Cuando el teléfono sonó al fin, Ben Holiday casi se rompió una pierna al chocar contra una silla en su precipitación por contestar.
—¡Maldita sea! ¿Diga?
—¿Doc? Al fin estoy aquí —dijo Miles Bennett a través del aparato—. Estoy abajo, en el vestíbulo.
Ben soltó un largo y sonoro suspiro de alivio.
—¡Gracias a Dios!
—¿Quieres que suba?
—Sin perder un momento.
Colgó el teléfono, se derrumbó sobre el sofá más cercano y se frotó la pierna dolorida. ¡Al fin llegaba la salvación! Había estado esperando cuatro días la llegada de Miles con informes de Michel Ard Rhi y Abernathy; cuatro largos e interminables días encerrado en los lujosos confines de Shangri-La. Miles había enviado el giro con el dinero prometido, lo que le había evitado la inanición y el desalojamiento. Pero no había sido posible que salieran de la habitación más de una o dos horas al día, siempre de noche o por la mañana temprano. Sauce llamaba demasiado la atención.
Además, la sílfide no se había sentido bien desde que dejaron Landover.
La contempló. Estaba desnuda, tomando el sol en la terraza, al otro lado de las puertas correderas del salón de la suite. Se sentaba allí todos los días, a veces durante horas, mirando al desierto, con el rostro alzado hacia el sol, tranquila, sin moverse. Eso parecía aliviarla, de modo que la dejó sola. Suponía que su estado se debía a su fisiología amorfa, que el sol era bueno tanto para su parte animal, como para la vegetal. No obstante, Sauce se mostraba apática y lánguida, con mal color, y con su energía extrañamente debilitada. A veces, se veía desorientada. Estaba preocupado por ella. Estaba empezando a creer que algo que había o faltaba en la atmósfera de su mundo era causa del problema. Deseaba terminar cuanto antes con el asunto de Abernathy y el medallón para regresar con ella a Landover.
Se levantó, fue al baño y se mojó la cara. Los últimos días no había dormido bien por hallarse demasiado excitado, demasiado ansioso de hacer algo y terminar con aquella espera. Se secó la cara con una toalla y se miró en el espejo, Tenía un aspecto bastante saludable, excepto por los ojos. Sus párpados parecían diminutos mapas de carreteras, debido a la falta de sueño y a la lectura masiva de novelas a la que se dedicaba para no volverse loco.
Llamaron a la puerta. Dejó la toalla, cruzó la habitación y observó por la mirilla. Era Miles, soltó la cadena de seguridad y abrió la puerta.
—¡Hola, Doc! —le saludó Miles, extendiéndole la mano.
Ben la estrechó cordialmente. Miles no había cambiado nada, seguía siendo el enorme osito de trapo con cara de niño, traje arrugado y amable sonrisa. Llevaba un portafolios de cuero debajo de un brazo.
—Tienes muy buen aspecto, Miles —le dijo con toda sinceridad.
—Tú pareces un maldito yuppie —contestó Miles—. Con chándal y Nike, instalado en el Shangri-La en espera de que anochezca y se enciendan las luces de la ciudad. Lo que no concuerda es tu edad. Eres demasiado viejo. ¿Puedo entrar?
—Sí, claro que puedes. —Se apartó para permitir el paso a su amigo, asomó la cabeza para mirar si había alguien en el pasillo y después cerró la puerta—. Ponte cómodo.
Miles recorrió la habitación. Admiró los muebles, emitió un silbido suave ante el bar perfectamente surtido y se detuvo de repente.
—¡Cielo santo, Doc!
Estaba mirando hacia la terraza, hacia Sauce.
—¡Perdona, no me había dado cuenta! —exclamó Ben consternado.
Se había olvidado de Sauce.
Fue al dormitorio, cogió un albornoz y salió al balcón. Lo colocó con cuidado sobre los frágiles hombros de la sílfide. Ella le dirigió una mirada interrogativa, con sus ojos distantes e inquietos.
—Miles está aquí —le dijo él con voz baja.
Ella asintió y se levantó. Volvieron al salón juntos para atender al hombre, todavía paralizado, que esgrimía su portafolios como si fuese un escudo.
—Miles, esta es Sauce —dijo Ben.
Miles pareció recobrarse.
—Oh, sí, encantado de conocerte… Sauce —tartamudeó.
—Sauce es de Landover, Miles —le explicó—. De donde vivo ahora. Es una sílfide.
Miles lo miró con gesto de asombro.
—¿Una qué?
—Una sílfide. Una mezcla de ninfa de los bosques y duende de las aguas.
—Ya —Miles sonrió con inseguridad—. Esta verde, Doc.
—Ese es su color natural. —Ben se sintió incómodo de repente—. ¿Por qué no nos sentamos en el sofá y echamos un vistazo a lo que has traído, Miles?
Miles asintió, sin apartar la vista de Sauce. La sílfide esbozó una sonrisa, le dio la espalda y entró en el dormitorio.
—Creo que ha sido bueno que venga a hablar contigo, Doc, y a conocer a esa chica, en lugar de oírte hablar de ello por teléfono —dijo Miles en voz baja—. En caso contrario hubiera creído que estabas loco.
Ben sonrió.
—No te culpo por eso.
Se dejó caer en el sofá y le indicó a Miles que lo imitara.
—Una sílfide, ¿eh? —Miles movía la cabeza de un lado a otro—. Así que al final todo eso del mundo mágico con dragones y hadas era verdad. ¿Me equivoco, Doc? ¿Era verdad?
Ben suspiró.
—Algo de eso hay.
—¡Dios mío! —Miles se sentó lentamente junto a él, con expresión aturdida—. ¿Me estás tomando el pelo? ¿De verdad existe? Sí, existe. Lo veo en tu cara. Y esa chica… es, es muy bella, diferente, alguien que podría vivir en un mundo de hadas. ¡Maldita sea, Doc!
Ben asintió.
—Hablaremos de eso más tarde, Miles. ¿Qué ocurre con la información que te pedí? ¿Ha habido suerte?
Miles contempló a Sauce a través de la puerta del dormitorio mientras ella se quitaba el albornoz y entraba en la ducha.
—Eh, sí —dijo al fin. Abrió el portafolios y sacó una carpeta de color naranja—. Aquí tengo lo que los detectives han averiguado sobre ese personaje, Michel Ard Rhi. Y, créeme, es todo un personaje.
Ben aceptó la carpeta, la abrió y comenzó a examinar su contenido. La primera página contenía un conjunto de datos generales sobre Michel Ard Rhi. Lugar de nacimiento, padres, edad, historia de su infancia… Todo desconocido. Un financiero, principalmente dedicado a negocios de su propiedad. Fortuna estimada en doscientos veinticinco millones de dólares. Residencia en las afueras de Woodinville, Washington —¿Washington?—, en un castillo comprado en Gran Bretaña y trasladado desde allí piedra a piedra. Soltero. Sin aficiones conocidas. No perteneciente a ningún club ni organización.
—No es mucho —comentó.
—Sigue leyendo —dijo Miles.
Le obedeció. La segunda página empezó a interesarle. Michel Ard Rhi tenía un ejército privado. Había ayudado a financiar varias revoluciones en países extranjeros. Poseía participaciones en instituciones bancarias, grandes fábricas de armamento, incluso varias industrias fuera del país con subvenciones gubernamentales. Se sugería que debía estar metido en muchas otras cosas, pero que no se poseían evidencias claras. Se le habían imputado varios actos delictivos, en especial fraudes relacionados con la Comisión Controladora de Acciones y Valores, aunque también había algo de maltrato a animales. Pero nunca había sido condenado. Viajaba mucho, siempre con guardaespaldas, siempre en transporte privado.
Ben cerró la carpeta.
—Washington, ¿eh? No lo entiendo. Estaba seguro de que lo encontraríamos en Las Vegas.
—Espera un momento, Doc —lo interrumpió Miles—. Hay algo más, algo que se supo ayer. Algo bastante inverosímil, pero podría tener cierta conexión con el hecho de que ese tipo se encuentre en Washington.
Metió la mano en su portafolios y extrajo una hoja de papel mecanografiado.
—Aquí está. Los detectives dieron con esto cuando les dije que quería cualquier cosa que encontrasen sobre un perro parlante. Parece que uno de ellos tiene algunos contactos con la prensa sensacionalista. Escucha esto. Un individuo de Woodinville, Washington… El mismo lugar, ¿eh?… ¡Un tipo de Woodinville trató de negociar con la revista Hollywood Eye para cobrar cien mil dólares por una entrevista en exclusiva y un reportaje fotográfico de un auténtico perro parlante!
—¡Abernathy! —exclamó Ben, sin dudar.
Miles se encogió de hombros.
—Podría ser.
—¿Consiguieron el nombre del peno?
—No. Solo el del hombre: Davis Whitsell. Es un entrenador de perros que hace exhibiciones. Pero vive en Woodinville, en el mismo lugar donde Michel Ard Rhi tiene su castillo amurallado. ¿Qué te parece?
Ben se inclinó hacia delante, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.
—Creo que sería una asombrosa coincidencia, si lo es.
En caso contrario, ¿qué está haciendo Abernathy con ese Whitsell en lugar de hallarse con Michel Ard Rhi? ¿Y qué estamos haciendo Sauce y yo aquí? Es posible que Questor volviera a confundirse con la magia, enviándonos a Nevada en vez de a Washington. ¡Maldita sea! ¡Supongo que debo estarle agradecido porque no nos haya depositado en mitad del océano Pacífico! —Pensaba en voz alta y Miles lo contemplaba con gesto sorprendido. Sonrió—. No te preocupes, estaba tratando de poner en orden todo eso. Has hecho un buen trabajo, Miles. Gracias.
Miles se encogió de hombros.
—De nada. ¿Me vas a decir ahora qué está pasando aquí?
Ben estudió a su amigo un momento, luego asintió.
—Lo intentaré. Te lo mereces. ¿Quieres tomar un Glenlivet mientras hablamos?
Miles aceptó el whisky, luego otro, y un tercero, mientras Ben le explicaba la historia de Abernathy y el medallón desaparecido. Aquello exigía una somera descripción de Landover, y eso le condujo a numerosas aclaraciones colaterales. No le relató todo lo ocurrido a Miles, procurando omitir las situaciones que implicaban peligro, porque no quería preocuparlo. Sauce salió de la ducha y Ben pidió la cena. Con el transcurso del tiempo, Miles parecía sentirse más cómodo en presencia de la sílfide, y ella también se comportaba con más naturalidad. Al fin empezaron a hablar entre sí como personas normales. Casi todo lo que Miles decía la desconcertaba, y casi todo lo que decía ella lo dejaba sin habla, pero congeniaban. La cena y la sobremesa terminaron, dejando la mayoría de las preguntas sin respuesta. Los anuncios luminosos de los casinos y los hoteles resplandecían bajo el cielo nocturno.
Sauce se retiró al dormitorio. Miles y Ben se quedaron solos. Ben sirvió dos copas de coñac y se sentaron ante la ventana.
—¿Tienes algún lugar donde hospedarte? —preguntó Ben al cabo de un rato—. No se me había ocurrido preguntártelo antes.
Miles asintió, mirando a lo lejos.
—Sí. En una planta o dos más abajo, con la gente vulgar. Reservé habitación junto con el billete de avión.
—Eso me recuerda algo. —Ben se levantó de repente—. Tengo que llamar al aeropuerto para reservar billetes para mañana.
—¿A Washington?
Ben asintió.
—¿Dónde diablos está Woodinville? —le preguntó mientras se dirigía hacia el teléfono.
—Al norte de Seattle. —Miles se estiró—. Haz reserva para tres.
Ben se detuvo.
—Espera un momento. ¿Es que vas a venir?
—Claro que voy a ir. ¿Qué crees, Doc? ¿Que me voy a apartar del asunto cuando empieza a ponerse interesante? Además, quizás me necesites. Ya no tienes todas las conexiones que tenías antes. Yo sí, y no hablemos de tarjetas de crédito y dinero.
Ben movió la cabeza, dubitativo.
—Podría ser peligroso, Miles. ¿Quién sabe lo que es capaz de hacer Michel Ard Rhi? No me gusta la idea…
—¡Doc! —le cortó Miles—. Voy a ir. Llama.
Ben dejó de discutir, hizo la reserva en un vuelo de la mañana de la PSA y volvió a sentarse en el sofá. Miles estaba mirando de nuevo por la ventana.
—¿Te acuerdas que cuando éramos niños hacíamos todo lo que se nos ocurría? ¿Recuerdas que creábamos mundos imaginarios para jugar en ellos? Creo que has tenido suerte al encontrar uno de verdad, Doc. Los demás hemos de vivir en el mundo en que estamos. —Sacudió la cabeza—. Tú no. Tú has conseguido vivir lo que otros sólo pueden soñar.
Ben no dijo nada. Estaba pensando en lo diferente que eran sus puntos de vista, y que la causa de ello eran sus distintas realidades. La suya era Landover; Miles sólo tenía su mundo. Recordó con cuánta intensidad había deseado hacía dos años lo que ahora tenía. Se había olvidado de eso y era bueno recordarlo.
—Tengo mucha suerte —dijo al fin.
Miles no respondió.
Se quedaron en silencio un rato, bebiendo coñac y dejando que sus sueños tomasen forma en el recinto de sus pensamientos.
Su avión salía de Las Vegas a las 7.58 de la mañana, vuelo 726 de la PSA. Era un pequeño jet que hacía una sola escala en Reno en su ruta a Seattle. Llegaron al aeropuerto, se quedaron en una sala de espera vacía hasta el momento de embarcar y luego subieron al avión, ocupando los asientos traseros para evitar atraer la atención más de lo necesario. Ben había recogido los cabellos de Sauce bajo un gran pañuelo, cubierto su cara con un maquillaje de tonos claros y vestido de pies a cabeza para ocultar el color de su piel. Sin embargo, continuaba pareciendo un espectáculo andante. Lo peor era que languidecía por momentos. Daba la impresión de que algo drenaba sus fuerzas.
Cuando despegaron tras la escala de Reno y Miles se quedó adormilado, se volvió hacia Ben y le susurró:
—Ya sé lo que me sucede, Ben. Necesito alimentarme del suelo. Necesito hacer la transformación. Creo que por eso estoy tan débil. Lo siento.
Él hizo un gesto de asentimiento y le pasó un brazo por los hombros. Había olvidado que cada veinte días ella necesitaba transformarse en árbol. Quizás lo había apartado de su memoria de forma inconsciente al acceder a que lo acompañara en el viaje, sin detenerse a pensar que podía ser un problema. Pero el ciclo de veinte días también se cumplía allí, obligándola a realizar la transformación.
Pero, ¿qué efecto producirían en su cuerpo los peculiares elementos de la tierra?
No quería pensar en eso. Le hacía sentirse impotente. Estaban atrapados allí hasta que encontrara a Abernathy y recuperase el medallón.
Respiró profundamente, asió con fuerza la mano enguantada de Sauce y reclinó su asiento. Sólo un día más, se prometió. Por la noche llegaría al umbral de la puerta de Davis Whitsell y la búsqueda habría terminado.
El teléfono sonó en el cuarto de estar y Davis Whitsell apartó el cuenco de copos de trigo, se levantó de la mesa del desayuno y se apresuró hacia él. Abernathy lo observó a través de una grieta de la puerta de su dormitorio. Estaban solos en la casa. Alice Whitsell había ido a visitar a su madre hacía tres días. Los perros del espectáculo eran una cosa, había dicho al marcharse, pero un perro parlante era algo muy distinto. Volvería cuando ese perro, suponiendo que realmente fuera un perro, se hubiera ido.
Fue una suerte que tomara aquella decisión, según había comentado Davis repetidas veces. Era más fácil concentrarse cuando Alice mantenía cerradas la televisión o su boca.
Abernathy no entendió el significado de aquello. Lo único que entendía era que no estaba más cerca de Virginia que antes. A pesar de que su anfitrión lo tranquilizaba asegurándole que todo iba bien, sus sospechas aumentaban cada vez más.
Escuchó cuando Davis descolgó el teléfono.
—Sí, soy Davis Whitsell.
Se produjo un silencio.
—Sí, señor Stern, ¿cómo está? Eh, eh. Claro que sí. —Parecía muy nervioso—. No se preocupe, estaré allí.
Colgó el aparato, se frotó las manos miró hacia el dormitorio de Abernathy, volvió a descolgar el teléfono y marcó un número. Abernathy continuó escuchando pegado a la puerta.
—¿Blanche? —dijo Whitsell al aparato. Su voz era susurrante—. Quiero hablar con Alice. —Esperó—. ¿Alice? Escucha, sólo tengo un momento. ¡Acabo de recibir una llamada de Hollywood Eye! Sí, ¿qué te parece? ¡Hollywood Eye! Creías que estaba chiflado, ¿eh? ¡Cien mil dólares por la entrevista, unas fotos y fuera! Cuando se acabe, pongo el perro en el avión, le deseo suerte y seguimos viviendo nuestras vidas, mucho más ricos y mucho más famosos. Eye tendrá la exclusiva, pero después otras revistas también publicarán la noticia. Estaré más ocupado de lo que nunca pude imaginar. ¡Nos vamos a forrar, muchacha! —Hubo una breve pausa—. ¡Claro que es seguro! Bueno, tengo que irme. Te veré dentro de unos días, ¿de acuerdo?
Colgó y volvió a la cocina. Abernathy vio que enjuagaba los platos y los metía en el fregadero. Luego atravesó la sala hacia los dormitorios. Abernathy dudó, luego se apartó de la puerta y se tumbó en la cama, tratando de aparentar que acababa de despertarse.
Whitsell asomó la cabeza por la puerta.
—Salgo un momento —le informó—. Ese tipo que te dije, el que iba a proporcionarnos el resto del dinero para que puedas ir a Virginia, está esperándome en el motel para hablar conmigo. Después volveremos para hacer la entrevista. Si te preparas, todos estaremos dispuestos. Así que será mejor que lo vayas haciendo.
Abernathy parpadeó y se incorporó.
—¿Está seguro de que todo esto es necesario, señor Whitsell? No me gusta mucho la idea de hablar de mí mismo y dejar que me hagan fotos. Y dudo que el gran señor y… eh, mis amigos, lo aprobasen.
—Otra vez con esa historia del «gran señor» —dijo Whitsell con irritación—. ¿Quién es ese tío, eh? —Sacudió la cabeza mientras Abernathy lo contemplaba—. Mira, si no hablamos con el hombre del dinero y le dejamos hacer las fotos, no nos dará el dinero. Y si no tenemos dinero, no podrás ir a Virginia. Ya te lo dije, el dinero que te dio Elisabeth no es suficiente.
Abernathy asintió confundido. No sabía si creer eso o no.
—¿Cuánto tendremos que esperar para que pueda irme?
Whitsell se encogió de hombros.
—Un día, quizás dos. Ten paciencia.
Abernathy pensó que ya había tenido bastante paciencia, pero decidió no decirlo. Se levantó y se dirigió al baño.
—Estaré preparado cuando vuelva —prometió.
Whitsell lo dejó, atravesó la sala de estar, deteniéndose un momento para acariciar a Sophie con cariño, atravesó la puerta lateral que daba al cobertizo y se metió en su vieja furgoneta. Abernathy lo observaba. Sabía que estaba siendo utilizado, pero no podía evitarlo. No tenía a nadie a quien recurrir ni otro sitio adonde dirigirse. Lo único que podía hacer era esperar que Whitsell cumpliera su palabra.
Entró en la sala de estar y miró por la ventana hasta que la furgoneta salió marcha atrás y enfiló la calle.
No le prestó atención a la camioneta negra aparcada junto a la acera de enfrente.
En el vestíbulo, el viejo reloj de pared emitía su monótono tic-tac como contrapunto del silencio. Abernathy estaba de pie ante el espejo del cuarto de baño, mirándose. Habían pasado cuatro días desde que escapó de Michel Ard Rhi y Landover le seguía pareciendo lejano como antes. Suspiró y sacó la lengua hasta tocarse con ella la nariz mientras reconsideraba sus opciones. Si este asunto de la entrevista y las fotografías no daba resultado, tendría que despedirse de Davis Whitsell y arreglárselas por su cuenta. Tenía que encontrar un modo de devolver el medallón al gran señor.
Se lavó los dientes, se cepilló el pelaje y se miró de nuevo al espejo. Pensó que tenía mucho mejor aspecto que cuando había llegado allí. Comer y dormir como una persona normal hacía maravillas.
Se secó las zarpas con aire abstraído. Era una pena que la señora Whitsell hubiera decidido irse. No podía entender por qué estaba tan molesta…
Le pareció oír algo y empezó a volverse.
Entonces, el spray inmovilizador le dio de pleno en la cara. Retrocedió tambaleándose, ahogándose. Le enrollaron una cuerda en el morro y un saco cayó sobre su cabeza. Lo levantaron por los pies y se lo llevaron. Trató de resistirse, pero las manos que lo aferraban eran fuertes y hábiles. Oyó susurros nerviosos y, a través de un agujero del saco, vio una camioneta negra con las puertas traseras abiertas. Lo arrojaron al interior y las cerraron de golpe.
Entonces algo punzante se clavó en su espalda y la oscuridad se lo tragó.