LOCOS DISFRAZADOS

El jefe comisionado Pick Wilson de la oficina del sheriff de King County se inclinó cautelosamente sobre su escritorio lleno de papeles y le dijo a Ben Holiday:

—Así que usted y sus amigos no hacían más que dirigirse a una fiesta de disfraces… ¿En qué hotel dijo que era?

Ben fingió que intentaba recordar.

—-Creo que en el Sheraton. No estoy seguro. La invitación debe de estar en el coche.

—Bueno. De modo que iban a esa fiesta en un coche alquilado, con equipaje en el maletero…

—Después pensábamos ir directamente al aeropuerto —le cortó Ben.

La sala olía a pintura reciente y a desinfectante. Además hacía mucho calor.

—¿Sin ningún documento de identidad? ¿Ni siquiera su carné de conducir? —preguntó Wilson, un poco desconcertado.

—Se lo explicaré todo. —Ben empezaba a tener problemas para ocultar su irritación—. El señor Bennett sí lleva documentos de identidad. Los míos los dejé por descuido.

—Junto con los del señor Abernathy y la joven dama —concluyó Wilson—. Sí, ya lo ha explicado.

Se recostó de nuevo en el sillón, mirando al esqueleto, al gorila, al perro peludo y a la dama verde. Todos llevaban puesto el disfraz, aunque Ben hacía rato que se había quitado la careta de la muerte y Miles había desechado la voluminosa cabeza de gorila. Se hallaban en un despacho aséptico y funcional, de paredes desnudas, en algún lugar del edificio de los juzgados de King County, donde la policía estatal de Washington los había depositado hacía casi una hora, por considerarlos sospechosos. Wilson continuó contemplándolos, y Ben hubiera podido decir con toda exactitud lo que estaba pensando.

El comisionado se aclaró la garganta y bajó la vista a los papeles que tenía ante él.

—¿Y el disfraz de perro que encontramos en el asiento trasero…?

—Nos había sobrado. No le quedaba bien a nadie. —Ben se inclinó hacia delante—. Ya se lo hemos dicho. Si tiene alguna acusación contra nosotros, por favor formúlela. Ya ha visto nuestra tarjeta. El señor Bennett y yo somos abogados, y estamos dispuestos a defendernos y a defender a nuestros amigos, en caso necesario. Pero estamos empezando a cansarnos de estar aquí sentados. ¿Quedan más preguntas que hacer?

Wilson esbozó una leve sonrisa.

—Sólo unas cuántas. Eh… ¿no estaría más cómodo el señor Abernathy sin su máscara?

—No, no lo estaría —contestó Ben, sin disimular ya su irritación. Miró de reojo a Abernathy—. Sería muy difícil quitársela, se lo aseguro. Y tenemos la esperanza de poder asistir a la fiesta. Así que otros cinco minutos más y basta.

O tendrá que acusarnos de algo.

Se estaba envalentonando demasiado, pero algo tenía que hacer para acelerar las cosas. Aún no sabía qué ocultaba Wilson ni en qué clase de lío estaban metidos. Una especie de malentendido, les había dicho el comisionado. Sólo era una cuestión de aclararlo. Pero cuando parecía que las cosas comenzaban a aclararse, se enredaban de nuevo.

Sauce estaba sentada junto a Ben en lo que parecía un estado de trance. Tenía los ojos entornados, y su respiración era muy débil. Wilson la observaba con creciente suspicacia. Ben le explicó que se sentía mal, pero sabía que Wilson no lo había creído. Estaba convencido de que la chica se hallaba drogada.

—Su amiga no parece encontrarse demasiado bien, señor Holiday —dijo, como si le leyera el pensamiento—. ¿No le parece que debería echarse un rato?

—No quiero dejarte, Ben —dijo Sauce en voz baja, abriendo un poco los ojos y cerrándolos de nuevo.

Wilson se quedó un momento dudoso, luego se encogió de hombros. Ben acercó su silla a Sauce y la rodeó con el brazo, tratando de aparentar que la estaba tranquilizando y no sosteniéndola como realmente hacía. Ella se recostó levemente sobre él.

—Voy a llamar a un abogado local —anunció Miles. Se levantó—. ¿Puedo usar algún teléfono?

Wilson asintió.

—En el despacho de al lado. Marque el nueve para conseguir comunicación con el exterior.

Miles dirigió una mirada significativa a Ben y salió de la habitación. Mientras estaba fuera, uno de los funcionarios que trabajaba en la zona de recepción asomó la cabeza por la puerta e informó a Wilson de que le llamaban por teléfono. Wilson se sorprendió. Ben oyó a un par de agentes que se encontraban fuera de la sala comentando cómo toda la ciudad era invadida cada año en la fiesta de Halloween por brujas, duendes, fantasmas, y Dios sabía qué, dijo uno. Un zoológico llegado de todas partes, dijo el otro. Ya era difícil mantener la paz en las noches normales dijo el primero. Imposible en la fiesta de Halloween, dijo el segundo. Todos están chiflados, concluyó uno. Todos locos, concluyó el otro.

Wilson terminó de hablar.

—Discúlpeme un momento, señor Holiday —dijo y salió, cerrando la puerta tras él.

Abernathy se volvió hacia Ben, preocupado.

—¿Qué va a pasar, gran señor? —preguntó en voz baja.

No había dicho una palabra desde que habían llegado allí, porque Ben le había aconsejado no hacerlo. Era difícil mantener aquella farsa sobre la fiesta de disfraces si había que explicar por qué la boca del perro se movía como si fuese auténtica.

Ben sonrió, tratando de aparentar serenidad.

—No va a pasar nada. Pronto saldremos de aquí.

—No entiendo por qué insisten en preguntarme si quiero quitarme la máscara, gran señor. ¿Por qué no les decimos la verdad?

—¡Porque no podrán creerla, por eso! —dijo Ben con un suspiro, irritado consigo mismo. No tenía sentido descargar su nerviosismo sobre el fiel amanuense—. Perdona, Abernathy. Desearía que pudiéramos decir la verdad. Desearía que fuera tan sencillo.

Abernathy asintió, lleno de dudas, miró a Sauce y se inclinó hacia delante.

—Ya sé que vinisteis a buscarme y os estoy profundamente agradecido —susurró—. Pero creo que si no nos dejan marchar de inmediato, deberéis de olvidaros de mí. Deberéis regresar a Landover y atender a aquellos que precisan más ayuda.

Sus ojos se fijaron en Sauce unos segundos, y después se apartaron. La sílfide parecía dormida.

Ben movió la cabeza de un lado a otro.

—Demasiado tarde para eso. Ahora estoy tan aprisionado como tú. No, volveremos todos juntos.

Abernathy fijó sus ojos castaños en los de Ben.

—No sé si eso será posible, gran señor —susurró.

Ben no contestó. No pudo. Vio que Miles entraba de nuevo, cerrando la puerta tras de sí.

—Ya viene la ayuda —dijo—. Me he puesto en contacto con Wiston Sack, uno de los socios fundadores de la compañía Sack, Saúl y McQuinn. Trabajamos con ellos hace unos años en el caso de Seafirst. Dijo que enviaría a alguien enseguida.

Ben asintió.

—Espero que no tarde.

Wilson volvió a la habitación con aire diligente.

—Señor Holiday, ¿conoce a un hombre llamado Michel Ard Rhi?

Ben había temido esa pregunta desde el principio. No existía otra razón para que los detuvieran. Simuló pensar un momento, luego negó con la cabeza.

—No, creo que no.

—Bueno, parece que el señor Ard Rhi le acusa a usted y a sus amigos de haberle robado algo. Una especie de medallón.

La sala se quedó en silencio.

—Eso es ridículo —dijo Ben.

—El señor Ard Rhi nos ha dado la descripción del medallón. Es una descripción muy precisa. Se trata de un medallón de plata grabado con la figura de un caballero y un castillo. —Hizo una pausa—. ¿Tiene usted un medallón como ese, señor Holiday?

Ben sintió que la garganta se le estrechaba.

—Esperaremos a que llegue el abogado con quien ha contactado el señor Bennett antes de responder a más preguntas. ¿De acuerdo?

Wilson se encogió de hombros.

—Como quiera. El señor Ard Rhi ha llamado a la oficina del fiscal general. Por eso se hallan ustedes aquí. El señor Ard Rhi está en camino, según creo. Llegará dentro de unos minutos. La oficina del fiscal general ya ha enviado a un representante. —Se puso de pie—. Quizás cuando se reúnan todos podamos esclarecer este asunto.

Volvió a salir, cerrando la puerta con suavidad. Hubo un momento de silencio mientras se alejaba, después Miles habló.

—Maldita sea, Doc, sólo tiene que registrarte para…

—¡Miles! —le interrumpió Ben con un siseo—. ¿Qué podía hacer? ¿Decirle que lo tengo? Si lo averigua, nos arrestarán y el medallón quedará confiscado. ¡No puedo permitir que ocurra eso!

—¡Pues no veo cómo vas a evitarlo! ¡Lo encontrarán en cuanto te registren!

—Escúchame, por favor. ¡No va a registrarme! ¡No puede hacerlo sin un motivo fundado, y no tiene ninguno!

El rostro redondo de Miles se tensó.

—¡Con todos los respetos, Doc, no eres un abogado criminalista! ¡Eres un abogado estupendo, pero tu especialidad son los casos civiles! ¿Cómo sabes si tiene o no un motivo fundado? ¡Ard Rhi va decir que tú se lo quitaste, y a mí me suena eso a motivo fundado!

Ben se sintió cogido. Sabía que Miles tenía razón. Pero si admitía tener el medallón, se pasarían el resto de sus vidas en aquel edificio, o al menos el tiempo suficiente para producirles ese efecto. Miró a Miles, a Abernathy y a Sauce. Bennett estaba muy preocupado, Abernathy estaba a punto de revelar su identidad y Sauce estaba tan enferma que ni siquiera podía mantenerse erguida sin que alguien le ayudara. Landover parecía alejarse más y más a cada momento que pasaba. El plan para escapar se estaba desintegrando. No podría afrontar más complicaciones. Tenía que encontrar algún modo de salir de allí inmediatamente.

Se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.

—Wilson —gritó, y el jefe comisionado dejó lo que estaba haciendo y se volvió—. He estado pensando —dijo Ben—. ¿Por qué no postergamos todo este asunto hasta mañana, o hasta comienzos de la semana próxima? No se trata de algo inaplazable. La señora está empeorando. Quiero que descanse, y quizás que la visite un médico. Después de resolver esto, estaré encantado de responder a sus preguntas. ¿Qué opina?

Lo dijo sinceramente. Volvería a Landover si era necesario y arreglaría las cosas de una vez por todas. Ya había decidido que no le gustaba la idea de que Michel Ard Rhi anduviese libre por su mundo.

Pero Wilson ya estaba negando con la cabeza.

—Lo siento, señor Holiday, pero no puedo hacerlo. Lo consideraría si sólo dependiese de mí. Pero la orden de retenerles vino directamente de la oficina del fiscal general. No puedo dejar que se vayan hasta que ellos lo digan. Usted es abogado, tiene que entenderlo.

Ben asintió sin palabras. Lo comprendía a la perfección. En algún eslabón de la cadena, Michel Ard Rhi habría sobornado a alguien. Tenía que haberlo imaginado. Dio las gracias a Wilson y volvió a entrar en el despacho, cerrando la puerta. Se sentó junto a Sauce y la abrazó.

—Bueno, lo has intentado, Doc —lo consoló Miles.

La cabeza de Sauce se levantó un momento de su hombro, con esfuerzo.

—Todo irá bien, Ben —susurró—. No te preocupes.

Pero estaba preocupado. Le preocupaba que el tiempo transcurriera tan deprisa. Le preocupaba que todas las salidas de aquel embrollo se fuesen cerrando una tras otra, y le preocupaba ser incapaz de remediarlo.

Y aún seguía preocupado cuando veinte minutos después sonó un suave golpe en la puerta, ésta se abrió y apareció un joven de impecable aspecto con un portafolios en la mano. Habló unos instantes con Wilson, y entró. Ben pensó que habría sido mejor que llegase la caballería. El joven se detuvo. No estaba preparado para lo que encontró.

—¿Señor Bennett? —preguntó, mirando con expresión de incertidumbre al esqueleto, al gorila, al perro y a la dama verde.

Miles extendió la mano y el joven la estrechó.

—Soy Lloyd Willoughby, señor Bennett, de Sack, Saúl y McQuinn. El señor Sack me llamó y me pidió que viniera.

—Se lo agradecemos, señor Willoughby —dijo Miles, y empezó a presentar a los demás.

Ben le estrechó la mano. Abernathy y Sauce se limitaron a mirarlo.

A Ben le pareció demasiado joven y, por tanto, demasiado inexperto. De la forma en que los miraba pudo deducir que estaba pensando lo mismo que había pensado el jefe comisionado momentos antes.

Willoughby puso el portafolios sobre el escritorio de Wilson y se frotó las manos con nerviosismo.

—Bueno, pues ¿cuál es el problema?

—El problema es muy simple —explicó Ben, tomando la iniciativa—. Estamos aquí retenidos bajo la acusación de un supuesto robo; acusación que ha hecho el señor Ard Rhi. Por lo visto, ese hombre tiene alguna clase de influencia en la oficina del fiscal general, porque de allí provino la orden de detención. Lo que queremos, y ahora mismo, es que se nos permita irnos a casa y solucionar esto en otro momento. Sauce está muy enferma y necesita acostarse.

—Bueno, tengo entendido que hay pendiente un posible cargo por robo —dijo Willoughby, que cada vez parecía más nervioso—. Se trata de una especie de medallón. ¿Qué puede decirme respecto a eso?

—Puedo decirle que lo tengo y que es mío —respondió Ben, que encontraba ilógico plantearlo de otra forma—. El señor Ard Rhi no tiene ninguna base para acusarme de que lo robé.

—¿Le ha dicho eso al jefe comisionado?

—No, señor Willoughby. Si lo hiciera, querría que le entregara el medallón, y no tengo ninguna intención de hacerlo.

Willoughby parecía ahora como si estuviese rodeado de cocodrilos. Logró esbozar una débil sonrisa.

—Lo comprendo, señor Holiday. Pero, ¿lleva el medallón en este momento? Porque, a mi entender, si deciden presentar acusación, pueden registrarlo, encontrar el medallón y quitárselo.

Ben humeaba.

—¿No es preciso un motivo fundado? ¿No se trata de la palabra de Ard Rhi contra la nuestra? Eso no puede considerarse motivo fundado, ¿verdad?

Willoughby parecía perplejo.

—En realidad, señor Holiday, no estoy seguro. La verdad es que el derecho penal es sólo una actividad secundaria de la práctica de nuestro bufete. Yo lo he estudiado un poco para satisfacer a algunos clientes que desean que los representemos, pero no más que eso. —Sonrió, como disculpándose—. El señor Sack siempre me llama a mí para que lo sustituya en estos asuntos que surgen de noche.

Verde como la madera nueva, pensó Ben. Estamos arreglados.

—¿Quiere decir que ni siquiera es abogado criminalista? —preguntó Miles, levantándose como si realmente fuese el gorila de su disfraz. Willoughby retrocedió un paso, y Ben detuvo a Miles cogiéndolo por el hombro y volviendo a llevarlo a su asiento, dirigiendo una rápida mirada de advertencia hacia la puerta que los separaba de Wilson.

Se volvió hacia Willoughby.

—No quiero que me registren, señor Willoughby. Así de sencillo. ¿Puede evitarlo? —Willoughby parecía lleno de dudas—. Entonces le diré qué ha de hacer —prosiguió Ben—. Vamos a improvisar. Usted será el abogado, pero yo dirigiré el asunto. Limítese a seguir mis iniciativas, ¿de acuerdo?

Willoughby daba la impresión de estar considerando si era ético o no lo que se le pedía. Su entrecejo fruncido y su cara joven y sin arrugas denotaban una profunda concentración. Ben sabía que lo inutilizaría si lo presionaba demasiado. Pero no había tiempo para buscar otro abogado.

La puerta se abrió y reapareció Wilson.

—El señor Martin de la oficina del fiscal general me ha pedido que lo acompañe al juzgado número tres para tener una breve entrevista, señor Holiday. Con todos ustedes, por favor. Quizás después de eso puedan marcharse a casa.

Cuando los burros vuelen, pensó Ben con pesimismo.

Tomaron el ascensor para subir varios pisos y llegaron a una zona de espera enmoquetada. El jefe comisionado los guió por un corredor corto a un par de puertas tapizadas y a una sala de audiencias vacía que había tras ellos. Se detuvieron al comienzo de un pasillo que conducía, a través de una docena de filas de asientos, a una barandilla de madera que se abría al hemiciclo de audiencias y al estrado del juez. A la izquierda, se encontraba la tribuna del jurado y el sillón de los testigos, a la derecha, los asientos reservados a los periodistas. Más a la derecha una hilera de ventanas que abarcaban toda la pared, estaban abiertas a las luces de la ciudad. La sala se hallaba en penumbra, rota sólo por un par de lámparas empotradas en el techo que concentraban su luz sobre las mesas de los asesores legales, situadas justo delante de la barandilla de madera.

Un hombre con gafas y pelo canoso se levantó de una de las mesas.

—Señor Wilson —dijo—. ¿quiere acompañar al señor Holiday y a sus amigos hasta aquí, por favor?

Willoughby se adelantó a los demás, extendió una mano y se presentó.

—Soy Lloyd Willoughby, de Sack, Saúl y McQuinn. Se me ha pedido que represente al señor Holiday.

Martin le estrechó la mano protocolariamente y se olvidó de él.

—Es tarde, señor Holiday, y estoy cansado. Sé quién es usted. Incluso he seguido un par de casos de los que ha llevado. Usted y yo pertenecemos a la misma profesión, así que vayamos directamente al grano. El demandante, el señor Ard Rhi, dice que ustedes le robaron un medallón. Quiere que se lo devuelvan. Yo no sé qué hay en el fondo de este asunto, pero el señor Ard Rhi me ha dado su palabra de que si se le devuelve el medallón, todo quedará olvidado, y su denuncia no constará en ninguna parte. ¿Qué dice a eso?

Ben se encogió de hombros.

—Digo que el señor Ard Rhi está chiflado. ¿Por eso estamos aquí detenidos? ¿Porque alguien dice que le robamos un medallón? ¿Pero qué disparate es éste?

Martin movió la cabeza.

—Francamente, no lo sé. Todo esto queda fuera de mi control. En cualquier caso, será mejor que lo piensen más despacio, porque si el medallón no aparece y se presenta el señor Ard Rhi, que según parece se dirige aquí, es probable que se presenten cargos contra ustedes, señor Holiday.

—¿Por la palabra de un hombre?

—Eso me temo.

Ben se le acercó.

—Como antes dijo, señor Martin, soy abogado, igual que usted. Lo mismo que el señor Bennett. Nuestra palabra debe tener algún valor. ¿Quién es ese Ard Rhi? ¿Por qué razón ha de creer en su palabra? No cuenta con nada más contra nosotros, ¿verdad?

Martin era imperturbable y mantuvo su postura.

—La única palabra con que cuento, señor Holiday, es la de mi jefe, que me da trabajo, y él dice que presente cargos contra usted si el señor Ard Rhi, quienquiera que sea y haga lo que haga, firma una denuncia. Yo supongo que si no se le devuelve el medallón, la firmará. ¿Qué le parece?

Ben no podía decir lo que le parecía sin meterse en mayores problemas de los que ya tenía.

—De acuerdo, deténgame, señor Martin. Pero, ¿por qué no permite que se vayan los demás? Al parecer, soy yo el único contra quien se han presentado cargos.

Martin negó con la cabeza.

—Por desgracia, no. Sus amigos están acusados de cómplices. Mire, he tenido un día muy duro en los tribunales. He perdido el caso que estaba llevando, no he podido ir a la fiesta de disfraces de mi hijo, y ahora estoy aquí retenido por su causa. Todo esto es tan desagradable para mí como para ustedes, pero así es la vida. Por tanto, sentémonos a esperar al señor Ard Rhi. Y quizás pueda acabar con parte de este papeleo. Estoy demasiado agotado para volver a mi despacho.

Señaló hacia los asientos situados tras la barandilla.

—Espérenme un rato, ¿eh? Luego seguiremos hablando. No quiero equivocarme con estos papeles.

Se retiró otra vez a su mesa y se sentó, inclinándose sobre un expediente y unas notas. Willoughby puso gran interés en que se ocuparan los asientos señalados.

Martin levantó la vista.

—¿Señor Wilson? ¿Ha dado órdenes de que envíen al señor Ard Rhi aquí en cuanto llegue?

Martin esperó a que el otro asintiese, después volvió su atención a sus notas. Wilson recorrió el pasillo hasta las puertas de la sala y se quedó allí.

Willoughby se acercó a Ben y se inclinó sobre él.

—Quizás debería reconsiderar su decisión que ha tomado de no entregar el medallón, señor Holiday —susurró, con la esperanza de que Ben se diera cuenta de que ésta sería la mejor opción para todos los implicados.

Ben le dirigió una mirada que le hizo alejarse inmediatamente. Sauce musitó al oído de Ben:

—No… les des el medallón, Ben. —La voz sonó tan débil que a él se le cerró la garganta—. Si es preciso, vete sin mí. Prométemelo.

—Y sin mí, gran señor —dijo Abernathy, acercándose—. ¡Pase lo que pase, al menos vos debéis regresar a Landover!

Ben cerró lo ojos. Existía esa posibilidad. El medallón estaba en su poder. Sin duda, podría encontrar la forma de marcharse solo. Pero significaría abandonar a sus amigos, lo cual no estaba dispuesto a hacer. Miles no tendría problemas, pero Sauce moriría antes de que amaneciera. ¿Y qué sería de Abernathy? Sacudió la cabeza. Debía de haber otra forma de salir de allí.

Miles se inclinó hacia él.

—Quizás sea mejor que escondas el medallón, Doc. Sólo durante esta noche. Puedes venir a buscarlo mañana. ¡No puedes dejar que lo encuentren!

Ben no respondió. No sabía qué responder. Esa era la segunda posibilidad. Sabía que Miles tenía razón, pero también que no quería separarse del medallón por razón alguna. Lo había perdido dos veces: una cuando Meeks lo engañó haciéndole creer que se lo había entregado, y otra cuando se lo cedió a Abernathy para el frustrado intento de Questor de reconvertirlo en hombre. En las dos ocasiones había conseguido recuperarlo, pero en ambas había tenido que superar numerosas dificultades. No quería arriesgarse a una tercera pérdida. El medallón se había convertido en una parte integrante de su ser desde que había llegado a Landover, y, aunque no comprendía del todo cómo había sucedido, sabía que ya no podía funcionar sin él. Le otorgaba la magia que lo hacía rey. Le otorgaba poder sobre el Paladín. Y aunque le costaba admitirlo, le otorgaba su identidad.

Sentado en la penumbra de la sala, pensó en el medallón y en todo lo que había conseguido desde que lo tenía. Contempló los adornos de la sala, símbolos de su vida como miembro del cuerpo de abogados, vestigios de la persona que había sido, y se dio cuenta de lo lejos que estaba ya de eso. De la democracia a la monarquía. De las luchas dialécticas a las batallas reales. De un jurado integrado por varias personas a un jurado integrado por una sola. Ninguna ley excepto la suya. Todo eso lo había hecho posible el medallón. Se llevó la mano al pecho, y sonrió irónicamente. Podía haber perdido los lujos de su vida anterior; pero, ¿no se había limitado a cambiarlos por otros nuevos?

Las puertas se abrieron de repente y apareció un nuevo policía. Cruzó unas breves palabras con Wilson y éste se dirigió hacia Martin. Hablaron, y Martin se levantó y atravesó el corredor junto al jefe comisionado. Los tres hombres cruzaron las puertas y desaparecieron.

Ben comenzó a sentir un hormigueo en la nuca. Algo pasaba.

No tardó en volver. Martin se acercó a Ben.

—El señor Ard Rhi ha llegado, señor Holiday. Dice que usted estuvo en su casa ayer por la noche haciéndose pasar por el señor Squires con la intención de comprarle el medallón. Como él se negó a vendérselo, usted se presentó allí esta noche con sus amigos y lo robó. Parece ser que con la ayuda de la hija del mayordomo. Dice que ella lo ha reconocido. —Miró hacia las puertas de la sala—. ¿Señor Wilson?

Wilson y el otro policía las abrieron y le dijeron unas palabras a alguien que se encontraba fuera. Michel Ard Rhi entró en la sala, con el rostro impasible, pero con los ojos ennegrecidos aún más por la ira. Lo seguían dos miembros de la guardia de Graum Wythe.

Elisabeth se hallaba entre ellos, con expresión desconsolada. Miraba al suelo y sus mejillas pecosas estaban surcadas por las lágrimas.

Ben se sintió enfermo. Habían descubierto a Elisabeth. No cabía duda que la habrían obligado por la fuerza a confesar el robo del medallón. No cabía duda sobre lo que le harían si Ard Rhi no conseguía recuperarlo.

—¿Alguno de ustedes conoce a esta niña? —preguntó Martin con voz serena.

Nadie contestó. Nadie podía hacerlo.

—¿Y usted, señor Holiday? —presionó Martin—. Si devuelve el medallón, todo el asunto quedará olvidado. En caso contrario, tendré que arrestarlo.

Ben no contestó. No podía. Tenía la impresión de encontrarse en un callejón sin salida.

Martin suspiró.

—¿Señor Holiday?

Ben se inclinó hacia delante, sólo por cambiar de posición y ganar tiempo, pero Abernathy malinterpretó el movimiento, creyendo que había decidido entregar el medallón, y se apresuró a extender la zarpa para detenerlo.

—¡No, gran señor, no podéis! —exclamó.

Martin contempló atónito al perro. Ben pudo leer en los ojos del hombre lo que pensaba: ¿cómo era posible que la boca de un disfraz de perro se moviera de forma tan natural? ¿Cómo era posible que tuviera dientes y lengua? ¿Cómo era posible que pareciese tan real?

Entonces, una bola de fuego rojo explotó más allá de la hilera de ventanas, y en la noche se abrió un agujero negro y, tras él, estaban volando el dragón Strabo y Questor Thews.