—Te digo que no saldrá bien —insistió Miles Bennett—. No sé por qué dejo que me metas en cosas como estas, Doc.
Ben Holiday se inclinó hacia delante.
—Por favor, no lo repitas más. ¿Por qué no eres un poco optimista?
—¡Porque estoy seguro de que no saldrá bien!
Ben suspiró. Se acomodó de nuevo y estiró las piernas.
—Si saldrá —dijo.
Iban por la carretera 522 al norte de Woodinville en una limusina negra. Miles conducía y Ben ocupaba la parte trasera. El primero llevaba una gorra de chófer y una chaqueta al menos una talla menor de la que necesitaba; lo cual era un error, puesto que todo el montaje hubiera resultado más creíble si el conductor hubiese vestido en concordancia con el pasajero. Pero les había faltado tiempo para comprar otra. Además, en cualquier caso, habría sido difícil encontrar una tienda donde vendieran o alquilasen uniformes de chófer. Por tanto, habían tenido que conformarse con el que llenaba el conductor original. La apariencia de Ben era impecable. Llevaba un traje de quinientos dólares de color azul marino con raya diplomática, una camisa de seda celeste y una corbata de color granate oscuro estampada en varios tonos de azul. En el bolsillo de la chaqueta asomaba un pañuelo a juego, sabiamente colocado. Se miró en el espejo retrovisor. Su aspecto era el típico de un próspero hombre de negocios, pensó, con un leve toque de nuevo rico. Sentado en su limusina, con su chófer y sus lujosas ropas, parecía un empresario con éxito.
Y eso era lo que deseaba parecer.
—¿Qué ocurrirá si ha visto tu foto en algún sitio? —preguntó Miles de repente—. ¿Si se da cuenta de quién eres en realidad?
—Ése es el riesgo —admitió Ben—. Pero no se dará. No hay razón para que haya visto una foto mía. Meeks siempre gestionaba personalmente las ventas de Landover. Michel Ard Rhi se contentaba con acumular dinero y dejar que las cosas funcionasen. Él tenía otros intereses.
—Como traficar con armas y derrocar gobiernos extranjeros. —Miles sacudió la cabeza—. Este plan es demasiado peligroso, Doc.
Ben fijó la mirada en la oscuridad exterior.
—Es cierto. Pero es el único plan que tenemos.
Contempló las siluetas oscuras de los árboles que llegaban y desaparecían a ambos lados de la carretera como gigantes petrificados, el paisaje triste y desierto, el cielo oscuro e impenetrable. Siempre era bueno tener un plan, se dijo. Pero no siempre conseguía uno bueno.
Se habían despedido de Davis Whitsell sabiendo que Abernathy había vuelto a caer en manos de Michel Ard Rhi. Carecía de importancia que Whitsell no hubiera visto a los secuestradores. Estaban tan seguros como el adiestrador de perros de que quien se lo había llevado era Michel Ard Rhi. Estaría encerrado en algún lugar de la fortaleza y ellos debían rescatarlo lo antes posible.
Era mejor no pensar en el trato que Ard Rhi le estaría dando a Abernathy. Era mejor no pensar en lo que le haría a la niña cuando descubriese su intervención. Podía incluso usarla como arma contra el perro. Abernathy aún tenía el medallón, Whitsell lo había mencionado. Suponían que Ard Rhi conocía el medallón e intentaría recuperarlo. En caso contrario, ya se habría deshecho de Abernathy. No podía quitárselo utilizando la fuerza, pero sí presionarlo para que se lo entregara, y utilizara a la niña como instrumento de presión.
Estando así las cosas, no había tiempo para pensar un plan elaborado y seguro. Abernathy y la niña se hallaban en un peligro inmediato. Sauce se debilitaba por momentos en aquel mundo al que había ido por su propia voluntad, para no separarse de Ben. Y sólo Dios sabía lo que estaba ocurriendo en Landover con el tenebroso suelto y Questor Thews tratando de gobernar. Por eso pusieron en marcha el primer plan que se le ocurrió a Ben.
Iban a necesitar mucha suerte para que saliera bien.
—No te olvides de Sauce —le recordó a Miles de repente.
—No me olvido. Pero no veo por qué ella va a tener mejor suerte que tú. —Se volvió para dirigirle una rápida mirada por encima del hombro—. Seguro que habrá luces por todas partes, Doc.
Ben asintió. También a él le preocupaba eso. ¿Cómo actuaría la magia de Sauce cuando ella la necesitara? ¿Y si fallaba por completo? En circunstancias normales, no se habría detenido a pensar dos veces en el asunto. Sabía que, como las otras criaturas fantásticas, la sílfide podía moverse libremente sin ser vista. Pero eso era en Landover, donde su salud era buena. Ahora estaba muy debilitada por las inadecuadas condiciones a que se hallaba sometida. Necesitaba desesperadamente los nutrientes del aire y la tierra de su mundo. Necesitaba realizar la transformación con urgencia. Pero no podía hacerla aquí. Ella se lo había dicho. Muchos de los productos del aire y el suelo eran tóxicos para su cuerpo. Estaba atrapada en su forma presente hasta que Ben encontrara el modo de que regresara a Landover.
Tensó los músculos de la mandíbula. Era inútil pensar en eso. No podría ayudarle hasta que no recuperara el medallón, no podría ayudar a nadie hasta entonces.
Centró su atención en el plan. Había resultado muy fácil conseguir que les enviaran desde Seattle una limusina de alquiler, con chófer, al pequeño motel de Bothell que habían elegido como base de operaciones. También lo había sido sobornar al chófer para que les dejara la limusina, la chaqueta y la gorra durante unas horas que él pasaría en el motel viendo la televisión. Después de todo, quinientos dólares era bastante dinero. Y tampoco presentó demasiadas complicaciones obtener las ropas que Ben necesitaba.
Encontrar a Michel Ard Rhi había sido más fácil aún.
—¡Claro que sí, ese chiflado que vive en el castillo! —les había explicado el encargado del hotel cuando Ben le preguntó—. El lugar se llama algo así como Gramma White. Parece salido de la época del rey Arturo. Está detrás de la destilería que hay a un lado de la 522. No se puede ver desde la carretera. Hay unos tipos vigilando como si fuese una prisión. No dejan que nadie se acerque. Ya digo, un chiflado. ¿Quién más podría vivir en un castillo así?
Después se lo mostró en un mapa.
Encontrar al chiflado era una cosa, pero conseguir que los recibiese avisando con tan poco tiempo y de noche era otra. Ben había telefoneado y hablado con un hombre que al parecer, tenía como única misión evitar que personas como él molestasen a su jefe. Le había explicado que sólo pasaría una noche en Seattle y que la entrevista era muy importante. Había sugerido que estaba acostumbrado a hacer negocios de noche. No había servido de nada. Le habló de dinero, oportunidades, ambiciones, todo lo que se le ocurrió para intentar convencerlo. El hombre era inconmovible. En dos ocasiones dejó el teléfono, al parecer para consultar con su jefe, pero en ambas había regresado con el mismo talante que se fue. Quizás mañana. Quizás otro día. Esta noche es imposible. El señor Ard Rhi nunca recibe de noche.
Al final, como último recurso, Ben había mencionado el nombre de Abernathy e insinuado de manera poco sutil sus conexiones con ciertas agencias del gobierno. Si no se le permitía hablar con el señor Ard Rhi personalmente esa misma noche, tendría que considerar la posibilidad de remitir el caso a esas agencias, y al señor Ard Rhi no le resultaría tan sencillo eludirlas.
Eso funcionó. A regañadientes, el secretario le informó de que le concedería la cita. Pero, ¿era necesario que se celebrara de noche? Sí, lo era, insistió Ben. Se produjo una pausa, más conversación de fondo, palabras acaloradas. Muy bien, sólo unos minutos, a las nueve en punto en Graum Wythe. La comunicación se cortó. Al despedirse, la voz del secretario había sonado bastante amenazadora. Pero a Ben no le importó. Su encuentro con Michel Ard Rhi debía tener lugar de noche, o todo el plan se desmoronaría.
Miles frenó bruscamente la limusina, sacando a Ben de sus meditaciones, giró a la izquierda entre un par de pilares de piedra que sustentaban unas farolas en forma de globo, y siguió por una carretera estrecha de un solo carril que se perdía entre los árboles. La luz que les proporcionaban los faros de otros coches y las ventanas distantes de casas aisladas desapareció. Las luces de la limusina era faros solitarios en la oscuridad.
Siguieron adelante. Los bosques se transformaron en viñedos, en acres de pequeñas y nudosas viñas plantadas en filas interminables. Los minutos pasaban.
Ben pensó en Sauce, escondida en el maletero del coche, envuelta en mantas. Deseó ver cómo se encontraba. Pero ya lo habían acordado. No podían arriesgarse. Después de salir de Bothell no se detendrían hasta…
Ben parpadeó.
Unas luces centellearon delante, más allá de la colina que estaban subiendo; al parecer, encendidas a causa de su llegada. Cuando llegaron a la cima, las torres de Graum Wythe se alzaron ante ellos. Aunque todavía la distancia era larga, pudieron ver el castillo con bastante claridad. Las banderas y los estandartes eran agitados con fuerza por el viento. Estaban bajando un puente levadizo sobre un foso y alzando el rastrillo. Parapetos y verjas puntiagudas se cruzaban en los terrenos que rodeaban el castillo, como oscuras cicatrices en las praderas. La limusina bajó por la carretera hacia unas enormes puertas de hierro situadas en un muro de piedra, que se extendía kilómetros en ambas direcciones.
Ben respiró profundamente y se estremeció contra su voluntad. ¡Qué grotesco parecía el castillo!
Las puertas de hierro se abrieron sin ruido para permitirles la entrada y Miles las cruzó con el coche. No hablaba, estaba rígido en el asiento del conductor. Ben podía imaginar lo que estaba pensando.
La carretera serpenteaba en dirección al castillo, iluminada y flanqueada por profundas cunetas. Ben pensó que debía de ser para que nadie se desviase del camino. Por primera vez desde que planeó aquella aventura, las dudas lo asaltaron. Graum Wythe se hallaba ante él como una enorme bestia, sola en el paisaje desierto, con sus torres, parapetos, focos y alambradas. Más que un castillo parecía una cárcel, e iba a entrar en esa cárcel sin ninguna protección.
La nítida compresión del lugar donde se encontraba lo golpeó de repente, una verdad innegable y aterradora que le hizo temblar. ¡Qué estúpido era! Se creía que aún estaba en un mundo de rascacielos de cristal y aviones a reacción. Pero Graum Wythe no pertenecía a ese mundo, sino a otro. Era parte de la vida que había adquirido al comprar su reino hacía dos años. Aquí no había nada del mundo moderno. Podía ir vestido con pantalón y americana, desplazarse en coche y saber que estaba rodeado de ciudades y carreteras, pero eso no establecía ninguna diferencia. ¡Aquello era Landover! Pero el Paladín no estaba allí para salvarlo. Questor Thews no estaba allí para aconsejarle. No había ninguna magia que interviniera en su ayuda. Si algo salía mal, perdería la vida.
El coche llegó al final del sinuoso camino y cruzó el puente levadizo. Pasaron sobre el foso, bajo el rastrillo y entraron en un patio con un sendero circular que conducía a la entrada. Los jardines floridos y el césped perfectamente cortado desentonaban con los altísimos muros de piedra y las ventanas enrejadas.
—Una preciosidad —susurró Miles delante.
Ben estaba inmóvil, ya tranquilo, controlado. Era como en los viejos tiempos, se dijo. Igual que cuando ejercía su carrera. Sólo iba a presentar un caso ante un tribunal.
Miles detuvo el coche al final del sendero, bajó y dio la vuelta para abrir la puerta de Ben. Éste se apeó y miró en torno suyo. Los muros y torres de Graum Wythe se elevaban a su alrededor, proyectando las sombras sobre el resplandor de las luces que llenaban el patio. Demasiadas luces, pensó Ben. Los guardias vigilaban las entradas y las murallas, figuras sin rostro vestidas de negro. También demasiados.
Un portero apareció ante las puertas de roble y bronce de la entrada principal y esperó. Miles cerró de golpe la puerta del coche y se inclinó ligeramente hacia Ben.
—Buena suerte, Doc —susurró.
Ben asintió. Después subió las escaleras y desapareció en el interior del castillo.
Los minutos pasaban. Miles esperó un rato junto a la puerta trasera de la limusina, luego se dirigió a la del conductor, se detuvo y miró en su entorno. Las puertas del castillo estaban de nuevo cerradas y el portero había desaparecido. El patio estaba vacío, prescindiendo de los focos que lo iluminaban como si fuera de día y los guardias que patrullaban por las murallas. Miles sacudió la cabeza. Metió la mano en el coche y tiró de la palanca que abría el maletero, tratando de no pensar en lo que hacía y de aparentar indiferencia. Se acercó al maletero, lo abrió, metió la mano y sacó una gamuza. Apenas miró hacia el bulto cubierto por una manta que había en un lado. Dejó la tapa levantada, fue a la parte delantera del coche y empezó a limpiar el parabrisas.
Un par de guardias uniformados de negro salieron de las sombras de una esquina del edificio y se pararon a observarlo. Él siguió limpiando. Los guardias llevaban armas automáticas.
Poco después se alejaron para continuar su ronda. Miles estaba empapado en sudor. Soltó el seguro del capó, lo levantó y miró dentro, tocando aquí y allá. Nunca se había sentido tan solo y a la vez tan observado. Notaba muchos ojos puestos en él. Miró con disimulo desde debajo del capó. ¿Quién sabía cuántos de esos ojos captarían a Sauce saliendo del maletero?
Terminó con su fingida inspección del motor y volvió a cerrar el capó. No se había producido ninguna señal de movimiento. ¿A qué esperaba Sauce? En su rostro de querubín se dibujó un gesto de inquietud. ¿Por qué se había preguntado aquello? ¡Estaba esperando que se produjera un apagón!
¡Maldito Doc con sus descabelladas ideas!
Se acercó al maletero, casi decidido a encontrar un modo de acabar con todo aquel asunto, convencido de que habían fracasado. Se llevó una gran sorpresa al descubrir que Sauce se había ido.
Cuando traspasó la entrada principal, el portero cacheó a Ben por si llevaba armas o algún aparato grabador. No encontró nada. Ninguno de los dos dijo una palabra.
Cuando terminó la inspección, Ben siguió al portero por un corredor cavernoso y abovedado pasando junto a armaduras, tapices, estatuas de mármol y óleos en marcos dorados, hasta un par de puertas de roble oscuro que daban a una biblioteca. Aquella era una auténtica biblioteca, pensó Ben, no una salita con unas cuantas estanterías con libros y un sillón para leer, sino una biblioteca de estilo inglés con docenas de sillones de lectura tapizados en cuero y mesas de la clase que se ven en las mansiones de las viejas películas de Sherlock Holmes, donde los personajes se retiran a beber coñac y fumar puros mientras hablan de asesinatos. La gran chimenea estaba encendida, los rescoldos de los troncos quemados humeaban bajo la parrilla de hierro. Un par de ventanas enrejadas dejaban ver los jardines llenos de setos esculpidos y bancos de hierro forjado.
El portero se apartó para permitir la entrada a Ben, tiró de las puertas para cerrarlas y desapareció.
Michel Ard Rhi ya estaba de pie, surgido de uno de los enormes sillones, como si milagrosamente se hubiera materializado a partir del cuero. Iba vestido de pies a cabeza de ese material, con una especie de mono negro y botas bajas. Parecía como si fuese a interpretar Hamlet. Pero no había nada divertido en la manera en que miró a Ben. Erguido con su alta figura huesuda denotando tensión, su abundante pelo negro y unos ojos oscuros que ensombrecían toda su cara, cuyas facciones contraídas evidenciaban su descontento. No se adelantó para ofrecerle la mano. No le pidió que se acercara. Se limitó a examinarlo.
—No me gusta que me amenacen, señor Squires —dijo con voz suave. Squires era el nombre que Ben le había dado por teléfono—. Por nadie, pero menos aún por quien pretende hacer negocios conmigo.
Ben mantuvo la calma.
—Era necesario que lo viese, señor Ard Rhi —contestó sin alterarse—. Esta noche. Y era obvio que no iba a conseguirlo si no encontraba un modo de hacerle cambiar de opinión.
Michel Ard Rhi lo observó aún con más atención, reflexionando, al parecer sobre si continuaba o no con el asunto.
—Ya consiguió su entrevista. ¿Qué quiere? —dijo después.
Ben avanzó hasta quedar a menos de una docena de pasos del otro. En aquellos ojos penetrantes había ira, pero ningún indicio de reconocimiento.
—Quiero a Abernathy —afirmó.
Ard Rhi se encogió de hombros.
—Eso dijo por teléfono, pero no sé de que está hablando.
—Permítame que ahorre un poco de nuestro valioso tiempo —continuó Ben con serenidad—. Sé todo lo de Abernathy. Sé lo que es y lo que puede hacer. Estoy informado sobre Davis Whitsell y sobre el Hollywood Eye. Estoy informado sobre todo lo relativo a este asunto. No sé cuál es su interés en esa criatura, pero no me importa mientras no sea contrario al mío. Mi interés es de suma importancia, señor Ard Rhi. E inmediato. No tengo tiempo de entretenerme con minucias.
El hombre de negro mantuvo la vista fija en él, y un indicio de astucia se impuso a la ira.
—¿Y su interés es…?
—Científico. —Ben sonrió de forma confidencial—. Trabajo en un negocio especializado, señor Ard Rhi, que investiga el funcionamiento de las formas de vida y explora métodos para mejorarlas. Mi negocio es, en cierto modo, secreto. No habrá oído su nombre ni el mío. El tío Sam contribuye con sus fondos y, de vez en cuando, intercambiamos favores. ¿Comprende?
—¿Experimentos?
—Entre otras cosas. —Volvió a sonreír—. ¿Podemos sentarnos ahora y hablar como hombres de negocios?
Michel Ard Rhi no correspondió a su sonrisa, pero le indicó un sillón y se sentó frente a él.
—Todo eso es muy interesante, señor Squires. Pero yo no puedo ayudarle. Aquí no hay ningún Abernathy.
Ben se encogió de hombros como si esperase aquello.
—Como usted diga. —Se recostó cómodamente—. Pero si hubiera un Abernathy, y si estuviera disponible, sería una mercancía muy valiosa para las partes interesadas. Estaría dispuesto a hacerle una oferta considerable.
—¿De veras? —preguntó el otro, sin cambiar de expresión.
—Siempre que no haya sufrido daño.
—Pero si no existe.
—Supongámoslo, entonces.
—Suponerlo no cambiará las cosas.
—Valdría veinticinco millones de dólares.
—¿Veinticinco millones de dólares? —repitió Michel Ard Rhi asombrado.
Ben asintió. Desde luego, no disponía de veinticinco millones de dólares para gastarlos en Abernathy. No disponía de veinticinco millones de dólares para gastarlos en nada. Pero no esperaba que Michel le vendiera a su amigo hasta que el medallón estuviese en sus manos.
Sólo pretendía ganar tiempo, y lo estaba logrando.
Sauce se deslizó sin producir ruido alguno por los corredores poco iluminados de Graum Wythe como una sombra de la noche. Se encontraba cansada. El uso de la magia que la mantenía oculta la privaba poco a poco de sus ya disminuidas fuerzas. Se sentía enferma, como una náusea insistente que no desaparecía. En algún momento se sintió tan mal que tuvo que detenerse, apoyarse en un rincón oscuro y esperar a recuperarse. Sabía cuál era su problema. Se estaba muriendo. Era un proceso lento, pero ella reconocía las señales. No podría sobrevivir durante mucho más tiempo fuera de su mundo; y menos allí donde la tierra y el aire estaban sucios y envenenados.
No se lo había dicho a Ben, ni tenía intención de hacerlo. Él ya tenía bastantes problemas y, de todas formas, nada podía hacer al respecto. Además, ella conocía los riesgos cuando decidió acompañarlo. Toda la responsabilidad era suya.
Respiró el aire enrarecido del castillo, mareada por su sabor y olor. Tenía la piel pálida y humedecida de sudor. Se obligó a salir de su escondite y continuar adelante. Estaba en el segundo piso y cerca de donde necesitaba ir. Podía sentirlo. Pero tenía que darse prisa. Ben le concedería sólo unos minutos más.
Llegó ante una puerta y apoyó la oreja en ella. Oyó a alguien respirar en la habitación.
Era la niña, Elisabeth.
Puso la mano sobre el picaporte. Aquélla era la razón que los había obligado a ir de noche a Graum Wythe, para estar seguros de encontrar a la niña.
Giró el picaporte hasta que cedió, empujó la puerta y se deslizó dentro. Elisabeth estaba en camisón, tumbada en la cama y apoyada sobre un codo, leyendo un libro. Se asustó al ver a Sauce.
—¿Quién eres? —susurró—. ¡Oh, eres toda verde!
La sílfide sonrió, cerró la puerta y se puso un dedo en los labios.
—Ssss, Elisabeth. No te alteres. Me llamo Sauce. Soy amiga de Abernathy.
Elisabeth se quedó rígida.
—¿Abernathy? ¿Eres amiga suya? —Apartó las mantas que la cubrían y saltó de la cama—. ¿Eres un hada? ¿Un hada princesa? Eso pareces. ¡Eres tan guapa…! ¿Puedes hacer magia? ¿Puedes…?
Sauce apoyó el dedo sobre los labios de la niña.
—Ssss —repitió con suavidad—. No tenemos mucho tiempo.
Elisabeth frunció el entrecejo.
—No lo entiendo. ¿Es que algo ha salido mal? ¡Ah, no debes de saberlo! ¡Abernathy se ha ido! ¡Ya no está aquí! Michel lo tenía en el sótano encerrado en una jaula, pero yo le ayudé a escapar lo envié…
—Elisabeth —la interrumpió Sauce con dulzura. Se arrodilló a su lado y le cogió las manos—. Tengo que decirte una cosa. Me temo que Abernathy no consiguió escapar. Michel lo encontró y volvió a traerlo.
—¡Oh, pobre Abernathy! —El rostro de Elisabeth se contrajo en un gesto de angustia—. ¡Michel le hará daño, lo sé! ¡Se estaba muriendo de hambre cuando le ayudé a huir! Ahora Michel le hará daño de verdad. ¡Él es así! ¡Le hará daño de verdad!
Sauce se volvió hacia la cama y se sentó en ella con la niña.
—Tenemos que encontrar otro modo de ayudarle a escapar de aquí, Elisabeth —dijo—. ¿Hay alguien más que creas que puede ayudarnos?
Elisabeth parecía insegura.
—Tal vez mi padre. Pero ahora no está.
—¿Cuándo vuelve tu padre?
—La semana que viene, el miércoles. —El rostro de Elisabeth mostró aún más angustia—. Ya será tarde, ¿verdad, Sauce? Michel me miraba esta noche con burla mientras cenábamos, como si supiese algo. Habló de perros parlantes, sonriendo con maldad. Seguro que sabe que le ayudé. Por eso se comporta así. Va a hacerle daño a Abernathy, ¿verdad?
Sauce le cogió las manos.
—No se lo permitiremos. He venido con otros amigos. Vamos a llevarnos a Abernathy.
—¿De veras? —Elisabeth se excitó de inmediato—. ¡Quizás yo pueda ayudar!
Sauce negó con la cabeza.
—Ahora no.
—¡Pero yo quiero ayudar! —insistió Elisabeth—. ¡Michel ya sabe que le ayudé antes, así que no van a empeorar las cosas! ¡A lo mejor también me podéis llevar con vosotros! ¡No quiero seguir aquí!
Sauce arrugó levemente el entrecejo.
—Elisabeth, yo…
—¡Michel ya ha dicho que no puedo salir de mi habitación! Tengo que quedarme aquí hasta que diga otra cosa. ¡Debe de saberlo! Mañana es la fiesta de Halloween y no he conseguido ningún disfraz. He tenido que rogarle que me diera permiso para ir mañana por la noche al colegio. Incluso he tenido que decirle a Nita Coles que le pidiera a sus padres que vinieran a buscarme. Con mi padre fuera, Michel no iba a dejarme ir. Pero le dije que todo el mundo se extrañaría mucho si no iba a la fiesta porque iría toda la escuela. Por eso cedió. —Ahora lloraba—. Supongo que ya no importa mucho lo de la fiesta, si Abernathy está encerrado otra vez. ¡Yo creía que estaba a salvo!
De repente interrumpió el llanto y alzó la cabeza.
—¡Sauce, sé una manera de sacar a Abernathy! Si Michel lo tiene encerrado otra vez en el sótano, sé como sacarlo.
Sauce acarició la cara mojada por las lágrimas.
—¿Cómo, Elisabeth?
—De la misma forma que lo saqué la otra vez, por el pasadizo del muro. ¡Michel no lo conoce todavía! Lo sé porque volví cuando Abernathy se marchó y estaba intacto, no lo habían cerrado. Y podría conseguir de nuevo la llave de la jaula. ¡Sé que podría! —Volvió a excitarse; su rostro estaba sofocado y respiraba aceleradamente—. ¡Sauce, lo podemos sacar esta noche!
Durante un momento, la sílfide lo consideró. Luego negó con la cabeza.
—No, Elisabeth, esta noche no. Pero sí pronto. Y quizás puedas ayudarnos. De hecho, ya nos has ayudado. Me has indicado un camino para llegar a Abernathy. Esa es la razón por la que vine a verte, para saber si existía alguno. Pero debemos tener mucho cuidado. No podemos cometer errores. ¿Comprendes?
La niña estaba decepcionada, pero logró asentir.
Sauce esbozó una sonrisa débil. Ya se había entretenido más de lo que debía y se estaba debilitando con el esfuerzo.
—No debes decirle a nadie que me has visto, Elisabeth. Debes actuar como si nunca hubiera venido, como si no supieras nada de Abernathy. ¿Podrás hacerlo?
La niña asintió.
—Sé fingir mejor que nadie.
—Muy bien. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta, llevando aún a Elisabeth de la mano. Se inclinó hacia ella—. Ten paciencia, Elisabeth. Todos queremos rescatar a Abernathy. Quizás mañana…
—Yo lo quiero mucho —dijo la niña de repente.
Sauce la abrazó.
—Yo también, Elisabeth.
Durante un largo rato permanecieron abrazadas.
—Veinticinco millones de dólares es mucho dinero, señor Squires —dijo Michel Ard Rhi.
Ben sonrió.
—Tratamos de no poner límites al coste de nuestra investigación, señor Ard Rhi.
Aún sentados en los sillones tapizados de cuero, se estudiaban uno a otro en el silencio y las sombras de la biblioteca. Desde fuera no llegaba el menor ruido.
—Por supuesto, el objeto de nuestra discusión debe estar en buenas condiciones —repitió Ben—. Un espécimen dañado sería inservible.
El otro no hizo ningún comentario.
—Sería necesario realizar un examen.
Siguió en silencio.
—Tendría que estar seguro de que Abernathy…
—No hay ningún Abernathy, señor Squires, ¿lo recuerda? —dijo Michel Ard Rhi de repente. Ben esperó—. Y aunque lo hubiese… tendría que meditar sobre su oferta.
Ben asintió. Eso era lo que se había imaginado que sucedería. Hubiera sido demasiado bueno ver a Abernathy al primer intento.
—Quizás si consiguiera cambiar un poco mis planes y permanecer aquí un día más podríamos continuar esta conversación mañana.
El otro se encogió de hombros. Tocó algo debajo de la mesa y se levantó.
—Yo decidiré el momento y el lugar de cualquier próximo encuentro, señor Squires. ¿Ha comprendido?
—Ben sonrió con amabilidad.
—Siempre que sea pronto, señor Ard Rhi.
Para su sorpresa, Michel Ard Rhi le devolvió la sonrisa.
—Permítame que le dé un consejo, señor Squires —dijo, aproximándose unos pasos—. Debería tener más cuidado con sus exigencias. Este lugar es peligroso, ¿sabe? Tiene su historia. Hay gente que ha desaparecido para siempre entre sus muros. Aquí hay magia, a veces maligna.
Ben se quedó paralizado. Ya lo sabía, pensó con horror.
—¿Quién va a preocuparse porque concluyan una vida o dos? Incluso vidas importantes, como la suya, pueden ser tragadas y extinguidas. Así actúa la magia, señor Squires. Sencillamente te traga.
Ben oyó que la puerta se abría a su espalda.
—Tenga cuidado —le advirtió Ard Rhi en voz baja, prometiendo con su dura mirada que la amenaza era real—. No me gusta usted.
El portero apareció y Michel Ard Rhi se apartó bruscamente. Ben salió con paso vivo de la biblioteca para respirar de nuevo, sintiendo que la tensión de su espina dorsal empezaba a disminuir. Recorrió el camino que lo separaba de la entrada principal y salió, siguiendo al portero. Cuando ya estaba fuera, le pareció sentir que algo le rozaba. Miró a su alrededor pero no vio nada.
La puerta se cerró detrás de él. Miles estaba de pie junto a la parte trasera del coche, con la portezuela abierta. Ben entró y se acomodó sin decir nada. Miró a Miles mientras daba la vuelta para ocupar el asiento del conductor. El maletero estaba cerrado. No había señales de Sauce.
—¿Sauce? —susurró con inquietud.
—Estoy aquí, Ben —oyó susurrar a una voz sin cuerpo que surgió de las sombras a la altura de él, tan cerca que le produjo un sobresalto.
Miles entró y puso en marcha el coche. En pocos minutos volvieron a pasar bajo el rastrillo, sobre el puente levadizo, recorrieron el sinuoso camino y atravesaron las puertas de hierro. Sauce se acomodó junto a Ben, y relató su entrevista con Elisabeth. Cuando hubo terminado, nadie habló durante un rato. El motor del coche zumbó en silencio al tomar la carretera 522 en dirección a Woodinville.
Cuando Miles puso la calefacción del coche, nadie protestó.