El día empezaba a declinar en la región del Amo del Río y las criaturas fantásticas de Elderew dejaron su trabajo y empezaron a encender las lámparas de los caminos arbóreos y los senderos, preparándose para la llegada de la noche. Corrían entre los enormes árboles que albergaban su ciudad, a lo largo de las ramas, arriba y abajo de los troncos nudosos, a través de las sombras que se alargaban y la niebla que se espesaba. Duendes, ninfas, nereidas, náyades, elementales de todo tipo, originarios del mundo de las hadas que rodeaba el valle de Landover, criaturas exiliadas o huidas de otras vidas que no les resultaron placenteras, a pesar de que tales vidas habrían durado una eternidad.
El Amo del Río se encontraba de pie en los límites de un parque situado frente a su escondida ciudad boscosa y meditaba sobre sueños de paraísos perdidos. Era alto y delgado, vestido con ropas de color verde, de piel escamosa y plateada, con agallas a ambos lados del cuello que aleteaban suavemente al respirar. El pelo, abundante y oscuro, cubría su cabeza y antebrazos, y tenía un extraño rostro con ojos fríos y penetrantes. Había llegado a Landover en tiempos de su fundación, acompañado de su gente, renunciando para siempre a las nieblas de las hadas por propia decisión. Ahora era mortal, en un sentido que nunca había apreciado en su antigua vida, y habitaba en el aislamiento de la región de los lagos, trabajando para conservar la tierra, el agua, el aire y todas las formas de vida limpias y sañas. Era un duende sanador, capaz de devolver vida donde ésta había sido robada. Pero algunas heridas se negaban a sanar, y la irrecuperable pérdida de su país de nacimiento era una cicatriz que nunca se borraría.
Dio unos cuantos pasos hacia la ciudad, consciente de los guardias que le seguían a prudente distancia para no estorbar su intimidad. Cinco de las ocho lunas resplandecían en el cielo, con sus bellos colores destacándose en la oscuridad: malva, anaranjado, verde jade, rosa tostado y blanco.
—Un paraíso perdido —susurró, pensando aún en los obsesionantes sueños de las nieblas de las hadas. Miró a su alrededor—. Pero también un paraíso ganado.
Amaba la región de los lagos. Era el corazón y el alma de su pueblo, los exiliados y vagabundos que se habían unido a él para empezar de nuevo, para descubrir y edificar para sí y para sus hijos un mundo con principio y fin, un mundo sin absolutos, un mundo que no pudieron encontrar en las nieblas. Elderew yacía oculta en una tierra de pantanos, en el interior de una gran extensión de bosques y lagos, tan escondida que nadie podía encontrarla sin la ayuda de sus habitantes. Quienes lo intentaban, desaparecían en el cenagal. Elderew era un refugio contra la locura de aquellos habitantes del valle que no apreciaban el valor de la vida: los señores del Prado, los trolls y gnomos de las montañas, los monstruos huidos del mundo de las hadas aún sobrevivían después de un milenio de guerras. La destrucción y abuso de la tierra era algo común a todos esos seres. Pero allí, en el santuario del Amo del Río, había paz.
Contempló una danza procesional que empezaba a formarse ante él, al borde del parque; una fila de niños, ataviados con ropas brillantes y flores, que portaban velas. Cantaban y se movían por los senderos, sobre los puentes que cruzaban el agua y entre los jardines y setos. Sonrió al verlos, satisfecho.
Las tierras que rodeaban a la región de los lagos habían mejorado desde la llegada de Ben Holiday, admitió. El gran señor de Landover se había esforzado mucho para cerrar la brecha existente entre las dispares gentes del valle, se había esforzado mucho en fomentar la conservación y el cuidado de la tierra. Holiday consideraba con acierto, al igual que el Amo del Río, que toda clase de vida estaba fuertemente ligada con las demás y que si se cortaba un lazo, peligraban todas.
Sauce se había ido con el gran señor. Su hija Sauce elegida para él según decía, por el destino tejido en las hierbas donde sus padres yacieron en el momento de su concepción como las sílfides de la antigüedad. Sauce creía en Ben Holiday. El Amo del Río consideraba envidiable su creencia.
Inhaló el aire de la noche. Aunque el gran señor tampoco daba mucha importancia a sus opiniones en los días presentes. Holiday seguía enojado con él por su intento de atrapar al unicornio negro y apropiarse de sus poderes meses atrás. Holiday no había sido capaz de aceptar el hecho de que los poderes fantásticos sólo pertenecían a las criaturas fantásticas, porque sólo ellas comprendían su uso.
Sacudió la cabeza. Ben Holiday había sido bueno para Landover, pero todavía tenía mucho que aprender.
A su izquierda, se produjo un pequeño revuelo que le hizo volverse. Los espectadores de la danza de los niños se apartaron con precipitación a la vista de un par de centinelas de los pantanos que surgieron de la niebla con una criatura muy temida entre ellos. A pesar de ser veteranos curtidos, y conservaban sus rostros tan inmóviles como la piedra, los centinelas se mantenían a cierta distancia de su acompañante. Los guardias del Amo del Río hicieron ademán de acercarse, pero él se lo impidió con un gesto. No serviría de nada mostrar miedo. Se mantuvo en su lugar y dejó que la criatura se aproximara.
Era una criatura de las llamadas seres de las sombras. Una clase de elemental cuyo físico había sido destruido en un momento de su vida por algún error o acto inexplicable; por tanto, sólo sería un espíritu hasta que muriera. Aquel pobre ser estaba destinado a una eternidad de inexistencia.
Sólo podía persistir en las sombras y lugares oscuros, nunca bajo la luz. Se le había negado el cuerpo y, por tanto, la presencia real. La presencia que mostraba estaba construida con detritos de sus cacerías y los restos de sus víctimas. Un espíritu maligno, que robaba la vida de otros para sobrevivir, aprovechándose de los perdidos y agonizantes como lo haría un carroñero. Ya quedaban pocos de esos seres horribles en el valle, puesto que la mayoría había perecido con el paso del tiempo.
Éste, pensó el Amo del Río, es particularmente repugnante.
El ser de las sombras se le acercó, caminando con unas patas combadas y largas que debían de haber pertenecido a un troll anciano. Sus brazos eran los de algún animal; su cuerpo, humano. Tenía manos y pies de gnomo y una cara que era una mezcla de facciones robadas.
En una mano llevaba un viejo saco de lana.
Sonrió, y su boca pareció tensarse en un grito silencioso.
—Amo del Río —dijo.
Su voz sonó como el eco de una caverna vacía.
Hizo una torpe reverencia.
—No lo hemos traído, nos ha seguido —informó uno de los centinelas.
El señor de la región de los lagos asintió.
—¿Por qué has venido? —preguntó a la criatura.
El ser de las sombras se irguió inestablemente. La luz pasaba a través de su cuerpo deforme por las desencajadas articulaciones de sus huesos.
—Para ofrecerte un regalo, y pedirte otro.
—Encontraste el camino para entrar. Encuentra ahora el camino para salir. —La expresión del Amo del Río era dura como la piedra—. La vida será mi regalo; alejarte de mi presencia será el que me harás a mí.
—La muerte sería un regalo mejor —susurró el ser de las sombras y sus ojos vacíos reflejaron la luz de una vela distante. Se volvió hacia donde los niños seguían danzando y se mojó los labios con la lengua—. Mírame, Amo del Río.
¿Qué criatura ha existido en todos los mundos y en todos los tiempos presentes y pasados que sea más patética que yo?
El Amo del Río no contestó, se limitó a esperar. La mirada vacía del ser de las sombras se apartó de él.
—Te contaré una historia y te pediré que la escuches, nada más. Sólo te pido unos momentos que pueden resultarte interesantes, Amo del Río. ¿Me escucharás?
El Amo del Río estuvo a punto de decir que no. Le repelía tanto aquella criatura que apenas podía soportar su presencia. Pero algo le hizo ceder.
—Habla —le ordenó.
—Durante dos años he vivido en los rincones y lugares oscuros del castillo de Rhyndweir —dijo el ser de las sombras, avanzando un paso, hablando con voz tan baja que sólo el Amo del Río podía oírla—. He vivido gracias a los miserables que el señor de ese castillo encierra en su torreón y a esas pobres criaturas que se alejan demasiado de la luz. He observado y aprendido mucho. La noche pasada un troll bastante maltrecho llegó a Rhyndweir para vender un tesoro. ¡Era un tesoro de posibilidades tan maravillosas que superaba todo lo que yo había visto nunca! El señor de Rhyndweir le quitó el tesoro al troll e hizo que lo mataran. Yo a mi vez, se lo quité al señor de Rhyndweir.
—Kallendbor —dijo el Amo del Río con desprecio.
No sentía gran afecto por ninguno de los señores del Prado, y menos por Kallendbor.
—Lo robé del lugar en que lo tenía escondido mientras él dormía, lo robé ante las narices de sus guardias porque, después de todo, Amo del Río, ellos sólo son hombres. Lo robé y te lo he traído. ¡Es mi obsequio para que tú me hagas otro!
El Amo del Río trató de controlar la oleada de repulsión que le atravesó cuando el ser de las sombras empezó a reír.
—¿Cuál es tu regalo?
—¡Aquí está!
La criatura sacó del saco que llevaba en su mano rosa una botella blanca con payasos bailando dibujados.
—¡Ah, no! —exclamó el Amo del Río al reconocerla—. Conozco muy bien ese objeto, ser de las sombras, y no es precisamente un obsequio. ¡Es una maldición! ¡Es la botella del tenebroso!
—Así se llama —dijo el otro, acercándose tanto que el Amo del Río pudo sentir en su piel el aliento caliente—. ¡Pero claro que es un obsequio! Puede conceder a quien posea la botella…
—¡Cualquier cosa! —concluyó el Amo del Río, apartándose a pesar de su decisión—. ¡Pero la magia que emplea es tan maligna que no hay palabras para describirlo!
—¡A mí que me importan el bien ni el mal! —dijo el ser de las sombras—. A mí sólo me importa una cosa. Escúchame, Amo del Río. Yo robé la botella y te la he traído. Lo que hagas con ella ahora no me concierne. Destrúyela, si lo deseas. ¡Pero antes úsala para ayudarme! —Había desesperación en su voz—. ¡Quiero ser como era antes!
El Amo del Río lo miró con asombro.
—¿Volver atrás? ¿Ser como eras antes?
—¡Eso! ¡Sólo eso! ¡Mírame! ¡Ya no puedo soportarlo más, Amo del Río! He vivido una eternidad sin presencia, de sombra, robando y aterrorizando a todos porque no tenía otra opción. He robado toda clase de vidas, en cualquier lugar que las encontrara. ¡Ya basta! ¡Quiero recuperar mi presencia! ¡Quiero recuperar mi vida!
El Amo del Río frunció el entrecejo.
—¿Qué esperas que haga yo?
—Que uses la botella para ayudarme.
—¿Usar la botella? ¿Por qué no la usas tú mismo ser de las sombras? ¿No acabas de decir que la botella puede conceder a quien la posea cualquier cosa?
El ser intentó llorar, pero en su cuerpo no había lágrimas.
—Amo del Río, yo… no… puedo… darme… nada. ¡No puedo usar la botella! ¡Carezco de presencia y no puedo invocar la magia! ¡Apenas estoy… aquí! ¡No soy más que una sombra! ¡Toda la magia del mundo es inútil para mí! ¡Mírame! ¡Estoy desvalido!
El Amo del Río contempló al ser de las sombras con un nuevo espanto, viendo por primera vez la verdad de aquella existencia.
—¡Por favor! —rogó el ser poniéndose de rodillas—. ¡Ayúdame!
El Amo del Río dudó un momento, luego cogió el saco que le ofrecía la criatura.
—Lo pensaré —dijo. Hizo una señal para que la guardia retrocediese—. Espera aquí. Y procura no hacer daño a mi gente, a no ser que quieras que mi decisión sea negativa.
Se alejó un poco, llevando en la mano el saco, se detuvo y se volvió a mirar atrás. El ser de las sombras estaba agachado, encogido como si se hubiera roto, observándolo. Él carecía de poder para sanar a un ser semejante. Y si la magia de la botella le otorgaba tal poder, ¿tenía derecho a intentarlo?
Se giró bruscamente y continuó andando. Dejó atrás el parque y se adentró en la ciudad, pasó entre los bailarines y quienes los contemplaban, caminó por los caminos y los senderos de los jardines, perdido en el paisaje árido de sus pensamientos. Conocía el poder del tenebroso desde hacía años, al igual que tenía conocimiento de casi todos los poderes mágicos. Recordó como lo empleaban el irresponsable hijo del viejo rey y el malvado mago Meeks. Sabía la manera en que esa magia envolvía en cintas de brillantes colores a quien la empleaba, para convertirlas después en cadenas.
Se acordó que cuanto mayor era el poder, mayor era el riesgo.
Y con un poder de tal magnitud se podía conseguir cualquier cosa.
Llegó a las fronteras de la ciudad sin darse cuenta. Se detuvo, se volvió un momento para buscar a sus guardias y los encontró detrás, a una respetuosa distancia como siempre. Hizo un rápido gesto para despedirlos. Necesitaba estar solo. Los guardias vacilaron un momento, después se retiraron.
El Amo del Río siguió caminando. ¿Qué debía decidir?
La botella sería suya si aceptaba ayudar al ser de las sombras. No pensó ni un solo instante en quedarse con la botella y echar de allí a la criatura. Él era incapaz de hacer algo así. O decidía quedarse con la botella y ayudarle, o se la devolvería, apartando a aquel ser desgraciado de su vida. Si elegía lo último, no habría nada más que considerar. Si elegía lo primero, tendría que pensar en la forma de usar la magia para ayudar a la criatura, y quizás a sí mismo de algún modo, sin ser víctimas de su poder.
Se preguntó si él podría lograrlo.
Se preguntó si alguien podría.
Volvió a detenerse ante un grupo de lindoazules que se alzaban más de seis metros y tapaban el cielo nocturno con una malla de seda azul. Los ruidos de la ciudad quedaron detrás, débiles y distantes: risas, canciones, música y el baile de los niños. Los pinos centenarios se hallaban cerca, el bosquecillo en que danzaban las ninfas a medianoche, el lugar donde había conocido a la madre de Sauce…
El pensamiento arrastró una oleada de recuerdos amargos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Cuánto tiempo hacía que no la había visto? Aún la recordaba con precisión, a pesar de que sólo pasó una noche con ella, a pesar de que sólo compartieron una noche de amor. Aún torturaba su alma aquella maravillosa criatura sin nombre, la ninfa de los bosques que posponía todo a la libertad. Estaba seguro de que no volvería a verla, de que ni siquiera podía soñar con pasar otra noche en su compañía.
Entonces en su mente se dibujó un proyecto tan siniestro que hizo que se estremeciera como si lo hubieran sumergido en agua helada.
—¡No! —murmuró, horrorizado.
Pero, ¿por qué no?
De repente miró al saco que contenía la botella mágica, la botella que podía concederle cualquier cosa.
¿Por qué no?
Era necesario probar la botella. Debía saber si era capaz de controlarla. Debía saber si podía ayudar al ser de las sombras que se lo había pedido, o si la magia era demasiado fuerte para ser controlada. ¿Qué daño podía hacer concediéndose aquel pequeño deseo, sólo una vez? ¿Por qué no pedirle al tenebroso que le trajese a la madre de Sauce?
Sintió frío y calor al mismo tiempo. Calor ante el pensamiento de su presencia de la que estuvo privado tanto tiempo, frío ante la perspectiva de usar la magia para eso. ¡Pero el calor era más fuerte! Deseaba a la ninfa como no había deseado nada en su vida. ¡Siempre había sido así! Su felicidad dependía de lo que ella podía darle.
—¡Tengo que intentarlo! —susurró de repente—. ¡Tengo que hacerlo!
Caminó con rapidez por la tierra boscosa, entre los grandes y silenciosos árboles donde sólo podían llegar los ruidos de la noche, hasta el bosquecillo de pinos centenarios. La quietud lo impregnaba todo, y sólo en su mente podía oír las risas de los niños y contemplar la danza de la madre de Sauce.
No pediría mucho, decidió de repente. Sólo verla bailar para él. Sólo verla bailar.
La necesidad de su presencia quemaba su interior como la fiebre. Dejó el saco sobre la tierra y sacó la botella de colores. Los arlequines rojos brillaban a la luz de las lunas y parecieron dibujados con sangre.
La destapó.
El tenebroso salió, trepando como un insecto repugnante.
—¡Qué dulces son tus sueños, amo! —siseó, y comenzó a contorsionarse en el borde de la botella como un loco—. ¡Dulces anhelos que precisan colmarse!
—¿Puedes leer mis pensamientos? —le preguntó el Amo del Río, súbitamente precavido.
—¡Puedo leer hasta tu alma, amo! —susurró la criatura negra—. Puedo ver la profundidad y la magnitud de tu pasión. ¡Déjame satisfacerla, amo! ¡Puedo darte lo que deseas!
El Amo del Río reflexionó. Las agallas del cuello aletearon casi descontroladas y su respiración se aceleró. Era un error, pensó de repente. ¡Era un error enorme! La magia tenía demasiada…
Entonces el demonio dio un salto y se quedó de pie sobre la botella. Empezó a agitar los dedos en el aire, creando de la nada una visión de la madre de Sauce. Era una miniatura que bailaba sobre una nube de plata. Su rostro tenía la belleza que siempre había recordado el Amo del Río. Su danza estaba impregnada de una magia que trascendía toda razón o comedimiento. Giró, ondeó y se fue.
La l isa del tenebroso era ansiosa y sin sonido.
—¿Te gustaría tenerla? —preguntó con voz suave—. ¿En carne y hueso?
El Amo del Río se hallaba paralizado.
—¡Sí! —susurró al fin—. ¡Tráemela! ¡Quiero verla bailar!
El tenebroso salió disparado hasta perderse de vista como una sombra nocturna huyendo de la luz del día. El Amo del Río se quedó solo en el bosque de pinos con la mirada fija ante sí, oyendo de nuevo la música de los niños y los sonidos hipnotizadores de la danza. Su piel plateada brillaba, y sus ojos duros e inexpresivos adquirieron vida con la esperanza.
Verla danzar, verla danzar otra vez…
Entonces, a la velocidad del pensamiento, el tenebroso regresó. Atravesó el anillo de pinos para entrar en el claro. Su risa era aguda y nerviosa. Sus manos sujetaban unas cuerdas de fuego rojo que parecían no quemar. Al otro extremo de las cuerdas estaba atada la madre de Sauce.
Apareció en la luz como un perro conducido por su amo. Las cuerdas se ceñían a sus muñecas y tobillos, y su frágil figura temblaba igual que si hiciera mucho frío. Era hermosa, pequeña y etérea, mucho más que la imagen que guardaba el Amo del Río en la profundidad de su memoria. Su largo cabello plateado, que le cubría los hombros centelleaba a cada movimiento de sus finos miembros. Su piel era verde pálido como la de Sauce, su rostro el de una niña. Una túnica de gasa blanca cubría su cuerpo, y una cinta plateada rodeaba su cintura. Se detuvo ante él, mirándole con fijeza y ojos llenos de miedo.
El Amo del Río no captó el miedo. Vio sólo la realidad de la belleza con que había soñado durante tantos años.
—¡Pídele que dance! —susurró.
El tenebroso emitió un siseo y tiró de las cuerdas, pero la aterrada ninfa de los bosques cayó al suelo, encogida, y se cubrió la cara con los brazos. Empezó a gemir y sus gemidos se convirtieron en un llanto ahogado y temeroso que parecía el canto de un pájaro.
—¡No! —gritó el Amo del Río, enojado—. ¡Quiero que baile, no que llore como si estuviese herida!
—¡Sí, amo! —dijo el tenebroso—. ¡Sólo necesita una canción de amor!
El demonio siseó de nuevo y comenzó a cantar, si los ruidos que emitía podían llamarse canto. Su voz era un aullido áspero y duro que hizo retroceder al Amo del Río y que la madre de Sauce se incorporara de repente como si tirasen de ella. Las cuerdas de fuego cayeron, dejando libre a la ninfa de los bosques. Pero, en realidad, no lo estaba, porque la voz del demonio la apresaba como cadenas de hierro. La movía como a una marioneta, obligándola a bailar, forzándola a moverse con la música. Comenzó a dar vueltas por todo el claro; al parecer, sin la intervención de su voluntad. Danzaba, pero su danza carecía de belleza; no era más que un movimiento forzado. Danzaba, pero las lágrimas corrían por las mejillas de su rostro de niña.
El Amo del Río estaba horrorizado.
—¡Déjala que baile en libertad! —gritó con furia.
El tenebroso lo miró con sus ojos de color rojo sangre, siseó su aborrecimiento y cambió el tono y el ritmo de su canto, convirtiéndolo en algo tan espantoso que el Amo del Río cavó de rodillas al oírlo. La madre de Sauce aceleró su danza. La velocidad de sus movimientos enmascaraba ahora su falta de control. Era una mancha de gasa blanca y cabellos plateados que giraba sin descanso en la noche.
El Amo del Río comprendió de pronto que se estaba destruyendo así misma. Que la danza la estaba matando.
Ella seguía, y el Amo del Río la observaba, incapaz de actuar. Parecía que la magia también le afectaba a él. Estaba atrapado por sus efectos, que le producían una extraña satisfacción que iba creciendo a medida que se liberaba el poder. Reconoció, horrorizado lo que estaba ocurriendo, pero no pudo liberarse. Deseaba que la danza no cesara. Deseaba que la visión permaneciese.
Entonces, de repente, empezó a gritar sin saber cómo ni por qué.
—¡Basta! ¡Basta!
El tenebroso interrumpió su canción bruscamente y la madre de Sauce se derrumbó sobre la tierra. El Amo del Río soltó la botella, se apresuró hacia donde ella yacía, la cogió en brazos con cuidado y se estremeció al ver los estragos causados en su rostro. Ya no era la visión que recordaba; ahora era un ser extenuado.
Se volvió hacia el tenebroso.
—¡Dijiste una canción de amor, demonio!
El tenebroso se deslizó hasta la botella abandonada y se subió en ella.
—¡Canté la canción de amor que estaba en tu corazón, amo! —susurró.
El Amo del Río se quedó helado. Sabía que era verdad. La canción que había cantado el tenebroso era su canción, una canción nacida del egoísmo y la desconsideración, una canción que carecía de toda semejanza con el verdadero amor. Su rostro impasible se contorsionó en una mueca al sentir el dolor que brotó en su interior. Se volvió para ocultar sus sentimientos.
La madre de Sauce se agitó en sus brazos, sus ojos parpadearon y se abrieron, y el miedo volvió a ellos al instante.
—¡Ssss! —le susurró—. Ya no sufrirás más. Podrás irte cuando quieras.
Vaciló un momento, luego la abrazó impulsivamente.
—Lo siento —dijo.
Su deseo por ella era tan grande en aquel momento que le impedía pronunciar las palabras que la dejarían en libertad pero su horror por lo ocurrido le obligó a hacerlo. Vio que el temor de la ninfa disminuía y que las lágrimas volvían a sus ojos. La acarició con suavidad, esperó a que recuperase sus fuerzas, y la dejó de pie en el suelo. Ella se quedó ante él un momento, mirando con angustia a la criatura agazapada en el borde de la botella, después se giró y corrió hacia el bosque como un ciervo asustado.
El Amo del Río la siguió con la mirada, pero no captó más que árboles y sombras, sintiendo el vacío de la noche a su alrededor. Supo que la había perdido para siempre.
Se volvió.
—Regresa a la botella —le ordenó en voz baja al demonio.
El tenebroso obedeció y el Amo del Río puso el tapón en su lugar. Durante un instante contempló con fijeza la botella, temblando. Después, la metió en el saco, y con paso rápido se dirigió de nuevo a la ciudad. Los sonidos de la música y el baile aumentaban a medida que se iba acercando a ellos, pero la sensación de alegría que le hubieran proporcionado antes, se había extinguido por completo.
Cruzó los puentes iluminados por antorchas y recorrió los caminos y senderos de los jardines, sintiendo el peso del saco y su contenido como si fuese la carga de su culpa. Al fin, llegó al parque.
El ser de las sombras seguía encogido en el lugar donde lo había dejado, con sus ojos muertos mirando al vacío. Se levantó al aproximarse el Amo del Río, demostrando la impaciencia en sus movimientos. Pobre desgraciado, pensó el duende y de repente se preguntó si no debería sentir lástima de sí mismo.
Se acercó al ser y se detuvo frente a él, estudiándolo. Después, le entregó el saco con la botella.
—No puedo ayudarte —dijo—. No puedo usar esta clase de magia.
—¿No puedes?
—Es demasiado peligrosa. Para mí y para cualquiera.
—Amo del Río, por favor… —rogó el ser de las sombras.
—Escúchame —le interrumpió amablemente—. Llévate este saco y déjalo caer en la ciénaga más profunda que encuentres a tu paso. Piérdelo donde nadie pueda encontrarlo. Cuando lo hayas hecho, vuelve, y haré lo que pueda por ti, usando los poderes curadores de las gentes de la región de los lagos.
El ser retrocedió, consternado.
—Pero, ¿podrás convertirme en lo que era? —gritó con brusquedad—. ¿Puedes hacer eso con tus poderes?
El Amo del Río negó con la cabeza.
—Creo que no. No del todo. No creo que nadie pueda.
El ser de las sombras lanzó un grito terrible, le arrancó el saco de las manos y, sin decir más, huyó en la noche.
El Amo del Río pensó durante un momento en perseguirlo, pero luego cambió de opinión. Por mucho que le disgustase la posibilidad de que la botella cayera en otras manos menos prudentes, no tenía derecho a interferir. Después de todo, el ser de las sombras había acudido a él por propia voluntad; tenía que permitir que se marchara de la misma manera. En cualquier caso, no tenía muchos a quienes recurrir. Nadie estaría dispuesto a ayudarle. Las otras criaturas se aterrorizarían al verlo. Y el ser de las sombras no podía usar la magia de la botella y, por tanto le sería inútil. Era probable que volviera a pensar el asunto y obrara como él le había sugerido. Dejaría caer la botella y su demonio en alguna ciénaga.
Distraído por los pensamientos de lo ocurrido esa noche y atormentado por el recuerdo de la madre de Sauce bailando en el claro, se olvidó de la sombra.
Más tarde, lamentaría no haberle dedicado más tiempo.
El ser de las sombras caminó hacia el norte durante toda la noche, escapando de los bosques cenagosos de la región de los lagos, adentrándose en las montañas arboladas que rodeaban a Plata Fina y continuando hacia el muro montañoso. Al principio, corría sin finalidad, huía de la decepción y la desesperación. Después, al darse cuenta, corrió hacia su propósito. A toda velocidad atravesó el valle de una punta a otra, desde el sur donde estaba la región de los lagos hasta el Melchor en el norte. Era tan rápido como el pensamiento, tan escurridizo como los kobolds, y podía estar en cualquier sitio casi en el momento que lo decidía.
Al amanecer, se hallaba en el borde de la Caída Profunda.
—Belladona me ayudará —susurró a la oscuridad.
Comenzó a bajar por la pared de la hondonada, atravesando sin retrasarse la zona plagada de maleza y rocas, sosteniendo con firmeza en una mano el saco con la preciosa botella. La luz empezaba a extenderse sobre las cumbres de las montañas, y lanzaba rayos plateados que alargaban y espantaban a las sombras. La criatura siguió bajando.
Cuando al fin llegó al fondo de la hondonada, que estaba cubierto por una maraña de árboles, arbustos, ciénagas y malas hierbas, Belladona lo esperaba. Se materializó ante él como si surgiera de la nada.
Su figura alta e impresionante se destacó de la oscuridad cual un fantasma. La negrura de su túnica contrastaba con la palidez de su piel blanca.
El mechón blanco dividía el azabache de su pelo con un trazo de plata.
Los ojos verdes observaron al ser de las sombras con indiferencia.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó la bruja.
—Señora, le traigo un obsequio para que tú me des otro —gimoteó la sombra, cayendo de rodillas—. Te traigo algo mágico que…
—Dámelo —le ordenó ella.
El ser obedeció, sin hacer preguntas ni resistirse. Ella cogió el saco, lo abrió y sacó la botella.
—¡Síííí! —exclamó al reconocerla, con una voz que parecía el silbido de una serpiente.
Durante un momento acunó la botella entre sus brazos con delicadeza, luego devolvió su atención al ser de las sombras.
—¿Qué obsequio quieres de mí? —le preguntó.
—¡Devuélveme mi presencia real! —pidió el ser rápidamente—. ¡Deseo ser lo que era antes!
Belladona esbozó una sonrisa en su rostro astuto e intemporal.
—¿Por qué, ser de las sombras, pides un regalo tan insignificante? Antes eras lo que todos fuimos una vez. —Se inclino y le tocó la cara—. Nada.
Entonces se produjo un destello de luz roja y el ser de las sombras desapareció, dejando en su lugar una enorme libélula que zumbó y revoloteó enloquecida. Se alejó, cruzando una pequeña laguna cenagosa. Entonces, algo monstruoso surgió de allí y se la tragó.
Belladona ensanchó su sonrisa.
—Qué obsequio tan tonto —susurró.
Apartó la mirada de allí. La luz del sol entraba por el este. El nuevo día estaba empezando.
Se volvió con la botella entre los brazos y se dispuso a darle la bienvenida.