PERDIDO Y ENCONTRADO

Ben Holiday condujo el coche alquilado hasta el 2986 de la calle Forest Park. Allí se detuvo, desconectó el motor y puso el freno de mano. Le dirigió una rápida mirada a Miles, que parecía bastante nervioso, y a Sauce, que le sonrió a través de una máscara de cansancio y dolor. Le devolvió la sonrisa, pero cada vez le resultaba más difícil hacerlo.

Salieron del coche, fueron hacia la entrada principal de la cuidada casita y llamaron a la puerta. Ben podía oír los latidos de su corazón mientras movía los pies con impaciencia.

La puerta se abrió y un hombre larguirucho, barbudo, con los ojos hundidos y una expresión cautelosa apareció ante ellos. Llevaba en una mano una lata de cerveza.

—¿Qué desean?

Sus ojos se clavaron en Sauce.

—¿Davis Whitsell? —preguntó Ben.

—Sí, soy yo.

En la voz de Whitsell había una mezcla de miedo y desconfianza. No podía apartar los ojos de la sílfide.

—¿Es usted el hombre que tiene el perro parlante?

Whitsell no cambió de expresión.

—¿El que llamó a Hollywood Eye? —insistió Ben.

Sauce sonrió y Davis Whitsell se obligó a apartar la vista.

—¿Son del Eye? —preguntó.

Miles negó con la cabeza.

—No exactamente, señor Whitsell. Somos de…

—Nosotros representamos a otra firma —lo interrumpió Ben, mirando a uno y otro lado de la calle vacía—. ¿Qué le parecería invitarnos a entrar para que charlemos un rato?

Whitsell dudó.

—No creo que…

—Así podría acabar con tranquilidad la cerveza —le cortó Ben—, y dejar que la señora descanse un rato. No se siente muy bien.

—Ya no tengo al perro —dijo Whitsell.

Ben echó una ojeada a sus compañeros. La duda y preocupación reflejada en sus rostros era evidente.

—¿Podemos entrar de todas formas, señor Whitsell? —preguntó, con voz tranquila.

Creyó que iba a negar. Parecía dispuesto a cerrar la puerta y apartarlos de su vida. Pero algo le hizo cambiar de opinión. Asintió con un gesto y les dejó pasar.

Cuando estuvieron dentro, cerró la puerta y fue a sentarse en un cómodo sillón, cuya tapicería se hallaba desgastada por el uso. La casa estaba oscura y silenciosa, las persianas bajadas y lo único que se oía era el tic-tac de un reloj de pared situado en el vestíbulo. Ben y sus compañeros se sentaron en el sofá. Whitsell tomó un gran trago de cerveza y fijó su atención en ellos.

—Ya les dije que el perro se fue —repitió.

Ben intercambió una mirada con Miles.

—¿Dónde se ha ido? —preguntó.

Whitsell se encogió de hombros, tratando de no parecer preocupado.

—No sé.

—¿No lo sabe? ¿Quiere decir que se fue sin más?

—Bueno, ¿qué importa eso? —Se inclinó hacia delante—. ¿Y quiénes son ustedes? ¿A quién representan? ¿A la revista Inquirer tal vez?

Ben suspiró profundamente.

—Antes de que se lo diga, señor Whitsell, quiero saber algo. Tengo que saber si estamos hablando del mismo perro. Nosotros estamos buscando a un perro muy especial, a un perro que habla de veras. ¿Ese perro habla, señor Whitsell? ¿Habla de verdad?

De repente, Whitsell se mostró muy asustado.

—Creo que no debemos seguir con esto —dijo bruscamente—. Creo que deberían irse.

Ninguno se movió. Sauce ni siquiera le había prestado atención. Estaba haciendo un extraño ruido que recordaba los que hacen a veces los pájaros, un sonido que Ben nunca le había oído emitir antes. Eso atrajo a la perrita negra de lanas que salió gimiendo de debajo del sofá y se subió a la falda de Sauce como si hubieran sido amigas de toda la vida. La perra olfateó a la joven y le lamió la mano, y ella la acarició con cariño.

—Estaba aterrada —comentó Sauce en voz baja, sin dirigirse a nadie en particular.

Whitsell hizo ademán de levantarse pero luego renunció.

—¿Por qué tengo que darles información? —murmuró—. ¿Cómo voy a saber lo que quieren ustedes?

Miles repiqueteaba con los dedos en una de sus rodillas.

—Lo que queremos es un poco de cooperación, señor Whitsell.

Se quedaron mirándose durante un momento.

—¿Son de la policía? —preguntó Whitsell al fin—. ¿De algún departamento especial? ¿Es eso? —Entonces, pareció valorar mejor la situación—. Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡La policía no va por ahí llevando chicas con el pelo verde!

—No, no somos de la policía.

Ben se levantó y empezó a pasear por la habitación. ¿Qué debía decirle a aquel hombre? Whitsell tenía otra vez los ojos fijos en Sauce y en la perrita, que frotaba cariñosamente su morro contra la muchacha mientras ella la acariciaba.

Ben se decidió.

—¿El nombre del perro es Abernathy?

Interrumpió su paseo y fijó los ojos en Whitsell. El otro parpadeó, sorprendido.

—Sí —dijo—. ¿Cómo lo saben?

Ben se volvió a sentar.

—Me llamo Ben. Ellos son Miles y Sauce. —Los señaló—. Abernathy es amigo nuestro, señor Whitsell. Por eso lo sabemos. Es amigo nuestro, y hemos venido para llevarlo a casa.

Hubo un largo momento de silencio en el que se observaron unos a otros. Después Davis Whitsell asintió.

—Le creo. No sé por qué exactamente, pero le creo. Ojalá pudiera ayudarle. —Suspiró—. Pero el perro… pero Abernathy se ha ido.

—¿Lo ha vendido, señor Whitsell? —preguntó Miles.

—¡No, no, por Dios! —protestó el otro con indignación—. ¡Nunca se me ocurriría hacer una cosa así! Sólo iba a sacar unos pocos dólares con esa entrevista del Eye, y después enviarlo a Virginia, como él quería. No iba a hacerle ningún daño. Pero era la oportunidad que había deseado toda mi vida, ¿comprenden? La oportunidad para lograr un poco de reconocimiento, para salir de este circuito, y quizás…

Se había inclinado hacia delante en su asiento, pero volvió a acomodarse en él sin completar la frase.

—Ya da igual, supongo. La cuestión es que se ha ido. Alguien se lo llevó.

Bebió un poco más de cerveza y la dejó sobre la mesa, sobre un anillo de condensación que la base de la lata había formado antes.

—¿De verdad son quienes dicen? —preguntó—. ¿De verdad son amigos de Abernathy?

Ben asintió.

—¿Y usted?

—Sí, aunque quizás no lo crean después de lo ocurrido.

—¿Por qué no nos lo cuenta?

Whitsell lo hizo. Comenzó por el principio, explicando que había ido a la escuela elemental Franklin a presentar su espectáculo, y la pequeña Elisabeth —diablos, no sabía su apellido— se había quedado rezagada para hablar con él y pedirle ayuda. Les habló de la noche en que el perro Abernathy llamó a su puerta —un verdadero perro parlante, erguido como un hombre sobre dos patas— diciendo que le enviaba la niña, que necesitaba ir a Virginia por alguna razón, y que no podía utilizar el teléfono porque sus amigos de allí no tenían. Whitsell no había creído una palabra de aquello. Pero había accedido a ayudarle, escondiéndolo en su casa, mandando a Alice a casa de su madre y tratando después de organizar un entrevista con el Hollywood Eye, con el objetivo de conseguir dinero suficiente para enviar al perro a Virginia y que le quedasen algunos dólares para él.

—Pero me engañaron —admitió con tristeza—. Me engañaron para que saliera de casa. ¡Cuando volví, Abernathy ya no estaba, y la pobre Sophie se hallaba metida en el congelador, medio helada! —Su mirada se dirigió a Sauce—. Por eso estaba tan nerviosa, señorita. Es un animal muy sensible. —Se volvió hacia Ben—. No lo puedo demostrar, desde luego, pero estoy seguro de que el mismo tipo que tenía encerrado a su amigo antes, averiguó que ahora se hallaba conmigo y vino a llevárselo. El problema es que ni siquiera tengo la más remota idea de quién es. Ni ganas de saberlo, se lo aseguro.

Entonces pareció darse cuenta de lo absurdo de su actitud y enrojeció. Sacudió la cabeza.

—Lo siento. La verdad es que podría hacer averiguaciones a través de la escuela, enterarme del apellido de la niña y de donde vive. Ella sabrá el nombre del tipo que lo tenía encerrado. ¡Lo haré ahora mismo, señor, si usted cree que eso puede beneficiar al perro! ¡Siento muchísimo todo lo que ha pasado!

—Gracias, pero creo que ya sabemos el nombre del tipo —dijo Ben, sin alterarse—. Creo que también sabemos dónde vive.

Whitsell lo miró, sorprendido.

—¿Puede decirnos algo más?

Whitsell frunció el entrecejo.

—No, creo que no. ¿Cree que podrán hacer algo por el perro, eh… Abernathy?

Ben se levantó sin responder y los otros le imitaron.

Sophie salló de la falda de Sauce y se frotó contra sus piernas a través del vestido. La falda se alzó un poco y Whitsell pudo ver, aunque sólo un instante, el sedoso pelo verde esmeralda en la parte trasera del fino tobillo de la sílfide.

—Gracias por su ayuda, señor Whitsell —dijo Miles.

—¿Quieren que los acompañe? Quizás les sirva de ayuda —se ofreció de repente, sorprendiéndolos—. Esto parece un asunto muy peligroso y yo quiero contribuir.

—No, es mejor que no lo haga —dijo Ben, y se dirigió hacia la puerta.

Davis Whitsell los siguió.

—Si yo fuese ustedes, me preocuparía por esa niña —añadió. Sophie había vuelto a su lado y él la cogió en brazos—. Deben de haber descubierto lo que hizo.

—Nos ocuparemos de ello. No se preocupe.

Ben ya estaba pensando en que hacer a continuación.

Whitsell los acompañó hasta más allá de la puerta. El sol de la tarde estaba declinando, próximo a desaparecer bajo el horizonte. El crepúsculo le daba a su luz un tono plateado. Las sombras de los árboles y los postes cubrían de rayas paralelas las casas del vecindario. Un hombre con el anuncio de una compañía de seguros pegado en un lado del coche entraba en aquel momento en la última casa de la manzana, haciendo crujir la grava bajo los neumáticos.

—Lo siento —les dijo Davis Whitsell. Vaciló un momento, luego extendió la mano para estrechar las de ellos, como si necesitase confirmación de que lo creían—. Miren, no sé quiénes son, ni de dónde vienen, ni qué es todo esto, pero sí sé que yo nunca he deseado que le ocurra nada malo a Abernathy. ¿Se lo dirán? A la niña también, por favor.

Ben asintió.

—Se lo diremos, señor Whitsell.

Al decirlo, deseó con toda su voluntad poder cumplir su palabra.

En el país de Landover, el mago Questor Thews deseaba la misma cosa. Sin embargo, no se sentía muy optimista.

Tras la huida de la fortaleza de Rhyndweir, Questor, los kobolds Juanete y Chirivía, y los gnomos nognomos Fillip y Sot habían viajado en dirección sureste, hacia el refugio de Plata Fina. Questor y los kobolds habían vuelto a casa porque no se les ofrecía otra alternativa desde que el rastro de la botella se había perdido. El mago no había sido capaz ni siquiera de imaginarse quién le había robado la botella a Kallendbor. Hasta que no se le ocurriera algo, no sabía por dónde empezar la búsqueda de nuevo. Además, los asuntos de estado llevaban varios días sin atención y necesitaba ocuparse de ellos.

Los gnomos nognomos seguían con ellos porque aún estaban demasiado asustados tras el desagradable encuentro con los trolls para hacer otra cosa.

Al llegar al castillo, Questor encontró un mensaje de Kallendbor en el que amenazaba con represalias inmediatas al supuesto ladrón de la botella, pero el mago no se preocupó. Era poco probable que Kallendbor desafiara el poder del gran señor, a menos que descubriera la ausencia de Holiday, por muy irritado que estuviese por la pérdida de la botella. Questor redactó una dura respuesta, en papel con el distintivo real, en la que repelía que no era responsable del robo de la botella, ni tampoco ninguno de sus acompañantes, y que cualquier acción hostil sería contestada de forma contundente. Estampó el sello del gran señor y la envió. Aquello bastaba por el momento.

Durante las siguientes veinticuatro horas, recibió a una delegación de otros señores del Prado, entre los que se incluía Strehan, que deseaban presentar sus quejas respecto a la destrucción de su torre por Kallendbor, informó al nuevo consejo judicial sobre el establecimiento de unas cortes que reforzaran las leyes reales, estudió los mapas de regadío que permitirían a los granjeros cultivar las zonas áridas del este del valle y atendió a los embajadores y otros emisarios de diferentes puntos del reino. Lo hizo en su papel de representante y consejero del gran señor, asegurando a todos que el rey dedicaría una atención inmediata a sus problemas. Nadie puso en duda su palabra, dando por supuesto que Holiday se encontraba en algún lugar del valle. El mago no hizo nada para sacarlos de su error. Todo fue como la seda y el día acabó sin incidentes.

Las primeras malas noticias llegaron por la mañana. Había disturbios en todos los rincones del valle, azarosas gotas dispersas que pronto se convirtieron en aguacero. Los trolls, súbita e inexplicablemente, se lanzaron a luchar, no sólo contra los gnomos nognomos, sino contra los lejanos residentes del Prado, los kobolds y los duendes, e incluso entre sí. En la región de los lagos se alzaron protestas airadas porque hasta allí había llegado agua sucia procedente del Prado, provocando una plaga de ratas comedoras de plantas. Los habitantes del Prado se quejaban del acoso a que los tenía sometidos una invasión de dragones pequeños que quemaban las cosechas y el ganado. Las criaturas fantásticas y los humanos se hostigaban entre sí como si la lucha fuese una forma de diversión recién descubiertas. Tan pronto como Questor terminaba de leer un informe, llegaban dos nuevos. Cuando se retiró a su dormitorio, estaba exhausto.

El tercer día fue incluso peor. Los informes se habían ido acumulando durante la noche y, tras despertar, se sintió abrumado por ellos. Todos parecían estar enemistados con los demás, aunque nadie conocía la causa concreta. Había hostilidad por todas partes. El descontento aumentó hasta convertirse en una exigencia de acción. ¿Dónde estaba el gran señor? ¿Por qué no resolvía personalmente lodo aquel embrollo?

Questor Thews se dio cuenta de que aquello era provocado. Había empezado a sospechar la intervención del tenebroso, y ahora estaba casi seguro de que el demonio actuaba en interés de alguien cuyo principal objetivo era vengarse de Ben Holiday. Al mago le parecía obvio que la finalidad de todos los incidentes diversos era acumular ira contra el gran señor. Excluyendo a Kallendbor, que había perdido la botella y era poco probable que la hubiera recuperado en tan poco tiempo, los dos que más podían desear vengarse de Ben Holiday eran Strabo y la bruja Belladona.

Questor estudió ambas posibilidades.

Era poco probable que Strabo se molestase en usar la magia contra Holiday. Él sólo trataría de aplastarlo.

Belladona era otra cosa.

Questor dejó a los embajadores y mensajeros aguardando en las salas de recepción, y subió a la gran torre de Plata Fina donde se hallaba la Landvista. Entró en la plataforma, se agarró a la barandilla pulida y se proyectó hacia el valle. Los muros y torres del castillo desaparecieron, Questor Thews volaba impulsado por la magia. Se dirigió directamente a la Caída Profunda, y descendió. A salvo, ya que sólo estaba viendo y no se encontraba corporalmente allí, el mago comenzó a buscar a la bruja. No la encontró. Salió de la hondonada y cruzó el valle de un extremo a otro. Tampoco la encontró.

Cuando volvió a Plata Fina, y descendió a las salas de recepción, tuvo que escuchar un nuevo torrente de quejas. Después volvió a la Landvista, y salió en ella. Ese día repitió la operación cuatro veces más, haciendo que creciera su frustración y sintiéndose cada vez más preocupado por los problemas del valle que se multiplicaban. Las voces que solicitaban la presencia del gran señor iban en aumento y sus propios esfuerzos no hallaban recompensa. Comenzó a preguntarse si se habría equivocado.

Al final, en el quinto viaje, encontró a la bruja. La descubrió en el extremo norte de la hondonada, casi en los picos más bajos del Melchor, en un lugar desde donde se dominaba todo el valle.

En una mano sostenía la botella, y el tenebroso frotaba su figura pequeña, retorcida y oscura contra la mano blanca y fina de la bruja.

Questor regresó a Plata Fina, despidió a todos por ese día, y se sentó a meditar un plan de acción. No podía prescindir del hecho de que todo el lío lo había originado él. Él había insistido en emplear la magia para devolver a Abernathy su apariencia de hombre. Él había convencido al gran señor para que le diese su medallón mágico al perro a fin de que actuara de catalizador. Él había permitido que la magia se desviase de su objetivo. Se encogió de angustia al reconocerlo. Había enviado al pobre amanuense al mundo de Holiday y traído a Landover la botella con el tenebroso dentro. Él, por no haberle dado la importancia debida a la botella, era el responsable de que hubiera quedado descuidada, facilitando así el robo de los gnomos nognomos y los posteriores de los trolls y Kallendbor, hasta que finalmente, de alguna manera que ignoraba, cayera en manos de Belladona.

Permaneció sentado solo en las sombras y el silencio de sus habitaciones privadas y se enfrentó a verdades que hubiera preferido olvidar. Era un mago incompetente, tenía que admitirlo. A veces podía controlar la magia, la poca que conocía, pero con más frecuencia la magia lo controlaba a él. Había logrado algunos éxitos, pero muchos fracasos. Era un aprendiz de un arte que desafiaba los tenaces esfuerzos que hacía para avanzar en sus conocimientos. Quizás debía renunciar a ser mago. Quizás debía aceptar ese hecho.

Se (rotó la mejilla y arrugó la cara con una mueca de disgusto. ¡Nunca! ¡Antes me convierto en sapo!

Se levantó, paseó por la oscura sala durante un rato y volvió a sentarse. De nada le serviría lamentarse de las circunstancias de su vida. Verdadero mago o no, tenía que hacer algo respecto a Belladona. El problema era que no sabía qué. Podía descender a la Caída Profunda y enfrentarse con ella, pedirle que le devolviese la botella, amenazarla con su magia. Por desgracia, eso significaría su fin. En los dominios de Belladona, poco se podía hacer en su contra, sobre todo ahora que contaba con la botella y el servicio de su demonio.

Reprodujo en su mente las imágenes de la bruja y el tenebroso en el borde de la hondonada y se preguntó cuál era el peor de ellos y quién podría enfrentárseles.

Entonces unió las manos ante sí. El Paladín era el único que podía dominar a la bruja, pero el Paladín sólo aparecería si lo convocaba el gran señor, y el gran señor estaba atrapado en su mundo hasta que encontrase a Abernathy, recuperara el medallón y lograse regresar.

Questor Thews dejó escapar un profundo suspiro de contrariedad. ¡Qué complicado era todo!

—¡Bueno! —exclamó, levantándose de repente—. ¡Tendremos que simplificar las cosas!

Palabras huecas, pensó con tristeza. Simplificar las cosas significaba encontrar a Ben Holiday, Abernathy y el medallón y conseguir que los tres llegaran sanos y salvos a Landover para que se enfrentasen con Belladona y con el tenebroso. No podía contar con la magia para nada de eso. Ya se lo había dicho a Holiday cuando le envió allí.

Sin embargo, había otra manera.

Una manera muy poco segura.

Se quedó helado al pensar en lo que tenía que hacer. Se ciñó la túnica gris con faltriqueras de colores para calentarse un poco; después, la soltó y se tiró de la oreja con nerviosismo. ¡Bueno, o era el mago de la corte o no lo era! ¡Mejor sería descubrir la verdad lo antes posible!

—No hay razón para esperar —susurró.

Decidido, atravesó la puerta y salió al corredor para ir en busca de Juanete. Saldría esa misma noche.