Diario de Mary Windham Tsepesh
17 de abril.
Última hora de la tarde. Zsuzsanna duerme. Tan gris y cérea se ve su piel que si no fuera por el ligero y rápido movimiento de su pecho bajo el camisón, pensaría que está muerta. Estoy sentada a su lado, conteniendo las lágrimas, luchando por ser fuerte por el bien de Arkady, que pronto vendrá a ocupar su lugar en este desgarrador retablo. Deseo y, a la vez, temo que vuelva.
Ahora entiendo por qué ha tomado la costumbre de escribir un diario tras la muerte de su padre. No puedo soportar estar sentada al lado de Zsuzsanna esperando a que llegue lo inevitable. Dunya ha sido tan amable de traerme mi diario y mi pluma y por eso escribo. Calma el dolor y el miedo, aunque nada puede borrarlos.
Tan pronto como mi dulce esposo se haya recuperado de esta reciente pena, lo convenceré para marcharnos. No me importa si doy a luz en un carruaje o en un tren; mi hijo no nacerá en esta casa maldita, no llegará a conocer el infierno que su pobre padre ha padecido por el amor de ese monstruo.
Todas las leyendas son ciertas. Lo supe en mi corazón en el instante en que Vlad me besó la mano; lo supe, aunque mi educación y mi sentido común no me hayan permitido creerlo del todo hasta hoy.
Pero esas cosas no tienen poder aquí. En este maldito y mágico lugar, el mal es el único que ejerce dominio sobre lo demás. Lucharé con lo que considero el mayor bien que puede haber: el amor entre mi marido y yo, nuestro amor por nuestro hijo.
Él no los tendrá.
Pero hemos perdido a Zsuzsanna.
Oh, ojalá pudiera olvidar cómo miró mi vientre abultado durante la pomana…
No puedo escribir más sobre esto, el dolor es demasiado grande. Voy a intentar encontrar algo de paz al contar lo que ha sucedido durante el día.
A pesar del láudano, esta mañana me he despertado temprano, incapaz de dormir más después del terror de anoche, aunque mantuve una ligera esperanza de que no hubiera sido más que una vívida pesadilla. Arkady seguía durmiendo profundamente con su pistola al lado sobre la mesilla de noche… la primera triste señal de que lo de anoche no había sido un sueño. Me he levantado, he ido hacia la ventana y he descorrido la cortina para ver la luz del sol reflejándose en el cristal agrietado y lleno de agujeros.
Es un mal augurio. Intento convencerme de lo contrario, pero no puedo seguir negando lo que sé.
Al verlo he sentido un repentino dolor en mi vientre, no tan agudo como imagino que serán los dolores del parto, sino más como un espasmo. Lo he atribuido a una indigestión y a la angustia, y me he puesto la mano en un costado hasta que se ha pasado. Ha desaparecido, rápidamente y entonces he corrido la cortina, me he vestido y me he marchado dejando a Arkady durmiendo.
De camino a la escalera, me he detenido en la puerta abierta del dormitorio de al lado, he entrado y me quedado junto a la cuna que hay en ella. Hace unos días Dunya la sacó para limpiarla. Es sólida, de cerezo pulido, un objeto precioso. Arkady y su padre, y quién sabe cuántas generaciones de niños Tsepesh, han dormido en ella.
La imagen de la pequeña cuna, con sus bordes bruñidos y con un apagado brillo por el roce de las manos de tantas madres, me ha hecho llorar. Estaba tremendamente decepcionada porque me di cuenta (en ese momento, aunque ahora sé que no me quedaré) que probablemente ya no podría viajar más, y que el bebé nacería aquí en la mansión. Cada día me resulta más difícil moverme. El bebé se ha colocado más abajo y el instinto de madre me dice que mi embarazo pronto llegará a su fin.
Con pesar, he bajado las escaleras tambaleándome, para desayunar. Estaba hambrienta y me he comido todo lo que la cocinera ha puesto delante de mí, pero comer me ha provocado más indigestión. Con mucha amabilidad, la cocinera me ha preparado una tisana de menta y me la he bebido en el pequeño jardín, donde hacía sol y calor. He hecho llamar a Dunya para pedirle que lavara las sábanas y las mantas para la pequeña cuna, pero ninguno de los otros sirvientes la había visto aún.
Sintiendo la calidez del sol y la fresca brisa sobre mi cara, y mientras escuchaba el canto de los pájaros, me he encontrado con la fuerza suficiente para reprenderme en silencio a mí misma, por el bien del bebé. Sabía que el pobre niño sentía la ansiedad de su madre; no sería bueno para él ni para mí acercarme al momento del nacimiento con una mente atormentada por visiones de lobos y vampiros. Y por eso he hecho un pacto conmigo misma y me he comprometido a olvidar todos esos pensamientos oscuros. Desde ese momento en adelante, iba a mostrarme alegre, a pasar los días sin pensar en Zsuzsanna ni en Vlad (tarea que le confiaría a Dunya), sino en la llegada del bebé. Todo eso del strigoi era absurdo y todas las cosas raras que había visto eran el resultado de mi embarazo, de la pena y de la preocupación por mi esposo. El lobo que había arremetido contra mi ventana sin duda estaba rabioso y sus ojos verdes fueron producto de mi imaginación, profundamente atribulada tras conocer el ilícito romance de Vlad y de Zsuzsanna.
No podía permitirme seguir creyendo las estúpidas historias de Dunya. Por el bien de mi hijo.
Y si no podíamos ir a Viena, que así fuera. Encontraría un modo de ser feliz y sentirme cómoda aquí, al menos hasta que el bebé creciera lo suficiente como para viajar. No había motivo para presionar a Arkady a que se enzarzara en una desagradable discusión con Vlad.
Una vez lo he tenido decidido, me he sentido mucho más aliviada. He subido con la idea de despertar a Arkady y disculparme por mi ataque de nervios y para asegurarle que, si Vlad no veía conveniente que nos marchemos ya, no nos preocuparemos sino que nos centraremos en la dicha que nos aguarda. Merecemos algo de felicidad.
Pero Arkady ya se había ido, al parecer precipitadamente, porque se había dejado su armario abierto y su diario sin cerrar cerca de la almohada, como si se hubiera marchado apresuradamente.
Lo he cerrado con cuidado, lo he dejado sobre su mesita de noche y le he puesto el tapón a la botella de tinta que he encontrado allí. Habría bajado a la cocina a buscarlo, pero pensar en volver a recorrer las escaleras me ha detenido. En su lugar, he ido al ala este y al dormitorio de Zsuzsanna, sin sacar de mi mente la jovial idea de poder pasar el día con Dunya y con la tía de mi hijo eligiendo ropas de bebé y de cama entre las reliquias de la familia y preparando la habitación. He recordado la radiante sonrisa de Zsuzsanna cuando hablaba de lo bueno que sería volver a oír risas de niños en esta casa.
Para entonces ya era bastante tarde, casi mediodía, pero su puerta seguía cerrada. He dado unos golpecitos, pero no ha habido respuesta. La he llamado, pero no he oído nada. He abierto tímidamente la puerta y me he asomado.
La luz del sol entraba a chorros por las ventanas abiertas y libres de los postigos. Lo primero que han visto mis ojos ha sido la ventana del asiento empotrado y me he dado cuenta de que Dunya ya había quitado los ajos.
Y entonces mi corazón se ha quedado helado al oír el sonido de un suave ronquido y ver que las dos seguían dormidas. He entrado y, con la mirada puesta en Zsuzsanna me he llevado una mano a los labios y he gritado:
—¡Dios mío!
Había estado escribiendo tumbada en la cama, pero la debilidad le había hecho soltar la pluma y volcar la botella de tinta, cuyo indeleble líquido negro ahora manchaba la colcha y las sábanas.
Tenía su pequeño diario boca arriba y las hojas abiertas en forma de abanico.
Pero no han sido las grandes manchas negras sobre la cama las que me han hecho gritar. Zsuzsanna estaba más pálida que las sábanas, más pálida que la almohada sobre la que tenía apoyada la cabeza. Jadeaba, el pecho se le movía mientras luchaba por respirar y su blanco rostro contraído estaba surcado por suaves y grisáceas líneas que parecían obra del pincel de un artista de la acuarela. Sus labios abiertos revelaban unas encías descoloridas que se habían hundido hacia atrás haciendo que sus dientes parecieran macabramente largos.
—Zsuzsanna —he dicho finalmente mientras corría a su lado. Le he tomado la mano; estaba helada y fláccida como la de un muerto.
Estaba totalmente despierta. Sus oscuros ojos rodeados de una sombra berenjena y abiertos de par en par con la inocencia de un niño me han mirado con una lucidez aterradoramente intensa. Ha intentado tomar el aire suficiente para hablar, pero no lo ha logrado.
—No te muevas —le he susurrado—. No hables… —He puesto el diario y la tinta en la mesilla de noche y, al hacerlo, me he dado cuenta de que el crucifijo estaba allí, sobre la cadena enrollada y rota, como si ella (o alguna otra persona) se la hubiera arrancado con impaciencia del cuello. Me he sentado a su lado, evitando la gran mancha húmeda sobre la colcha, y con delicadeza le he apartado el pelo de su fría frente.
El mundo feliz y seguro que había intentado crearme por la mañana se ha derrumbado por completo a mí alrededor. He sabido que Vlad había vuelto anoche otra vez para visitar a Zsuzsanna… y para amenazarme a mí.
Lo mataré antes de dejar que les haga daño a mi esposo o a mi hijo.
He ido hacia donde estaba Dunya tendida sobre el suelo bajo una manta, la he agarrado por los hombros y la he zarandeado. Su estupor era mayor que el que podría haber producido el láudano; mientras veía la cabeza de Dunya colgar adormecida sobre sus hombros, solo podía pensar en la pesadilla que me había despertado, en los ojos verdes de Vlad. No ha abierto los ojos hasta que la he gritado al oído:
—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto y Zsuzsanna está al borde de la muerte!
Eso le ha hecho recobrar el sentido. Ha parpadeado y se ha frotado los ojos; y entonces, al ver a Zsuzsanna, se ha cubierto los ojos con las manos mientras dejaba escapar un lamento horrorizado que me ha roto el corazón.
Pero no había tiempo para compadecernos. La he zarandeado otra vez y le he dicho:
—¡Baja inmediatamente y haz que uno de los hombres vaya a buscar al doctor!
Ha bajado las manos, ha apartado la sábana y se ha puesto de pie. Las lágrimas brillaban en sus ojos cuando se ha inclinado sobre Zsuzsanna, que nos miraba con esa mirada extrañamente intensa, y con cuidado le ha soltado el camisón del cuello. Ha bajado la tela unos centímetros y ha retrocedido con un grito ahogado.
He ido a su lado y he seguido su mirada hasta ese punto sobre el lechoso cuello de Zsuzsanna, justo encima de la clavícula, donde habían estado esas terribles marcas rojas. Por imposible que pareciera, habían desaparecido por completo sin dejar la más mínima marca ni siquiera una diminuta cicatriz. Nada excepto una piel perlada y perfecta.
Dunya ha apartado su temblorosa mano y se ha puesto derecha; después, me ha indicado que saliéramos al pasillo para que Zsuzsanna no nos escuchara.
La he seguido hasta afuera, atemorizada.
—Es demasiado para el doctor —ha susurrado con tristeza—. Ha visto que las heridas han curado. El cambio está completado; estará muerta antes de que llegue mañana.
Al oír esas palabras, he sentido un arrebato de furia. Era injusto que a Zsuzsanna le hubieran hecho un daño tan cruel, injusto que Vlad triunfara. La pobre mujer ya había padecido una vida lo suficientemente difícil y ahora moriría cuando debería estar aguardando con alegría la llegada de su sobrino a la familia. Mi determinación de estar alegre por el bien del bebé se ha venido abajo; Vlad había vuelto a ganar.
He desahogado mi rabia con Dunya al gritarle:
—¡No me importa lo que diga la superstición! ¡Ve a buscar al doctor! ¡Tenemos que hacer algo para ayudarla!
La pobre chica ha retrocedido temblando y, después de hacerme una reverencia, ha corrido hacía las escaleras. He vuelto al lado de Zsuzsanna y le he cogido esa fría mano sin vida. Me ha mirado con unos ojos enormes y llenos de una extraña euforia.
—Todo irá bien —le he dicho para calmarla—. Hemos ido a buscar al doctor. Haremos que te pongas bien…
Ha tomado aire con dificultad y ha dejado escapar un suave suspiro que portaba una apenas audible palabra:
—No…
—No hables así —le he dicho con tono firme, aún sintiendo el trasfondo de mi rabia hacia Vlad, hacia el destino, hacia Dios por el hecho de que algo tan cruel le estuviera sucediendo a esa indefensa inocente—. Claro que te pondrás bien.
Tenía los ojos brillantes, resplandecían con entusiasmo y con una vibrante y radiante dicha muy en contraste con su cadavérico aspecto. Ha luchado por volver a tomar aire y, con un esfuerzo que me ha dolido ver, susurró:
—No… Quiero… la muerte…
Me he quedado en silencio, esas palabras me han atravesado el corazón. No había nada que pudiera hacer excepto quedarme a su lado y agarrarle la mano y cuando Dunya ha vuelto, sin aliento por subir las escaleras corriendo, la he enviado a buscar a Arkady.
Ha estado fuera un tiempo. Durante su ausencia, Zsuzsanna ha cerrado los ojos y aparentemente se ha vuelto a dormir. Y yo… que Dios me perdone… no he podido resistir la tentación de mirar el pequeño diario que había sobre la mesilla. Sé que es pecado invadir la intimidad de otra persona, pero tenía que saber la verdad, tenía que saber si mi verdadero enemigo era el mal encamado, la locura o la superstición.
Y así, a hurtadillas, le he soltado la mano, he cogido el diario de la mesa y lo he abierto por las últimas anotaciones.
No hay palabras. No hay palabras para describir la repugnancia, el horror, la escabrosa fascinación que esas páginas me han provocado. No puedo… no puedo escribir aquí lo que he leído. La decencia me lo impide.
Zsuzsanna había tomado al vampiro como su amante.
Lo primero que he pensado ha sido que todo ello era una fantasía de lo más grotesca y obscena, pero ¿puede una fantasía matar a una mujer? Si está loca, entonces todos lo estamos con ella, y estamos viviendo en un mundo en el que lo mágico, lo imposible, lo fantásticamente maligno son rotunda… y letalmente reales.
He devorado las cuatro últimas entradas con una velocidad fruto de la excitación y del terror, después he apartado el horrible cuadernillo y me he llevado las manos a la cara.
He pensado: Debemos marcharnos enseguida.
He pensado: Ahora es libre de ir a Inglaterra.
He pensado: Tenemos que matarlo enseguida.
He mirado a la moribunda Zsuzsanna mientras dormía y en mi mente he oído la solemne voz de Dunya decir: «… Mátelo, doamna, con la estaca y el cuchillo. Es la única forma…».
Zsuzsanna se ha movido, ha alzado lánguidamente los párpados y me ha mirado.
He vuelto a tomarle la mano mientras intentaba recomponer mi expresión y sonreír.
Qué ojos tan grandes, tan infinitamente oscuros, profundos y afectuosos. Brillaban, con el ligeramente demente y beatífico resplandor de un santo, brillaban como un mar a medianoche meciéndose bajo los rayos de luna. Me acariciaban y han tirado de mí como una corriente en el océano.
Sin darme cuenta, me he echado hacia delante, hacia la agonizante mujer, hasta que su suave, entrecortado y cálido aliento me estaba rozando las mejillas, hasta que nuestros rostros han quedado a apenas un palmo de distancia. En ese momento me ha sorprendido ver que en la muerte, el hasta ahora simple rostro de Zsuzsanna había adoptado la clásica belleza de una Venus de alabastro, esculpida por el más brillante de los artistas romanos. Su boca parecía más suave, sus labios más gruesos, tocados por la misma sensualidad desbordada que brotaba de sus abismáticos ojos, esos ojos que crecían más y más según me acercaba, hasta llenar el mundo entero.
—Mary —ha dicho articulando en silencio, aunque tal vez en ningún momento ha hablado, tal vez en ningún momento se han movido ni dientes, ni lengua, ni labios. Tal vez simplemente me he imaginado que intentaba decir mi nombre—. Dulce hermana. Bésame antes de morir.
Me he rendido, me he hundido en lo más hondo del oscuro océano de esos ojos con la eufórica paz de un nadador que se está ahogando y que finalmente cede ante la muerte. He acercado los labios a los suyos, tan pálidos, hasta quedar a unos cinco centímetros por encima. Me ha sonreído con el mismo etéreo placer que ahora me envolvía y su lengua se ha asomado impaciente sobre esos dientes blancos y brillantes.
Entonces la puerta se ha abierto con un retumbante golpe. Me he puesto derecha y he retrocedido sobresaltada, recobrando la consciencia.
—¡Doamna! —ha exclamado Dunya sin aliento. Se ha quedado en la puerta, con una mano contra el dintel y ese robusto y pequeño cuerpo tenso y paralizado por la inquietud. He sabido enseguida que había hecho tanto ruido a propósito. Zsuzsanna no se ha movido, pero la ternura de sus ojos se había desvanecido por completo y había quedado reemplazada por un inconfundible brillo de hambre… y de furibundo odio.
—Doamna —ha repetido Dunya, con un tono extrañamente formal—, si me permite hablar con usted en el pasillo…
Me he levantado aterida, como si hubiera estado sentada en la silla durante una eternidad en lugar de media hora, y he seguido a la chica hasta el pasillo.
Cuando ya estábamos fuera de la habitación, Dunya ha cerrado la puerta para que Zsuzsanna no pudiera oírnos. En cuanto se ha oído el clic de la puerta, se ha mostrado muy inquieta y me ha susurrado, apurada, con la actitud de un conspirador aterrorizado:
—No debe besarla, doamna, ¡no permita que nadie lo haga! Está hambrienta y ahora existe la posibilidad de que su beso pueda crear a nuevos strigoi.
Al sentirme cansada de pronto, me he apoyado contra la pared y he posado las manos sobre mi vientre, deseando poder taparle los oídos a mi pobre bebé para protegerlo de toda esa locura.
—Es cierto —he dicho en voz baja, más para mí que para Dunya—. Todo lo de Vlad. Lo he leído en el diario de Zsuzsanna.
El voluminoso labio inferior de Dunya ha comenzado a temblar y con una voz alta y vacilante, ha dicho:
—Es culpa mía, doamna. Morirá por mi culpa. —Se ha cubierto los ojos con las manos y ha comenzado a llorar, con unos sollozos amargos y broncos que sacudían su pequeño cuerpo.
La he rodeado con los brazos y le he dado unas suaves palmaditas en la espalda, como haría una madre con su bebé dolorido por un cólico. Se ha abrazado a mí desesperadamente, como una niña, y ha dicho con voz entrecortada:
—Me hizo dormir… Si no hubiera sido tan débil… Pero no entiendo por qué ella se ha vuelto tan fuerte…
—Nos ha engañado a las dos —he dicho para reconfortarla—. Lo ha escrito en su diario. Él la hizo beber de él, para engañarnos y para unirla a él. Ahora debemos tener cuidado; lo sabe todo y ella ve y oye.
Entonces, por fin, Dunya ha recobrado el control. Se ha puesto derecha, se ha santiguado, y con el dedo índice se ha secado una única lágrima que se deslizaba por su mejilla. La he soltado de mi abrazo con una reconfortante palmadita en la espalda.
—¿Qué podemos hacer para ayudarla ahora? —le he preguntado.
Ella ha sacudido la cabeza.
—No hay nada que pueda evitarle la muerte. Lo único que podemos es evitar que se convierta en un strigoi.
—Matando a Vlad —he susurrado.
Ella ha vacilado.
—Es tan mayor y astuto… Muchos lo han intentado. Todos han fracasado. Hay otro modo, más seguro.
He sentido un atisbo de esperanza.
—¿Qué tenemos que hacer ahora?
Ha bajado la vista hasta el suelo alfombrado, incapaz de mirarme a los ojos y con los labios temblorosos por el esfuerzo de reprimir más lágrimas.
—Después de que la domnisoara esté muerta, pero antes de que pueda despertar como un strigoi, algo que hará en dos días, tal vez tres, hay que clavarle una estaca en el corazón. Después hay que cortarle la cabeza, meterle ajo en la boca y enterrarla por separado del cuerpo.
Aterrada, asqueada, me he llevado la mano a la boca y he vuelto a apoyarme contra la pared, temiendo que las piernas me fallaran. En mi mente he visto el brillo de un gran cuchillo de acero mientras atravesaba la piel de ese pequeño y tierno cuello. He visto la gruesa estaca de madera entre sus pechos, he oído el sonido del martillo al golpear la estaca, he oído su grito angustiado al abrir los ojos, sobresaltada, agonizante…
Arkady jamás permitiría que se cometiera semejante atrocidad contra su hermana. Si había que hacerlo, tendría que ser en secreto; pero era imposible realizar un acto tan atroz sin ser descubiertas.
—¿Por qué? —he preguntado cuando pude hablar—. ¿Por qué algo tan horrible? ¿Por qué… tenemos que enterrar el cuerpo separado de la cabeza?
Finalmente me ha mirado y ha puesto los hombros derechos, como para reunir valor.
—Porque los poderes regeneradores de los strigoi son tan fuertes que a menos que la cabeza esté enterrada en otro lugar, incluso unas heridas tan terribles podrían sanarse y el no muerto volvería a levantarse. —Ha mirado por encima de su hombro, hacia la puerta cerrada—. La ha visto, doamna. Su cuerpo ahora es perfecto.
Era verdad. Había estado demasiado impactada como para fijarme, pero ahora recordaba el cuerpo de la mujer que yacía al otro lado de la puerta. Zsuzsanna tumbada derecha sobre su espalda, con ambos hombros perfectamente formados, sin signo de curvatura en su columna. Y bajo la colcha, la forma de sus piernas era claramente visible: ambas iguales, y sanas.
Me he llevado las manos a la cara y he derramado lágrimas amargas al pensar que moriría y, más amargas todavía, al pensar lo que él le haría una vez que estuviera muerta. Dudaba que yo pudiera ser físicamente capaz de cometer ese acto, dado mi embarazo, y Dunya era demasiado pequeña para llevar a cabo esa horripilante obra ella sola. Así que después de recobrar la calma, y sin dejar de pensar que estábamos locas al estar manteniendo esa conversación, y le he preguntado:
—Dunya… ¿hay algún hombre al que podamos pagar, después de que ella haya muerto?
Las lágrimas me recorrían las mejillas, pero estaba bastante serena cuando he dicho eso. Sin embargo, o mi voz o mi expresión debieron de darle lástima porque Dunya me ha tocado el hombro, tímidamente al principio, al saber que era el mayor de los atrevimientos que un sirviente tocara a su señora sin permiso, pero tan abrumada por la compasión que no ha podido resistirlo.
—Desde luego, doamna. Hay alguien que lo hará, aunque se negará a que le paguemos. Pero, por favor, no se preocupe por esas cosas. Yo me ocuparé de todo.
Lo ha dicho con tanta dulzura, con un tono tan tranquilizador que he comenzado a llorar otra vez y no he podido hablar durante un rato. Me ha rodeado con sus brazos y las dos hemos llorado como hermanas.
He dicho:
—Dunya, estoy aterrorizada. Estoy a punto de tener un bebé, pero no quiero que sea aquí. Me temo que no es un lugar seguro. Un lobo arremetió contra mi ventana anoche. Saltó y rompió el cristal. Estaba tan cerca que pude verlo con claridad. Tenía los ojos de Vlad. Era él. Lo sé. Lo he visto cambiar.
No parecía en absoluto sorprendida por mis palabras; por el contrario, ha asentido con la cabeza y me ha dado unas palmaditas en la espalda con la intención de reconfortarme.
—Yo la mantendré a salvo, doamna, con la cruz y con el ajo. No permitiremos que le suceda nada malo.
—¿Estoy volviéndome loca? Lo he visto transformarse en un lobo, ante mis ojos…
—No está loca —me ha dicho con tanta firmeza que he sentido consuelo… un desdichado consuelo por saber que tanto mal, en efecto, existía—. Es cierto, puede convertirse en lobo. Y si mata a otro bajo esa forma, esa alma se convertirá en un strigoi a menos que se evite. Pero él también tiene poder entre los lobos. Los que vivimos cerca del bosque sabemos que esas criaturas son tímidas por naturaleza. No amenazan a los aldeanos, solo al ganado y solo en invierno si están hambrientos, pero siempre en manadas. Un único lobo no es ninguna amenaza y no nos da miedo… a menos que sea enviado por él. Porque él sabe cómo hacer que maten a quien quiera, aunque entonces esta muerte es natural y el alma de la víctima vuelve a Dios.
En el pasillo le he hecho jurar que se ocuparía en secreto de que Zsuzsanna quedara liberada de la maldición del strigoi y que no le diría nada ni a Arkady ni a nadie. Me lo ha prometido, pero con tono misterioso me ha advertido de que los sirvientes estaban empezando a sospechar de la palidez de Zsuzsanna y que los rumores sobre su causa ya estaban circulando por la aldea.
En cuanto a Arkady, al parecer esta mañana ha cogido la calesa apresuradamente y ha partido hacia el castillo. Uno de los sirvientes ha ido a buscarlo, pero no entiendo por qué razón está tardando tanto. Temo que Zsuzsanna habrá muerto antes de que regrese.
Llevo sentada con ella toda esta hora y se despierta de vez en cuando para preguntar débilmente por Vlad.
No sé qué decirle. No tengo el más mínimo deseo de traer ese mal a mi hogar, pero pregunta con tanta lástima que no sé cuánto más podré negarme.
Dunya sigue conmigo y ha sido un gran apoyo. Cuando Zsuzsanna se ha quedado dormida, le he pedido que me explique con más detalle el pacto entre Vlad y la familia.
—Es como le he dicho, doamna. Un acuerdo similar al que tiene con los aldeanos. No le hará daño a nadie de los suyos.
—Sí, lo recuerdo. Pero ¿a cambio de…?
Ha bajado los ojos y ha dejado escapar un pequeño suspiro de renuencia antes de recuperar el tono agudo que había empleado anteriormente al hablarme, como si se lo hubiera aprendido de memoria, sobre el pacto de Vlad con la aldea.
—No le hará daño a nadie de los suyos y el resto de la familia podrá vivir ignorando felizmente la verdad y ser libre de abandonar el castillo para siempre… a cambio de la colaboración del hijo mayor de cada generación.
La he mirado horrorizada, sabiendo en mi corazón lo que respondería al preguntarle:
—¿Qué quieres decir con «colaboración del hijo mayor»?
Ha apartado la cara, incapaz de enfrentarse a mi mirada de desolación.
—Su ayuda, doamna. Tiene que ocuparse de que el strigoi esté alimentado. Por el bien de la familia, de la aldea y del país.
¡Mi pobre y amado esposo…!
Diario de Arkady Tsepesh
17 de abril. Escrito en hojas sueltas.
Me he encerrado en el despacho de padre; su revólver está sobre la mesa, cerca de mi mano derecha. En media hora bajaré y acompañaré a herr Mueller y a su esposa al cobijo de la mansión. Hasta entonces, debo hacer algo para aplacar mis nervios y evitar pensar en la cabeza seccionada de Jeffries y en el modo en que encontró su destino… de manos de Laszlo… ¿o de V.?
Y por ello escribo, con el material de escritorio de tío.
Cuando he visto a Laszlo y a los invitados pasar por delante de la mansión, me he puesto la ropa, he cogido la pistola y me he dirigido inmediatamente a los establos, donde he enganchado los caballos a la calesa. Hemos ido a toda velocidad hasta el castillo y, mientras subíamos la cresta de la pendiente, a unos quince metros de distancia, he podido ver que el carruaje ya había sido descargado y que el mozo de la cuadra había llevado los caballos al establo.
Me he detenido delante del patio y he amarrado los caballos al poste delantero, no hacía ninguna falta desengancharlos de la calesa porque no estaría allí mucho tiempo.
La puerta tenía el pestillo echado, de modo que he llamado y he esperado, caminando de un lado a otro con impaciencia hasta que Ana ha respondido.
—¿Dónde están los invitados? —he preguntado.
Ella ha enarcado las cejas y ha abierto los ojos de par en par ante mi agitado modo de hablar.
—Arriba, por supuesto, señor. Helga les ha preparado un baño; están muy cansados y llenos de polvo.
La he apartado para pasar y he subido las escaleras directamente hacia la habitación de invitados donde había estado instalado el pobre Jeffries. La puerta ya estaba cerrada y cuando he llamado, han tardado tanto en responder que en un principio he pensado que Helga se había llevado a los invitados a otra parte.
Pero entonces he oído el chapoteo del agua y, muy ligera y amortiguada, la risa de una mujer. Después la voz de un hombre que gritaba en alemán.
—Márchese.
—Soy miembro de la familia Tsepesh —le he respondido en el mismo idioma—, y debo hablar con ustedes de inmediato.
—¿Quién? —Su tono alto e indignado revelaba que había oído el apellido, pero que no lo reconocía.
Me he sonrojado al recordar que V. firmaba su correspondencia con los invitados con una actitud algo burlesca.
—Pertenezco a la familia Dracul —he gritado y, cuando a eso le ha seguido un silencio expectante, he añadido—; Lamento molestarles, pero es urgente.
—Un momento —ha respondido el joven.
He esperado pacientemente ese instante que se me ha pedido (y que en realidad han sido varios) mientras desde el otro lado de la puerta cerrada oía unos suaves sonidos de conversación, de movimiento acompañado por más chapoteos y después el ruido de la puerta que daba al dormitorio cerrarse. Por fin he oído unos pasos y la puerta se ha abierto hasta la mitad para dejar ver a un joven bien afeitado, con anteojos y un pelo castaño dorado y rizado, húmedo y alborotado. Fácilmente podría no tener más de dieciocho años, con una cara apuesta y bien formada y una nariz pequeña y respingona que acentuaba su juventud. He hecho todo lo que he podido por no mostrar que me había dado cuenta de que solamente estaba asomando la parte superior de su cuerpo, cubierta por un húmedo batín de seda que se pegaba a su piel, para ocultarse de cintura para abajo.
—¿Herr Mueller? —he preguntado educadamente recuperando de mi memoria el nombre que V. había dictado en la carta.
—Ja? —Se ha esforzado por no perder la educación, pero no ha logrado del todo ocultar el hecho de que estaba ansioso por librarse de mí; no soltaba la mano del pomo de la puerta esperando poder librarse de mí pronto.
—Soy Arkady… —he vacilado—. Dracul, sobrino del príncipe Vlad. Siento perturbar su intimidad y la de su esposa —he dicho, haciendo que el joven se sonrojara considerablemente—, pero ha habido un error. Nuestro cochero no debería haberles traído al castillo, sino a la mansión, donde hay una habitación preparada para ustedes. Les llevaré ahora. —No tenía el más mínimo deseo de asustar a esas buenas personas; si podía sacarlos del castillo sin que fueran conscientes del peligro, mucho mejor.
—¡Pero la habitación que tenemos aquí es perfecta! —ha exclamado herr Mueller—. ¡Es estupenda! Y además… —Me ha mirado con cierta desconfianza—. Su tío nos ha dejado una nota dándonos la bienvenida. ¿Por qué deberíamos irnos?
He intentado buscar una razón convincente que no fuera la verdad.
—Sí, bueno… ¿No recibieron mi carta en Bistritz? ¿En la que les advertía de la enfermedad que se ha extendido por el castillo?
Ha abierto más los ojos, ligeramente, y ha dado un paso atrás, alejándose de mí, de la puerta.
—¡Vaya! No… Solo la carta de su tío en la que nos explicaba cuándo nos recogería la diligencia.
La carta que yo creía haber arrojado al fuego. He hecho todo lo posible por no palidecer ante esa revelación.
—¡Ah! —he respondido con solemnidad—. No ha debido de llegar a tiempo. Aunque, por supuesto, no es nada demasiado grave. —Y ante esto, ha estrechado los ojos y ha retrocedido medio paso más de la puerta—. Pero creímos que sería más seguro instalarles en la mansión hasta que el castillo esté libre de enfermedad.
—¿Qué enfermedad es? —ha insistido herr Mueller, pero le he respondido que era mejor discutir esos detalles una vez estuviéramos en la mansión.
En ese momento herr Mueller se ha mostrado sumamente razonable, aunque sí que me ha pedido algo de tiempo. «Treinta minutos, ni uno más», me ha dicho pensando en su esposa, que estaba «cansada e indispuesta y dándose un baño». Con tono severo le he respondido que no les daría más tiempo y le he ordenado que cerrara la puerta con llave y que la abriera únicamente cuando yo, y nadie más que yo, volviera a buscarlos.
Directamente he subido a mi despacho para escribirle a V. una nota muy breve diciéndole que sabía que estaba quebrantando su norma de no interferir con sus invitados, pero que era absolutamente necesario y que lo hacía tanto por su propio bien como por el de los invitados. En un principio he pensado en dejarla en su salón, sobre la mesa, donde sin duda la encontraría, pero ahora me inquieta pensar que uno de los sirvientes pueda cogerla y guardarla, y por ello he decidido pasarla por debajo de la puerta de sus aposentos privados.
Pensar en hacerlo ha vuelto a evocar la extraña y esquiva imagen enterrada en la memoria de mi niñez:
El destello plateado del cuchillo; el dolor cuando cortó la delicada carne de mi muñeca. Mi padre, sujetando mi brazo por encima de… algo de un débil brillo dorado. Ahora no puedo verlo, pero he vuelto a recordar el antiguo tronó y esta vez, además, las palabras «JUSTUS ET PIUS», justo y leal…
Unas garras invisibles se han clavado en mi cerebro con una vehemencia tal que el dolor me ha abrumado. He gritado y me he echado hacia delante, con los codos y la cara sobre la mancha de tinta y las manos aferradas a la parte trasera de mi cabeza, y me he rendido ante un momento de oscuridad.
Ya me he recuperado y me he encontrado mirando la carta que tengo en las manos. Tengo tiempo para meterla por debajo de la puerta de V. e ir rápidamente a buscar a los invitados.
¡Pasos por las escaleras! Alguien viene; ¡el revólver…!
Diario de Mary Windham Tsepesh
18 de abril.
Son altas horas de la madrugada. No puedo dormir. Esta casa está tan llena de dolor y desesperación… ¿Podremos volver a dormir plácidamente alguna vez?
Mi esposo ha quedado tan devastado por la noticia sobre Zsuzsanna que al principio ha apuntado con un arma al pobre Mihai, que ha tenido que bajarlo por las escaleras del castillo para meterlo en el carruaje y traerlo a casa. Otro sirviente ha traído la calesa un rato después. Arkady ahora ha perdido a su hermana y no se le puede convencer para que se vaya de su lado. Temo por él, a pesar de que Dunya dice que duda de que Vlad le haga daño a él, especialmente por ser el hijo mayor y porque eso no ha sucedido nunca en todos los siglos desde que está funcionando el pacto.
«Y tampoco ha mordido a nadie de su familia». He estado a punto de responderle, pero he refrenado el impulso. Sé que solo lo dice para tranquilizarme. Sin embargo, no encuentro nada que me reconforte. Lo único cierto es que ninguno estamos a salvo.
Hasta que su hermano ha llegado, he estado con Zsuzsanna y le he dado la mano. Ha empezado a mostrarse agitada, a decir incoherencias y a preguntar por Vlad. Al principio no tenía la más mínima intención de ceder ante lo que me pedía, pero lloraba tanto y su desesperación me ha resultado tan desgarradora que, a pesar de mi decisión, he empezado a transigir y me he llevado a Dunya a un rincón para preguntarle si era seguro.
—Ya no puede hacerle más daño —ha susurrado Dunya con tono grave—. En cuanto a nosotras… no puede hacernos nada a menos que se lo permitamos; siempre que llevemos nuestros crucifijos y que no sucumbamos a su encanto, estaremos a salvo. Pero él debe saber que ha sido Zsuzsanna, y solo ella, la que lo invita a entrar aquí.
Por ello he enviado a un sirviente al castillo para darle a V. el mensaje de que Zsuzsanna estaba muriendo y que preguntaba por él.
Poco después ha llegado el pobre Arkady. Aunque había logrado recomponerme mientras estaba sentada al lado de Zsuzsanna para ser fuerte por el bien de mi esposo, al ver su rostro azotado por la pena en la puerta del dormitorio, me he deshecho en lágrimas.
Ha corrido a su lado. Yo me he retirado, él se ha sentado en la cama y la ha llevado contra su pecho, alzándole la cabeza y los hombros y haciendo que su cabello cayera sobre su brazo y la almohada.
—Zsuzsa… —ha dicho entre suspiros con lágrimas deslizándosele por las mejillas, y con ternura le ha acariciado la cara—. Zsuzsa, ¿cómo puede haber sucedido esto?
Su presencia la ha hecho volver en sí y la ha dotado de fuerza. Le ha sonreído con la dulzura de una santa y sus ojos han vuelto a irradiar esa extraña serenidad, a pesar de su respiración entrecortada.
—No debes llorar, Kasha. Ahora soy feliz…
Dejando escapar un amargo sollozo, él ha dicho:
—No puedes irte, Zsuzsa. ¡Estoy tan solo ahora que Stefan y padre se han ido! No te vayas tú también.
Ella ha mostrado una sonrisa más amplia y el brillo de unos largos dientes al susurrar:
—Pero yo no te voy a dejar, Kasha. Volverás a verme. Todos iremos a Inglaterra juntos.
Me he puesto tensa y he contenido un escalofrío, pero el rostro del pobre Arkady se ha retorcido en una mueca de profunda pena que enseguida ha reemplazado por una máscara de coraje.
—Sí, por supuesto —ha dicho con tono tranquilizador—. Debes recuperarte para que todos podamos ir juntos a Inglaterra. Tú, yo, Mary, tío y el bebé…
—Sí, el bebé —ha susurrado Zsuzsanna como en una ensoñación mientras me dirigía una mirada tan cargada de hambre y anhelo que he creído que iba a desmayarme—. Todos seremos muy felices cuando venga el bebé. Lo querremos tanto…
Arkady ha agachado la cabeza con pesar.
Ella se ha quedado un momento en silencio; en esa triste habitación iluminada por el sol no se podía oír nada excepto su dificultosa respiración. He apartado la mirada, incapaz de soportar la desgarradora escena, hasta que la he oído decir entrecortadamente:
—Arkady… Bésame. Bésame una última vez…
He alzado la vista y la he encontrado mirando a su hermano con esos ojos sensuales y enormes, unos ojos tan persuasivos, tan atrayentes como los ojos verde oscuro que me habían perseguido durante mi sueño. Al instante he puesto un brazo sobre el hombro de mi esposo para sujetarlo, y Dunya, alarmada, ya había avanzado hacia él, como una madre protegiendo a sus polluelos.
Pero hemos tardado demasiado. Arkady se ha inclinado para besarla. Ella ha separado los labios, preparándose para besar los de él, pero en el último instante, él ha vuelto la cara y le ha dado un casto y fraternal beso en la mejilla. Ella ha alzado una débil mano hasta su mandíbula como para dirigirlo hacia donde quería, pero estaba demasiada débil; cuando mi esposo ha levantado la cabeza, he visto una clara decepción en sus ojos.
Entonces la lucidez la ha abandonado y ha comenzado a llamar a Vlad, que yo sabía que no vendría porque el sol aún brillaba alto en el cielo. Ha ido pasando por momentos de agitación y de sueño, y a última hora de la tarde ha llegado el doctor, pero no ha podido hacer más que dejar una medicina de repugnante sabor que ella se ha negado a beber.
Cuando se acercaba el crepúsculo, ha despertado y se ha mostrado extremadamente nerviosa mientras llamaba lastimosamente a Vlad por su nombre, ya había dejado de referirse a él como «tío». Para entonces ya estaba terriblemente débil. A todos nos sorprendía que siguiera viva cuando ha anochecido.
Vlad ha llegado poco después. Me daba pavor tener que volver a verlo, pero cuando ha entrado en la habitación, no he sentido ni miedo ni odio ya que su actitud no ha sido, en absoluto, la que me esperaba.
Claro, era un hombre veinte o treinta años más joven que el que había conocido en la pomana, tan apuesto como mi esposo, con las mismas llamativas y pobladas cejas negras y con mechones negros entre su cabello plateado.
Me esperaba una sonrisa rapaz y de regodeo en sus labios, un brillo socarrón de triunfo en sus ojos. Pero no, lo único que he visto ha sido una preocupación sincera y sombría en su porte, en su forma de caminar y en su expresión. Nos ha ignorado a todos, ha ido directo a Zsuzsanna, que aún seguía en los brazos de su hermano, y le ha tomado la mano con tanta fuerza que se le han marcado las venas en su pálida muñeca. Los ojos aturdidos de pena de Arkady parpadeaban con un miedo que pronto ha sido arrastrado por las lágrimas.
—Zsuzsa —ha dicho y me he maravillado al oír una voz tan innegablemente dulce emanar de los labios de ese monstruo; una voz tan llena de amor y de compasivo pesar. Me he maravillado al saber que el mismo diablo aún poseía vestigios de un corazón humano. Le ha hablado en rumano y no lo he entendido todo, pero, por su tono, sí que he comprendido perfectamente lo que le decía. Sé que le ha dicho que la amaba y que no tuviera miedo. Sé que le ha dicho que él nunca se iría de su lado.
Su voz estaba tan llena de encanto, era tan persuasiva que, al oírla, me he creído que lo que ha dicho lo sentía con toda su condenada alma.
Y entonces se ha agachado para besarla en los labios.
En ese momento, Arkady estaba sollozando y se había cubierto los ojos con una mano, dejando la otra sobre el hombro de su hermana. Pero yo estaba mirando y he visto, con la misma repugnancia y fascinación con la que había leído el diario de Zsuzsanna, la intensa sensualidad, la apenas contenida pasión, ocultas en ese breve gesto.
Renuente, Vlad ha apartado la boca de Zsuzsanna y he visto ese repentino fuego en sus ojos y una absoluta devoción y veneración en los de ella. En ese instante ella ha parecido florecer; el más ligero rubor ha teñido sus mejillas y sus ojos han brillado con una alegría tan intensa que rozaba la locura.
Entonces se ha relajado por completo y ha dejado de rebelarse en brazos de su hermano, mientras Vlad se sentaba a su lado sujetando su frágil y pequeña mano entre las suyas. Ha muerto con los ojos completamente abiertos, mirando embelesadamente a los de su asesino. Y no ha sido hasta que Dunya ha comentado que Zsuzsanna no había tomado aire durante un tiempo que nos hemos dado cuenta de que se había ido.
Arkady se ha venido abajo, abrumado por el dolor mientras se aferraba con fuerza al cuerpo de Zsuzsanna y gritaba algo en rumano. Vlad ha llorado con él (¡ha llorado lágrimas de verdad!) y después le ha puesto una mano en el hombro y ha intentado reconfortarlo, pero no había nada que pudiera hacer para calmar el dolor de Arkady que, enfadado, ha apartado a su tío y después se ha girado hacia mí para gritar:
—¡Marchaos! ¡Dejadme a solas con ella!
Con el corazón destrozado, he obedecido y he salido al pasillo con los demás. Dunya se ha excusado diciendo que tenía que prepararlo todo para lavar el cuerpo y me ha lanzado una mirada para advertirme que tuviera cuidado con Vlad.
Se ha marchado y yo me he quedado sola en el pasillo con el vampiro.
La pena y la angustia que había mostrado en el dormitorio de Zsuzsanna habían sido tan auténticas que verdaderamente había sentido lástima por él, pero ahora ese sentimiento se había esfumado, porque cuando se ha vuelto para ver a Dunya alejarse, he captado su expresión y el brillo de victoria en sus ojos. Y algo más: una inteligencia tan absolutamente gélida, tan absolutamente calculadora, que en lugar de sentir miedo, he sentido un odio tal que, por un momento, no he podido hablar.
A pesar de su muestra de devoción hacia Zsuzsanna, era un monstruo, su asesino.
Cuando me ha mirado, su expresión volvía a ser la del pariente preocupado y me ha dicho en alemán:
—Tu esposo ya ha pasado por demasiadas cosas. Ahora debes intentar consolarlo.
En respuesta, he colado un dedo bajo el cuello de mi vestido, he agarrado la cadena de oro que llevaba colgada… y he sacado la cruz para que pudiera verla.
Sus ojos han brillado con un tono rojo, como los de un animal ante la luz de un farol por la noche. Ha retrocedido un paso, pero he podido ver la fugaz expresión de ira que cruzaba su rostro. Y con un gesto de lo más inapropiado en ese momento de gran dolor, sus labios se han abierto en una ligera y amarga sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes.
—Así que, ¿estás volviéndote una supersticiosa, como los campesinos?
—Solo porque he leído su diario —he respondido, con los labios apretados con odio—. Solo porque sé qué, o quién, la ha matado. Solo porque sé que usted ha roto el pacto.
A medida que hablaba, su sonrisa se ha desvanecido, pero los letales dientes seguían a la vista. Durante unos instantes me ha mirado con tanta rabia que he sentido una oleada de vertiginoso terror.
—Sabes más de lo que te han podido revelar las páginas de Zsuzsanna —ha dicho lentamente y fijando su magnética mirada en mí—. ¿Con quién has hablado? ¿Con quién?
Sintiendo miedo por Dunya, he respondido con mi silencio.
Ha vuelto a hablar con la letal languidez de una serpiente enroscándose para atacar.
—Solo los ignorantes —ha dicho sin apartar la mirada de mí—, creen que lo saben todo. No eres capaz de comprenderlo. ¿Cómo te atreves a hablarme del pacto, de algo que venero, de algo sobre lo que no sabes nada? ¡Yo amo a Zsuzsanna…!
Consciente de que Arkady estaba llorando al otro lado de la puerta abierta, he bajado la voz hasta un vehemente susurro.
—Eso no es amor. Eso es maldad. Orgullo. Una monstruosidad…
Él ha bajado la voz hasta generar una especie de silbido, como la de una víbora furiosa.
—Tú no eres quién para juzgar, ¡para entenderlo! —De pronto su furia se ha aplacado, sus ojos han recuperado ese convincente encanto y ha sonreído con mucha dulzura, con la misma dulzura con la que había sonreído Zsuzsanna cuando me había suplicado que la besara.
»En el pasado habría decretado un único destino para una mujer que se atreviera a insultarme —ha añadido con tono suave y mirándome de pies a cabeza con esa mirada decidida—, pero eres una mujer bella. Con unos ojos que parecen zafiros incrustados en oro. Tal vez algún día podré hacer que lo comprendas. Llevo demasiado tiempo solo, privándome de compañía. Demasiado tiempo…
Y con delicadeza, ha alargado la mano con los dedos apretados como para acariciarme la mejilla, pero la cruz que llevaba al cuello lo ha contenido. Instintivamente, he ido retrocediendo hasta que mi espalda ha quedado contra la pared. Él me ha seguido hasta que su mano ha quedado a unos cinco centímetros de mi cara y ha acariciado el aire que pendía sobre mi piel. He temblado mientras la bajaba delicadamente, como si estuviera acariciándome la mejilla, la curva de mi mandíbula, mi cuello.
Durante un terrible momento, he estado mirándolo a los ojos sin pensar más en todo el dolor, en toda la repugnancia que sentía, sino únicamente en su exquisita belleza verde intensa, en la excitación… (¡Dios, perdóname!) que había sentido mientras leía el diario de Zsuzsanna, en el intenso placer que ella había experimentado, en cómo yo también podría llegar a sentirlo si simplemente me arrancaba la cruz del cuello y lo arrastraba hacia mí en ese oscuro pasillo para sentir sus dientes hundirse profundamente en mi piel…
Me he llevado la mano al cuello y la he cerrado alrededor de la cruz.
Al hacerlo, el niño que llevo en mi interior se ha movido. He vuelto en mí y, embargada por la sensación de repulsión más grande que he conocido nunca, he gritado:
—¡Jamás lo permitiría! ¡Antes preferiría morir!
Él ha sonreído con malicia y ha abierto la boca para hablar, pero no se lo he permitido. Mientras le hablaba he temblado, pero no de miedo, sino de rabia. El odio y el amor me han dado el valor de decir la verdad.
—No me quedaré —he añadido bajando mi temblorosa voz, una vez más consciente de que mi abatido esposo seguía en el dormitorio—. Y tampoco permitiré que Arkady se quedé aquí para que abuses de él. De algún modo lo has embelesado para que se quede aquí, para que llegue a quererte, ¡pero no tienes ningún poder sobre mí!
—No estés tan segura, mi bella Mary —ha dicho, aunque eso ha sido fruto de mi imaginación, ya que sus labios no se han movido en ningún momento. Ha bajado la mano, pero en lugar de dar un paso atrás, se ha ido inclinando hacia delante, con gesto amenazador, hasta que esos ojos verdes han ocupado todo mi campo de visión mientras me susurraba con la misma espantosa mirada lasciva que había visto en la pomana:
—Por tu propio bien y por el del bebé, te advierto que tengas cuidado con los lobos.
V. se ha marchado. No he podido decir ni hacer otra cosa que dejarme caer temblando sobre la pared del pasillo y oír el atormentado llanto de Arkady.
Mi esposo se niega a alejarse del cuerpo de su hermana. Esta noche está a salvo, dice Dunya; Zsuzsanna no despertará hasta después de que le hayamos dado sepultura y por eso le he ordenado a los sirvientes que lo dejen, tal y como él pide.
Dunya y yo vamos a dormir esta noche en el cuarto de los niños y hemos engalanado las ventanas con coronas de ajos. No puedo soportar estar sola ni pasar la noche en mi dormitorio pensando en el cristal roto que se oculta tras la cortina. Guardo la ligera esperanza de no pueda encontrarme aquí y por eso me he traído mi almohada, mi manta, el diario y la pluma. La presencia de Dunya es un auténtico consuelo.
Por muy aterrorizada que estoy, encuentro un extraño alivio al no dudar más de la historia que cuentan los campesinos sobre el pacto y el strigoi. Puede que la verdad sea horrible, pero al menos sé con seguridad a qué clase de mal me enfrento, y sé que no puede ser más fuerte que el amor que tengo por mi esposo y mi hijo.
La muerte de Zsuzsanna no es más que un triunfo pasajero para él. No ganará. No lo hará.