PICOR

Questor Thews tardó casi tres días en viajar a caballo desde Plata Fina el extremo oriental de los Páramos. Fue solo, abandonando el castillo antes del amanecer del primer día, dejando aún dormidos a los fastidiosos gnomos nognomos y a todos aquellos inoportunos e insistentes embajadores, mensajeros y suplicantes de un sitio u otro. Los asuntos de estado tendrían que esperar, había decidido, tanto si era conveniente como si no. Juanete y Chirivía salieron a despedirlo, deseosos de que les permitiera acompañarlo y decepcionados por su insistencia en ir sin compañía. No se dejaría convencer por las muecas sonrientes y las miradas furtivas. Aquello tenía que hacerlo él. Nadie podía ayudarle. Era mejor que se quedasen en el castillo y cuidasen de todo en su ausencia. Montó en su viejo caballo gris y partió. Don Quijote sin Sancho Panza, un espantapájaros en busca de un campo que lo necesitara. Se dirigió al norte a través de la región montañosa y arbolada que rodeaba a Plata Fina, luego se desvió hacia el noreste por los campos y llanuras del Prado y, por último, al este, ya dentro de los Páramos.

Se acercaba el atardecer del tercer día cuando divisó a lo lejos el resplandor de las Fuentes de Fuego.

—Vamos, vamos —animó a su caballo, que ya había olido lo que les aguardaba y estaba empezando a poner dificultades.

Questor Thews era un hombre que soportaba una enorme carga de culpa. Sabía que las cosas no irían bien en el reino de Landover hasta que volviese el gran señor. Belladona continuaría con su campaña de instigación y anarquía hasta que alguien encontrase un modo de controlar a la botella y a su demonio. Por desgracia, él no era capaz de hacer algo así. Tendría que esperar al gran señor, pero el gran señor estaba atrapado en su viejo mundo y no le sería posible regresar hasta que recuperara el medallón; e incluso entonces, se quedaría si no conseguía volver con Sauce y el amanuense desaparecido. Todo esto lo había provocado Questor Thews, desde luego, y no podía limitarse a esperar y dejar que las cosas siguiesen su propio curso; sobre todo, porque el curso que siguieran podía ser el erróneo.

En consecuencia, ideó un plan para que las aguas volvieran a su cauce. Era un plan bastante simple y no muy meditado, pero, al fin y al cabo, era un plan. Le pediría ayuda a Strabo para que devolviese a Landover a Holiday y sus compañeros.

En realidad era sencillo y le sorprendía que no se le hubiera ocurrido antes. Nadie podía entrar o salir del valle sin pasar por las nieblas de las hadas, y nadie podía pasar por las nieblas de las hadas sin la magia del medallón; nadie, excepto Strabo. Los dragones aún podían ir a casi todas partes. Bueno, sin adentrarse mucho en las nieblas de las hadas, puesto que habían sido expulsados de allí hacía mucho tiempo. Pero podían ir a muchos sitios. La magia que les permitía atravesar las nieblas era suya propia. Strabo no era una excepción. Ya había llevado a Holiday al infierno de Abaddon para rescatar a Sauce, Abernathy, los kobolds y a él de los demonios. Ahora podría hacer un segundo viaje para rescatar a Holiday.

La cara de Questor se contrajo. Strabo podría, seguro, pero que quisiera era una cuestión del todo diferente. Había que tener en cuenta que el viaje a Abaddon lo realizó bajo una fuerte coacción, y que después había dejado claro en numerosas ocasiones que preferiría ahogarse en su propio humo que mover una garra en ayuda de Ben Holiday.

Así que aunque la concepción del plan era bastante sencilla, su ejecución no lo sería tanto.

—Bueno —suspiró, resignado—. Algo hay que intentar.

Condujo a su caballo gris al reborde montañoso que rodeaba las Fuentes de Fuego, desmontó, desensilló al animal y le dio una palmada en la grupa para que volviera a casa. No había razón para hacer que lo esperara. Si no conseguía convencer a Strabo para que le prestara ayuda, tampoco necesitaría el caballo.

Se tiró de una oreja. ¿Como iba a convencer a Strabo?

Dedicó un momento a pensarlo, pero luego apartó de sí la preocupación y empezó a subir la pendiente, abriéndose paso entre los densos matorrales. El crepúsculo descendía poco a poco sobre el valle, llenándolo de manchas azules y grises. El sol se redujo a una fina grieta plateada sobre las capas de los árboles que se alineaban en el horizonte occidental y después desapareció por completo. Questor alzó la vista. Un cúmulo de nubes bajas estaba suspendido justo sobre su cabeza, y su parte inferior reflejaba el anaranjado y rojo del resplandor de las Fuentes de Fuego. El mago inhaló el humo y las cenizas, y estornudó. ¡Un estornudo!, pensó malhumorado. ¡Así empezó todo el lio! Siguió avanzando con decisión, sin prestar atención a las zarzas y matorrales que se enganchaban en su túnica, desgarraban la tela y arañaban la piel. Las explosiones ya eran audibles; toses secas y retumbantes que después se reducían a murmullos de descontento. El calor aumentaba, y Questor comenzó a sudar.

Al fin coronó una montaña y se detuvo, apoyando las manos en las caderas. Ante él se extendían las Fuentes de Fuego, una serie de cráteres irregulares, en los cuales borboteaba y silbaba un líquido azul y amarillo. De vez en cuando, un surtidor de llamas saltaba de un cráter, que después extinguía. El aire era sulfuroso y caliente, con un fuerte olor que desprendía del líquido ardiente y los huesos de los animales devorados por el dragón.

El dragón estaba comiendo. Yacía enrollado a un pequeño cráter en el extremo norte de las Fuentes, masticando con afán lo que a Questor le parecieron los restos de una desafortunada vaca. Los huesos se partían y crujían dentro de sus fauces monstruosas al ser triturados por los dientes negros. El mago arrugó la nariz, mostrando su desagrado. Siempre había considerado repulsivos los hábitos alimenticios de Strabo.

—Dragón, dragón —murmuró para sí.

Strabo asó un trozo de vaca con su propio fuego, la arrancó del hueso y la masticó ruidosamente.

Questor Thews se adelantó hasta el mismo borde del montículo para quedar claramente visible.

—¡Viejo dragón! —gritó—. ¡Necesito hablar contigo!

Strabo dejó de masticar un momento y alzó la cabeza.

—¿Quién está ahí? —preguntó, irritado—. Questor Thews, ¿eres tú? —dijo tras forzar la vista.

—Sí, soy yo.

—Eso me pareció. ¡Qué aburrimiento! —dijo el dragón, mordiendo el aire para dar énfasis a sus palabras—. ¿Y a quién llamas «viejo»? ¡Tú sí que eres un fósil!

—Necesito hablar contigo.

—Eso has dicho. Te he oído perfectamente. No me sorprende, Questor Thews. Tú siempre quieres hablar con alguien. Parece que encuentras un gran placer en hablar. A veces pienso que si pudieras transformar tu charla interminable en magia, serías un mago formidable.

Questor arrugó el entrecejo.

—¡Esto es muy importante!

—Para mí no. Tengo que terminar de cenar.

El dragón volvió a ocuparse de la vaca, arrancando un nuevo pedazo con los dientes y masticándolo con satisfacción. Parecía ajeno a cualquier otra cosa.

—Limitado de nuevo a robar vacas, ¿eh? —preguntó Questor, dando un par de pasos más—. ¡Ay! ¡Qué triste! Es casi un acto de caridad que te lo permitan, ¿verdad?

Strabo dejó de comer y giró su cabeza escamosa para mirar al mago.

—Esta vaca vagabundeaba por aquí y se quedó para la cena —dijo, con una especie de sonrisa—. Igual que tú.

—Yo no sería una comida sustanciosa para ti.

—¡A lo mejor servirías como un postre pasable! —El dragón pareció considerar la idea—. No, supongo que no. No habría suficiente ni para eso.

—¡No para un estómago como el tuyo!

—Pero si te comiera, te callarías.

Questor hizo acopio de paciencia.

—¿Por qué no escuchas lo que tengo que decirte?

—¡Ya te lo he dicho, mago, porque estoy comiendo!

Questor se meció sobre sus talones y alisó sus ropas.

—Muy bien. Esperaré hasta que hayas acabado.

—¡Haz lo que quieras, pero cállate!

Strabo volvió a su cena, tostando la carne con sus chorros de fuego y masticándola ferozmente. Su larga cola se retorcía y serpenteaba, como si fuera el impaciente receptor de una comida que tardaba demasiado en llegar. Questor le observaba. De reojo, Strabo también lo observaba a él.

Al fin, el dragón se deshizo de los restos de la vaca tirándolos por la boca del cráter y se volvió de repente hacia el mago.

—¡Ya basta, Questor! ¿Cómo voy a comer contigo ahí, contemplándome como si fuera el precursor de la desgracia? ¡Me quitas el apetito! ¿Qué quieres?

Questor se irguió, frotándose las piernas entumecidas.

—Quiero que me ayudes.

El dragón serpenteó entre los cráteres. Su monstruoso cuerpo era inmune a las cenizas y las llamas, y con la cola y las alas salpicaba gotas de fuego líquido a su paso. Al llegar al otro extremo, donde se encontraba Questor, se irguió sobre las patas traseras y lamió ávidamente sus fauces con la larga lengua bífida.

—¡Questor Thews, me parece imposible encontrar una sola razón que me obligue a ayudarte! Y, por favor, no empieces con tu salmodia sobre los estrechos lazos que unen a los dragones y a los magos, las cosas que hemos compartido a lo largo de nuestras historias y que debemos prestarnos ayuda mutuamente en tiempos de necesidad. Ya lo intentaste la última vez, ¿recuerdas? No te sirvió de nada entonces y no te servirá de nada ahora. ¡Francamente, ayudarte de alguna forma me resultaría abominable!

—No te pido ayuda para mí —logró decir al fin Questor—. Te pido ayuda para el gran señor.

El dragón lo miró como si estuviera loco.

—¿Holiday? ¿Quieres que ayude a Holiday? ¿Y por qué iba a hacer una cosa semejante?

—Porque es tu gran señor al igual que el mío —dijo Questor—. Ya es hora de que lo reconozcas, Strabo. Te guste o no, Ben Holiday es el gran señor de Landover, y mientras vivas en el valle estarás sometido a sus leyes. ¡Eso significa que estás obligado a prestar tu ayuda a tu rey cuando la necesite!

Strabo estalló en carcajadas; tan fuertes, que le hicieron perder el equilibrio y caer sobre uno de los cráteres, esparciendo llamas por todo su alrededor. Questor se agachó para protegerse y luego volvió a erguirse.

—¡No hay nada gracioso en lo que he dicho!

—¡Todo es graciosísimo! —aulló el dragón. Se ahogó, jadeó y eructó fuego y humo por la boca—. Questor Thews eres increíble de veras. ¡Me parece que ni siquiera tú crees lo que dices! ¡Qué divertido!

—¿Vas a ayudarme o no? —preguntó Questor.

—¡Yo diría que no! —El dragón volvió a alzarse—. ¡No soy súbdito de este país ni de su gran señor! ¡Vivo donde quiero y obedezco mis propias leyes! ¡No tengo por qué prestar ayuda a nadie, y mucho menos a Holiday! ¡Qué cosa tan absurda!

Questor no se sorprendió de oír hablar así a Strabo, sabiendo perfectamente que el dragón nunca había estado dispuesto a ayudar a nadie en toda su vida. Pero había valido la pena intentarlo.

—¿Y qué dirías de Sauce, la bella sílfide? —preguntó—. Ella también necesita tu ayuda. Una vez le salvaste la vida, ¿te acuerdas? Ella te cantó y te dio sueños para que los contemplaras. Quizás ayudarías a Holiday si supieras que a la vez la ayudabas a ella.

—Ni hablar —dijo el dragón en tono despectivo.

Questor meditó un momento.

—Bueno —dijo—. Entonces tendrás que ayudar a Holiday por tu propio bien.

—¿Por mi propio bien? —Strabo se pasó la lengua pollos dientes—. ¿Qué inteligente argumento te vas a sacar de la manga ahora, mago?

—Un argumento que incluso un dragón puede comprender —replicó Questor Thews—. Belladona se ha apoderado de una magia que amenaza a todos los habitantes del valle. Ya ha empezado a emplearla, indisponiendo entre sí a los humanos y a las criaturas fantásticas, provocando desórdenes por doquier. Si se le permite continuar, los destruirá a todos.

—¿Y a mí que me importa? —preguntó el dragón.

Questor se encogió de hombros.

—Tarde o temprano te tocará a ti, Strabo. Después de Holiday, tú eres su peor enemigo. ¿Qué te imaginas que te sucederá entonces?

—¡Bah! ¡Yo puedo contrarrestar toda la magia que la bruja maneje!

Questor se frotó el mentón.

—Me gustaría poder decir lo mismo. Ésta es una magia diferente, Strabo. Una magia tan antigua como la tuya. Se manifiesta en la forma de un demonio que vive en una botella. Ese demonio extrae su poder del poseedor de la botella y puede emplearlo de la forma que quiera. Estarás de acuerdo, supongo que el poder de Belladona es formidable, ¿verdad?

—No estoy de acuerdo contigo en nada. —El dragón se mostraba irritado—. ¡Lárgate de aquí, Questor Thews! ¡Estoy harto de ti!

—Por mucho que odies a Holiday, la suya es la única magia que puede oponerse a la del demonio. El gran señor de Landover puede invocar al Paladín, y el Paladín puede enfrentarse a cualquier cosa.

—¡Largo!

El dragón lanzó un chorro de fuego que carbonizó toda la tierra del montículo sobre el que se hallaba Questor Thews, y dejó el aire lleno de humo y cenizas. El mago casi se ahogó, jadeó y se apartó del calor. Cuando el aire se aclaró, vio que el dragón se alejaba.

—¡Me importa un pito Belladona, su demonio, Holiday, tú y cualquier otro ser del valle! —murmuró—. ¡Apenas me importo yo mismo! ¡Ahora, vete!

Questor Thews arrugó el entrecejo, preocupado. Bueno, lo había intentado. Nadie podría decir lo contrario. Había hecho lo que estaba en su mano para razonar con el dragón y había fracasado. Strabo se había limitado a comportarse como el ser intratable que era. Si continuaba presionándolo, aquello acabaría en una batalla.

Suspiró cansadamente. Así eran las relaciones entre los dragones y los magos. Así habían sido siempre.

Empezó a subir hacia el borde del montículo, pero se detuvo a mitad de camino.

—¡Strabo! —La cabeza escamosa del dragón se giró—. Viejo dragón, parece que tendremos que enfrentarnos. Esperaba que tu sentido común prevaleciera sobre tu innata tozudez, pero está claro que no es posible. ¡Es necesario que prestes tu ayuda al gran señor y, si no lo haces voluntariamente, lo harás contra tu voluntad!

Strabo miró a Questor con auténtica sorpresa.

—¡Caramba, Questor Thews! ¿Me estás amenazando?

Questor se irguió en toda su estatura.

—Si es preciso amenazarte para conseguir tu cooperación, te amenazaré, e incluso llegaré más lejos.

—¿De veras?

El dragón se tomó tiempo para estudiar al mago, luego golpeó un cráter con la cola y lanzó su líquido ardiente a todas partes.

—¡Vete a casa viejo mago estúpido! —le espetó, y empezó a volverse.

Questor alzó las manos y abrió los dedos en un amplio abanico concentrando fuego en las puntas. Con un movimiento repentino, lanzó el fuego hacia el dragón. Alcanzó el cuerpo de Strabo en toda su longitud, lo levantó del suelo y envió volando sobre varios cráteres hasta dejarlo caer en un montículo. Las rocas y las llamas saltaron, y el dragón emitió un fuerte rugido.

—¡Cielos! —susurró Questor, sorprendido de su propia magia.

Strabo se levantó lentamente, se sacudió desde la cabeza a la cola, tosió, escupió y se volvió hacia el mago.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó, evidenciando admiración en el tono de su voz.

—He aprendido mucho más de lo que puedes imaginarte —mintió el mago—. Será mejor que accedas a hacer lo que te he pedido.

Strabo respondió con una lluvia de llamas que derribaron a Questor y le hicieron rodar hasta un grupo de arbustos. Siguió una segunda ráfaga de fuego, pero él ya estaba bajando por la otra vertiente de la colina, y el fuego sólo abrasó la tierra hasta dejarla negra.

—¡Ven aquí, Questor Thews! —gritó el dragón desde sus dominios—. ¡Ni siquiera ha empezado la lucha y ya te vas corriendo a casa!

Questor se volvió con lentitud y empezó a subir de nuevo la pendiente. Sería preciso un esfuerzo considerable por su parte, decidió lúgubremente.

Durante los veinte minutos siguientes, el mago y el dragón se atacaron con una ferocidad terrorífica. Se retorcieron, se esquivaron y saltaron alrededor de los cráteres que escupían humo, vapor y llamas, convirtiendo las Fuentes de Fuego en un campo de batalla ennegrecido. Cambiaron golpe por golpe. Questor utilizaba cualquier clase de magia concebible contra el dragón, conjurando encantamientos que ni siquiera él sabía que conocía. Strabo le contestaba con explosiones de fuego. Avanzaban y retrocedían, presionándose e impeliéndose como luchadores en un ring. Al final, ambos jadeaban y se tambaleaban como borrachos.

—¡Mago… no dejas de sorprenderme! —resolló Strabo enrollándose como una bola en el centro de las Fuentes.

—¿Has… pensado mejor… mi petición? —preguntó Questor en respuesta.

—Desde… luego —dijo Strabo y lanzó una bola de fuego contra el mago.

Reanudaron la pelea sin decir nada más, y sólo sus gruñidos y gritos, y las ocasionales toses retumbantes de los cráteres interrumpían la quietud del anochecer. Las nubes se dispersaron y las estrellas y lunas de Landover aparecieron. El viento se aplacó y el aire se hizo más templado. El crepúsculo se fue y llegó la noche.

Questor envió al dragón un enjambre de mosquitos, tapándole la nariz, los ojos y la boca. Strabo se sofocó, jadeó y exhaló fuego en todas direcciones, sacudiéndose como si estuviera encadenado. Empezó a maldecir, utilizando palabras que Questor no había oído en su vida. Después se alzó de la tierra y se lanzó contra el mago, con intención de aplastarlo. Questor, mediante un conjuro, hizo aparecer un agujero en el suelo y se metió en él un segundo antes de que el dragón aterrizara en el lugar donde había estado hasta entonces. Strabo se quedó allí sentado buscándolo con la mirada, tan furioso por su aparente desaparición que no se daba cuenta de lo que había ocurrido. Entonces, un aguijón de abeja de dos metros de largo ascendió bajo él, lanzándolo hacia arriba y provocando nuevos aullidos. Questor surgió del agujero, esparciendo fuego a su alrededor. El dragón le correspondió con el suyo y ambos cayeron chamuscados y humeantes.

—¡Mago, somos… demasiado viejos para esto! —jadeó Strabo, limpiándose con la lengua las cenizas que se habían pegado a su nariz—. ¡Ríndete!

—Me rendiré… cuando digas que sí, no antes —respondió Questor.

Strabo sacudió su cabeza ennegrecida.

—¡No creo que merezca la pena llegar a esto… por nada del mundo!

Questor se asombró. Estaba negro de la cabeza a los pies, cubierto de ceniza y lleno de quemaduras, con las ropas hechas jirones imposibles de remendar, el pelo erizado sobre su cabeza, y los músculos y articulaciones tan flácidos como si nunca fueran a recuperarse. Había probado toda la magia que conocía y alguna más, sin lograr dominar a Strabo. Estaba vivo sólo por una serie de casualidades sin parangón en la historia de la hechicería. Mucha de la magia que había intentado usar falló, como de costumbre, y mucho de lo que le hubiera gustado hacer excedía a su capacidad. Lo único que lo mantenía en pie era el conocimiento de que un nuevo fracaso le obligaría a renunciar al status de mago, al menos ante sí mismo. Aquella era su última oportunidad, la única oportunidad de demostrarse a sí mismo que era realmente el mago que siempre había afirmado ser.

Tomó una gran bocanada de aire.

—¿Estás dispuesto… a escuchar? —preguntó.

Strabo abrió la boca todo lo que pudo y le mostró sus numerosos dientes.

—¡Ven… baja aquí, Questor Thews… así oirás mejor mi respuesta!

Questor envió una ráfaga de llagas gangrenosas a la boca del dragón, pero la piel era tan dura que antes de que anidaran en ella fueron expulsadas. Strabo respondió con una descarga que derribó al mago y le quemó las botas. Intercambiaron bolas de fuego durante un rato; luego, Questor giró los brazos hasta que pareció que iban a desprenderse de su cuerpo, y envió al dragón una feroz tormenta de nieve. Los copos y el viento helado golpearon al dragón, que buscó refugio en el fuego de uno de los cráteres más grandes. Pero la tormenta era tan violenta que apagó las llamas y convirtió en hielo el líquido que contenía. Strabo quedó atrapado en el bloque resultante, con la nieve cayendo sobre su cabeza mientras aullaba de furia.

Al fin, la magia dejó de funcionar y la tormenta amainó. El dragón quedó cubierto por treinta centímetros de nieve, que enseguida empezó a derretirse con el calor de los otros cráteres. Strabo sacó la cabeza de la capa de nieve y se sacudió los últimos copos que tenía encima. Después se incorporó rugiendo, y el hielo se fragmentó en cubos. De nuevo quedó libre, expulsando vapor por la nariz, y se volvió para hacer frente a Questor Thews.

Questor aspiró. ¿Qué haría falta para vencer a aquella bestia?, se preguntó frustrado. ¿Qué tenía que hacer?

Esquivó otro chorro de fuego, luego otro y se apresuró a proyectar un escudo mágico para protegerse del tercero. Strabo era demasiado fuerte. En una competición de fuerza nunca podría ganarle al dragón. Tenía que encontrar otro camino.

Esperó que Strabo se parase a respirar, y le envió un picor.

Empezó por el pie izquierdo de la pata trasera, pero cuando levantó el pie para rascarse, el picor se trasladó a la parte superior de la pata, luego a la espalda, al cuello, a la oreja, a la nariz y volvió a bajar después al pie derecho. Strabo se retorcía y gruñía golpeándose alocadamente mientras el picor pasaba de una parte a otra, tan escurridizo como el jabón en la bañera, deslizándose cada vez que intentaba rascarse. Aulló y rugió, se contorsionó y sacudió, pero nada parecía ayudarle. Se olvidó de Questor Thews, pasando su cuerpo serpentino sobre los afilados bordes de los cráteres, mojándose en el fuego líquido, tratando de rascarse con desesperación.

Cuando al fin Questor Thews hizo un rápido movimiento de manos y retiró el picor, Strabo era un muñeco roto. Yacía jadeando en el centro de las Fuentes de Fuego con las fuerzas agotadas por el momento y la lengua colgando hasta tocar la tierra. Sus ojos giraron lentamente hasta dar con el mago.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo, resollando como un perro viejo—. ¡Ya es suficiente! ¿Qué es lo que quieres, Questor Thews? ¡Dímelo y acabemos ya!

Questor Thews se enorgulleció un poco y se permitió una sonrisa de satisfacción.

—Bueno, dragón. En realidad, lo que quiero es bastante sencillo —comenzó.