Abernathy yacía en la oscuridad de su jaula, soñando con el sol de Landover y sus verdes prados. Desde hacía un día o dos no se encontraba bien, y lo atribuía a su encierro y a la comida; es decir, a la falta de comida. Sospechaba también que algo que formaba parte del ambiente de aquel mundo ejercía un efecto debilitador sobre él, algo independiente de las circunstancias del momento, pero no había forma de comprobar esa teoría. En cualquier caso, pasaba la mayor parte del tiempo dormitando, refugiándose en los sueños de tiempos y lugares mejores.
Elisabeth no había ido a verlo en los dos últimos días.
Advirtió que los guardias entraban con más frecuencia a comprobar cómo estaba, y supuso que la ausencia de la niña se debía, al menos en parte, al temor a ser descubierta.
Michel Ard Rhi lo había visitado una vez, también dos días antes. Había mirado con indiferencia a su prisionero al preguntarle si tenía algo para él. Y salió de allí sin decir una palabra cuando Abernathy le contestó en términos inequívocos que estaba perdiendo el tiempo.
Nadie más había entrado.
El amanuense empezaba a asustarse. Empezaba a creer que iban a dejarlo allí hasta que se muriese.
Ese pensamiento hizo que se despertara por completo. La realidad se impuso y obligó a los sueños a retirarse. Consideró un momento la perspectiva de morir. Tal vez no fuera tan aterradora si se enfrentaba a ella, reflexionó. Consideró sus posibilidades en el asunto de Michel Ard Rhi y el medallón. No había ninguna. Era impensable que le cediera el medallón; su conciencia y su deber no se lo permitían. Una magia tan poderosa no podía estar en manos de un hombre tan malvado. Incluso la muerte era preferible.
Pero, cuando estuviera muerto, ¿quién podría impedir que Michel cogiera el medallón de su cuerpo sin vida?
Se desalentó de nuevo al pensar en esa posibilidad, y cerró los ojos esforzándose por escapar otra vez al mundo de los sueños.
—¡Sssss! ¡Abernathy! ¡Despierta!
Abrió los ojos lentamente y encontró a Elisabeth ante él, que hacía gestos de impaciencia.
—¡Vamos, Abernathy, despierta!
Se incorporó con nerviosismo, se estiró las sucias ropas, buscó las gafas, y se las colocó sobre la nariz.
—Estoy despierto, Elisabeth —declaró con voz somnolienta, ajustándose las gafas.
—¡Muy bien! —suspiró ella, mientras manoseaba la puerta de la jaula—. ¡Te vamos a sacar de aquí ahora mismo!
Contempló atónito cómo la niña localizaba la cerradura, metía la llave, la giraba y tiraba de la puerta. Ésta se abrió.
—¿Qué te parece? —preguntó llena de satisfacción.
—Elisabeth…
—Cogí la llave de la tabla donde la cuelgan en el cuarto de los guardias. ¡No la echarán de menos! La devolveré antes de que se den cuenta de que no está. No te preocupes, nadie me vio.
—Elisabeth…
—¡Vamos, Abernathy! ¿A qué esperas?
Abernathy parecía incapaz de pensar y miraba vacuamente la puerta abierta.
—Esto es muy peligroso para ti…
—¿Quieres salir o no? —preguntó ella, un poco irritada.
Al otro lado del pasillo, los perros encerrados comenzaron a ladrar y aullar de repente.
—Sí, quiero salir —contestó Abernathy, reaccionando, y salió a cuatro patas.
Ya fuera, pudo erguirse por primera vez desde que lo habían encerrado. Se sintió mejor. Elisabeth volvió a cerrar la jaula con llave.
—¡Por aquí, Abernathy! ¡Deprisa!
La siguió y juntos atravesaron la grieta de la pared que conducía a una escalera. Elisabeth se volvió y empujó la puerta oculta en la pared para cerrarla. Los ladridos dejaron de oírse.
Permanecieron un momento inmóviles en la oscuridad hasta que la niña encendió una linterna. Abernathy se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que aún conservaba las suficientes facultades para recordar lo que había leído sobre linternas en una revista la tarde que pasó escondido en su habitación. Dedujo que no estaba tan mal como había imaginado.
Elisabeth empezó a subir por la escalera.
—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Los Colé ya han venido a buscarme para ir al concierto coral de la escuela. ¿Te acuerdas de mi amiga Nita? Son sus padres. Están charlando con mi padre mientras yo acabo de arreglarme. —Abernathy advirtió que la niña llevaba un vestido plisado de color rosa y blanco—. Eso es lo que se supone que estoy haciendo. Nita se ha quedado en mi habitación, vigilando, con el pretexto de ayudarme. Cuando volvamos, ella bajará y le dirá a mi padre y a los suyos que enseguida termino. Mientras tanto, yo te llevaré a una puerta trasera que da al patio. El coche de los Colé está aparcado allí, y podrás esconderte en el maletero. La palanca para abrirlo está en el tablero de instrumentos. ¡Es perfecto! A los guardias no se les ocurrirá registrar a los Colé, y menos si mi padre está con ellos.
—¿Un coche, uno de esos aparatos…? —comenzó a decir Abernathy.
—¡Sssss! ¡Sí, sí, un coche! Escucha, por favor. —Elisabeth no tenía tiempo para interrupciones—. Cuando lleguemos a la escuela, entraremos todos, pero yo le diré a los Colé que tengo que volver al coche que me he olvidado el monedero, que habré dejado allí. Cuando salga, abriré el maletero y podrás irte. ¿De acuerdo?
Abernathy movió la cabeza con incertidumbre.
—¿Y si no consigues sacarme? ¿Podré respirar allí dentro? ¿Y si…?
—¡Abernathy! —Elisabeth se volvió, exasperada—. No te preocupes, ¿vale? Te sacaré. Y podrás respirar en el maletero. ¡Ahora, escucha! He encontrado a alguien que podrá ayudarte a llegar a Virginia.
Habían llegado a un rellano donde las escaleras acababan ante una puerta. Elisabeth se volvió, con los ojos brillantes.
—Se llama Whitsell. Es un entrenador de perros. Va por las escuelas y habla sobre el cuidado de los animales y esas cosas. Dijo que si te llevaba adonde está él, te ayudaría. Ahora espera aquí.
Empujó la puerta para abrirla, entregó la linterna a Abernathy, la atravesó y volvió a cerrarla. Él se quedó allí, enfocó la linterna sobre el muro y esperó. Las cosas estaban sucediendo con demasiada rapidez para su gusto, pero no podía evitarlo. Si había una posibilidad, aunque fuera mínima, de escapar de Graum Wythe y de Michel Ard Rhi, tenía que aprovecharla.
Elisabeth volvió enseguida, envuelta en un abrigo, con bufanda y guantes.
—Ponte esto —le dijo, entregándole un gabán viejo y un sombrero de ala ancha—. Lo cogí de un armario donde guardan ropa que no sirve.
Le cogió la linterna mientras él intentaba ponérselos. El gabán parecía una tienda de campaña colgada sobre él y el sombrero no se quedaba en su sitio. Elisabeth lo miró y no pudo contener la risa.
—¡Pareces un espía!
Le hizo atravesar un cuartito lleno de escobas, bayetas y cubos. Se detuvo, asomó la cabeza por la puerta de la pared opuesta y le indicó con un gesto que la siguiera. Recorrieron un pasillo hasta encontrar una escalera que conducía a la planta baja y a unas puertas dobles que comunicaban con el patio trasero.
Abernathy miró hacia fuera a través de un cristal de la puerta por encima del hombro de Elisabeth. Cerca del muro del castillo había aparcado un coche. Las luces del patio cubrían todo con un suave resplandor amarillento, pero no había nadie por los alrededores.
—¿Preparado? —preguntó ella, volviéndose a mirarlo.
—Preparado —respondió.
La niña empujó las puertas y salió corriendo hacia el coche, con Abernathy detrás. Cuando la alcanzó, ya había abierto la puerta del conductor y girado la palanca del maletero.
—¡Deprisa! —susurró y le ayudó a meterse en él, con movimientos rápidos—. ¡No te preocupes! —le dijo, deteniéndose un instante antes de cerrar la tapa—. Vendré a sacarte en el momento en que lleguemos a la escuela. ¡Ten paciencia!
La tapa se cerró con un golpe seco y ella se marchó corriendo.
Llevaba varios minutos escondido en el coche cuando oyó unas voces que se acercaban. Las puertas de los pasajeros se abrieron y volvieron a cerrarse, y el motor se puso en marcha. Luego, el coche empezó a moverse, haciéndole saltar y cambiar de posición cada vez que torcía o pasaba sobre un bache mientras ganaba velocidad. El maletero estaba forrado de moqueta pero bajo ésta no había ninguna clase de relleno que suavizara los golpes que recibía. Buscó algo a qué agarrarse, pero no encontró ningún asidero y tuvo que apuntalarse contra las paredes laterales y el techo.
El camino parecía interminable. Para colmo de males, el coche desprendía un horrible olor que perturbó su estómago y le produjo dolor de cabeza. Comenzó a preguntarse si sobreviviría a tan desagradable experiencia.
Por fin el coche se detuvo, las puertas se abrieron y se cerraron, las voces se alejaron y todo quedó en silencio, excepto por los amortiguados ruidos de otras puertas que se abrían y se cerraban y de otras voces. Abernathy esperó con paciencia, permitiendo a sus músculos tensos se relajaran, masajeando los ligamentos contraídos y los huesos golpeados. Se hizo la firme promesa de que si alguna vez lograba volver a Landover, nunca, bajo ninguna circunstancia, volvería siquiera a pensar en montar en uno de aquellos horrendos monstruos mecánicos.
El tiempo transcurría y Elisabeth no llegaba. Abernathy yacía en la oscuridad alerta de cualquier ruido que anunciara su proximidad, pensando que tal vez había ocurrido lo peor, que por alguna razón le habían impedido volver y él se quedaría allí atrapado indefinidamente. Empezó a adormecerse, y casi estaba dormido por completo cuando oyó el ruido de unas pisadas.
La puerta del coche se abrió, la cerradura del maletero saltó, la tapa se elevó y apareció Elisabeth. Su respiración era jadeante.
—¡Corre, Abernathy, tengo que volver enseguida! —Le ayudó a salir del maletero—. Siento haber tardado tanto, pero mi padre quería acompañarme y tuve que esperar hasta que… ¿Te encuentras bien? ¡Pareces encogido! ¡Lo siento, de verdad!
Abernathy negó con la cabeza.
—¡No, no, no te preocupes! Estoy bien, Elisabeth. —Unos cuantos rezagados pasaron a lo lejos, y él se cerró el abrigo y se enderezó el sombrero. Se inclinó hacia ella—. Gracias, Elisabeth —dijo con voz suave—. Gracias por todo.
Ella lo abrazó, apartándose después.
—El señor Whitsell vive a un par de kilómetros al norte. Sigue esta carretera. —Señaló—. Cuando llegues a otra con un letrero que dice Forest Park, gira a la izquierda y mira los números hasta encontrar el 2986. Estará a tu izquierda. ¡Oh, Abernathy!
Lo abrazó otra vez y él le devolvió el abrazo.
—No te preocupes. Lo encontraré, Elisabeth —le aseguró.
—Tengo que irme —dijo ella, y comenzó a alejarse. Después se giró y volvió corriendo—. Casi me olvido. Toma esto. —Y le entregó un sobre.
—¿Qué es?
—El dinero que te prometí, para un billete de avión o lo que necesites. Guárdalo —añadió apresuradamente cuando él trató de devolvérselo—. Puedes necesitarlo. Si no, me lo devolverás cuando nos encontremos de nuevo.
—Elisabeth…
—¡Guárdalo! —insistió, girándose y alejándose—. ¡Adiós, Abernathy! ¡Te echaré de menos!
Y siguió corriendo hacia la escuela.
—Yo también te echaré de menos —murmuró Abernathy cuando la perdió de vista.
Era casi medianoche cuando llegó al número 2986 de Forest Park, llevando puestos aún el gabán y el sombrero. Se equivocó de camino y eso le obligó a retroceder, con la consiguiente pérdida de tiempo. Al aproximarse a la casita con ventanas provistas de persianas y jardineras con flores, vio a un hombre dormitando en un sillón a través de una persiana no bajada del todo. La luz que había junto a él era la única encendida en la casa.
Abernathy se acercó a la puerta con cautela y golpeó con los nudillos. Al no obtener respuesta, volvió a llamar.
—¿Quién es? —gruñó una voz.
Abernathy no sabía qué decir, de modo que esperó. Al cabo de un momento, la voz dijo:
—Muy bien, un minuto, ya voy.
Se oyeron pisadas, acercándose. La puerta se abrió y el hombre del sillón apareció en el umbral. Tenía barba y ojos adormilados, y llevaba unos tejanos y una camisa abierta sobre una camiseta. Junto a él había un perrito negro de lanas, olfateando.
—¿Es usted el señor Whitsell? —preguntó Abernathy.
Davis Whitsell se quedó mirándolo, boquiabierto.
—Eh… sí —dijo al fin.
Abernathy miró a su alrededor con inquietud.
—Me llamo Abernathy. ¿Cree que…?
El hombre fue a decir algo; entonces pareció comprender y logró esbozar una leve sonrisa.
—¡La niña del Franklin! —exclamó—. ¡Ella me habló de ti! ¡Me dijo que estabas encerrado en alguna parte, ¿verdad?! ¡Tú eres el perro que habla!
—Soy un hombre que fue convertido en perro —dijo Abernathy con dignidad.
—¡Claro, claro, ya me lo contó! —Whitsell retrocedió un par de pasos—. ¡Bueno, entra, entra… Abernathy! Sophie, apártate. Por aquí, permíteme que coja tu abrigo. Es demasiado grande, ¿no? Y el sombrero tampoco te queda muy bien. Aquí, siéntate.
—¿Quién es, Davis? —gritó una mujer desde alguna parte de la casa.
—Nadie, Alice, un amigo —contestó Whitsell apresuradamente—. Sigue durmiendo. —Se acercó para decirle en voz baja—: Mi esposa, Alice.
Cogió el sombrero y el gabán y le indicó que se sentara en un sofá. Sophie movía la cola, olfateando a Abernathy con consternado entusiasmo. Abernathy la apartó.
La televisión estaba funcionando. Whitsell bajó el volumen y se sentó en frente de Abernathy. Se inclinó hacia delante con interés y habló en tono bajo.
—Pues, para serte sincero, cuando la niña me habló de ti creí que me estaba tomando el pelo. Pensé que se lo estaba inventando. Pero… —Se interrumpió, como tratando de poner en orden sus pensamientos—. Así que te han convertido en perro, ¿eh? Un terrier, ¿no? Inglés, supongo.
—Un terrier triguero de pelo liso —le informó Abernathy mirando a su alrededor con desconfianza.
—Sí, claro —Whitsell se levantó otra vez—. Pareces muy cansado. ¿Te gustaría comer algo, beber algo quizás? Comida de verdad, porque siendo humano… Ven a la cocina, te prepararé alguna cosa.
Salieron de la sala para ir a la cocina, que daba a un patio trasero. Whitsell buscó en la nevera y sacó un poco de jamón, ensalada de patatas y leche. Hizo un sandwich para Abernathy, mientras repetía una y otra vez lo increíble que era. ¡Un verdadero perro parlante! Debió decirlo una docena de veces. Abernathy se sintió ofendido, pero no lo demostró. Al fin Whitsell acabó, llevó la comida a una pequeña mesa plegable con cuatro sillas, le dijo a Abernathy que se sentara, cogió una cerveza para él y se sentó también.
—La niña eh… ¿cómo se llama?
—Elisabeth.
—Sí, Elisabeth me dijo que tenías que ir a Virginia. ¿Es cierto?
Abernathy asintió, con la boca llena de sandwich. Estaba hambriento.
—¿Para qué tienes que ir a Virginia?
Abernathy reflexionó antes de contestar.
—Tengo allí unos amigos —dijo al fin.
—Bueno, ¿por qué no los llamamos? —preguntó el hombre—. Si necesitas ayuda, ¿por qué no haces una llamada?
Abernathy estaba confundido.
—¿Una llamada?
—Claro, por teléfono.
—Ah, por teléfono. —Recordó lo que era—. No tienen teléfono.
Davis Whitsell sonrió.
—¿Ah, no?
Bebió su cerveza y contempló cómo Abernathy terminaba su comida. El perro advirtió que estaba maquinando algo.
—Bueno, no será fácil hacerte llegar a Virginia —dijo con inseguridad al cabo de un rato.
Abernathy levantó la vista, pensó un momento, y dijo:
—Tengo dinero para pagarme el viaje.
Whitsell se encogió de hombros.
—Tal vez, pero no podemos meterte sin más en un avión, en un tren o en un barco. Harían toda clase de preguntas sobre qué y quién eres. Perdona que sea franco, pero tienes que comprender que la gente no está acostumbrada a ver perros vestidos como personas y que caminan y hablan como tú. —Se aclaró la garganta—. Otra cosa que dijo la niña es que te tenían prisionero. ¿Es verdad?
Abernathy asintió.
—Elisabeth me ayudó a escapar.
—Entonces quizás sea peligroso que yo te ayude. Alguien se va a llevar un disgusto cuando descubran que te has ido. Es probable que ese alguien te busque. Tendremos que ser doblemente precavidos. Porque eres muy especial, ¿sabes? No se encuentran perros así todos los días. Perdón, hombres como tú, quise decir. Así que, sobre todo, habrá que darse prisa. Tienes que escapar de aquí lo antes posible, ¿lo entiendes? —Pareció reflexionar sobre el asunto—. No será fácil. Tendrás que hacer lo que te diga.
Abernathy asintió.
—Comprendo. —Bebió el último sorbo de leche—. ¿Puede ayudarme?
—¡Claro! ¡Seguro! —Whitsell se frotó las manos con nerviosismo—. Pero lo mejor ahora es dormir un poco. Mañana por la mañana seguiremos hablando y ya se nos ocurrirá algo. ¿De acuerdo? Tenemos una habitación de invitados al final del pasillo. Úsala. La cama está hecha. A Alice no le gustará. No le gusta nada que no pueda entender. Pero yo me encargaré de ella, no te preocupes. Ven conmigo.
Precedió a Abernathy en el pasillo hasta la habitación de invitados, le mostró la cama y el baño, le proporcionó un juego de toallas y le ayudó a instalarse. Mientras, pensaba en voz alta, hablando de oportunidades perdidas y de las oportunidades que se tienen una sola vez en la vida. Si consiguiera hallar un modo de que las cosas funcionaran…
Abernathy se quitó la ropa y se metió en la cama. Le preocupaba un poco lo que estaba oyendo, pero estaba demasiado cansado para prestar más atención al asunto. Cerró los ojos. Whitsell apagó la luz, salió y cerró la puerta.
La casa se quedó en silencio. Pero, desde fuera, las ramas de los árboles arañaban la ventana como garras.
Abernathy lo oyó sólo un momento. Después se quedó dormido.