Ben Holiday miró a su alrededor bajo la intensa luz del sol ardiente de Nevada, y le pareció increíble encontrarse allí. Enormes anuncios de hoteles y casinos se alineaban en la calle en ambas direcciones, proyectándose sobre el horizonte sin nubes del desierto como extraños menhires druídicos hechos de cartón piedra en el siglo Veinte, llamativos incluso sin la danza de las brillantes luces que se encenderían al anochecer. El Sands. Caesar’s Palace. El Flamingo.
—Las Vegas —susurró—. Es para llorar. ¿Qué hacemos en Las Vegas?
Su mente empezó a trabajar. Había supuesto que al volver a su antiguo mundo surgiría, como siempre había ocurrido, de las nieblas de las hadas a las montañas de Blue Ridge de Virginia. Había supuesto, creía con bastante lógica, que Abernathy aparecería en el mismo lugar cuando la magia erró su objetivo. Pero ahora se daba cuenta de su gran equivocación. ¡La magia podía actuar caprichosamente y enviarlos a extremos opuestos del país!
A menos que…
Oh, no, pensó Ben. ¡A menos que Questor se hubiera confundido de nuevo y, en consecuencia, enviara a Abernathy a un lugar y a Sauce y a él a otro!
No podía ser. Tenía que pensar con claridad. La magia había intercambiado a Abernathy y el medallón por la botella y el tenebroso. El amanuense debía de haber sido enviado al lugar donde Michel Ard Rhi guardaba la botella, suponiendo que la botella aún estuviera en su poder. En todo caso, Abernathy habría sido enviado a cualquiera que tuviese la botella. Y él le había pedido al mago que lo enviase a donde se encontraba Abernathy. Por tanto, quizás Las Vegas fuese el sitio correcto.
Sauce seguía pegada a él, buscando protección pero separó la cabeza de su hombro lo suficiente para susurrar:
—¡Ben, no me gusta todo este ruido!
La calzada estaba llena de coches, incluso al mediodía, y la atmósfera impregnada de ruidos de motores, bocinas, frenazos y roces de neumáticos. Además, oían gritos por todas partes. Los taxis zigzagueaban y un avión, próximo a aterrizar, pasó sobre sus cabezas con un estruendo espantoso.
Ben miró a su alrededor una vez más, aún confundido. Los transeúntes y motoristas comenzaban a observarlos con curiosidad. Al principio, lo atribuyó a sus ropas deportivas, pero luego se dio cuenta de que era por Sauce, por su pelo color esmeralda y su impecable piel verdemar. Incluso en Las Vegas era una rareza.
—Vamos —dijo con brusquedad, y empezaron a andar por la calle en dirección sur. Las Vegas Boulevard, decía el letrero. Trató de recordar algo útil sobre Las Vegas y no se le ocurrió nada. Sólo había estado allí una o dos veces en su vida, y había sido durante poco tiempo y por asuntos de negocios. Había visitado varios casinos, pero no recordaba nada de ellos.
Llegaron al cruce de Las Vegas Boulevard con Flamingo Road. El hotel Caesar’s Palace estaba a la izquierda, el Flamingo a la derecha. Tiró de Sauce para apartarla de allí, abriéndose paso a través de un grupo de gente que iba en dirección contraria.
—¡Alucinante! —gritó uno, dejando escapar un silbido.
—¿Vienes de la Ciudad Esmeralda? —preguntó otro.
Fantástico, pensó Ben. Lo que me faltaba.
Siguió tirando de Sauce, ignorando las voces, que se desvanecieron detrás de él. Tenía que idear algún plan, pensó, irritado por como iban las cosas. No podía vagabundear por la ciudad indefinidamente. Miró hacia dos hoteles que se destacaban en el boulevard, al sur del cruce de calles. El Dunes y el Bally’s. Demasiado grandes, pensó. Demasiada gente, demasiado bullicio, demasiado… todo.
—¿Dónde está el circo, muñeca? —oyó gritar a alguien.
—Ben —susurró Sauce, consternada, agarrándolo con más fuerza.
¡Questor, Questor! ¡Será mejor que no te hayas equivocado esta vez! Aceleró el paso, cubriendo a Sauce como podía, forzándola a andar entre el intenso tráfico, apremiándola para que atravesara el gentío que entraba y salía por la puerta del Bally’s. Más adelante se hallaba el Shangri-La, luego el Aladdin y el Tropicana. Tenía que elegir uno de ellos. Tenían que pasar la noche en alguna parte. Tenían que orientarse y decidir por donde empezar la búsqueda de Abernathy. Quizás sería más conveniente escoger un hotel grande. Allí les prestarían menos atención confundiéndose más fácilmente con otros tipos extraños…
Hizo girar a Sauce con un movimiento brusco y entró con ella en el Shangri-La.
El vestíbulo estaba atestado. El casino contiguo estaba atestado. Había gente por todas partes. Los sonidos de las cartas, dados, ruletas y tragaperras creaban un fondo de ruido que se mezclaba con las voces excitadas de los jugadores. Ben condujo a Sauce a través de todo aquello, ignorando las miradas que los seguían, y fue directamente al mostrador de recepción.
—Una reserva a nombre de… —Vaciló un momento—. Bennett, por favor. Miles Bennett.
El recepcionista levantó la vista con indiferencia, la bajó, y volvió a levantarla al ver a Sauce. Luego asintió y dijo:
—Sí, señor Bennett.
Sauce, confundida por el nombre, empezó a objetar:
—Ben, no entiendo…
—Sssss —la previno él con suavidad.
El recepcionista examinó sus reservas y alzó la vista otra vez.
—Lo siento, señor. No tengo reserva para usted.
Ben se irguió.
—¿No? Quizás le han dado el nombre de Fisher. Señorita Caroline Fisher. Una suite.
Respiró profundamente mientras el empleado examinaba de nuevo la lista de reservas. Naturalmente, el resultado fue el mismo.
—Lo siento, señor Bennett. Tampoco hay ninguna reserva a nombre de la señorita Fisher.
Le dirigió una sonrisa de disculpa a Sauce y, durante un rato, fue incapaz de apartar la mirada de ella.
Ben fingió irritarse.
—¡Hicimos las reservas hace un mes! —Levantó la voz lo suficiente para llamar la atención. Un pequeño grupo de gente se detuvo y comenzó a reunirse para ver qué ocurría—. ¿Cómo es posible que no lo tenga anotado? ¡Fue confirmado hace sólo una semana! ¡Nuestro horario de rodaje comienza a las cinco de la mañana, y no puedo permitirme perder tiempo con esto!
—Sí, señor, lo entiendo —dijo el empleado, entendiendo sólo que había algún problema del que no era culpable.
Ben sacó el fajo de billetes que Questor le había dado y empezó a manosearlo con aire distraído.
—Bueno, nuestro equipaje llegará enseguida del aeropuerto, así que no veo la necesidad de seguir discutiendo el asunto. Por favor, denos lo que pueda, y ya hablaré más tarde con el director.
El empleado asintió, volvió a revisar la hoja de reservas, y después las que aún se hallaban en el ordenador.
—Discúlpeme un momento, señor Bennett —dijo.
Salió, mientras Ben, Sauce y el grupo reunido tras ellos aguardaban expectantes. Volvió de inmediato, seguido de otro hombre. Alguien con más autoridad, esperó Ben.
No fue decepcionado.
—Señor Bennett, soy Winston Allison, el subdirector. Por lo visto, ha habido algún tipo de confusión en las reservas que usted hizo. Pero tenemos habitaciones disponibles para usted y la señorita Fisher. —Le dedicó a Sauce una amplia sonrisa aceptando la posibilidad de que fuese una estrella de cine—. ¿Desearían una suite?
—Sí, señor Allison —contestó Ben—. A la señorita Fisher y a mí nos gustaría mucho.
—De acuerdo, entonces. —Allison musitó algo al recepcionista, que asintió—. ¿Por cuánto tiempo necesitarán la suite, señor Bennett? —preguntó.
—Una semana como máximo. —Ben sonrió—. Nuestro plan de rodaje exige tres días, posiblemente cuatro.
El recepcionista comenzó a escribir, luego pasó a Ben los formularios de registro. Ben los llenó con rapidez, usando el nombre de un estudio inexistente como referencia profesional, interpretando el papel con todas sus consecuencias. El grupo que se había formado detrás de ellos empezó a dispersarse en busca de una nueva diversión.
—Espero que disfruten su estancia con nosotros, señor Bennett, señorita Fisher —dijo Allison, sonriendo de nuevo antes de marcharse.
—El precio de la suite es cuatrocientos cincuenta dólares por noche, señor Bennet —le informó el recepcionista, examinando los formularios de registro—. ¿Cómo desean pagar?
—En metálico —respondió Ben con aire indiferente y comenzó a barajar los billetes—. ¿Es suficiente un depósito de mil dólares?
El empleado asintió, mirando de reojo a Sauce, sonriendo con amabilidad cuando ella captó su mirada.
Ben comenzó a contar la suma fijada en billetes de dólares y de repente, descubrió algo extraño en ellos. Se detuvo, sacó lentamente un nuevo billete del fajo como si se hubiese pegado a los otros, y lo examinó con atención.
El retrato que había en él no era el de Ulysses S. Grant. Era el suyo propio.
Disimuladamente miró otro y luego otro más. Su retrato estaba en todos los billetes, y él no se parecía en nada a Grant. Sintió que su corazón se contraía. ¡Questor se había confundido otra vez!
El empleado lo observaba ahora, advirtiendo algo anormal. Ben vaciló un momento; luego, al no ocurrírsele ninguna otra cosa, se dejó caer sobre el mostrador, agarrando con fuerza los billetes que tenía en la mano, respirando de forma jadeante.
—¡Señor Bennett! —exclamó el empleado, avanzando para sostenerlo.
Sauce lo sujetó también.
—¡Ben! —gritó, antes de que él pudiera hacer algo para impedirlo.
—No, no, estoy bien —les aseguró a ambos, rezando para que el recepcionista no se hubiera dado cuenta de que ella había utilizado un nombre diferente—. ¿Podría… podría ir directamente a la habitación y descansar un poco? Quizás podamos acabar esto después. Me temo que el sol me ha afectado en exceso.
—Por supuesto, señor Bennett —accedió el empleado, llamando a un botones al instante—. ¿Está seguro de que no necesita un médico? Contamos con un…
—No, no, estaré bien… en cuanto haya descansado un poco. Llevo mi medicina. Gracias por su ayuda.
Esbozó una débil sonrisa, se guardó los billetes en el bolsillo y dejó escapar un silencioso suspiro de alivio. Ayudado por Sauce y el botones, atravesó el bullicioso vestíbulo. Había esquivado otra bala de plata.
Deseó que Abernathy tuviera la misma suerte que él.
—¡Muy bien, ahora queridos alumnos callaos! ¡Sentaos todos! ¡Escuchad con atención!
El joven y enérgico director de la escuela primaria Franklin de Woodinville, Washington, se paseaba por el centro del gimnasio con un micrófono en la mano y la otra alzada para pedir orden. Su voz resonaba sobre el sistema de megafonía. Los alumnos de sexto grado se fueron sentando poco a poco en los lugares que les correspondieron en las gradas. Elisabeth se encontraba en la sexta fila con Eva Richards. Observó que el director miraba hacia un hombre que se hallaba de pie en un lateral con su larguirucha figura apoyada en él y una sonrisa en su rostro barbudo. El hombre se agachó y le rascó las orejas a un perrito de lanas negras que se hallaba quieto a su lado.
—Esta tarde tenemos una sorpresa especial para vosotros, algo que muchos ya habéis presenciado alguna vez —anunció el director, mirando a su auditorio con una amplia sonrisa—. ¿A quién le gustan los perros?
Las manos se elevaron por todas partes. El hombre del perro acentuó su sonrisa y saludó con la mano a los alumnos que estaban más cerca de él. Éstos le respondieron con entusiasmo.
—Bueno, esta tarde tenemos aquí unos perros muy especiales, unos perros que pueden hacer cosas que ni siquiera vosotros sois capaces de hacer. —Se oyó un murmullo de risas, y Elisabeth arrugó la nariz—. Quiero que observéis con atención y escuchéis lo que nuestro invitado va a deciros. ¡Por favor, un aplauso para el señor Davis Whitsell y su Exhibición Canina!
Los aplausos y silbidos dieron la bienvenida a Davis Whitsell, quien recibió el micrófono del director al retirarse éste. Saludó a todos con la mano y fingió no darse cuenta de que el perrito de lanas lo había seguido.
—¡Buenas tardes a todos! —dijo—. ¡Qué grupo tan entusiasta! Estoy encantado de encontrarme aquí, feliz de que hayáis venido, incluso aunque no haya sido por propia voluntad, ya que estamos en una reunión obligatoria. —Hizo un gesto de resignación y se produjo un clamor de risas—. Pero a lo mejor podemos divertirnos juntos. Yo estoy aquí para hablaros de perros; exactamente de perros. Y ya que vuestros padres no quieren que os acerquéis a los perros, voy a acercar los perros a vosotros.
Alzó las manos y todos aplaudieron en respuesta.
—Ahora quiero que escuchéis con atención, porque tengo que contaros algo importante. Tengo que contaros…
Se interrumpió, actuando como si hubiera advertido de repente que Sophie estaba tirando de sus pantalones.
—Pero bueno. ¿Qué es esto? ¡Suelta, Sophie, suelta!
El perrito de lanas soltó el pantalón y se sentó.
—Ahora, como estaba diciendo, tengo que contaros algo…
Sophie empezó a tirar otra vez. Elisabeth rió con los otros. Davis Whitsell bajó la vista, distraído nuevamente de su discurso.
—¿Qué pasa, Sophie? ¿Quieres decir algo? —Sophie ladró—. ¿Pues por qué no lo dices? Ah, lo acabas de decir, ¿verdad? Bueno, no creo que estos chicos lo hayan oído. Quizás sea mejor que lo repitas. —Sophie ladró una vez más—. ¿Quieres enseñarles lo lista que eres? —Sophie ladró—. ¿Lo listos que son los perros como tú? —El hombre levantó la vista hacia las gradas—. ¿Qué decís, chicos? ¿Queréis ver lo lista que es Sophie?
Todos gritaron que sí, como era de esperar. Él se encogió de hombros con exageración.
—Muy bien. Veamos qué puedes hacer, Sophie. ¿Puedes saltar? —Sophie saltó—. ¿Puedes saltar a más altura? —Sophie saltó casi hasta su hombro—. ¡Bien! Apuesto a que no sabes dar la vuelta de campana. —Sophie la dio—. Vaya, ¿qué os parece, chicos? No está mal, ¿verdad? Y ahora, ¿sabrías…?
Así fue dirigiendo a Sophie en una larga demostración consistente en saltos a través de aros, sobre vallas, vueltas de campana, rastreos de cosas escondidas, y otras maravillosas habilidades. Cuando terminó, los estudiantes le dedicaron un tumultuoso aplauso, y Davis Whitsell la despidió. Entonces empezó a hablar de la necesidad de cuidar adecuadamente a los perros. Dio unos cuantos datos estadísticos, habló de la Sociedad Protectora de Animales, resaltó cómo un poco de cariño y comprensión puede influir en la vida de los animales, y destacó la necesidad de que todos los estudiantes que se encontraban allí contribuyesen de algún modo a protegerlos.
Elisabeth escuchó con atención.
Después volvió Sophie. Apareció por un lateral de la pista, tirando de la correa de un gran boxer. Davis Whitsell expresó su sorpresa. Luego repitió otra vez la misma rutina, preguntando a Sophie qué hacia allí con Bruno, fingiendo entender sus ladridos, manteniendo con ella una conversación como si se tratase de un humano.
Elisabeth comenzó a pensar.
Luego llegó un nuevo repertorio de acrobacias realizadas por Sophie y Bruno en colaboración, la primera montada sobre el último, los dos saltando a través de aros y por encima de vallas, corriendo a saltos, jugando a perseguirse y realizando piruetas de habilidad y riesgo.
El programa terminó con un recordatorio de la necesidad de ser responsables con los animales y con la expresión del deseo de un buen curso para todos. Whitsell salió, seguido de Sophie y Bruno, entre los aplausos y el entusiasmo del público. El director lo despidió estrechándole la mano, tomó de nuevo el micrófono, le dio las gracias públicamente e indicó a los alumnos que volvieran a sus clases.
Elisabeth tomó una decisión.
Mientras los otros estudiantes salían en fila, uno tras otro, ella se rezagó. Eva Richards trató de hacerlo también, pero le pidió que siguiese con los demás. Davis Whitsell contemplaba a los alumnos que pasaban ante él, devolviéndoles sus sonrisas. Elisabeth esperó con paciencia. El director se acercó a Whitsell y le dio las gracias de nuevo, diciéndole que esperaba que volviera al año siguiente. Whitsell contestó que lo haría.
Después el director se marchó, y Davis Whitsell se quedó solo.
Elisabeth respiró profundamente y se dirigió hacia él. Cuando la miró, le dijo:
—Señor Whitsell, ¿podría hacer algo para ayudar a un amigo mío?
El hombre de barba sonrió.
—No sé, depende. ¿Quién es tu amigo?
—Se llama Abernathy. Es un perro.
—Oh, un perro. Claro que sí. ¿Qué le pasa?
—Necesita ir a Virginia.
Whitsell acentuó su sonrisa.
—¿Ah sí? ¿Y tú cómo te llamas?
—Elisabeth.
—Bueno, veamos, Elisabeth. —Whitsell se apoyó las manos en las rodillas, inclinándose para hablarle en tono confidencial—. Quizás en realidad no necesite ir a Virginia. Quizás lo que necesita es acostumbrarse a vivir en Washington, ¿no crees? Dime una cosa. ¿Piensas ir a Virginia con él? ¿Vivías antes allí?
Elisabeth negó con la cabeza.
—No, no, señor Whitsell, no me ha entendido. Yo ni siquiera conocía a Abernathy hasta hace una semana. Y, de todas formas, él no es un perro en realidad. Es un hombre que fue convertido en perro por un mago.
Davis Whitsell se quedó mirándola con la boca abierta. Ella continuó apresuradamente.
—Puede hablar, señor Whitsell. Puede hablar de verdad. Ahora mismo lo tienen encerrado en esa…
—¡Eh, espera! —la interrumpió de repente, acuclillándose—. ¿Qué intentas decirme? ¿Qué ese perro puede hablar? ¿Hablar de verdad?
Elisabeth retrocedió un paso, comenzando a preguntarse si habría acudido a la persona adecuada.
—Sí, como usted y yo.
El hombre de la barba inclinó la cabeza, pensativo.
—Mira, Elisabeth, esas son imaginaciones tuyas.
La niña se sintió como una imbécil.
—No me lo he inventado, señor Whitsell. Abernathy habla. Pero necesita ir a Virginia, y no sabe cómo. Pensé que quizás usted podría ayudarle. Estuve escuchando lo que dijo sobre los cuidados que necesitan los perros y que todos debemos contribuir a dárselos. Bueno, Abernathy es amigo mío, y quiero estar segura de que se le cuida como es debido, aunque no sea un perro de verdad, y creí…
Davis Whitsell levantó una mano y ella se calló. Él se puso en pie y miró a su alrededor. Elisabeth miró también. Los últimos estudiantes estaban saliendo ya del gimnasio.
—Tengo que irme —dijo ella en voz baja—. ¿Puede ayudar a Abernathy?
El otro pareció reflexionar.
—¿Sabes qué? —dijo de repente, sacando una tarjeta arrugada con su nombre y dirección impresas—. Tráeme un perro que hable, un perro que de verdad hable, y haré por él lo que sea. Lo llevaré donde quiera. ¿De acuerdo?
Elisabeth rebosó de alegría.
—¿Me lo promete?
El otro se encogió de hombros.
—Claro que sí.
Elisabeth rebosó de alegría aún más.
—¡Gracias, señor Whitsell! ¡Muchísimas gracias!
Apretó sus libros contra el pecho y salió corriendo.
En cuanto ella se dio la vuelta, Davis Whitsell desechó el asunto con un movimiento de cabeza.
El abogado Miles Bennett se hallaba en el estudio de su casa de las afueras de Chicago entre un montón de ejemplares del Northeast Reporter y consideraba seriamente la posibilidad de tomar una copa. Había estado trabajando en aquel maldito caso de avalúo de impuesto de sociedades desde el lunes de la semana anterior, y aún no había llegado a la resolución de los múltiples problemas legales con los que se enfrentaba. Había trabajado en ello día y noche, en el despacho y en casa, mientras comía y dormía, a todas horas, y estaba psicológica y físicamente exhausto. El día anterior había cogido la gripe, una de la clase que ataca a todo el cuerpo, y en aquel momento estaban aumentando sus efectos. Había pasado una tarde bastante incómoda, recorriendo las propiedades implicadas, un gran complejo de oficinas en Oak Brook, y se había llevado sus notas a casa con la intención de descifrarlas mientras aún estaba todo fresco en su mente.
Si es que aún era posible que hubiera algo fresco en su mente, pensó.
Se recostó en su sillón de cuero, hundiendo en él su cuerpo robusto. Era un hombre grande, con un espeso cabello oscuro y un bigote que parecía pegado a una cara que en otra época debía haber sido casi angelical. Sus ojos perpetuamente entornados miraban con una mezcla de cansada resignación y humor sarcástico a un mundo que contemplaba a los abogados, incluso a responsables y trabajadores como él con uña suspicacia implacable. Pero eso no le importaba. Él sabía que era parte del precio que se debía pagar por dedicarse a un trabajo satisfactorio.
Sonrió con ironía. Desde luego, unas veces era más satisfactorio que otras.
Aquello le hizo pensar en Ben Holiday, en otros tiempos socio de la firma Holiday & Bennett, en la época en que ambos luchaban contra el mundo. Su sonrisa se tensó. A Ben Holiday le encantaba el ejercicio de la abogacía, y era muy competente. Doc Holiday, el terror de los tribunales. Sacudió la cabeza. Ahora Doc estaba en Dios sabía dónde, luchando contra dragones y rescatando doncellas en algún mundo que probablemente sólo existía en su imaginación…
O tal vez fuese real. Miles arrugó la frente, pensativo. Nunca había estado seguro del todo. Quizás nunca lo estaría.
Alejó de su mente aquellos pensamientos y se inclinó sobre los libros de leyes y los cuadernos amarillos. Parpadeó varias veces a causa del cansancio. Las notas comenzaban a emborronarse. Tenía que terminar e irse a la cama.
El teléfono sonó. Miró al aparato, situado en el extremo de la mesa junto a su sillón de lectura. Dejó que sonase por segunda vez. Marge estaba jugando al bridge y sus hijos en casa de Wilson. Estaba solo. El teléfono sonó por tercera vez.
—¡Maldita sea! —protestó, levantándose de mala gana.
Las llamadas casi nunca eran para él, siempre para los chicos o para Marge. Y, en caso contrario, siempre se trataba de algún cliente pesado e inoportuno que se atrevía a molestarle en casa con preguntas que podían esperar al día siguiente.
El teléfono sonó una vez más, y descolgó el aparato.
—Hola, habla Bennett —gruñó.
—Miles, soy Ben Holiday.
Miles se estremeció por la sorpresa.
—¿Doc? ¿Eres tú? ¡Dios santo, precisamente ahora estaba pensando en ti! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás?
—En Las Vegas.
—¿En Las Vegas?
—He tratado de encontrarte en el despacho, pero me dijeron que habías pasado el día fuera.
—Sí, estuve recorriendo el infierno.
—Oye, Miles, necesito un gran favor. —Unas interferencias se mezclaban con la voz de Ben—. Es probable que tengas que dejar tus ocupaciones durante el resto de la semana, pero es importante. De otra forma no te lo pediría.
Miles se descubrió sonriendo. El mismo Doc de siempre.
—Sí, claro, mis problemas carecen de importancia. ¿Qué necesitas?
—Para empezar, dinero. Estoy hospedado en el Shangri-La con una persona amiga, pero no tengo dinero para pagarlo.
Miles soltó ahora una carcajada.
—¡Pero Doc, si eres millonario! ¿Qué significa eso de que no tienes dinero?
—¡Significa que no lo tengo aquí! De modo que debes mandarme un giro de varios miles de dólares a primera hora de la mañana, a nombre de Miles Bennett. Así es como me he registrado.
—¿Qué? ¿Estás usando mi nombre?
—No se me ocurrió otro en el momento, y no quería usar el mío. No te preocupes, no estás metido en ningún lío.
—Todavía no, querrás decir.
—Envíalo al hotel a mi nombre, a tu nombre quiero decir. ¿Puedes hacerlo?
—Sí, claro. No hay problema. —Miles sacudió la cabeza, divertido, instalándose ahora cómodamente en el sillón de lectura—. ¿Es ése el gran favor que necesitas?
—En parte. —La voz de Ben sonaba débil y distante—. Miles, ¿recuerdas que siempre quisiste saber qué había sido de mí desde que abandoné la profesión? Bueno, pues ahora podrás saberlo. Un amigo mío se encuentra en problemas aquí, en algún lugar de los Estados Unidos, creo. Aunque quizás no. Tenemos que averiguarlo. Quiero que llames a una de nuestras agencias de investigación y le encargues que averigüen todo lo que puedan sobre un hombre llamado Michel Ard Rhi. —Lo deletreó y Miles lo anotó enseguida—. Creo que vive en los Estados Unidos, pero tampoco estoy seguro. Debe ser bastante rico, y es probable que viva en algún lugar apartado. Aunque le gusta exhibir su dinero. ¿Has entendido?
—Sí, Doc, lo he entendido.
Miles frunció el entrecejo.
—De acuerdo. Y ahora viene el resto, pero no hagas comentarios. Quiero que averigües si hay alguna noticia, algún rumor, chisme, o lo que sea acerca de un perro que habla.
—¿Qué?
—Un perro que habla, Miles. Sé que parece una estupidez, pero ese es el amigo que estoy buscando. Se llama Abernathy. Es un terrier triguero de pelo liso y habla. ¿Lo has anotado?
Miles lo hizo, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Doc, espero que no me estés tomando el pelo.
—Hablo completamente en serio. Abernathy era un hombre que fue convertido en perro. Ya te lo explicaré. Indaga lo que puedas sobre todo esto y coge un avión para venir aquí lo antes posible. Tráeme cualquier información que los investigadores consigan. Y diles que se trata de algo urgente, que no admite demoras. A primeros de semana lo más tardar. —Hizo una pausa—. Sé que no será fácil, pero haz lo que puedas, Miles. Es muy importante.
Miles se estiró en el asiento, riéndose entre dientes.
—La parte más difícil será decirle a los investigadores que estamos buscando un perro parlante. ¡Por favor, Doc!
—Limítate a recoger cualquier información referente a cualquier clase de perro que se suponga que habla. Es como buscar una aguja en un pajar, pero quizás tengamos suerte. ¿Puedes tomarte unos días para venir aquí?
—Sí. En realidad me sentará bien. He estado trabajando en un caso de impuestos de sociedades y me encuentro a punto de ahogarme en un mar de matemáticas. ¿Así que estás en el Shangri-La? ¿Con quién estás?
Se produjo un silencio.
—No me creerías si te lo dijera, Miles. Ven y lo verás, ¿de acuerdo? Y no te olvides de mandarme el giro. ¡El servicio de habitaciones es lo único que nos mantiene vivos!
—No te preocupes, no lo olvidaré. ¡Oye! —Miles vaciló unos instantes, escuchando el silencio de la línea—. ¿Estás bien, Doc? Aparte de todo esto, ¿tú estás bien?
No contestó de inmediato.
—Estoy muy bien, Miles, de verdad. Hablaremos pronto, ¿de acuerdo? Me encontrarás aquí, si me necesitas. Recuerda que tienes que preguntar por ti mismo, no te confundas.
—¿Cómo voy a confundirme más de lo que estoy, Doc? —gruñó Miles.
—Ya me lo imagino. Cuídate, Miles. Y gracias.
—Hasta pronto, Doc.
La comunicación se cortó. Miles colgó el teléfono y se levantó. ¿Qué podía pensar de aquello? Sonrió.
Tarareando alegremente, fue al armario bar y sacó una botella de whisky Glenlivet que tanto le gustaba a Ben Holiday. ¡Cómo no iba a tomarse una copa después de todo!