Questor Thews contempló pensativamente el espacio vacío donde sólo unos segundos antes se encontraba Ben Holiday y Sauce, luego se frotó las manos con satisfacción.
—Bueno, creo que van de camino sanos y salvos —dijo.
Juanete y Chirivía se acercaron, inspeccionaron el lugar vacío y sisearon que estaban de acuerdo. Mostraron los dientes y sus ojos amarillos parpadearon como señales luminosas.
—Magnífico gran señor —gimió Fillip desde algún lugar en sombras.
—Poderoso gran señor —gimió Sot.
—¡Vamos, vamos! El gran señor está a salvo —les aseguró Questor, preguntándose durante unos segundos si había recordado correctamente todas las palabras y gestos de la parte del encantamiento relacionada con el lugar al que los había enviado. Sí, estaba seguro. Bueno, bastante seguro.
—Concentrémonos ahora en los asuntos que nos ocupan aquí —dijo, dirigiéndose a sí mismo más que a los otros—. Hummmmm. Veamos.
Se irguió, se tiró de la barba, y miró hacia la penumbra como si quisiera atravesarla. Aún llovía con fuerza, las gotas salpicaban al caer en los charcos, cada vez más anchos y los riachuelos que se entrecruzaban por todo el paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Las nubes bajas se extendían hasta perderse en el horizonte, y el día se oscurecía por momentos. El velo de niebla, suspendido sobre el valle desde el amanecer, se había espesado.
Questor frunció el entrecejo. La decisión más sensata sería la de regresar a Plata Fina y olvidarse del maldito demonio.
Por otra parte, no había nada en Plata Fina que no pudiera esperar unos días más, y le había prometido al gran señor hacer todo lo posible para recuperar la botella. Aunque no le gustaba volver sobre el asunto, sabía que era responsable, al menos en parte, de que la botella se encontrase en Landover. Por tanto, debía esforzarse en enderezar las cosas; sobre todo, después de la confianza que el gran señor había depositado en él.
—Creo que quizás sea mejor que continuemos la búsqueda —dijo—. ¿Juanete? ¿Chirivía? ¿Seguimos buscando al tenebroso un poco más?
Los kobolds se miraron y sisearon demostrando su aprobación.
—¡Excelente! —-Questor se volvió a los gnomos nognomos—. Fillip y Sot, si la decisión fuese mía, sería con vosotros menos caritativo de lo que fue el gran señor. Sin embargo, todo queda olvidado, sois libres para marcharos.
Fillip y Sot dejaron de gimotear y temblar lo suficiente para echar un vistazo al paisaje gris y vacío que los rodeaba y luego mirarse entre sí. Sus ojos estaban muy abiertos y aterrorizados.
—¡Bueno y amable Questor Thews! —dijo Fillip.
—¡Mago maravilloso! —declaró Sot.
—¡Nos quedaremos contigo!
—¡Te prestaremos nuestra ayuda!
—Por favor, deja que nos quedemos.
—Por favor.
Questor Thews los observó con una desconfianza no disimulada. Los gnomos querían acompañarlos únicamente porque tenían miedo de quedarse solos, con el crepúsculo próximo y el tenebroso aún en libertad. El mago dudó, luego se encogió de hombros. Después de todo, ¿qué podía esperarse de los gnomos nognomos?
—Pero prometed que os quitaréis de en medio si nos encontramos con los trolls y la botella —les puso como condición.
Los gnomos aceptaron de inmediato, quitándose las palabras el uno al otro en sus esfuerzos para asegurarle que lo harían. Questor tuvo que sonreír a pesar suyo. En esta ocasión, era evidente que decían la verdad.
Así que partieron hacia el norte a pesar del mal tiempo. Juanete iba delante, examinando la tierra en busca de algún signo verdadero del paso de los trolls, Questor y los otros lo seguían a un paso más lento. El mago montaba su viejo caballo gris, dejando que los gnomos y Chirivía fueran a pie, esté último guiando a Jurisdicción, al caballo de Sauce y a los animales de carga. La lluvia continuaba cayendo sin cesar, y su bruma gris se mezclaba con la niebla que envolvía la tierra, en jirones de sombra. La luz del día iba disminuyendo a medida que la noche se acercaba, y aún no había rastro de los trolls.
Juanete volvió con la caída de la tarde, y acamparon en un bosquecillo de cipreses empapados por la lluvia, junto a un río, cuyas crecidas aguas se agitaban con una cadencia monótona y perezosa. Bajo las grandes ramas colgantes, la tierra estaba relativamente seca, y Questor logró encender una pequeña y agradable fogata, mediante el uso de la magia. Chirivía cocinó una deliciosa cena que fue consumida con rapidez. Después, animado por sus éxitos previos, Questor empleó la magia para conseguir mantas y almohadas. Hubiera sido mejor que se hubiera contentado con aquello, pero decidió probar un último encantamiento, un hechizo que debía producir un refugio cerrado, caliente, impermeable y provisto de baño. El intento fue un fracaso absoluto. Uno de los árboles que protegían el lugar cayó, permitiendo que la lluvia apagase el fuego y dejando el campamento expuesto a la intemperie. Se vieron obligados a trasladarse, llevando consigo las mantas y almohadas que pudieron y que, tras el incidente estaban mojadas.
Questor fue pródigo en disculpas, pero el daño ya estaba hecho y era imposible dar marcha atrás. Se hallaba muy avergonzado. Mientras los otros dormían, Questor Thews yacía despierto entre las mantas, y pensaba en las vicisitudes de la vida de un mago. Aprender sin ayuda el uso de la magia no era una tarea fácil. Sin embargo, él siempre tuvo que hacer eso. Pero, a pesar de todo, ahora ocupaba el puesto del gran señor y era responsable del buen funcionamiento de Landover.
El nuevo día acarreó más lluvia. El amanecer era de hierro gris, espesado por una niebla removida por vientos perezosos y una mezcla de aire frío y tierra caliente. El pequeño grupo tomó el desayuno y se puso en marcha de nuevo a través de las llanuras del Prado. Juanete vagaba de un lado a otro, delante, aún buscando alguna huella de los trolls, mientras que el resto le seguía sin apresurarse. Todos estaban mojados y se sentían incómodos. Questor pensó un momento en utilizar la magia para secarlos, pero luego descartó la idea. Durante la noche había resuelto que se abstendría de usarla excepto cuando estuviera seguro de sus resultados o en casos de extrema necesidad. Se reservaría. Se centraría en conjuros específicos y limitados. Eso era lo mejor que podía hacer.
El mediodía llegó y se fue. Ya estaban muy adentrados en las praderas, al noroeste de Plata Fina, pero lejos del castillo, tierra de los señores del Prado. Los campos arados convertían el paisaje en un tablero de ajedrez, la mayoría de ellos ya cosechados, con la tierra negra y dura al descubierto. Salpicadas por toda la región había granjas y cabañas, rodeadas de jardines y setos repletos de flores de todos los colores y formas, como trazos de arco iris sobre la tierra gris anegada por la lluvia.
Los ojos de Questor recorrieron el paisaje nublado. A menos de diecinueve kilómetros de distancia se encontraba Rhyndweir, la fortaleza de Kallendbor, el más poderoso de los señores del Prado. El mago se permitió un ligero suspiro de esperanza. Aquella noche dormirían bajo techo, en camas secas tras baños calientes para borrar todo recuerdo del frío y la humedad.
Cerca de la media tarde, Juanete se materializó súbitamente de las brumas, con su cuerpo fuerte y oscuro reluciendo por la humedad que lo cubría. Se aproximó de forma precipitada, cosa extraña en él, y precipitadamente habló con Questor, silbando entre los dientes afilados, con los ojos entrecerrados y furtivos.
El mago contuvo el aliento. Juanete había encontrado a los trolls, aunque no de la forma que esperaban.
Forzaron la marcha, pero Questor no explicó los motivos, aún aturdido por lo que el kobold le había contado. Atravesaron una serie de campos y pequeños y rápidos riachuelos de una zona boscosa.
Los trolls yacían en un claro, rodeado de pinos, todos muertos. Estaban dispersos sobre la tierra encharcada en posturas grotescas, con las gargantas cortadas, los cuerpos acuchillados en una orgía de muerte. Los gnomos nognomos los miraron y se escondieron detrás de los animales de carga, llorando de miedo. Incluso Chirivía retrocedió lleno de espanto. Questor avanzó con Juanete porque ya lo esperaba. El kobold volvió a susurrar lo que ya había susurrado. Era evidente que aquella tragedia no había sido provocada por un enemigo externo. Era evidente que los trolls se habían atacado entre sí. Se habían matado unos a otros.
Questor escuchó con paciencia y no dijo nada, pero supo lo que había ocurrido. Había visto con anterioridad las obras del tenebroso. La frialdad del día penetró aún más en su cuerpo. De repente, se sintió aterrado.
Juanete señaló hacia la penumbra que tenían delante. Uno de los trolls había escapado de la masacre. Uno había sobrevivido a pesar de las heridas, y huido por los bosques. Ése se había llevado la botella.
—¡Oh, cielos! —murmuró Questor Thews.
El troll herido se encaminaba directamente hacia Rhyndweir.
¡Abernathy!
El amanuense levantó la cabeza del colchón de paja sobre el que yacía y miró con fijeza la oscuridad del otro lado.
—¿Elisabeth?
Ella surgió de las sombras de un hueco de la pared del fondo, deslizándose a través de una grieta de la piedra que él hubiera jurado que no existía antes. Atravesó de puntillas la mazmorra y apoyó la cara contra las barras de la jaula. Abernathy, imposibilitado para erguirse por la escasez de espacio, se desplazó a cuatro patas para recibirla. Sólo pudo distinguir la cara redonda y la nariz pecosa.
—Perdona que no haya venido antes —susurró la niña, mirando a derecha e izquierda con precaución—. No podía arriesgarme. No podía permitir que mi padre o Michel se enteraran de que me preocupo por lo que te ha ocurrido, porque sospecharían. Creo que Michel ya sospecha.
Abernathy asintió, agradecido de que lo visitara al fin.
—¿Cómo pudiste entrar, Elisabeth?
—¡Por un pasadizo secreto! —Sonrió—. ¡Por allí! —Señaló tras ella a la grieta del muro, una veta de luz mortecina aún visible en la oscuridad—. Lo encontré hace meses cuando estaba explorando. No creo que nadie más sepa que existe. Atraviesa de arriba abajo el muro sur. —Titubeó un momento—. Al principio, no sabía como llegar aquí. Ni siquiera sabía donde estabas. Lo descubrí esta tarde.
—¿Esta tarde? ¿Es de noche ahora? —preguntó Abernathy, que había perdido toda la noción del tiempo.
—Sí. Casi es la hora de acostarse, por eso tengo que darme prisa. Te he traído algo de comer.
La niña llevaba una bolsa de papel. Metió la mano y sacó varios sandwiches, algunas verduras crudas, fruta fresca, una bolsa de patatas fritas y una botella pequeña de leche fría.
—¡Elisabeth! —susurró, agradecido.
Ella le pasó las cosas entre los barrotes, y él lo escondió todo bajo la paja, excepto el primer sandwich, que comenzó a devorar ferozmente. No le habían dado ningún alimento salvo comida de perro rancia y un poco de agua, en casi tres días; el tiempo que llevaba encerrado. Había permanecido aislado en los sótanos de Graum Wythe, sin más visitas que las periódicas de los taciturnos carceleros que iban a asegurarse de que seguía allí o a llevarle aquella clase especial de rancho. Tampoco había vuelto a ver a Michel Ard Rhi.
—¿Cómo te encuentras, Abernathy? —le preguntó Elisabeth mientras comía—. ¿Te encuentras bien? ¿No te han hecho daño?
Él negó con la cabeza y continuó masticando. Jamón y queso, uno de sus sandwiches preferidos.
—Le he hablado a mi padre un poco de ti —se aventuró a decir, y añadió de inmediato—: Pero no le he hablado de nuestra relación. Sólo le he contado que te encontré dando vueltas por ahí y que a Michel no pareciste gustarle y que estaba preocupada por ti. Le dije que pensaba que esto no me parecía bien. Él me contestó que estaba de acuerdo conmigo, pero que no podía hacer nada. Dijo que yo sabía que no debía encariñarme con animales perdidos, conociendo a Michel. Le dije que a veces una se encariña sin querer. —Bajó la cabeza pensativa—. Sabía que no te estaban dando comida. Me enteré por uno de los guardias, uno que es un poco amigo. —Se mordió el labio—. ¿Por qué te hace esto Michel, Abernathy? ¿Por qué es tan malo? ¿Todavía te odia tanto?
Abernathy dejó de masticar, tragó y apartó lo que le quedaba del sandwich. Le hubiera sido imposible comer de no haber estado tan hambriento. Su jaula olía a animales enfermos y excrementos, y la paredes estaban oscuras por el moho.
—En realidad, es algo muy simple: quiere algo de mí. —Decidió que no haría ningún mal explicárselo ahora—. Quiere el medallón que llevo. Pero no puede quitármelo. Tengo que dárselo yo. Por eso me ha encerrado aquí hasta que acceda. —Con una de sus zarpas se sacudió una paja del hocico—. Pero el medallón no es suyo ni siquiera mío. Me lo habían prestado y tengo que devolverlo.
Por primera vez desde hacía tiempo se acordó del gran señor y los problemas a que tendría que enfrentarse en Landover sin el medallón que lo protegiera. Luego suspiró y volvió a comer.
Elisabeth lo miró durante un momento, luego asintió con lentitud.
—Hoy he hablado de ti con Nita Coles. Volvemos a ser amigas. Ella ha negado lo de Tommy Samuelson y ha dicho que lo sentía. Bueno, le hablé de ti, porque nos lo contamos todo. Pero guardamos el secreto. Bueno, casi siempre. Es un juramento, un secreto sellado por un pacto, por eso ninguna de las dos puede contárselo a nadie, porque si no tendremos siete días de mala suerte y a Tad Ruseel como marido para toda la vida. Ella, claro, dijo que no es posible que existas, pero yo le he asegurado que sí existes y que necesitas que te ayudemos. Dijo que lo pensaría, y que yo también pensara. —Hizo una pausa—. Tenemos que sacarte de aquí, Abernathy.
Abernathy acabó con el resto del sandwich y sacudió la cabeza con energía.
—No, no, Elisabeth. Ahora es mucho más difícil que me ayudes. Si Michel descubre…
—Ya sé, ya sé… —lo interrumpió ella—. Pero no puedo seguir trayéndote comida de esta manera. Michel se dará cuenta de que no te estás muriendo de hambre, de que alguien te alimenta. Y, ¿cómo saldrás de aquí sin mi ayuda?
Abernathy suspiró.
—Encontraré un modo —insistió tozudamente.
—No, no lo encontrarás —afirmó Elisabeth con la misma tozudez—. ¡Te quedarás en esta jaula para siempre!
De repente, sonaron ladridos en alguna parte del pasillo a través de una puerta cerrada. Abernathy y Elisabeth se volvieron a mirar, convirtiéndose en estatuas tensas. Los ladridos duraron unos segundos y se extinguieron.
—Perros de verdad —susurró Abernathy—. Michel los tiene encerrados a los pobres animales. No quiero ni imaginar por qué. A veces los oigo aullar. Entiendo algo de lo que dicen…
Se calló, pensativo. Luego volvió a mirar a la niña.
—No debes venir aquí, Elisabeth —insistió—. Michel Ard Rhi es muy peligroso. Te haría daño si supiese lo que estás haciendo. ¡Incluso si lo sospechara! ¡No tendría en cuenta que eres una niña! Te haría daño, y quizás también a tu padre.
La preocupación se reflejó en los ojos de Elisabeth cuando mencionó la posibilidad de un peligro para su padre. Él se sintió mal por haberle sugerido tal cosa, pero tenía que conseguir que no se arriesgase más por su causa. Sabía cómo podía ser Michel Ard Rhi.
Elisabeth lo observaba con atención.
—¿Por qué me quieres asustar, Abernathy? —preguntó de repente, como si hubiera leído sus pensamientos—. Quieres asustarme, ¿verdad?
—Claro que sí, Elisabeth —respondió él—. Y tienes que asustarte. ¡Esto no es un juego de niños!
—¡Debe ser sólo para perros y magos, supongo! —le contestó, furiosa.
—Elisabeth…
—¡No intentes disculparte! —Ahora sus ojos reflejaban que se sentía ofendida—. ¡No soy una niña, Abernathy! ¡No deberías llamarme así!
—Sólo quería convencerte. Creo que deberías…
—¿Cómo piensas salir de aquí sin mí? —le preguntó otra vez, cortándolo.
—Hay varias maneras de…
—¿Ah sí? ¿Cómo? Dime una. Sólo una. Dime cómo vas a salir. ¡Vamos, dímelo!
Él respiró profundamente, sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban.
—No lo sé —admitió.
Ella pareció satisfecha.
—¿Aún te soy simpática, Abernathy?
—Sí, claro que sí, Elisabeth.
—¿Y me ayudarías si yo necesitase ayuda, fuera la que fuese?
—Sí, claro.
Apretó la cara contra los barrotes de la jaula hasta que su nariz estuvo a pocos centímetros de él.
—¡Bueno, pues lo mismo me pasa a mí contigo! ¡Por eso no te puedo dejar aquí!
Los perros volvieron a ladrar, de forma más insistente esta vez, y alguien les gritó que callaran. Elisabeth comenzó a retroceder hacia la hendidura por donde había entrado.
—¡Termina de comer y te sentirás más fuerte, Abernathy! —le susurró apresuradamente—. ¡Ssss, ssss! —le previno cuando él trató de decir algo—. ¡Ten paciencia! ¡Encontraré el modo de sacarte de aquí!
Se detuvo a mitad de camino hacia la grieta de la pared, como una tenue sombra en la penumbra.
—¡No te preocupes, Abernathy! ¡Todo irá bien!
Después se marchó, y la grieta se fundió en la oscuridad.
Los ladridos, mezclados ahora con algún aullido, fueron apagándose hasta convertirse en silencio. Abernathy escuchó durante un rato, después sacó el medallón de debajo de la camisa y lo examinó.
Tenía miedo de que le pasara algo a Elisabeth. Deseó saber qué hacer respecto a ella. Deseó saber cómo protegerla.
Al cabo de un rato, volvió a guardar el medallón bajo sus ropas, desenvolvió el resto de los alimentos y empezó a comer lentamente.