Empezaba a anochecer cuando Questor Thews, los kobolds y los gnomos nognomos llegaron a Rhyndweir. El cielo tenía un tono azul grisáceo con leves pinceladas de rosa donde el sol aún se demoraba, retrasando el momento de traspasar las fronteras de la oscuridad. La niebla estaba suspendida sobre el Prado en jirones tenues y dotaba al paisaje de sombras e imágenes indefinidas. La lluvia seguía cayendo como si fuera un velo de humedad colgado del aire. Los sonidos estaban suavizados y desplazados por la lobreguez. Parecía que la vida hubiera perdido toda sustancia y vagara a la deriva.
Juanete los precedía mientras cruzaban el puente que se extendía sobre la intersección de ríos frente a la elevada meseta donde se alzaba el castillo del señor Kallendbor. La ciudad situada abajo estaba concluyendo su actividad diaria con una mezcla de gruñidos de hombres y animales, de sonidos metálicos y maderas crujientes, de sudor y cansancio. El pequeño grupo recorrió el camino que pasaba entre los comercios y viviendas. Las casas eran sombrías, montículos sumidos en la niebla por cuyas aberturas se asomaba tímidamente la luz de las velas. El camino estaba lleno de surcos y enfangado por la lluvia; un barrizal que se adhería a las botas y a los cascos de los caballos. Las cabezas se volvían al verlos pasar, mostrando un interés momentáneo, y regresando luego a su posición anterior.
—¡Tengo hambre! —lloriqueó Fillip.
—¡Me duelen los pies! —añadió Sot.
Pero Chirivía siseó y los gnomos se quedaron, en silencio.
Entonces, Rhyndweir se materializó ante ellos entre la niebla y la lluvia. Los muros y parapetos, las torres y las almenas, todo el gran castillo fue tomando forma lentamente, como un fantasma monstruoso agazapado en la noche. Era enorme y se elevaba hacia el cielo más de treinta metros y sus torres superiores se perdían en las nubes bajas. Las banderas colgaban de sus astas, las antorchas fluctuaban en sus soportes y docenas de guardias empapados vigilaban sobre las murallas. Las puertas exteriores estaban abiertas, como enormes fauces de madera y hierro ante el rastrillo bajado. Las puertas interiores se hallaban cerradas. Era algo impresionante, y el grupo se aproximó, temeroso, con una mezcla de sentimientos de debilidad y nerviosismo.
El guardián de la puerta los detuvo, les preguntó la razón de su visita y condujo a la protección de un gran nicho de la muralla, mientras informaban al barón Kallendbor. El tiempo pasaba lentamente y ellos tiritaban en su húmedo refugio, debilitados por el cansancio. Questor se sentía ofendido; a un emisario del rey no debía hacérsele esperar. Cuando llegó al fin la escolta, un par de nobles de categoría inferior enviados por Kallendbor con rutinarias disculpas por el retraso, el mago expresó al instante su desagrado por el trato recibido. Ellos eran representantes del rey, puntualizó con frialdad, no suplicantes. Sus escoltas repitieron las disculpas, sin darle mayor importancia al asunto, y les indicaron que los siguiesen.
Tras dejar los caballos y los animales de carga, evitaron el rastrillo y las puertas interiores dando un rodeo por una serie de pasadizos excavados en las murallas, cruzaron el patio principal hasta el castillo propiamente dicho, entraron por una puerta que pasaba inadvertida y tuvo que ser abierta con llave, y después recorrieron varios corredores hasta llegar a una gran sala dominada por una enorme chimenea en la pared de fondo. En ella ardía un montón de troncos y el calor era casi sofocante. Questor retrocedió un paso y guiñó los ojos ante su brillantez.
El barón Kallendbor se volvió hacia ellos pero se quedó de pie ante el fuego, tan cerca, que Questor pensó que debía estar asándose. Kallendbor era un hombre corpulento, alto y de gran musculatura, con la cara y el cuerpo marcado por cicatrices de batallas innumerables. Vestía una cota de malla bajo sus ropas, botas con protecciones metálicas y un par de dagas. La barba y el pelo de color rojo intenso le conferían un aspecto impresionante, aumentado por el reflejo de las llamas de la chimenea. Cuando avanzó hacia sus visitantes pareció que se llevaba el fuego consigo.
Despidió a la escolta con una leve inclinación de cabeza.
—Bienvenido, Questor Thews —musitó, extendiendo una mano curtida.
Questor aceptó la mano y la estrechó.
—¡Mejor venido sería, señor, si no me hubieran hecho esperar bajo el frío y la lluvia!
Los kobolds emitieron un suave siseo de agradecimiento, mientras que los gnomos nognomos se escondían detrás de las piernas de Questor, con los ojos abiertos como platos. Kallendbor abarcó al grupo completo con una mirada y se desentendió de ellos con la misma rapidez.
—Te ofrezco mis disculpas —dijo a Questor, retirando la mano—. En los últimos tiempos las cosas están un poco inseguras. Tengo que ser precavido.
Questor sacudió el agua de su capa, frunciendo el entrecejo.
—¿Precavido? Más que eso, diría yo, barón. He visto el despliegue de la guardia, las entradas vigiladas, el rastrillo bajado y la puerta interior cerrada. Veo la forma en que vistes, estando dentro de casa. Te comportas como si estuvieras sitiado.
Kallendbor se frotó las manos nerviosamente y se volvió para mirar el fuego.
—Quizás lo esté. —Parecía aturdido—. ¿Qué te trae a Rhyndweir, Questor Thews? ¿Alguna nueva orden del gran señor? ¿Qué exige ahora? ¿Que le ayude a luchar contra los demonios? ¿Que vuelva a perseguir a ese unicornio negro? ¿Qué quiere ahora? Dime.
Questor dudó. Había algo en el tono de las preguntas de Kallendbor que sugería su conocimiento de las respuestas.
—Al gran señor le han robado algo —dijo al fin.
—Ya. —Kallendbor siguió sin apartar la mirada del resplandor—. ¿Qué será? ¿Quizás una botella?
Por la sala se extendió un silencio absoluto. Questor contuvo la respiración.
—¿Una botella con unos payasos pintados? —añadió Kallendbor con voz suave.
—Entonces, la botella está en tu poder.
Kallendbor se volvió, con una sonrisa tan aterradora que ni siquiera los kobolds serían capaces de igualar.
—Sí, Questor Thews, la tengo. Me la dio un troll, un troll ladrón y miserable. En realidad pretendía vendérmela, aquel ladrón. La había robado a otros trolls que lucharon entre sí. Él sobrevivió a la pelea, herido, y vino a verme. No lo habría hecho, no habría venido a verme, si hubiera tenido la mente clara, si no hubiera estado tan herido… —No terminó la frase, se limitó a mover la cabeza—. Me dijo que dentro de la botella había magia, una pequeña criatura, un demonio, un tenebroso dijo, que podía dar al dueño de la botella todo lo que deseara. Me reí, como comprenderás. Nunca he tenido demasiada fe en la magia, sólo en la fuerza de las armas. ¿Por qué quieres vender algo tan maravilloso?, le pregunté al troll. Entonces vi el miedo en sus ojos y supe la razón. Estaba aterrado de la botella. Su poder era demasiado grande. Quería deshacerse de ella, pero aún le quedaba la codicia suficiente para pedir algo a cambio.
Kallendbor desvió la mirada.
—Creo que suponía que la botella era responsable de la destrucción de sus compañeros, que de algún modo la criatura que vive en su interior lo había provocado.
Questor no dijo nada, sólo esperó. Todavía no estaba seguro de adonde conduciría todo aquello y quería averiguarlo.
Kallendbor suspiró.
—Por eso le pagué el precio que pidió, y después hice que le cortaran la cabeza y la clavaran en una lanza a la entrada. ¿No la viste? ¿No? Bueno, pues la puse allí para recordar a quien haga falta que no necesito ladrones ni estafadores.
Fillip y Sot estaban temblando contra las piernas de Questor. Éste se inclinó con disimulo para darles unas palmadas tranquilizadoras. Se irguió de nuevo cuando Kallendbor se volvió a mirarlo.
—Afirmas que la botella pertenece al gran señor, Questor Thews, pero la botella no lleva la marca del trono. —El barón se encogió de hombros—. Podría pertenecer a cualquiera.
Questor se irritó.
—Sin embargo…
—Sin embargo —lo cortó el otro enseguida—, te devolveré la botella. —Hizo una pausa—. Después de que haya terminado con ella.
Las llamas de la chimenea crepitaban ruidosamente en el silencio mientras consumían la madera. Questor estaba invadido por una mezcla de emociones.
—¿Qué quieres decir?
—Que primero tengo que usar la botella, Questor Thews —contestó el barón sin inmutarse—. Que voy a darle a la magia una oportunidad.
En los ojos de aquel hombre había algo que Questor no pudo identificar, algo que no era enojo ni determinación, ni nada que hubiera visto antes.
—Deberías considerar tu decisión —le aconsejó.
—¿Reconsiderarla? ¿Por qué, Questor Thews? ¿Porque tú lo dices?
—¡Porque la magia de la botella es demasiado peligrosa!
Kallendbor rió.
—¡La magia no me asusta!
—¿Te atreves a desafiar al gran señor? —preguntó Questor ya furioso.
La expresión de Kallendbor se endureció.
—El gran señor no está ahora aquí, Questor Thews. Sólo estás tú.
—¡Yo soy su representante!
—¡En mi casa! —Kallendbor estaba lívido—. ¡Mejor dejemos el asunto!
El mago asintió lentamente. Ya sabía qué se reflejaba en los ojos de Kallendbor. Era una necesidad desesperada. ¿De qué? ¿Por qué razón quería darle la botella?
Se aclaró la garganta.
—No hay razón para que discutamos, barón —dijo en tono conciliador—. Dime, ¿en qué piensas emplear la magia?
El hombre corpulento negó con la cabeza.
—Esta noche no, Questor Thews. Mañana habrá tiempo suficiente para hablar. —Dio unas palmadas y aparecieron varios sirvientes—. Un baño caliente, ropa seca y una buena cena para nuestros invitados —ordenó—. Preparar los dormitorios.
Questor le hizo una leve reverencia, se volvió para irse pero se detuvo a medias.
—Todavía pienso que…
—Y yo pienso —le cortó Kallendbor—, que ahora deberías descansar, Questor Thews.
Estaba allí de pie, con su armadura destellando bajo la luz del fuego, mirándolo con frialdad. Questor comprendió que no conseguiría nada más en aquella entrevista. Debía esperar otra oportunidad.
—Muy bien, barón —dijo al fin—. Buenas noches.
Repitió la reverencia y salió de la sala seguido de los kobolds y los gnomos.
Más tarde, aquella misma noche, cuando sus compañeros dormían y los habitantes del castillo se dedicaban al descanso, Questor Thews volvió. Se deslizó por los corredores vacíos, ocultándose mediante pequeños trucos de magia de los pocos guardias con que se cruzó, caminando con pasos de gato para no alterar el silencio. Su propósito era bastante indeterminado, incluso para ser suyo. Suponía que necesitaba averiguar todo lo referente a Kallendbor y la botella para saber si las cosas eran como las había explicado el señor de Rhyndweir o como él temía.
Llegó a la gran sala sin ser visto, evitó la entrada principal y los centinelas que la guardaban y se dirigió a una antecámara. Abrió la puerta con cuidado y la cerró suavemente tras él. Permaneció inmóvil en la oscuridad unos momentos, dejando que sus ojos se adaptasen a ella. Conocía aquel castillo como conocía todos los castillos de Landover. Como muchos otros, era un laberinto de salas, corredores y vestíbulos, conectados unos con otros. Los había de uso normal y los había secretos. Aprendió más de lo que pretendía cuando trabajaba al servicio del antiguo rey, llevando sus mensajes.
En el momento en que su vista se aclaró lo suficiente para permitírselo, atravesó la estancia hasta un rincón más oscuro que el resto, tocó un listón de madera que había en la pared y empujó con cuidado el panel que aseguraba. El panel se inclinó permitiéndole ver lo que había detrás.
Kallendbor se hallaba sentado en un gran sillón frente a la chimenea, con la botella sobre su regazo. Su cara estaba enrojecida y tenía una extraña expresión. El tenebroso deambulaba por la habitación, con los ojos tan brillantes como las llamas de la chimenea, pero mucho más peligrosos. Questor descubrió que no podía mirar aquellos más de un momento sin sentirse desasosegado.
Kallendbor llamó al tenebroso y éste saltó de momento a su brazo y se frotó contra él como si fuese un gato.
—¡Amo, gran amo, cuánta fuerza siento en ti!
Kallendbor rió.
—¡Déjame criatura! ¡Vete a jugar! —dijo.
El tenebroso se bajó, y avanzó sobre el suelo de piedra hacia la chimenea, lanzándose al fuego. Bailaba entre las llamas, jugando con ellas como si fuesen agua fría.
—¡Ser negro! —susurró Kallendbor. Questor vio que alzaba una jarra de cerveza con mano temblorosa, salpicándose con el líquido. Kallendbor estaba borracho.
Questor Thews consideró seriamente robarle la botella y su horrible habitante al señor de Rhyndweir y acabar de una vez con ese absurdo. Habría de afrontar un riesgo. El plan consistía en esperar a que el hombre se cansase del juego y volviera a colocar la botella con su ocupante en el lugar en que la guardaba, apoderarse del tesoro, llamar a los kobolds y a los gnomos y desaparecer.
Era una idea tentadora.
Pero decidió no ponerla en práctica. En primer lugar, todos los que habían robado la botella acabaron mal. En segundo lugar, él nunca había sido ladrón y no le agradaba la idea de empezar ahora. Por último, Kallendbor había dicho que devolvería la botella cuando acabase con ella y merecía una oportunidad. A pesar de sus otros evidentes defectos, siempre había sido un hombre de palabra.
De mala gana, Questor abandonó la idea.
Se arriesgó a dirigir una última mirada a la habitación. Kallendbor estaba apoltronado en su sillón, contemplando el fuego. Entre las llamas, el tenebroso se reía y bailaba.
Volvió a ajustar el panel a la pared, hizo un gesto de duda y salió de la sala.
Al amanecer cesó la lluvia, el cielo se limpió de nubes y volvió a adquirir su color azul intenso. La luz del sol inundó el valle e incluso la lóbrega fortaleza de Rhyndweir parecía brillante y nueva.
Questor y sus compañeros fueron despertados a las primeras luces con unas llamadas en las puertas de sus dormitorios y un mensaje de Kallendbor. Debían levantarse y reunirse con él para desayunar, les anunció un joven paje. Después, saldrían a dar un paseo a caballo.
Los gnomos nognomos ya habían tenido suficiente Kallendbor la noche anterior y rogaron a Questor que les permitiese quedarse en sus habitaciones, donde volverían a cerrar las ventanas y se acurrucarían en la seguridad de la oscuridad. Questor se encogió de hombros y accedió, aliviado en el fondo por no tener que aguantar sus lloriqueos mientras ideaba la forma de conseguir que el barón le devolviera la botella antes de que le causara cualquier desgracia. Le pidió a Chirivía que los vigilara y se encargó de que les llevasen el desayuno. Después, seguido de Juanete, se apresuró a reunirse con el señor de Rhyndweir.
Sin embargo, casi habían terminado de comer cuando Kallendbor apareció, cubierto de la cabeza a los pies por una armadura y cargado de armas. En una mano enguantada llevaba una bolsa que contenía un objeto que parecía ser la botella. Saludó a Questor sin entusiasmo y le indicó que lo siguiera.
Bajaron al patio principal. Allí, varios centenares de caballeros vestidos con sus atuendos de batalla aguardaban junto a sus monturas. Kallendbor pidió su caballo, ordenó que trajesen el gris de Questor, montó e hizo que los caballeros se colocaran en formación. El mago se apresuró para no quedarse atrás. Las puertas se abrieron, el rastrillo se elevó con un chirrido metálico y la columna de hombres pasó bajo él.
Questor Thews iba delante cabalgando junto a Kallendbor. Juanete los seguía corriendo a pie, como siempre, tratando de librarse del polvo y el ruido de los caballeros. Questor se volvió un par de veces para localizarlo, pero el kobold era tan invisible como el aire. Por tanto, se olvidó de él y concentró sus esfuerzos en tratar de descubrir qué tramaba Kallendbor.
El señor de Rhyndweir no parecía tener intención de revelar nada, e ignoraba a Questor mientras conducía a sus hombres por el surcado camino a través de la ciudad. La gente se asomaba a las puertas y ventanas de los comercios y viviendas, y unos cuantos silbidos de asombro y vítores entusiastas los saludaron. Nadie de la ciudad tenía la más remota idea de qué iba a hacer Kallendbor, ni tampoco se preocupaban mucho por eso. Kallendbor nunca había sido un gobernante popular, aunque sí fuerte. El Prado estaba gobernado por veinte señores, pero Kallendbor era el más poderoso, y el pueblo lo sabía. A él se sometían todos los demás. Era el señor que nadie se atrevía a desafiar.
Hasta el momento, según parecía.
—¡Me están traicionando, Questor Thews! —le dijo de repente—. Me están acosando de una manera que no puedes ni imaginar. Traicionado, ¿te das cuenta? ¡No por mis enemigos, sino por mis amigos los barones! ¡Stosyth, Harrandye, Wilse! ¡Los señores en quienes creía poder confiar! Señores que, al menos, eran demasiado cobardes como para actuar por su cuenta. —El rostro de Kallendbor había adquirido un color escarlata—. Pero Strehan es quien me ha sorprendido y decepcionado más, Questor Thews. ¡Strehan, mi mejor amigo! ¡Se ha comportado como un hijo desagradecido que muerde la mano que generosamente le tiende su padre!
Escupió al suelo, mientras la columna serpenteaba cruzando el puente y adentrándose en las praderas. Los arneses de cuero crujían, los metales entrechocaban, los caballos resoplaban y relinchaban, y los hombres gritaban. Questor trató de imaginarse al alto y desgarbado Strehan como un niño, desagradecido o como fuese, pero le resultó imposible.
—¡Han construido una… una torre, Questor Thews! —dijo Kallendbor, cada vez más furioso—. ¡Los cuatro! ¡La han construido junto a las cascadas del Syr, donde se unen mis tierras! Dicen que es un puesto fronterizo, nada más. ¡Se creen que soy imbécil! Es más alta que las murallas de Rhyndweir, y las almenas proyectan su sombra sobre toda mi frontera oriental. Si lo desearan, podrían bloquear el río para impedir que el agua llegase a mis tierras. ¡Esa torre me ofende, mago! ¡Me hiere como nunca pensé que me hirieran! —Acercó más su caballo al de Questor—. ¡La hubiera destruido en cuanto la descubrí, de no ser porque los ejércitos de esos cuatro perros la custodian juntos! No puedo atacarlos sin exponerme a diezmar mi propio ejército, quedándome debilitado y vulnerable. ¡De modo que tengo que soportar esa… esa aberración!
Volvió a erguirse en su montura. Sus ojos parecían de hielo.
—¡Pero se acabó!
Questor lo comprendió al instante.
—Señor, la magia de la botella es demasiado peligrosa…
—¡Peligrosa! —Kallendbor le cortó con un gesto brusco de la mano—. ¡No hay nada más peligroso que esa torre! ¡Nada! ¡Debe ser destruida! ¡Si la magia puede ayudarme, aceptaré contento cualquier peligro que suponga!
Aceleró el paso, y Questor se quedó con la boca llena de polvo y una sensación de impotencia ante lo que iba a ocurrir.
Cabalgaron en dirección noreste, hacia el Melchor, durante el resto de la mañana hasta que, próximo el mediodía, vieron a lo lejos las cascadas del Syr. Allí estaba la torre, una enorme fortaleza construida con bloques de piedra sobre un promontorio, junto a las cascadas que vertían su agua en el valle. En realidad, era monstruosa, negra por completo y llena de almenas equipadas con artilugios defensivos. Unos hombres armados vigilaban desde los parapetos y otros patrullaban los accesos a caballo. Trompetas y gritos sonaron al acercarse Kallendbor y sus caballeros, y la torre adquirió vida. Fue como el despertar de un gigante.
El señor de Rhyndweir hizo una señal de alto, y la columna se detuvo en la orilla del río, a unos cientos de metros de la base del promontorio donde se asentaba la torre. Kallendbor se quedó contemplándola durante un rato, después llamó a uno de sus caballeros.
—Di a esos que tienen hasta mediodía para marcharse —le ordenó—. Avísales que después del mediodía la torre será destruida.
El caballero se alejó y Kallendbor ordenó a sus caballeros que desmontaran. Todos esperaron. Questor pensó en prevenir de nuevo a Kallendbor contra los peligros de la botella, pero al final decidió no hacerlo. No serviría de nada. Kallendbor ya había tomado una decisión. Lo más sensato era dejar que el señor de Rhyndweir siguiera con su plan por el momento, pero recuperar la botella en cuanto el asunto estuviese terminado. A Questor no le agradaba la perspectiva, pero le pareció que no tenía otra opción razonable.
Permaneció de pie junto a su caballo, con su alta figura encorvada bajo la túnica adornada con faltriqueras y bandas de colores y la mirada perdida en la lejanía. De repente se acordó del gran señor y de Abernathy. Ese recuerdo aún lo inquietó más. Hasta el presente, no había hecho mucho en su ayuda.
El mensajero volvió e informó de que los hombres de la torre no estaban dispuestos a abandonarla. Se habían limitado a reírse del ultimátum, y sugerido que quien debía irse de allí era Kallendbor. Éste parecía un lobo mientras escuchaba las noticias del mensajero. Clavó la mirada en la torre y la mantuvo en ella a la espera de la llegada del mediodía.
Cuando llegó, el señor de Rhyndweir lanzó un suspiro de satisfacción, y montó en su caballo.
—Ven conmigo, Questor Thews —dijo.
Cabalgaron juntos a lo largo de la orilla del río unos cien metros; después se detuvieron y desmontaron. Kallendbor se colocó de forma que los caballos ocultasen a sus hombres lo que hacía. Sacó la bolsa de una alforja y extrajo la botella de vivos colores.
—Veamos ahora —susurró, cogiendo con cuidado su tesoro.
Quitó el tapón y apareció el tenebroso, con los ojos entornados para que la luz del sol no lo deslumbrara.
—¡Amo! —siseó, pasando sus manos sobre los dedos enguantados de Kallendbor—. ¿Qué deseas?
Kallendbor señaló.
—¡Destruye esa torre! —Hizo una pausa, y le dirigió una rápida mirada a Questor—. ¡Si es que tu magia es lo bastante poderosa! —añadió como desafío.
—¡Amo, mi magia es tan fuerte como tu vida! —El demonio escupió las palabras curvando los labios.
Saltó de la botella y caminó sobre la tierra, sobre las aguas del río y, después sobre las praderas hasta llegar al promontorio donde se erguía la fortaleza. Allí se detuvo.
Durante unos momentos no hizo nada, sólo mirar hacia arriba. Luego, saltó, giró y bailó en una súbita profusión de luces de colores, y de la nada surgió un enorme cuerno. El demonio salió disparado hacia otro punto de la base del promontorio, separado unos cien metros del primero, y apareció un segundo cuerno. Repitió la operación, y apareció el tercero.
El demonio retrocedió y señaló y los cuernos comenzaron a sonar. Emitieron un aullido largo y profundo, como el de un fuerte viento al atravesar un cañón vacío.
—¡Mira! —susurró Kallendbor lleno de satisfacción.
El aullido estaba haciendo temblar a toda la tierra que los rodeaba, pero en especial la cima del promontorio que servía de base a la ofensiva torre. Ésta se estremeció como un animal herido. Aparecieron grietas en las juntas y los bloques de piedra empezaron a soltarse. Kallendbor y Questor se tensaron. El sonido de los cuernos creció y los caballos patearon tratando de retroceder. Kallendbor tuvo que sujetar las riendas de los dos para evitar que huyeran.
—¡Engendro del diablo! —gritó el señor de Rhyndweir.
Los cuernos emitieron un sonido aún más agudo y en la tierra se abrieron fisuras profundas. El promontorio se rompió y la torre se sumergió en una avalancha de piedras. Los hombres gritaban en su interior. Los muros estallaron, y la torre se desplomó. Sus escombros cayeron sobre las praderas y las aguas del río.
Los cuernos desaparecieron y sus espantosos aullidos se acallaron. El silencio volvió a la tierra, vacía excepto por los asombrados hombres de Rhyndweir y una nube de polvo que se elevaba de las ruinas de la torre.
El tenebroso regresó deslizándose sobre el río y saltó al borde de la botella, con su sonrisa perversa.
—¡Tus órdenes están cumplidas, amo! —siseó.
El rostro de Kallendbor estaba encendido de excitación.
—¡Sí, demonio! ¡Tienes poderes!
—¡Tus poderes! —respondió el tenebroso con voz suave—. ¡Sólo tus poderes, amo!
A Questor Thews no le gustó nada la expresión que vio en el rostro de Kallendbor al oír esas palabras.
—Kallendbor… —comenzó a decir.
Pero el otro hizo un gesto para que callara.
—Vuelve a la botella, pequeño —ordenó.
El tenebroso se deslizó dócilmente en el interior y Kallendbor volvió a colocar el tapón en su sitio.
—Recuerda tu promesa —dijo Questor, adelantándose para reclamar la botella.
Pero Kallendbor la apartó con brusquedad.
—¡Sí, sí, Questor Thews! —contestó—. ¡Pero cuando haya terminado! Sólo entonces. Puede que tenga… que usarla para otras cosas.
Sin esperar las objeciones del mago, montó en el caballo y se alejó. Questor se quedó allí, contemplando cómo se alejaba. Se dio la vuelta para mirar por última vez el espacio vacío donde sólo unos momentos antes se elevaba la enorme torre. De repente, pensó que habían muerto muchos hombres. Y Kallendbor no les había dedicado ni siquiera un pensamiento.
Sacudió la cabeza como para apartar aquello y montó en su aterrado caballo gris.
Sabía que Kallendbor nunca le devolvería la botella. Iba a tener que robársela.
Volvió a Rhyndweir absorto en sus pensamientos. El día estaba llegando a su fin sin que él percibiera su transcurso. Cenó en su habitación, con los gnomos y Chirivía. Kallendbor respetó su deseo, sin forzarlo a que fuera al comedor. Estaba claro que había otros asuntos que preocupaban más al señor de Rhyndweir.
Estaban a mitad de comida cuando Questor se dio cuenta de que Juanete no había regresado. No tenía ni idea de lo que le habría sucedido al pequeño kobold. Nadie lo había visto desde las primeras horas de la mañana.
Al terminar, salió a dar un paseo para ordenar sus pensamientos. Descubrió que estaban demasiado enredados y volvió a su dormitorio para meterse en la cama. Una vez en ella, volvió a preocuparse por la ausencia de Juanete.
Poco después de medianoche, la puerta de su dormitorio se abrió bruscamente y Kallendbor apareció en el umbral.
—¿Dónde está, Questor Thews? —preguntó lleno de ira.
Questor levantó la cabeza de la almohada, con los ojos cargados de sueño, y trató de imaginar qué estaba ocurriendo. Chirivía ya se había colocado entre él y el señor de Rhyndweir, emitiendo sus característicos siseos de amenaza, mostrando sus dientes puntiagudos. Los gnomos nognomos estaban escondidos debajo de la cama. La luz de las antorchas proyectaba una luz débil desde el corredor donde se hallaban reunidos varios hombres armados y confundidos.
Kallendbor se acercó a él, como un gigante furioso.
—¡Me la vas a devolver ahora mismo, viejo!
Questor se levantó indignado.
—No tengo la menor idea de qué…
—La botella, Questor Thews. ¿Qué has hecho con la botella?
—¿La botella?
—¡Ha desaparecido, mago! —Kallendbor estaba fuera de sí—. ¡La han robado de una habitación cerrada con llave y con todas sus entradas protegidas por guardias! ¡Ningún hombre normal lo conseguiría! ¡Ha de ser alguien capaz de entrar y salir sin ser visto, alguien como tú!
¡Juanete!, pensó Questor al instante. ¡Un kobold podía entrar sin ser visto donde otros no podían! Juanete debía de haber…
Kallendbor extendió las manos hacia el mago y sólo la vista de los dientes de Chirivía le impidió estrangularlo.
—¡Devuélvemela, Questor Thews, o tendré que…!
—Barón, no tengo la botella —insistió Questor, adelantándose con valentía para enfrentarse a él, pero Kallendbor eran tan grande como una muralla.
—¡Si no la tienes, sabrás dónde está! —rugió—. ¡Dímelo!
Questor aspiró una gran bocanada de aire.
—Mi palabra es apreciada en todas partes, barón —dijo sin perder la serenidad—. Tú lo sabes. No acostumbro a mentir. Lo que te he dicho es verdad. No tengo la botella ni sé dónde está. No la he vuelto a ver desde que te la llevaste esta mañana. —Se aclaró la garganta—. Ya te advertí que la magia era peligrosa y que…
—¡Basta! —Kallendbor giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta. Cuando llegó se volvió otra vez—. ¡Serás mi invitado aquí unos días más, Questor Thews! —dijo—. ¡Creo que harías bien procurando que la botella aparezca durante ese tiempo, de una forma u otra!
Salió dando un portazo. El mago oyó los chirridos de las cerraduras y las voces de los hombres de la guardia.
—¡Estamos prisioneros! —exclamó con incredulidad.
Comenzó a pasear por la habitación, se detuvo, paseó de nuevo, se volvió a detener. Pensó en lo que haría el gran señor cuando se enterase de que sus representantes habían sido retenidos contra su voluntad por uno de los señores del Prado, y entonces recordó que el gran señor no haría nada porque ni siquiera estaba en Landover y no se enteraría de lo ocurrido.
Questor Thews comprendió con tristeza que estaba solo.
Varías horas después reapareció Juanete. No entró por la puerta, puesto que no era tonto, sino por la ventana del muro de la torre. Dio unos golpecitos suaves en los postigos hasta que Questor la abrió por curiosidad y lo encontró colgado del alféizar. Desde allí había una caída de casi veinte metros hasta las almenas de la muralla.
El pequeño kobold mostraba una sonrisa radiante. En una mano llevaba una cuerda larga con nudos. Questor asomó la cabeza por la ventana. Juanete debía de haber escalado la pared del castillo de alguna forma hasta llegar allí.
—¡Vienes a rescatarnos! —susurró Questor excitado y devolviéndole la sonrisa—. ¡Has hecho muy bien!
Al parecer, Juanete había desconfiado de las intenciones de Kallendbor tanto como Questor, y decidió vigilar las cosas desde lejos después de presenciar la destrucción de la torre. Por supuesto, los kobolds estaban capacitados para hacer cosas así si no deseaban ser vistos, nadie podía verlos. Era una perspectiva de las criaturas que procedían del mundo de las hadas. Juanete comprendió enseguida el enorme poder de la magia del tenebroso y no creyó que Kallendbor tuviera la fuerza suficiente para resistir su atracción. Decidió que sería mejor permanecer oculto hasta asegurarse de que Questor y los otros no eran víctimas de la desmedida ambición de Kallendbor. Fue una suerte que lo hiciese.
Questor le ayudó a entrar y ambos intentaron atar la cuerda de nudos a un gancho de la pared. Los demás también se despertaron y el mago mandó callar a los gnomos con un siseo. Lo que menos falta les hacía en esos momentos era que Fillip y Sot se pusieran a gimotear. Trabajaron rápida y cautelosamente y pocos minutos después la cuerda estaba bien sujeta.
Salieron por la ventana, uno tras otro, deslizándose por los muros del castillo. Para los gnomos y los kobolds fue fácil, pero Questor tuvo algunas dificultades.
Una vez abajo, siguieron a Juanete a lo largo de la muralla del castillo hasta una escalera que los condujo a un pasadizo. En él hallaron una puerta de hierro que daba al exterior. Deslizándose por la oscuridad y manteniéndose siempre en las sombras, llegaron hasta un cobertizo donde aguardaban los caballos y los animales de carga que Juanete había conseguido llevar allí de alguna forma.
Questor montó su caballo gris, asignó Jurisdicción a Fillip y a Sot, dejó al resto de los animales al cuidado de Chirivía, e hizo una señal a Juanete para que abriera la marcha. Con lentitud y precaución, recorrieron la ciudad que dormía, cruzaron el puente y desaparecieron en la noche.
—¡Ahí te quedas, barón Kallendbor! —gritó Questor cuando estuvieron a salvo en las praderas.
Ahora se encontraba mucho mejor. Había conseguido salir, junto con sus amigos, de una situación difícil sin que ninguno sufriera daño. Pero olvidaba el hecho de que había sido Juanete quien los había rescatado, para sentirse como un héroe invencible. De nuevo estaba libre para reasumir sus tareas y afrontar las responsabilidades que tenía encomendadas. ¡Demostraría su valía al gran señor!
Sólo había un problema. Resultó que Juanete no tenía la botella desaparecida. Debía de haberla robado otra persona, alguien que también pudiera entrar y salir de una habitación vigilada por guardias sin ser visto.
Questor Thews se quedó pensativo.
¿Quién podría ser ese alguien?