GRAUM WYTHE

Abernathy se despertó con sobresalto. No se despertó en el verdadero sentido de la palabra, puesto que en realidad no se había dormido, aunque lo deseó mientras mantenía los párpados apretados y aparentaba la respiración como un nadador bajo el agua. No obstante, fue algo semejante porque estaba sumergido en una luz intensa que podía captar su brillantez incluso con los ojos cerrados y de repente se apagó.

Tras un breve parpadeo miró a su alrededor. Una pantalla de sombras y penumbra lo cubría todo. Esperó un momento a que su visión se adaptase. Frente a él, había una reja. Parpadeó de nuevo. ¡Había barrotes a todo su alrededor! ¡Cielos, estaba en una jaula!

Trató de ponerse de pie pero la jaula no le permitió abandonar la posición de sentado en la que se encontraba. Su cabeza rozaba el techo. Intentó estirar un brazo, lo que fue bastante difícil, para tocar el techo, luego los barrotes… Un momento, ¿qué era aquello? Volvió a tocar los barrotes. Estaban incrustados en una especie de vidrio… y no eran barrotes, sino una rejilla muy complicada y ornamentada. ¡Y la jaula no era cuadrada, sino hexagonal!

¿Dónde se había visto una jaula hexagonal?

Bajó los ojos. Un par de jarrones de apariencia delicada se hallaban embutidos entre sus piernas y el vidrio, amenazando con saltar en pedazos a su próximo movimiento.

A pesar de ello, se movió; más que nada por curiosidad.

No estaba en una jaula. ¡Estaba en algo parecido a una vitrina!

Durante un momento se halló tan asombrado que fue incapaz de pensar en qué hacer. Contempló las sombras que se extendían más allá de la vitrina. Había una gran sala de piedra y madera llena de armarios y estanterías, vitrinas y pedestales, donde se exhibían diversos artefactos y objetos de arte. La luz era tan escasa que apenas logró distinguir ninguno de aquellos objetos. Varias ventanas pequeñas, situadas en la parte alta de los muros permitían la entrada de la poca luz que había. Las paredes estaban decoradas con tapices y el suelo enlosado y cubierto con recuadros de lo que parecían ser alfombras tejidas a mano.

Abernathy frunció el entrecejo. ¿Dónde demonios estaba? ¡Ese maldito Questor Thews! Quizás aún se encontraba en Plata Fina, encerrado en alguna habitación medio olvidada, sólo que… Dejó que el pensamiento se alejara sin concluir. Sólo que no tenía esa impresión. Su gesto ceñudo se acentuó. ¡Ese atolondrado mago! ¿Qué le había hecho?

En un extremo de la sala se abrió suavemente una puerta y volvió a cerrarse con la misma suavidad. Alguien había entrado, pero no pudo ver quién. Contuvo la respiración y escuchó. Quienquiera que fuese no debía saber que él estaba allí. Ahora vagaba sin rumbo fijo alrededor de la habitación, moviéndose muy lentamente, deteniéndose de vez en cuando, mirando las cosas de su alrededor. Un visitante interesado en el arte, concluyó Abernathy. Los pasos se acercaban por la izquierda. Su vitrina se encontraba bastante alejada de la pared, y él no podía ver detrás sin girar la cabeza y los hombros. Si lo hacia, quizás rompiera algún objeto de la vitrina. Suspiró. Bueno, se arriesgaría. Después de todo, no iba a quedarse sentado allí para siempre.

Los pasos sonaron detrás, se detuvieron y lo rodearon. Él bajó la vista. Una muchacha miraba hacia arriba. Era muy joven, pensó, con no más de doce años. Su cuerpo menudo, la cara redonda y el cabello corto con rizos dorados. Tenía los ojos azules y la nariz salpicada de pecas. Al parecer, estaba tratando de descubrir qué era. Abernathy contuvo el aliento y esperó que perdiese interés y se alejara, pero no lo hacía. Intentó no moverse en absoluto. Entonces, a pesar de sus esfuerzos, parpadeó, y ella retrocedió sorprendida.

—¡Estás vivo! —exclamó—. ¡Eres un perrito de verdad!

Abernathy suspiró. Aquello no era lo que había previsto, aquello era tan inesperado como el resto de los sucesos del día.

La niña se estaba acercando de nuevo, con los ojos muy abiertos.

—¡Pobrecito! Encerrado en esa vitrina sin comida ni agua ni nada. ¡Pobre perrito! ¿Quién te ha hecho esto?

—Un idiota que se cree mago —contestó Abernathy.

Ahora los ojos de la niña estaban desorbitados.

—¡Puedes hablar! —susurró con evidente regocijo—. ¡Perrito, puedes hablar!

Abernathy frunció el entrecejo.

—¿Te importaría no llamarme «perrito»?

—¡No! Es decir, no me importaría. —Se aproximó un poco más—. ¿Cómo te llamas, perrito? Ay, perdón. ¿Cómo te llamas?

—Abernathy.

—Yo, Elisabeth. Ni Beth, ni Lizzy, ni Liz, ni Libby, ni Liza, ni Betty, ni ninguna otra cosa, exactamente Elisabeth. Odio esos diminutivos ridículos. Los padres nos dan esos nombres sin preguntarnos nuestra opinión, y luego tenemos que cargar con ellos toda la vida. No son nombres verdaderos, son nombres a medias. Elisabeth es un nombre verdadero. Así se llamaba mi tía abuela. —Hizo una pausa—. ¿Cómo aprendiste a hablar?

Abernathy arrugó el entrecejo una vez más.

—Aprendí como tú, supongo, en el colegio.

—¿Sí? ¿Enseñan a hablar a los perros en el lugar de donde tú eres?

La paciencia de Abernathy empezaba a agotarse.

—Desde luego que no. Antes no era un perro, era un hombre.

Elisabeth se quedó fascinada.

—¿De verdad? —Dudó un momento, pensando—. Ya lo entiendo, el mago te transformó, ¿no? Como La bella y la bestia. ¿Conoces esa historia? Era un príncipe muy guapo que fue convertido en un horrible animal por un encantamiento malvado y no podía volver a ser como antes hasta que alguien lo amara de verdad. —Se interrumpió—. ¿Eso es lo que te ocurrió a ti, Abernathy?

—Bueno…

—¿Fue un mago malvado?

—Pues…

—¿Por qué te convirtió en perro? ¿Qué clase de perro eres, Abernathy?

Abernathy sacó la lengua. Estaba muerto de sed.

—¿Crees que podrías abrir la puerta de la vitrina y dejarme salir? —preguntó.

Elisabeth se precipitó hacia la vitrina balanceando los rizos.

—Claro que sí. —Entonces se detuvo—. Está cerrada. Las vitrinas siempre están cerradas. Michel las tiene cerradas para proteger las cosas. —Hizo una pausa—. Oh, oh. ¿Qué le ha ocurrido a la botella que había ahí? ¡Había una botella blanca con unos payasos pintados y ya no está! ¿Que le ha ocurrido? ¿Estás sentado encima de ella, Abernathy? ¡Michel se pondrá furioso! ¿Es posible que esté debajo de ti?

Los ojos de Abernathy giraron en sus órbitas.

—No tengo ni idea, Elisabeth. No puedo ver si hay algo debajo porque no puedo moverme para mirar. ¡Es probable que nunca logre ver lo que hay debajo de mí si no consigo salir de aquí!

—Ya te he dicho que la puerta está cerrada —repitió Elisabeth en tono solemne—. Pero es posible que consiga una llave. Mi padre es el mayordomo de Graum Wythe. Él guarda todas las llaves. Ahora ha salido, pero puedo buscarla en su habitación. ¡Volveré enseguida! —Se dirigió hacia la puerta—. No te preocupes, Abernathy. ¡Espérame!

Entonces se escabulló por la puerta como un gato. Abernathy se quedó inmóvil en el silencio y pensó: ¿De qué botella hablaba Elisabeth? ¿Quién era Michel? ¿Dónde estaba Graum Wythe? Había conocido a un Michel. Y a un Graum Wythe. Pero, desde entonces, había transcurrido mucho tiempo y aquel Michel y aquel Graum Wythe era mejor olvidarlos.

Sintió un escalofrío en la columna vertebral como si los recuerdos se materializaran. No, no era posible, se dijo. Debía de tratarse de una simple coincidencia. O quizás no había oído bien, confundiendo lo que ella había dicho.

Los minutos transcurrieron muy lentamente pero, al final, la niña volvió. Entró sin hacer ruido y atravesó la sala hasta la vitrina. Metió una llave larga de hierro en la cerradura y la hizo girar. La puerta de vidrio con el enrejado de hierro se abrió, y Abernathy quedó en libertad. Bajó de allí con cuidado.

—Gracias, Elisabeth —dijo.

—De nada, Abernathy —contestó ella.

Puso bien los jarrones tumbados y buscó la botella desaparecida, hasta que al fin se rindió.

—La botella estaba aquí —afirmó después.

Abernathy se estiró y sacudió sus ropas.

—Te doy mi palabra de que no sé dónde está —dijo.

—Oh, yo te creo —le aseguró ella—. Pero Michel quizás no te crea. No es muy comprensivo con estas cosas. No suele dejar que la gente entre en esta habitación si él no la invita y, en ese caso, han de hacerlo en su presencia. Yo puedo entrar sola porque mi padre es el mayordomo. Me gusta venir a ver estas cosas tan bonitas. ¿Sabes? Hay un cuadro en aquella pared donde la gente se mueve. Y una caja de música que toca lo que le pides. No sé lo que había en la botella, pero era algo muy especial. Michel nunca dejaba que nadie se acercase a ella.

¿Un cuadro con gente que se movía y una caja de música que tocaba lo que le pedía? Magia, pensó Abernathy al instante.

—Elisabeth, ¿dónde estoy? —preguntó.

La niña lo miró con curiosidad.

—En Graum Wythe, por supuesto. ¿No te lo he dicho antes?

—Sí, pero… ¿dónde está Graum Wythe?

Los ojos azules parpadearon.

—En Woodinville.

—¿Y dónde está Woodinville?

—Al norte de Seattle. En el estado de Washington. En los Estados Unidos de América. —Elisabeth vio cómo aumentaba la confusión en el rostro de Abernathy—. ¿No te dicen nada esos nombres? ¿No conoces esos sitios?

Abernathy negó con la cabeza.

—Me temo que esos sitios no están en mi mundo. No sé donde… —De repente se interrumpió, y había alarma en su voz cuando dijo—: Elisabeth, ¿has oído hablar de un lugar que se llama Chicago?

—Claro. Chicago está en Illinois. Pero eso está lejos de aquí. ¿Eres de Chicago? —dijo la niña sonriendo.

Abernathy se hallaba desbordado.

—No, yo no, el gran señor es… o al menos lo era. ¡Esto es una pesadilla! ¡Ya no estoy en Landover! ¡He sido enviado al mundo del gran señor! ¡Ese mago idiota! —Entonces se interrumpió horrorizado—. ¡Oh, cielos, tengo el medallón! ¡El medallón del gran señor!

Palpó con torpeza la cadena y la medalla que colgaban de su cuello.

—¡Abernathy, no pasa nada, no te asustes por favor! Yo me encargaré de ti, de verdad, te cuidaré —le dijo Elisabeth, acariciándolo cariñosamente.

—¡Elisabeth, no lo entiendes! ¡El medallón es el talismán del gran señor! ¡No puede protegerle mientras lo tenga yo en este mundo! ¡Es preciso que lo posea él en Landover! ¡Este ya no es su mun…! —Otra vez se interrumpió, con un terror renovado en sus ojos—. Oh, pero… ¡Su mundo! ¡Este es su mundo, su antiguo mundo! ¡Elisabeth! Dijiste que este lugar se llama Graum Wythe y su dueño Michel. ¿Cuál es el nombre completo de ese Michel? ¡Deprisa, dímelo!

—¡Cálmate, Abernathy! —Elisabeth seguía tratándolo como a un perrito—. Se llama Michel Ard Rhi.

—Abernathy parecía a punto de sufrir un ataque al corazón.

—¡Michel Ard Rhi! —Murmuró el nombre como si pronunciarlo en voz alta fuese a desencadenar el infarto que lo amenazaba. Aspiró profundamente para calmarse—. ¡Elisabeth tienes que esconderme!

—¿Pero qué pasa, Abernathy?

—Es muy sencillo, Elisabeth. Michel Ard Rhi es mi peor enemigo.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué sois enemigos? —Elisabeth estaba llena de preguntas, y sus ojos azules iban de acá para allá—. ¿Es amigo del mago que te convirtió en perro? ¿Es un mal…?

—¡Elisabeth! —Abernathy intentó evitar que la desesperación se notara en su voz—. ¡Te lo contaré todo, te lo prometo, cuando me hayas escondido! ¡No me puede encontrar aquí, con el medallón, con…!

—De acuerdo, de acuerdo —lo tranquilizó la niña—. Dije que te cuidaría y lo haré. Siempre cumplo mis promesas. —Se quedó pensativa—. Puedo esconderte en mi habitación. Allí no te encontrará nadie porque nadie entra excepto mi papá, y él no regresará hasta dentro de unos días. —Hizo una pausa—. Pero primero tenemos que encontrar el modo de llegar allí. Eso no será fácil, ¿sabes?, porque siempre hay alguien en los pasillos. Déjame pensar…

Lo examinó con atención durante un momento, mientras Abernathy deseaba hacerse invisible, hasta que dio una palmada.

—¡Ya lo tengo! —dijo sonriente—. ¡Te disfrazaré!

Era lo más humillante que había sucedido en la vida de Abernathy, pero lo hizo porque Elisabeth le aseguró que era necesario. Confiaba en ella instintivamente, como se confía en un niño, y no dudó ni un instante de que intentaba ayudarle. Estaba desesperado por salir de allí y esconderse. La peor de las cosas que le podía suceder era encontrarse de nuevo con Michel Ard Rhi.

Por tanto, dejó que la niña le pusiera un collar y una correa improvisados, se puso a cuatro patas aún vestido con la túnica de seda con cierres dorados y salió de la habitación como un perro auténtico. Era incómodo, vergonzoso y humillante. Se sentía como un imbécil, pero a pesar de ello lo hizo. Incluso accedió a ir olfateando el suelo y a mover la cola.

—Pase lo que pase, no hables —le aconsejó Elisabeth cuando salieron al corredor.

Éste era tan sombrío y cerrado como la habitación llena de objetos de arte, y Abernathy sintió el frío de la piedra en sus pies y manos.

—Si alguien nos ve, le diré que eres mi perro y que estamos jugando a los disfraces. No creo que lo duden cuando vean esa ropa que llevas.

Encantadora, pensó Abernathy con irritación. ¿Y qué tiene de malo mi ropa? Pero no dijo nada.

Atravesaron una larga serie de corredores, todos escasamente iluminados por diminutas ventanas y lámparas, todas de piedra y madera. Abernathy ya había visto suficiente de Graum Wythe para comprender que era un castillo parecido a Plata Fina. Eso le sugirió que quizás Michel Ard Rhi había hecho realidad sus fantasías infantiles, y al mismo tiempo le hizo sentirse curioso por saber algo más. Pero en ese momento prefería no pensar en Michel; casi temía que el pensamiento pudiera hacer que apareciera, de modo que se esforzó por apartarlo de su mente.

Habían recorrido una distancia considerable sin haber encontrado a nadie cuando, al doblar una esquina se toparon cara a cara con un par de hombres uniformados de negro. Elisabeth se detuvo. Abernathy se colocó inmediatamente tras sus piernas, que resultaron ser demasiado delgadas para ocultarlo. Olfateó el suelo como es debido y trató de parecer un verdadero perro.

—Buenas tardes, Elisabeth —saludaron los hombres.

—Buenas tardes —contestó.

—¿Es tuyo ese perro? —le preguntó uno, y ella asintió—. Disfrazado, ¿eh? Pues parece que no le gusta mucho.

—Seguro que le fastidia ir vestido así —añadió el otro.

—¿Qué lleva sobre la nariz? ¿Gafas? ¿Dónde las encontraste, Elisabeth?

—Un poco extravagantes para un perro —observó el otro. Fue a tocarlo y Abernathy le gruñó, casi sin darse cuenta. El hombre apartó la mano enseguida—. No es muy simpático, ¿verdad?

—Está asustado —explicó Elisabeth—. Todavía no os conoce.

—Claro, ya lo entiendo. —El hombre reemprendió su camino—. Vamos, Bert.

El otro se quedó un momento más.

—¿Sabe tu padre que tienes este perro, Elisabeth? —preguntó—. Creía que no te dejaba tener animales.

—Ah, bueno, es que ha cambiado de opinión —contestó. Abernathy salió detrás de ella, atirantando la correa—. Tengo que irme, adiós.

—Adiós, Elisabeth —dijo el hombre. Empezó a alejarse y luego se volvió—. Oye, ¿qué clase de perro es?

—No sé —gritó Elisabeth—. Un chucho.

Abernathy tuvo que contenerse para no morderle.

—No soy ningún chucho —le dijo cuando pudieron hablar sin peligro—. Soy un terrier triguero de pelo liso. Es probable que mis antepasados sean más distinguidos que los tuyos.

Elisabeth enrojeció.

—Perdona, Abernathy —se disculpó con voz suave y mirada baja.

—Bueno, no importa —la consoló, tratando de superar su enojo—. Sólo quería que supieses que, a pesar de mi situación, tengo un pedigrí.

Entraron en la habitación de la niña y se sentaron en la cama, a salvo por el momento. El dormitorio era soleado y luminoso en comparación con lo que había visto del resto del castillo, con las paredes en parte recubiertas de madera y en parte empapeladas. Había alfombras en el suelo y los muebles eran delicados y femeninos, con animales de peluche y muñecas por todas partes. Junto a un pequeño escritorio, se hallaba una estantería llena de libros y en las paredes colgaban cuadros de ositos y de pájaros. El lado interior de la puerta estaba forrado con un póster de alguien llamado Bon Jovi.

—Cuéntame algo de ti y de Michel —pidió Elisabeth, alzando los ojos.

Abernathy adoptó una postura erguida.

—Michel Ard Rhi tiene la culpa de que yo sea un perro; al menos, parte —dijo, y se quedó pensativo—. Elisabeth, de verdad no sé si debería contarte esto.

—¿Por qué, Abernathy?

—Pues…, porque te va a costar bastante creerlo.

Elisabeth asintió.

—¿Como lo que me dijiste del mago que te convirtió en perro? ¿Como eso de que eres de otro mundo? —Sacudió la cabeza y adoptó una actitud solemne—. Yo puedo creer cosas como esas, Abernathy. Puedo creer que existen cosas de las que la mayoría de la gente no sabe nada. Como la magia. Como que los lugares inventados en realidad no son inventados. Mi padre siempre me dice que hay un montón de cosas que la gente no cree porque no las entienden. —Se detuvo—. Esto no se lo he contado a nadie, excepto a Nita, que es mi mejor amiga, pero yo creo que hay otra gente viviendo en otros mundos. De verdad.

Abernathy la contempló con un nuevo respeto.

—Da la casualidad de que tienes razón —dijo al fin—. Este no es mi mundo, Elisabeth, y tampoco el mundo de Michel Ard Rhi. Los dos pertenecemos a un mundo que se llama Landover, un mundo no muy grande, pero si muy lejano. Es una encrucijada para muchos mundos además del tuyo, y todos se dirigen a las nieblas donde viven las hadas, los seres fantásticos. Las nieblas son la fuente de toda la magia. Las hadas viven sólo de ella, los otros mundos y gentes no; al menos, no en gran parte.

Se interrumpió, pensando cómo proseguir. Elisabeth lo observaba con asombro, aunque sin incredulidad. Él alzó la mano y se empujó hacia arriba las gafas, que se habían resbalado.

—Lo que me ocurrió fue hace más de veinte años. Entonces el padre de Michel era el rey de Landover. Transcurría su último año. Yo era el amanuense de la corte. Michel tendría aproximadamente tu edad pero, aparte de eso, no se parecía en nada a ti.

—¿Era malo? —quiso saber Elisabeth.

—Sí.

—Ahora tampoco es muy bueno.

—Entonces no habrá cambiado mucho desde que tenía tu edad. —Abernathy suspiró. Los recuerdos afluían a su mente, imágenes dolorosas que aparecían y se negaban a marchar—. Yo jugaba con Michel. Su padre me lo pidió y yo lo hacía. Pero no era un niño muy agradable, sobre todo desde que Meeks lo tomó bajo su tutela. Meeks era el antiguo mago de la corte, un hombre muy malo. Se hizo amigo de Michel y le enseñó un poco de magia. A Michel le gustaba mucho. Se imaginaba que podía hacer lo que quería. Cuando yo jugaba con él, siempre se imaginaba que tenía un castillo llamado Graum Wythe, una fortaleza que podía resistir el acoso de cientos de ejércitos enemigos y una docena de magos. Le gustaba la idea de poseer tanto poder. —Abernathy movió la cabeza de un lado a otro—. Jugaba a esto y a lo otro, y yo con él. A mí no me correspondía hacer preguntas sobre lo que le estaba ocurriendo al muchacho, ni expresar lo que yo pensaba. El rey no parecía verlo con tanta claridad como yo… —Se encogió de hombros—. Me temo que Michel ya era un pequeño monstruo.

—¿Era malintencionado contigo? —preguntó Elisabeth.

—Sí, pero peor era con los demás. Yo estaba un poco protegido por ser el amanuense de la corte. Los otros no tenían tanta suerte. Y Michel era realmente cruel con los animales. Parecía disfrutar torturándolos. Sobre todo a los gatos. Por alguna razón los odiaba. Siempre que encontraba algún gato extraviado lo arrojaba desde las murallas del castillo.

—¡Eso es horrible! —exclamó Elisabeth.

Abernathy asintió.

—Ya se lo decía. Un día lo sorprendí haciendo algo tan horrible que ni siquiera ahora me atrevo a explicar. En cualquier caso, eso acabó con mi paciencia. Cogí al niño, lo puse sobre mis rodillas y le pegué con una fusta hasta que aulló. No pensé en lo que hacía, lo hice. Cuando terminé, se fue corriendo a su habitación, llorando, furioso contra mí.

—Se lo merecía —opinó Elisabeth, aún sin saber qué había hecho.

—De todas formas, fue un lamentable error por mi parte —continuó Abernathy—. Tendría que haberlo dejado y contárselo al rey a su regreso. Éste se había ido, ¿sabes?, y Michel quedado al cuidado de Meeks. Entonces acudió a Meeks y le pidió que me castigara. Quería que me cortasen la mano. Meeks, me enteré más tarde, se rió ante la proposición y aceptó. Él tampoco me tenía demasiada simpatía. Creía que yo influía en el rey en contra de él. De modo que Michel ordenó a los guardias que me buscasen. Nadie podía protegerme. Meeks actuaba como regente en ausencia del Rey. Si me hubieran encontrado me habrían cortado la mano. Estoy seguro.

—Pero no te encontraron —dijo Elisabeth, ansiosa de que prosiguiera la historia.

—No. Questor Thews me encontró antes. Questor era el hermanastro de Meeks, otro mago, aunque de menor talento. Estaba de visita, con la esperanza de que el rey pudiera encontrarle algún puesto. Questor y yo éramos amigos. A él tampoco le gustaba mucho su hermanastro y Michel. Cuando se enteró de lo que había ocurrido me avisó. No había tiempo de escapar del castillo ni un lugar donde esconderme. Michel los conocía todos. Por eso dejé que Questor me convirtiese en perro, para que no me encontraran. Y afortunadamente fue así, pero después Questor no supo devolverme mi aspecto anterior.

—Entonces no fue un mago malo el que te transformó —dijo Elisabeth.

Abernathy negó con la cabeza.

—No, Elisabeth, sólo un aprendiz de mago. Elisabeth asintió con seriedad, y su pecosa cara adquirió una expresión pensativa.

—¿Y desde entonces has sido un perro? Perdón. ¿Un… terrier de trigo de pelo liso?

—Terrier triguero de pelo liso. Sí. Excepto los dedos, la voz y el cerebro, que siguen siendo los mismos de cuando era un hombre.

Elisabeth esbozó una triste sonrisa infantil.

—Ojalá pudiera ayudarte, Abernathy. Ayudarte a que volvieras a ser un hombre.

Abernathy suspiró.

—Ya lo ha intentado alguien. Por eso terminé aquí, embutido en esa vitrina. Otra vez Questor Thews. Sigue siendo tan inepto como lo era hace treinta años. Creyó que al final había logrado encontrar un modo de transformarme. Por desgracia, la magia volvió a fallarle, y aquí me tienes, atrapado en el castillo de mi peor enemigo.

Se quedaron en silencio durante un rato, contemplándose uno a otro. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas encortinadas y calentaba la habitación. Sobre la cómoda había un jarroncito con flores silvestres azules y violetas que desprendían una fragancia de prados y montañas. A lo lejos se oía un débil sonido de risas. Abernathy se acordó de su país.

Elisabeth habló.

—Una vez mi padre me dijo que Michel era muy cruel con los animales. Que por eso yo no podía tener ninguno, porque le podría pasar algo. Nadie tiene animales en Graum Wythe.

—No me extraña —contestó Abernathy en tono cansado.

Ella le miró.

—Michel no debe encontrarte aquí.

—Es evidente que no debe.

—Pero seguro que los guardias le dirán que me han visto con un perro. —Frunció el entrecejo, forzándose a pensar—. Los guardias se lo cuentan todo. Vigilan este lugar como si fuese una prisión. Ni siquiera mi padre puede ir a todas partes, y es el jefe de todos los criados de Graum Wythe. Michel se lo confía todo a él. Mi padre lo dirige todo; bueno, casi todo. No se encarga de la vigilancia. Los guardias reciben órdenes directas de Michel.

Abernathy asintió sin decir nada, pensando de repente en el medallón escondido bajo la túnica, imaginando lo que ocurriría si lo atrapaban con él.

Elisabeth suspiró.

—A mí no me gusta Michel, aunque en realidad nunca me ha hecho nada. Pero no es muy simpático. Siempre parece tan… «repeluznante».

Abernathy no sabía que quería decir «repeluznante», pero estaba seguro de que era algo que Michel Ard Rhi podía ser.

—Tengo que salir de aquí, Elisabeth. Tienes que ayudarme.

—Pero Abernathy, ¿dónde irás? —preguntó la niña.

—Eso no importa mientras sea lejos de aquí —afirmó—. Todavía no entiendo por qué estoy aquí y no en otro lugar. ¿Cómo pudo ocurrir?

—Creo que debo ir contigo —dijo Elisabeth de repente.

—¡No! No puedes hacer eso —contestó Abernathy con viveza—. No, no, Elisabeth. Tengo que ir solo.

—¡Pero ni siquiera sabes dónde vas a ir!

—Ya me las arreglaré, créeme. Existe un camino de vuelta para Landover si se tiene el medallón. El gran señor me lo dijo una vez. Está en un lugar llamado Virginia. Puedo buscarlo.

—¡Virginia se encuentra en la otra punta del país! —exclamó Elisabeth horrorizada—. ¿Cómo llegarás allí?

Abernathy la miró con ojos perplejos. No tenía ni idea desde luego.

—Encontraré el modo —dijo, sin mucha convicción—. Pero primero tengo que salir de aquí. ¿Me ayudarás?

Elisabeth suspiró.

—Claro que te ayudaré. —Se levantó, se acercó a la ventana y miró al exterior—. Tengo que pensar en la forma de sacarte por alguna de las puertas. Los guardias controlan a todos los que pasan. —Pensó un momento—. Hoy es demasiado tarde para intentarlo. Quizás mañana. Tengo que ira la escuela, pero vuelvo a las cuatro. O a lo mejor finjo que estoy enferma y me quedo. No puedo esconderte aquí mucho tiempo. —Lo miró—. Sigo pensando que debo ir contigo.

Abernathy movió la cabeza.

—Ya lo sé, pero no es posible, Elisabeth. Eres demasiado joven. Sería peligroso.

Elisabeth expresó su fastidio con un gesto y se volvió otra vez hacia la ventana.

—Mi padre suele decir eso mismo cuando le pido que me deje hacer cosas.

—Me lo imagino.

Elisabeth se giró y se quedó frente a él, sonriendo. Durante unos instantes él se vio reflejado en la ventana situada a su espalda; se vio tal como ella lo veía, como un perro vestido de seda roja y adornos dorados, sentado en una cama, con unas gafas sobre su nariz peluda y unos tristes ojos castaños. De repente pensó en lo ridículo que debía de parecerle. Avergonzado, desvió la vista. Pero la niña se dio cuenta.

—¿Vamos a ser buenos amigos, Abernathy? —preguntó— ¿Aún cuando te hayas ido?

—Claro que sí, Elisabeth.

—Bueno. Estoy contenta de haberte conocido, ¿sabes?

—Yo también.

—Sigo deseando que me dejes ir contigo.

—Lo sé.

—¿Por qué no lo piensas?

—Lo haré.

—¿Me lo prometes?

—¡Elisabeth!

Abernathy suspiró.

—¿Sí?

—Pensaría mucho mejor si pudiera comer algo. Y también beber algo.

Ella salió corriendo de la habitación. Abernathy la observó marchar. Le gustaba Elisabeth. Tenía que reconocer que, después de todo, no le importaría mucho ser su perro.