El día treinta y uno amaneció gris, nublado y húmedo. El viento soplaba en fuertes ráfagas y la lluvia que caía helaba el aire, como si toda la mitad oeste del estado de Washington recibiera el anuncio de la llegada del invierno. Era una día triste, lleno de sombras y de ruidos extraños, de esos que todos desearíamos pasar junto al fuego con un vaso de algo caliente y un buen libro. Era un día de esos en que se escuchan los ruidos de mal tiempo y de otras cosas que ni siquiera existen. Era, en resumen, un día perfecto para la vigilia de Todos los Santos.
Elisabeth estaba comiendo en la cafetería de la escuela cuando le dijeron que la llamaban por teléfono de su casa. Salió apresuradamente, dejando a Nita Coles el encargo de vigilar su pastel de chocolate. Cuando volvió estaba tan excitada que ni se acordó de comérselo. Después en el momento en que estuvieron en un lugar donde nadie la podía oír, le dijo a Nita que ya no necesitaba que la fuesen a buscar para la fiesta de aquella noche, aunque tal vez necesitara ir más tarde a su casa. Nita dijo que de acuerdo, pero que su comportamiento le parecía extraño.
Ben Holiday pasó la mayor parte de aquel día desapacible en Seattle, al sur de Woodinville y Bothell, visitando tiendas de disfraces. Tardó mucho en encontrar el disfraz que buscaba. De vuelta en la habitación del motel, también tuvo que dedicar varias horas a cambiar algunos detalles hasta lograr el efecto deseado.
Sauce pasó el día en la cama, descansando. Cada vez estaba más débil y tenía problemas para respirar. Trató de ocultárselo a Ben, pero no era algo que pudiera ocultarse. Él se había dado cuenta pero no dijo nada y la dejó descansar, esforzándose en concentrarse en los preparativos para la noche. Sauce lo agradeció.
Miles Bennett visitó varios aeropuertos privados hasta que encontró un avión y un piloto disponibles para volar aquella noche. Le dijo al piloto que serían cuatro y que debía llevarlos a Virginia.
Todos estuvieron ocupados en sus asuntos, al igual que el resto del mundo, pero a ellos aquel viernes les resultó interminable…
Al fin, el anochecer encontró a Ben, Miles y Sauce en la carretera 522 dirigiéndose de nuevo de Woodinville a Graum Wythe. Iban en un coche corriente de alquiler. La limusina ya había sido devuelta a Seattle. Ben conducía, Sauce iba en el asiento de al lado y Miles detrás. El viento silbaba y las ondeantes sombras de las ramas de los árboles pasaban sobre la carrocería del coche como los dedos de un demonio. El cielo estaba plomizo, y se tornó negro cuando el último resplandor de luz del día desapareció.
—Doc, esto no saldrá bien —dijo Miles súbitamente, interrumpiendo lo que parecía un interminable silencio.
Era como una repetición del día anterior. Ben sonrió con ironía, aunque Miles no pudo verlo.
—¿Por qué no, Miles?
—Porque hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Ya sé que ayer dije lo mismo y que lograste salir adelante, pero esto es diferente. ¡Este plan es mucho más peligroso! ¡Te darás cuenta, supongo, que ni siquiera sabemos si Abernathy está en esas mazmorras o jaulas o lo que sea! ¿Y si no está allí? ¿Y si está, pero no puedes llegar hasta él? ¿Y si han cambiado las cerraduras o han escondido las llaves? ¿Qué haremos entonces?
—Volver mañana e intentarlo de nuevo.
—¡Sí, claro! ¡Pero la fiesta de Halloween ya habrá pasado! ¿Qué se supone que haremos? ¿Esperar a la Fiesta de Acción de Gracias y entrar disfrazados de pavos? ¿O a Navidad y entrar por la chimenea como si fuéramos Papa Noel y sus duendecillos?
Ben miró a su alrededor. Miles estaba muy gracioso sentado allí atrás con el traje de gorila. Pero él también resultaba cómico disfrazado de perro peludo con cierto parecido a Abernathy.
—Relájate, Miles —dijo.
—¿Relajarme? —Ben casi pudo ver como enrojecía bajo su grueso disfraz—. ¿Y si cuentan a los asistentes, Doc? ¡Si los cuentan estamos perdidos!
—Ya te expliqué cómo actuaríamos en ese caso. Todo va a salir según hemos proyectado. Cuando ellos descubran lo ocurrido estaremos lejos.
Siguieron en silencio hasta llegar a los pilares de piedra con las farolas, y Ben giró el coche a la izquierda entrando en la carretera privada que se internaba en el bosque. Entonces Sauce habló:
—Me gustaría que no fuera preciso que nos llevásemos a Elisabeth.
Ben asintió.
—Lo sé. Pero no podemos dejarla después de esto. Michel Ard Rhi sabrá que ella estaba involucrada. Se hallará más segura lejos de aquí. Su padre lo entenderá cuando Miles le hable. Él se ocupará de ambos.
—¡Brrrrr! —gruñó Miles—. Estás loco, Doc, ¿lo sabías? ¡No me extraña que te guste vivir en fantasilandia!
Sauce se hundió en el asiento y cerró los ojos. Su respiración era fatigosa.
—¿Estás segura de que podrás hacerlo? —le preguntó Ben con inquietud.
La sílfide se limitó a asentir con un gesto.
Pasaron por los viñedos y, al final sobre el sensor eléctrico que encendió los focos. Cuando llegaron al muro de piedra, las puertas de hierro estaban abiertas, el puente bajado y el rastrillo abierto. El castillo parecía enorme y tétrico sobre el fondo de nubes bajas y montañas distantes, y la silueta de sus torres y parapetos suavizada por la niebla y la lluvia. Los limpiaparabrisas iban de un lado a otro, borrando y aclarando en breves intervalos el panorama que se extendía ante ellos. Ben conducía con lentitud por la sinuosa carretera, incapaz de apartar de sí la sensación de que había olvidado algo.
Cruzaron el puente levadizo y sus tablas protestaron bajo los neumáticos, atravesaron las fauces de las puertas del castillo, y subieron por el sendero circular. Las luces resplandecían en la niebla y la penumbra, pero los guardias de la noche anterior no estaban a la vista. Aunque eso no significaba que no estuvieran por allí, pensó Ben, y aparcó el coche junto a la entrada.
Se apearon y se dirigieron a la protección que ofrecía el pórtico de la entrada principal, Ben sosteniendo firmemente a Sauce para evitar que resbalara. Llamaron a la puerta y esperaron. La puerta se abrió de inmediato y el portero se llevó una gran sorpresa.
Lo que vio fue un gorila, un perro peludo y una joven verde desde la cabeza a los pies.
—Buenas noches —saludó Ben bajo el disfraz de perro—. Venimos a buscar a Elisabeth para llevarla a la fiesta de la escuela. Soy el señor Baker, ésta es mi esposa Helen y éste es el señor Campbell.
Hizo las presentaciones con rapidez para que no retuviera los nombres.
—Oh —dijo el portero, que no era muy hablador. Les indicó que entrasen y ellos aceptaron gustosos. Antes de hacerlo, se sacudieron las gotas de lluvia y miraron a su alrededor. El portero los observó durante un momento, luego se acercó al teléfono y llamó a alguien. Ben contuvo la respiración. El portero colgó y volvió.
—La señorita Elisabeth pregunta si alguien puede ayudarle a ponerse el disfraz —dijo.
—Sí, yo misma —se ofreció Sauce al momento—. Ya sé el camino, gracias.
Subió por la escalera y desapareció. Ben y Miles se sentaron en un banco. Parecían sujetalibros gigantescos de una tienda de objetos curiosos. El portero los observó unos minutos más, probablemente tratando de comprender porqué unas personas adultas en su sano juicio se disfrazaban, luego se dio la vuelta y desapareció por el corredor.
Ben sitió que el calor de los dos trajes que llevaba puestos estaban empezando a humedecerle la espalda y las axilas.
Hasta ahora no ha ido mal, pensó.
Sauce llamó suavemente a la puerta del dormitorio de Elisabeth y esperó. La puerta se abrió, mostrando un payasito con el pelo naranja alborotado, la cara blanca y una enorme nariz roja.
—¡Oh, Sauce! —susurró Elisabeth, cogiéndola del brazo y tirando de ella hacia dentro—. ¡Es horrible!
Sauce apoyó con delicadeza las manos en sus hombros.
—¿Qué es horrible, Elisabeth?
—¡Abernathy! ¡Está… muy extraño! Bajé al sótano al volver de la escuela para ver si se encontraba bien y para asegurarme de que aún estaba allí. ¡Ya sé que quizás no debía haber ido, pero estaba preocupada, Sauce! —Las palabras salían de su boca atropelladamente—. Me escapé de mi habitación, me aseguré de que nadie me veía y bajé por el pasadizo de las murallas al sótano. ¡Abernathy estaba allí, encerrado en una de esas jaulas, encadenado! ¡Oh, Sauce, parecía tan triste! Estaba sucio y harapiento. Le hablé en voz baja, pero creo que no me reconoció. ¡Parecía como… como si no pudiera hablar bien! ¡Dijo algo sin sentido y no podía sentarse ni moverse ni nada!
En sus ojos azules brillaban las lágrimas.
—¡Sauce, está muy enfermo! ¡Ni siquiera sé si puede andar!
La sílfide sintió una mezcla de temor y duda, pero se impuso a ella.
—No te asustes, Elisabeth —dijo con voz segura—. Muéstrame dónde está. Todo irá bien.
El payasito y el hada verde esmeralda salieron con sigilo al corredor. De uno de sus extremos llegaba el tic-tac de un reloj de pared y unas voces muy distantes enviaban su sonido. Elisabeth condujo a Sauce a un desordenado armario lleno de escobas y útiles de limpieza. Cerró la puerta, sacó una linterna, y dedicó unos segundos a presionar la pared del fondo hasta que una parte cedió y se abrió. Se deslizaron por las escaleras, que se iniciaban allí, sin hacer ruido, bajaron al través de sus vueltas y revueltas, atravesaron dos rellanos y un túnel corto hasta que al fin se encontraron ante otro muro en el que había una manija de hierro oxidado.
—¡Está ahí! —susurró Elisabeth.
Tiró de la manija. La pared se abrió un poco, dejando pasar una ráfaga de aire fétido y rancio que hizo toser a Sauce. Sintió una oleada de náusea, pero luchó contra ella y esperó a que pasara.
—¿Estás bien, Sauce? —preguntó Elisabeth, preocupada acercando a ella su coloreado rostro de payaso.
—Sí, Elisabeth —le contestó.
No podía rendirse ahora. Tenía que aguantar más. Un poco más.
Miró por la abertura de la pared. Las jaulas se alineaban en un pasillo, celdas sombrías de piedra y barrotes de hierro. En una se notaba movimiento. Algo en ella que se sacudía espasmódicamente.
—¡Es Abernathy! —le confirmó Elisabeth con voz atemorizada.
Sauce se tomó un instante para asegurarse de que en aquel pasillo no había ningún otro signo de movimiento. No lo captó.
—¿Hay guardias? —preguntó en voz baja.
Elisabeth señaló.
—Allí, detrás de la puerta. Sólo uno, por lo general.
Sauce entró en el pasillo de las jaulas, sintiendo que la náusea y la debilidad aumentaban de nuevo. Llegó hasta la que encerraba a Abernathy y miró a su interior. El perro yacía sobre un montón de paja, con el pelo sucio y enmarañado y las ropas rotas. Había vomitado, y los vómitos se habían secado sobre su cuerpo. Desprendía un olor espantoso. Estaba encadenado por el cuello.
De él aún colgaba el medallón.
Abernathy murmuraba incoherencias. Hablaba de todo y de nada al mismo tiempo, farfullando frases fragmentarias que carecían de sentido. Sauce se dio cuenta de que lo habían drogado.
Elisabeth puso algo en su mano.
—Ésta es la llave de la puerta de la jaula —dijo. Parecía asustada—. ¡No sé si servirá para la cadena del cuello!
Se le cayó la nariz de payaso, se apresuró a recogerla y se la volvió a poner. Sauce estaba tratando de meter la llave en la cerradura de la jaula.
En ese mismo momento oyeron que el cerrojo de la puerta del final del pasillo comenzaba a moverse.
Michel Ard Rhi se aproximó por el corredor, empezó a atravesar el vestíbulo y se detuvo un momento al ver al gorila y el perro peludo sentados en el banco. Pareció extrañarse de que estuvieran allí. Los miró y ellos le devolvieron la mirada. Ninguno habló.
Ben contuvo la respiración y esperó. Pudo sentir que Miles se ponía rígido. De repente, Michel pareció comprender lo que hacían allí.
—Oh, sí —dijo—. La fiesta de Halloween de la escuela. Vienen a buscar a Elisabeth.
Un teléfono sonó en alguna parte del vestíbulo.
Michel vaciló un momento, como si fuese a decir algo más, luego se giró y se dirigió hacía él. El perro y el gorila se miraron entre sí con silencioso alivio.
El guardia empujó la puerta y entró en el pasillo de jaulas, haciendo resonar sus botas sobre el suelo de piedra. Iba vestido de negro y llevaba un arma automática y un anillo de llaves colgado del cinturón. Elisabeth se encogió aún más en la oscuridad, detrás de la pared móvil donde se había escondido, y espió a través de una estrecha ranura que había dejado abierta.
Sauce no consiguió llegar hasta allí y seguía en el pasillo. Pero, ¿dónde? ¿Por qué no le veía?
El guardia se detuvo ante la jaula de Abernathy, comprobó rutinariamente que la puerta estaba cerrada, se dio la vuelta y empezó a desandar el camino que había recorrido al entrar. Al pasar ante el lugar donde estaba escondida, las llaves se soltaron de repente. Elisabeth parpadeó con incredulidad. El gancho que las sujetaba al cinturón pareció soltarse por iniciativa propia e inmediatamente las llaves desaparecieron. El guardia completó el recorrido del pasillo, empujó la puerta metálica y salió.
Elisabeth salió de su escondite.
—¡Sauce! —llamó con un susurró.
La sílfide apareció a su lado, como surgida de la nada, con el anillo de llaves en la mano.
—Date prisa —murmuró—. No tenemos mucho tiempo.
Volvieron a la jaula de Abernathy y Sauce abrió la puerta con la llave que Elisabeth le había dado antes. Ambas se apresuraron a entrar, arrodillándose junto al perro incoherente. Sauce se inclinó sobre él. Los ojos del amanuense estaban dilatados y su respiración acelerada. Cuando trató de levantarlo, el perro cayó sobre ella.
Sintió que el pánico la dominaba. Abernathy era demasiado pesado para cargar con él, aunque le ayudase Elisabeth. Tenía que encontrar un modo de sacarlo de aquel profundo sopor.
—Prueba hasta que encuentres una que encaje —le dijo a la niña, entregándole el llavero.
Ésta se puso a manipular las llaves, probando una tras otra en la cerradura de la cadena del cuello. Sauce friccionó las zarpas y la cabeza de Abernathy. Nada parecía hacerle efecto. Su pánico aumentó. Tenía que pedirle ayuda a Ben pero, incluso cuando se le ocurrió esa idea, sabía que era imposible. El plan fracasaría si Ben bajaba. Además, faltaba tiempo.
Al final, hizo lo único que creyó que podía ayudar al perro. Utilizó su magia de criatura fantástica. Su debilidad mermaba los poderes, pero recurrió a los pocos que tenía. Colocó las manos sobre la cabeza de Abernathy, cerró los ojos para concentrarse, y extrajo el veneno del cuerpo del perro para introducirlo en el suyo. El nocivo fluido penetró en ella y trató con desesperación de resistir sus efectos. Pero eran demasiado fuertes. Eran excesivos para ella. Parte del veneno atravesó sus defensas y comenzó a actuar sobre su ya debilitado cuerpo. La náusea se mezcló con el dolor. Tembló y se dobló bruscamente, vomitando sobre la paja.
—¡Sauce, Sauce! —oyó decir a Elisabeth—. ¡Por favor, no te pongas enferma!
La cara del payasito estaba apoyada contra la suya, susurrando, llorando. Sauce cerró los ojos. La nariz roja se caía otra vez, pensó en su aturdimiento. Parecía incapaz de pensar ordenadamente. Todo comenzó a dar vueltas.
Entonces, milagrosamente, oyó la voz de Abernathy que decía:
—¿Sauce? ¿Qué estás haciendo aquí?
Y supo que todo iría bien.
Al llegar a la seguridad del pasadizo, ya lejos de las jaulas, Elisabeth se pasó la mano por la cara y notó que había perdido su nariz de payaso. El pánico se apoderó de ella. Debía de habérsele caído mientras sacaban a Abernathy. Seguro que la encontrarían. Pensó en volver, pero decidió no hacerlo. Era demasiado tarde. Sauce estaba muy débil y no permitiría que Elisabeth fuera sola. Se mordió la lengua y se concentró en su tarea presente, proyectando hacia la escalera el fino haz de luz de la linterna mientras ascendían hacia el armario de las escobas. Sauce y Abernathy la seguían a pocos pasos detrás, apoyándose entre sí. Ambos daban la impresión de que iban a desplomarse en cualquier momento.
—Sólo un poco más —siguió susurrando Elisabeth para animarlos, pero ninguno de los dos respondió.
Llegaron al rellano en donde se encontraba el armario, empujaron la sección de pared indicada y entraron en él. La tez pálida de Sauce brillaba por el sudor y parecía tener dificultades para enfocar la vista.
—Estoy bien, Elisabeth —le aseguró al ver la preocupación en sus ojos.
Pero Elisabeth no era tonta y veía con claridad que las cosas no estaban yendo bien.
Cuando llegaron a su dormitorio Elisabeth y Sauce comenzaron a trabajar afanosamente en Abernathy, peinando su pelo desgreñado y limpiándolo lo mejor que pudieron. Trataron de quitarle las ropas desgarradas, pero se opuso con tal vehemencia a quedarse desnudo que tuvieron que acceder, que conservara los pantalones y las botas. No era lo que Ben había dicho, pero Sauce estaba demasiado cansada para discutir. Sentía que se debilitaba con el paso de los segundos.
No obstante, se sorprendió. La muerte no la asustaba tanto como había imaginado que lo haría cuando llegase el momento.
El teléfono del vestíbulo sonó unos instantes, pero a Miles y Ben les pareció una eternidad, hasta que el portero lo atendió.
Intercambió unas breves palabras y después colgó.
—La señorita Elisabeth dice que bajará enseguida —anunció.
—¡Por fin! —suspiró Miles en voz baja.
El portero se entretuvo unos segundos y luego se alejó.
—Voy a salir ya —susurró Ben—. Recuerda lo que tienes que hacer.
Se levantó y desapareció por la puerta principal. Bajó la escalinata y entró en el coche. Allí se quitó el disfraz de perro, se estiró el traje que llevaba debajo y se colocó una nueva máscara. Luego, dejó el coche y regresó al castillo.
El portero regresó, y arrugó el entrecejo al ver ahora al gorila sentado en compañía de un esqueleto.
—Éste es el señor Andrews —dijo Miles enseguida—. Estaba esperando en el coche pero se ha cansado. El señor Baker ha subido para ayudar a su esposa con Elisabeth.
El portero asintió, distraído, con los ojos aún puestos en Ben. Parecía a punto de decir algo, cuando Elisabeth, la mujer verde y el perro peludo bajaron por la escalera. La mujer verde no tenía muy buen aspecto.
—Ya está todo, John —dijo Elisabeth en tono festivo al portero. Llevaba un pequeño maletín de fin de semana—. Tenemos que darnos prisa. Por cierto, me olvidaba. Me quedaré a dormir en casa de Nita Coles. Dígaselo a Michel, por favor. Adiós.
El portero sonrió y dijo adiós. Todo el grupo, el gorila, el esqueleto, la mujer verde, el perro peludo y Elisabeth salieron rápidamente.
El portero se quedó contemplándolos, pensativo. ¿Llevaba el perro peludo pantalones al entrar?
Cuando Ben Holiday entró el coche en el aparcamiento de la escuela elemental Franklin, pequeñas brujas, hombres lobo, fantasmas, diablos y cualesquiera otras clases de horrendos personajes que llegaban de todas partes, salían corriendo de sus coches hacia la escuela como verdaderos endemoniados. La lluvia seguía cayendo copiosamente, convirtiéndose en algo más que una molestia para los disfrazados.
Ben frenó el coche y puso la palanca del cambio en punto muerto. Volvió la mirada hacia Elisabeth, que estaba sentada a su lado.
—Hemos llegado, señorita.
Elisabeth asintió, con una expresión triste en su rostro a pesar de la cara de payaso feliz que se había pintado.
—Me gustaría ir con vosotros.
—Esta vez no es posible —sonrió Ben—. ¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, después de la fiesta?
—Sí. Iré a casa de Nita con sus padres y me quedaré allí hasta que mi papá venga a buscarme.
Su voz sonó triste.
—-Exactamente. El señor Bennett se encargará de que tu padre se entere de lo que te ha sucedido. Ocurra lo que ocurra, no vuelvas al castillo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Adiós, Ben. Adiós, Sauce. —Se volvió hacia Sauce, sentada a su lado, y le dio un largo abrazo y un beso en la mejilla. Sauce le devolvió el beso y le sonrió sin decir nada. Se encontraba tan mal que hablar le suponía un esfuerzo—. ¿Te pondrás bien? —quiso saber Elisabeth, haciendo la pregunta de forma vacilante.
—Sí, Elisabeth.
Sauce logró darle otro beso rápido y abrió la puerta. Ben nunca la había visto tan mal, ni siquiera cuando estuvo prisionera en Abaddon y no pudo transformarse en árbol cuando le llegó el momento. Se sintió impaciente.
—Adiós, Abernathy —dijo Elisabeth al perro, que estaba sentado atrás con Miles. Fue a agregar algo pero desistió, y luego dijo—: Te echaré de menos.
—Yo también, Elisabeth —le aseguró Abernathy.
Entonces, la niña bajó del coche y corrió hacia la escuela. Ben esperó hasta que hubo entrado, luego maniobró para salir de allí y tomó de nuevo la carretera 522 en dirección oeste.
—Gran señor, nunca os podré agradecer lo suficiente que hayáis venido a rescatarme —dijo Abernathy—. Yo ya me consideraba muerto.
Ben estaba pensando en Sauce y esforzándose en no sobrepasar el límite de velocidad.
—Siento lo que te ha ocurrido. Questor lo lamenta también. De verdad.
—Me cuesta creerlo —afirmó el perro, con su mismo tono de siempre. Los efectos de la droga casi habían pasado ya y el amanuense estaba más cansado que otra cosa. Ahora era Sauce quien tenía dificultades.
Ben redujo un poco la velocidad del coche.
—Él trataba de ayudarte, no lo olvides —dijo.
—¡Él apenas comprende el significado de esa palabra! —bufó Abernathy, y se quedó callado un momento—. Por cierto, aquí tengo esto. —Se quitó la cadena con el medallón y la colocó cuidadosamente alrededor del cuello de Ben—. Me siento mucho mejor sabiendo que está seguro en vuestro poder.
Ben no lo dijo, pero también se sentía mucho mejor.
Veinte minutos más tarde llegó a la Interestatal 5 y giró hacia el sur. La lluvia había disminuido un poco y parecía que el cielo se estaba aclarando. El aeropuerto estaba a menos de media hora de camino.
La mano de Sauce se extendió sobre el asiento y buscó la de Ben. Éste la apretó con delicadeza y deseó traspasar parte de la fuerza de su cuerpo al de ella.
Un coche los adelantó por el carril de la izquierda y una mujer, sentada junto al conductor, se volvió a mirarlos. Lo que vio fue un esqueleto al volante, un gorila, un perro peludo y una mujer teñida de verde. Le dijo algo a su compañero, el coche continuó.
Ben se había olvidado de los disfraces. Por un momento consideró la posibilidad de quitárselos, luego decidió no hacerlo. No había tiempo. Además, era la noche de Halloween. Mucha gente saldría disfrazada esa noche, e iría de un sitio a otro, para acudir a fiestas, bromeando y divirtiéndose. Así ocurría en Seattle; lo había leído en el periódico de la mañana. Halloween era un gran acontecimiento.
Empezó a sentirse mucho mejor al ver las luces de la ciudad. La lluvia casi había cesado, y faltaba poco para que llegaran a su destino. Contempló los rascacielos que brillaban en el cielo de la noche y se alzaban ante él en líneas verticales. Respiró profundamente y se permitió el lujo de pensar que ya estaba casi a salvo en casa.
Fue entonces cuando vio las luces de un coche patrulla que los seguía.
—Oh, oh —murmuró.
El coche patrulla se acercó rápidamente y le indicó al coche alquilado que parase en el arcén junto al estribo de un puente. El coche patrulla se detuvo detrás.
—Doc, ¿por que te ha parado? —preguntó Miles—. ¿Conducías a demasiada velocidad?
Ben sintió una contracción en el estómago.
—No lo creo —dijo en voz baja.
Miró por el espejo retrovisor. El agente estaba ahora hablando por radio, y otro coche patrulla se detuvo detrás del primero. El agente del primer coche salió, se dirigió al coche de Ben y miró adentro. Su rostro era inexpresivo por completo.
—¿Puedo ver su carné de conducir, señor?
Ben fue a buscar la cartera y entonces recordó que no lo llevaba. Miles había alquilado el coche con el suyo.
—Oficial, no lo llevo en este momento, pero puedo darle el número. Mi carné de conducir esta vigente. Y el coche está registrado a nombre, del señor Bennett.
Señaló al gorila. Miles trató de quitarse la cabeza, pero ésta se había pegado. El oficial asintió.
—¿Tienen algún documento que los identifique? —preguntó.
—Eh, el señor Miles sí —dijo Ben.
—Sí, yo lo tengo, oficial —confirmó Miles de inmediato—. Aquí, dentro de este maldito traje, si es que puedo…
Dejó la frase inconclusa y dedicó sus esfuerzos a liberarse del traje.
El agente miró a Sauce y a Abernathy. Luego volvió a mirar a Ben.
—Me temo que tendré que pedirles que vengan conmigo, señores. Por favor, sitúe su vehículo detrás del mío y sígame hasta la ciudad. El otro coche patrulla irá detrás.
Ben se quedó frío. Allí había algún error.
—Soy abogado —dijo impulsivamente—. ¿Se nos acusa de algún delito?
El agente sacudió la cabeza.
—No, que yo sepa. Excepto que tal vez le ponga una multa por conducir sin llevar el carné, suponiendo que lo tenga vigente como dice. También quiero comprobar el registro de este vehículo.
—¿Pero…?
—No creo que haya nada más que aclarar. Por favor, sígame, señor.
Sin más explicaciones, se dio la vuelta y volvió a su coche.
Ben se hundió en el asiento y oyó que Miles decía en voz baja junto a su oído:
—Nos han atrapado, Doc. ¿Qué hacemos ahora?
Movió la cabeza resignadamente. No tenía ni la más remota idea.