de fuego. El aire pareció derretirse y el cielo romperse. Apareció un agujero de bordes irregulares, negro y vacío, y lo atravesaron volando.
La oscuridad los engulló. Se produjo un destello de luz y una oleada de calor. Ben cerró los ojos, luego los volvió a abrir lentamente.
En el cielo brillaban varias lunas de colores y multitud de estrellas centelleantes, como en un libro infantil ilustrado. Las montañas se elevaban por todas partes y los jirones de niebla jugaban al escondite entre los escabrosos picos y los grandes y silenciosos árboles.
Ben Holiday dejó escapar el aire de sus pulmones con un lento silbido de alivio.
Estaban en casa.