También soplaba el viento y llovía en el lugar en que se hallaba Ben Holiday, a unos treinta kilómetros de donde los gnomos nognomos estaban colgados cabeza abajo. Se apartó del calor de Sauce y de las mantas y tiritó a causa del frío de la mañana mientras se vestía. Se encontraban acampados bajo la protección de un grupo de abetos gigantescos, respaldado por un risco rocoso, pero la humedad penetraba incluso allí. Los kobolds ya se habían levantado y deambulaban por los alrededores, Juanete hacía los preparativos para salir a explorar el rastro de los gnomos. Questor, aún medio dormido, intentaba preparar el desayuno con su magia, pero sólo consiguió cinco pollos vivos, que aleteaban como locos, y una vaca que esparció todos los utensilios de cocina de Chirivía. En pocos minutos, el mago y el kobold empezaron a gritarse furiosamente el uno al otro, y Ben deseó estar en la comodidad y el aislamiento de su dormitorio en Plata Fina.
Pero no tenía mucho sentido desear lo que no podía tener, de modo que comió un tallo de lindoazul y bebió un poco de agua, montó sobre Jurisdicción y partió seguido de los otros. Juanete se adelantó y desapareció en las sombras y la penumbra como un fantasma atípico. Los demás cabalgaban en fila, con Ben a la cabeza, Sauce y Questor detrás de él, Chirivía cerrando la marcha junto con los animales de carga.
Viajaban en silencio. El tiempo era frío, lluvioso y gris, y nadie tenía demasiadas ganas de hablar. Era la clase de día que se desea para los enemigos o, en algún caso para uno mismo, siempre que se sepa que se podrá permanecer bajo techo ante el calor de una chimenea. De todas formas, no era el día más indicado para viajar. Ben, montado sobre Jurisdicción, se preguntaba por qué las cosas habían salido así. A los pocos minutos de partir, la sensación de incomodidad era absoluta. Sus ropas impermeables impedían que el agua mojase su cuerpo, pero la humedad y el frío lo atravesaban todo. Los dedos de sus pies estaban helados dentro de las botas y los de las manos en los guantes. Los pensamientos agradables que pudiera tener se esfumaron con la misma rapidez con que los charcos y riachuelos pasaban bajo los cascos de su caballo.
Empezó a meditar sobre su vida.
Sí, claro, su vida le parecía bien. Le gustaba ser rey de Landover, gran señor de un reino de fantasía donde las criaturas míticas eran reales y la magia existía en realidad. Le gustaba el desafío de lo que hacía, la diversidad de sus exigencias, y el flujo y reflujo de los sentimientos que generaba. Le gustaban sus amigos, incluso en las peores circunstancias. Eran buenos y leales, que se estimaban entre sí y lo estimaban a él. Le gustaba el mundo en el que se encontraba y no deseaba cambiarlo por el mundo que había dejado ni en los tiempos más adversos.
Lo que le inquietaba era lo pequeño que se sentía respecto a lo que suponía que era: un rey.
Jurisdicción bufó, alzando la cabeza, y una lluvia de agua cayó sobre el rostro de Ben. Se limpió la cara y golpeó el flanco del caballo con la bota, en muestra de reproche, Jurisdicción lo ignoró, y siguió adelante sin alterar el paso, parpadeando para evitar que el agua le entrara en los ojos.
Ben suspiró. No se sentía como un rey ni nada parecido, se dijo con pesar, retomando sus meditaciones. Tenía la sensación de que interpretaba un papel, como si estuviera sustituyendo al verdadero rey, a alguien que había tenido que ausentarse inesperadamente pero que demostraría a su regreso ser mucho más capaz que él. No es que pusiera poco interés en hacer bien su trabajo; lo ponía todo. Ni que ignorara sus exigencias; las conocía. Era más una falta de control. Parecía pasar el tiempo dedicado a salir de situaciones que no deberían haberse producido. No tenía más que considerar en la que se encontraba en el presente. Abernathy enviado a Dios sabía dónde, al igual que su medallón, y los gnomos nognomos huyendo con la botella. ¿Qué clase de rey permitiría que tales cosas ocurrieran? Podía excusarse argumentando que aquellos sucesos estaban más allá de su control y, por tanto no eran de su responsabilidad, pero, ¿no era un poco ridículo tratar de disculparse recurriendo a un estornudo?
Suspiró de nuevo. Lo era, sin duda. Tenía que aceptar todas las responsabilidades; para eso estaban los reyes. Mas, al hacerlo se enfrentaba con la molesta sensación de incapacidad. Con la sensación de que las cosas se le escapaban de las manos y de que nunca podría retenerlas.
Sauce lo salvó de la humillación a que se estaba sometiendo al ponerse a su lado y dirigirle una sonrisa.
—Pareces muy solo —le dijo.
—Solo con mis pensamientos. —Le devolvió la sonrisa—. Estos días me deprimen.
¡—No debes permitirlo! —le aconsejó—. Tienes que dejar de lado lo desagradable y utilizar lo que sirve a tus propósitos y a tus necesidades. Piensa en lo agradable que será la salida del sol cuando cese la lluvia. Piensa en lo bueno que te parecerá el calor.
Él se echó un poco hacia atrás en su silla, estirándose.
—Ya lo sé. Pero me gustaría que ese sol y ese calor apareciesen pronto.
Ella apartó la vista un momento, luego volvió a mirarlo.
—¿Estás preocupado por los gnomos y la botella?
Él asintió.
—Por eso, por Abernathy, por el medallón y por un montón de cosas más. En especial porque no creo estar cumpliendo bien las funciones de rey. Creo que no estoy haciendo las cosas como debiera, Sauce. Tengo la impresión de ir saliendo del paso a duras penas, tratando de resolver problemas difíciles en los que no tenía que haberme metido.
—¿Pensabas que las cosas sucederían de otra forma?
La cara de ella estaba ensombrecida y distante bajo su capucha.
Él se encogió de hombros.
—No sé lo que pensaba. No, no es eso. Sabía que sería así; al menos lo supe en cuanto llegué. Ése no es el problema. El problema es que siguen ocurriendo cosas sobre las que no tengo ningún control. Si fuese un rey de verdad, un rey auténtico, eso no pasaría, ¿verdad? ¿No sería capaz de anticiparme y evitar que me ocurriesen algunas de esas cosas? ¿No lo haría mejor?
—Ben. —Pronunció su nombre en voz baja y durante un rato se quedó silenciosa, limitándose a cabalgar a su lado, mirando a lo lejos. Luego dijo—: ¿Cuánto tiempo crees que Questor Thews lleva intentando dominar la magia?
Él la contempló con fijeza.
—¿A qué viene eso?
—Viene a que tú has sido rey durante mucho menos tiempo que Questor mago. ¿Por qué esperas tanto de ti viendo lo difícil que aún le resulta a él? El dominio de lo que emprendemos en nuestras vidas no se alcanza con tanta facilidad. Nadie nace con ese dominio. Hay que adquirirlo. —Extendió la mano y le rozó la mejilla—. Además, ¿no se han producido nunca en tu vida anterior acontecimientos que no pudieras prever ni controlar y que han interferido en tus planes, e incluso frustrado? ¿Por qué iba a ser diferente ahora?
Ben se sintió de pronto como un cretino.
—Sí. Supongo que sí. Y no debería estar tan desanimado, lo sé. Pero me parece que no soy la clase que los demás piensan. Sólo soy… yo.
Ella sonrió de nuevo.
—Eso es lo que todos somos, Ben. Pero no es un impedimento para que se espere más de nosotros.
Él le devolvió, la sonrisa.
—La gente debería ser más considerada.
Siguieron cabalgando sin hablar y apartó de sí aquellos pensamientos, concentrándose en trazar un plan para recuperar la botella de Fillip y Sot. La mañana transcurría sin incidentes y, casi llegado a mediodía, Juanete reapareció, saliendo de la niebla.
—Ha encontrado a los gnomos, gran señor —informó Questor muy nervioso tras una breve charla con el rastreador—. ¡Parece que tienen problemas!
Espolearon sus caballos, que cambiaron a un rápido galope a través de la penumbra, la lluvia y el viento que azotaba sus caras mientras trataban de no perder de vista al escurridizo Juanete. Pasaron a una cordillera y por debajo de una catarata hasta llegar a una pequeña colina, cubierta de hierba. Juanete los detuvo en la base y señaló.
Allí, a medio camino de la cima, colgados cabeza abajo de un viejo nogal, estaban Fillip y Sot. Los gnomos nognomos eran balanceados por el viento como un par de extrañas vainas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ben.
Empujó hacia delante a Jurisdicción para que avanzara lenta y cautelosamente, y los otros le siguieron. Recorridos unos diez metros, desmontó y miró a su alrededor.
—Juanete dice que están solos —le informó Questor, sacando su cara de búho de la capucha de su impermeable—. La botella y el tenebroso no están.
—¡Magnífico gran señor! —lo llamó Fillip con voz débil.
—¡Poderoso gran señor! —añadió Sot.
Parecía como si ya no pudieran resistir más, y sus voces sonaban como un débil borboteo de lluvia y extenuación. Estaban empapados y manchados de fango, y ofrecían el espectáculo más patético que Ben había presenciado en toda su vida.
—Tendría que dejarlos aquí —murmuró para sí, recordando la botella desaparecida.
Fue como si lo hubieran oído.
—¡No nos dejéis, gran señor; no nos dejéis! —imploraron a la vez, gimiendo como cachorros abandonados.
Ben estaba enfadado. Sacudió la cabeza con impotencia, luego miró al kobold.
—Está bien, Juanete. Bájalos.
Éste fue hacia ellos, trepó por el nogal y cortó las cuerdas que mantenían colgados a los gnomos. Fillip y Sot cayeron de cabeza al fango. Se lo tienen merecido, pensó Ben sombríamente.
Sauce se apresuró a acercarse, los arrastró fuera del barro y el agua y cortó las ataduras que ligaban sus manos y sus pies. Luego les ayudó a sentarse, frotando sus muñecas y tobillos para restablecer la circulación. Los gnomos lloraban como niños pequeños.
—Lo sentimos mucho, magnífico gran señor —gimió Fillip.
—No queríamos hacer ningún daño, poderoso gran señor —gimió Sot.
—Fue la botella. Era tan bonita…
—Fue la criatura. Podía hacer cosas mágicas extraordinarias.
—Pero oyó que íbamos a devolverla.
—¡Nos hizo que la destapásemos en sueños!
—¡Después trajo a los trolls, gran señor!
—¡Usó luces mágicas para guiarlos!
—¡Y nos capturaron!
—¡Y nos ataron como perros!
—¡Y nos colgaron…!
—¡Y nos abandonaron…!
Ben alzó las manos.
—¡Bueno, basta! ¡No entiendo nada! Contadme lo que ha ocurrido y nada más; pero despacio, por favor. ¡Quiero saber dónde está la botella ahora!
Los gnomos nognomos se lo contaron todo. Estallaron en llantos de arrepentimiento un montón de veces; pero, al final, lo explicaron todo. Ben los escuchó con paciencia, desviando la mirada de vez en cuando hacia Questor y Sauce, preguntándose por centésima vez por qué esas cosas tenían que ocurrirle siempre a él.
Cuando los gnomos terminaron su relato y volvieron a deshacerse en lágrimas, Questor le dijo algo a Juanete, que se alejó unos momentos y luego volvió. Habló con el mago y éste se volvió hacia Ben.
—Al parecer los trolls partieron hace varias horas. Pero no está clara la dirección que tomaron. Sus huellas aparecen en direcciones diversas. —Questor se detuvo dudando—. El tenebroso sabe que lo estamos siguiendo y ha usado su magia para confundirnos.
Ben asintió. No le sorprendía. La ley de Murphy estaba actuando sin restricciones. Pidió a Sauce que hiciese lo que pudiera para que se recobraran los temblorosos gnomos, luego se levantó y se alejó hacia la penumbra para pensar.
¿Qué hacer?
Sintió un súbito resurgimiento de las inseguridades que lo habían llenado antes. ¡Maldita sea! ¡Así no iba a llegar a ninguna parte! ¡Mientras se dedicaba a recorrer el país en busca de la botella, ésta se alejaba más y más! Y mejor sería no acordarse de Abernathy y el medallón. Sólo Dios sabía qué les estaría ocurriendo en un mundo donde los animales no eran más que animales y los medallones mágicos eran considerados herramientas del demonio. ¿Cuánto tiempo podía transcurrir hasta que sufrieran alguna desgracia, algo de lo que se consideraría responsable durante toda su vida?
Aspiró el aire fresco para aclarar sus pensamientos y alzó la cara para dejar que la lluvia la enfriase. No tenía ningún sentido hacerse reproches. Era inútil quedarse allí deseando que las cosas fueran diferentes, deseando ser un rey más auténtico, o con más intuición sobre las cosas. Volvió a apartar las inseguridades y dudas a los rincones de donde habían salido. Debes decidir lo que vas a hacer, y hacerlo, se dijo.
—Gran señor —le dijo Questor con ansiedad en algún lugar detrás de él.
—Un minuto —le contestó.
Ahora estaba seguro de que trataba los asuntos de forma equivocada, de que había invertido las prioridades. Era más importante recuperar a Abernathy y al medallón que la botella robada. Se necesitaba tiempo para seguir el rastro del demonio y obligarlo a entrar de nuevo en la botella, y Abernathy no podía esperar tanto. Además, iba a hacer falta mucha suerte o la intervención de la magia para dominar al tenebroso, y Ben no confiaba en la primera. Necesitaba recuperar el medallón.
Por tanto, el problema era: ¿cómo hacer que volviesen Abernathy y el medallón sin tener la botella para realizar el cambio?
—Questor —gritó de repente, volviéndose hacia el nogal, donde los demás estaban agrupados. Vio que Sauce había conseguido que Fillip y Sot se pusieran de pie y dejasen de llorar. Hablaba con ellos en voz baja y tranquila. Desvió su mirada hacia él al oír el grito.
Questor Thews se le acercó enseguida, con su alta figura encorvada para proteger del viento y del agua de lluvia que goteaba por su nariz ganchuda.
—¿Gran señor?
Ben lo miró con ojo crítico.
—¿Sería capaz de enviarme con su magia en busca de Abernathy? ¿Podría emplear alguna magia semejante a la que usó con él para enviarme donde esté ahora? ¿O necesitamos el medallón? ¿Es el medallón la única manera?
—Gran señor…
—¿Es necesario el medallón, Questor? ¿Sí o no?
Questor negó con la cabeza.
—No. Con Abernathy era necesario el medallón para que la magia actuara tanto sobre el animal como sobre el hombre. Esa era la parte difícil del encantamiento. Enviar a alguien es relativamente fácil.
Ben hizo una mueca.
—Por favor, no diga eso. Siempre tiemblo cuando le oigo decir que algo relacionado con la magia es fácil. Limítese a informarme de si me puede enviar al lugar donde está Abernathy, ¿de acuerdo? ¿Puede hacerlo? Nada de estornudos ni de errores, enviarme entero allí donde se encuentre.
El mago vaciló un momento antes de contestar.
—Gran señor, no creo que sea una buena…
—Ahórrese los sermones, Questor —le interrumpió Ben al instante—. No quiero discutir. Sólo quiero una respuesta.
Questor se tiró la barba mojada, se rascó una oreja y suspiró.
—La respuesta es sí, gran señor.
—Bueno. Eso es lo que quería saber.
—Pero…
—¿Pero?
—Pero sólo puedo enviaros allí. No puedo hacer que regreséis. —Questor encogió los hombros en muestra de impotencia—. Eso es todo lo que sé hacer. En caso de que mis conocimientos fuesen mayores, podría traer a Abernathy y al medallón sin ayuda ¿no creéis?
Era verdad, pensó Ben, deprimido. Bueno, daba lo mismo correr riesgos en este mundo que en cualquier otro.
—Gran señor, de verdad quisiera que pensaseis…
Ben levantó un dedo y emitió un siseo pidiéndole silencio.
—Déjeme un momento para reflexionar, Questor. Por favor.
Dejó que su vista se perdiera en la lejanía. Si aceptaba no podría volver a menos que recuperase el medallón. Tendría que quedarse en su mundo, pasara lo que pasase, hasta que consiguiese hallarlo. Eso presuponiendo que Questor lograra emplear la magia correcta y enviarlo al lugar y el tiempo donde debía ir, y no a cualquier otro lugar y cualquier otra época.
Se volvió a mirar al mago, estudiando su rostro de búho. Questor Thews. Un mago aficionado. Tendría que dejarlo a cargo de los asuntos de Landover. Esta era una perspectiva bastante pavorosa. En una ocasión anterior, había dejado esas responsabilidades a Questor, cuando se vio forzado a regresar a su mundo, pero sólo durante tres días. Esta vez era probable que estuviese ausente mucho más tiempo. Quizás para siempre.
Por otra parte, ¿a quién más podía confiar las tareas del trono? Ni a Kallendbor, ni a ningún otro señor del Prado. Ni al Amo del Río, ni a las criaturas fantásticas de la región de los lagos. Ni por supuesto, a Belladona, la bruja de la Caída Profunda. ¿A Sauce, quizás? Lo consideró unos instantes y, al final, sacó la conclusión de que delegaría en Questor. Además, sería un duro golpe para la confianza de Questor en sí mismo que dejara a otro regente en su ausencia. Se suponía que el mago de la corte era la figura más poderosa, exceptuando al rey en la estructura monárquica.
Se suponía. Esa era la palabra exacta, pensó Ben irónico. En realidad, el asunto podía ser muy distinto.
Pero Questor Thews había sido su amigo cuando no tenía ningún otro. Lo había apoyado cuando a todos les parecía una estupidez apoyarlo. Questor había hecho todo lo que le había pedido y más aún. Quizás era el momento de recompensar su lealtad con un poco de confianza.
Apoyó sus manos en los estrechos hombros y los apretó con firmeza.
—He tomado una decisión —dijo con voz serena—. Quiero que lo haga, Questor. Quiero que me envíe allí.
Mantuvo la mirada fija en el otro, esperando una respuesta. Questor Thews vaciló unos momentos, después asintió.
—Sí, gran señor. Si lo deseáis.
Ben caminó con él hasta donde estaban los otros y se reunió con ellos. Fillip y Sot recomenzaron a sollozar, pero se calmaron rápidamente cuando les aseguró que todo estaba olvidado. Juanete y Chirivía se acuclillaron junto al tronco del viejo nogal, con sus cuerpos abrillantados por la lluvia. Sauce se quedó de pie, un poco separada, con expresión de inquietud. Había visto algo que no le gustaba en los ojos de Ben.
—He pedido a Questor que utilice la magia para enviarme en busca de Abernathy —anunció Ben, sin preámbulos—. Él ha accedido a hacerlo. —Evitó que sus ojos se encontraran con los de Sauce—. Tengo que hacer todo lo que pueda para ayudarle y para recuperar el medallón. Cuando lo haya conseguido, volveré.
—¡Oh, magnífico gran señor! —exclamó Fillip, desconsolado.
—¡Poderoso gran señor! —sollozó Sot.
—¡Cuánto lo sentimos, gran señor!
—¡Sí, cuánto!
Ben les dio unas palmadas en la cabeza.
Questor asumirá los deberes del trono en mi ausencia. Quiero que hagáis todo lo posible para facilitárselo. —Hizo una pausa y miró directamente al mago de la corte—. Questor, quiero que siga buscando el modo de conseguir que el tenebroso vuelva a la botella. Ese monstruo es demasiado peligroso para que ande libre por ahí. Intente pedir su ayuda a Kallendbor o al Amo del Río. Pero sea cauto.
Questor asintió sin palabras. Los otros continuaron observándole y esperando.
—Creo que no tengo nada más que decir —terminó.
Sauce se acercó a él, con una inequívoca determinación en su cara.
—Yo voy contigo, Ben.
—Oh, no —dijo Ben, negando a la vez con la cabeza—. Sería demasiado peligroso. Podría quedarme atrapado allí, Sauce. Podría no volver nunca. Si vinieses conmigo, también te quedarías atrapada.
—Por eso tengo que ir contigo, Ben. No puedo arriesgarme a perderte para siempre. Lo que a ti te ocurra, me ocurrirá también a mí. Somos una sola persona, Ben. Fue profetizado por el entrelazado de las flores de los jardines donde fui concebida. Incluso la Madre Tierra lo sabe. —Le cogió la mano—. ¿Recuerdas sus instrucciones? ¿Recuerdas lo que te dijo?
Esperó hasta que él asintió con la cabeza. Ben había olvidado a la Madre Tierra, aquel espíritu elemental que les había ayudado en la búsqueda del unicornio negro. La mano de Sauce se tensó de repente.
—Tienes que ser mi protector; eso es lo que dijo —continuó—. Pero yo también debo ser tu protectora. Si no lo fuese, mi amor por ti no tendría sentido. No podrás disuadirme con ningún argumento. Voy a acompañarte.
Él la miró con fijeza, tan enamorado de ella en aquel instante que casi no podía creerlo. Sauce formaba parte de él. Había ocurrido sin que apenas se diese cuenta, un fortalecimiento gradual de los lazos, un acercamiento de los sentimientos y las emociones, una unión de sus vidas. Reconoció la verdad y se maravilló de su existencia.
—Sauce, yo…
—No, Ben. —Ella le puso un dedo sobre los labios y su rostro bellísimo se alzó para besarlo—. Está decidido.
Ben le devolvió el beso y la abrazó. Supuso que era inútil discutir.
Tomó la decisión de que partirían de inmediato.
Hizo que Questor les proporcionara, mediante la magia, un chándal y unas Nike para cada uno, dándole a Sauce una cinta elástica para que se recogiese la melena y unas gafas de sol para que escondiera sus sorprendentes ojos. Para la tonalidad verde de su piel no tenía ningún remedio, ni quería arriesgarse a que Questor intentara algo con su magia. Ya encontraría respuestas si le hacían preguntas. Pidió al mago que hiciera aparecer algún dinero en billetes para cualquier necesidad que se les presentara mientras buscaban a Abernathy. Tenía la esperanza de que eso no ocurriera. Tenía la esperanza de encontrar al amanuense y al medallón en cuanto llegara. Pero también dudaba de ser tan afortunado. Hasta el momento, no había tenido mucha suerte tratando deshacer el enredo.
Questor hizo un buen trabajo al proporcionarles los chándals y zapatillas deportivas, logrando incluso la talla adecuada. También logró un resultado óptimo con el dinero, que parecía auténtico. Ben pensó que era una suerte que se le hubiera ocurrido mostrarle al mago algunos billetes poco después de su llegada a Landover. Echó una ojeada al dinero y se lo guardó en el bolsillo.
—Ah, Questor, será mejor que haga algún encantamiento para que Sauce hable mi idioma cuando lleguemos allí —añadió.
Sauce se adelantó para colocarse ante él y le rodeó la cintura con sus brazos. Él quiso preguntarle una vez más si estaba segura de querer acompañarlo, pero no lo hizo. Tal pregunta ya sería inútil.
—Preparados, Questor —anunció.
Miró con incertidumbre a la penumbra y la humedad que los rodeaba, una bruma gris y neblinosa. Extendió la vista a las praderas, las colinas y los bosques, situados más allá de la caída de agua, y deseó poder ver todo aquello bajo la luz más intensa de un día soleado que avivara sus colores. Quería recordarlo todo. Tenía miedo de no volverlo a ver.
Questor Thews hizo que los demás se colocaran detrás de él, contra el tronco del nogal. Los kobolds sonreían con sus muecas feroces. Los gnomos gimoteaban como si estuviesen a punto de ser colgados de nuevo. Questor se subió las mangas de la túnica y levantó las manos.
—Tenga cuidado —dijo Ben con voz serena, apretando sus brazos contra Sauce.
El mago asintió.
—Buena suerte, gran señor.
Comenzó el encantamiento. Las palabras mágicas salían en un chorro continuo de retórica incomprensible. Luego llegaron los ademanes, el polvo plateado y la luz. La lluvia y la penumbra se disolvieron, junto con los kobolds y los gnomos. Después, también Questor Thews se disolvió. Ben y Sauce se quedaron solos, abrazados.
—Te quiero, Ben —oyó decir a la sílfide.
Entonces todo desapareció en un destello de luz, y cerraron sus ojos con fuerza para protegerse del resplandor.
Durante un tiempo flotaron a la deriva, arrastrados larga y lentamente sin dirección ni objetivo. Era algo semejante a lo que se experimenta al despertar poco a poco de un sueño profundo. Después, la luz perdió intensidad, el movimiento cesó y el mundo que los rodeaba comenzó a tomar forma.
Se encontraban en un cruce de calles de una ciudad, con el aire lleno de ruidos de coches y gente. Sauce se agarró a Ben, escondiendo la cara en su hombro, asustada. Ben miró a su alrededor, también sobresaltado por el repentino torrente de sonido.
¡Cielo santo, qué calor! ¡Parecía pleno verano en lugar de otoño! Pero no podía ser…
—¡Por todos los santos! —exclamó.
Sabía exactamente dónde estaba. Lo hubiera sabido en cualquier circunstancia.
Estaba justo en el centro de Las Vegas.