Ante aquellas palabras el joven dejó que el vaso se deslizara entre sus dedos y miró a Keawe como si fuese un fantasma.
—El precio —dijo—. ¡El precio! ¿No sabe el precio?
—Por eso te pregunto —contestó Keawe—. Pero, ¿por qué estás tan preocupado? ¿Hay algún problema con el precio?
—Ha bajado mucho desde que usted la vendió, Mr. Keawe —dijo el joven, tartamudeando.
—Bien, bien, así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto te costó?
El joven estaba blanco como un hoja de papel.
—Dos centavos —dijo.
—¿Qué? —gritó Keawe—. ¿Dos centavos? Entonces sólo puedes venderla por uno. Y quien la compre…
Las palabras se quedaron retenidas en su boca. Quien la comprara nunca podría volver a venderla; la botella y el diablo que estaba dentro permanecerían con él hasta su muerte y, cuando se produjera, lo llevaría a las fronteras rojas del infierno.
Robert Louis Stevenson, EL DIABLO DE LA BOTELLA