Diario Mary Windham Tsepesh

14 de abril.

Durante dos días Arkady ha estado tan enfermo que he temido alejarme de su lado incluso para escribir en mi diario.

Tiene la costumbre de levantarse tarde, almorzar, y después leer, escribir o pasear hasta justo antes del atardecer, cuando parte hacia el castillo. Por lo general, no regresa hasta después de haberme quedado dormida.

Pero anteayer volvió a casa poco después de la puesta de sol. El viejo jardinero, Ion, lo vio llegar. Dijo que le alertó el modo en que Arkady conducía los caballos y corrió hacia la casa gritando: «¡Doamna! ¡Doamna!».

Yo estaba leyendo en uno de los salones, pero el estridente tono de voz del anciano me hizo tirar el libro y correr hacia el pasillo. De algún modo, mi corazón sabía que algo terrible le había sucedido a mi esposo.

Llegué a tiempo de ver a Ion sujetando la enorme puerta principal mientras Arkady entraba tambaleándose, con el pelo y la ropa alborotados, empapado y embadurnado en lodo. Tenía los ojos brillantes y con una mirada desenfrenada, la expresión contraída como de dolor… pero se estaba riendo. Riendo, con un sonido tan diabólico que me heló el corazón.

Me llevé la mano al cuello, a la pequeña cruz de oro escondida bajo la tela de mi vestido y dije, con un tono demasiado bajo como para que se pudiera oír por encima de su risa histérica:

—Arkady.

Él alzó la vista, asustado. Fijó sus ojos en mí y su alborozo, de pronto, se tornó en un terror que fue aumentando hasta que no pudo soportarlo más; cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos. Bajo ellas, dejó escapar un largo y grave quejido y después murmuró:

—¡Las calaveras! ¡Todas esas pequeñas calaveras!

Me situé a su lado cuando se arrodilló y le puse una mano en la frente; estaba tan caliente que inmediatamente miré a Ion y le ordené:

—Id a buscar al doctor ahora mismo.

Pareció entender la palabra «doktor» ya que asintió y corrió hacia las dependencias de los sirvientes.

Justo en ese momento, Arkady me rodeó las piernas con los brazos, apoyó la cara en mi vientre y lloró:

—¡Su cabeza! ¡Su cabeza! ¡Stefan tenía razón! ¡Había un tesoro en el bosque!

Dunya y otra de las doncellas, Ilona, aparecieron y las tres logramos llevar a Arkady hasta la cama. Esa noche su fiebre subió y el delirio empeoró tanto que lo único que pudimos hacer Dunya y yo fue evitar que se tirara de la cama. Gritó cosas terribles y aterradoras sobre huesos, calaveras y el señor Jeffries y Stefan, que había muerto de niño y sobre lobos.

En el peor momento de esa primera noche, se incorporó con una sacudida y me miró con unos ojos tan abiertos que los irises le quedaron rodeados de blanco. Después, exclamó sin apenas aliento:

—¡Dios mío! ¡Yo escribí la carta que lo trajo aquí! ¡Padre y yo…! —Y dejó escapar un alarido de angustia que pudo oírse por toda la casa.

Esa noche pensé que moriría. Pero gracias a la bondad de Dios, sobrevivió, y al día siguiente ya estaba un poco mejor, aunque aún caía en algún suave delirio ocasional. Dunya insistió en que nos turnáramos para vigilar, aunque me dejó dormir durante la mayor parte de mi turno. Esa dulce chica está preocupada por mí. Me encuentro terriblemente cansada todo el tiempo y cada vez noto al bebé más bajo.

Hoy Arkady está mejor. La fiebre ha remitido y sus ojos han vuelto a ser esos ojos claros y dulces que siempre he conocido.

Zsuzsanna también ha mejorado mucho. Ha podido ir caminando hasta el salón, pero no hemos querido darle la noticia de la dolencia de Arkady, de modo que los sirvientes y yo nos hemos aunado en una conspiración de silencio. Se muestra tan dulce como siempre, pero distraída y distante, y en ocasiones detecto una petulante condescendencia en su sonrisa. No puedo evitar pensar que su recuperación se debe más a la intervención de Dunya que a la del doctor y por eso todas las noches engalanamos diligentemente la ventana con acres coronas de ajos y luego, durante el día, las guardamos en el armario.

Pero algo desgarrador ha sucedido este mediodía y no creo que seamos capaces de ocultarle esta verdad a Zsuzsanna durante mucho tiempo. El día ha sido soleado y templado, y mientras Arkady dormía plácidamente la siesta, he salido al pequeño y cuidado jardín situado en el ala este que capta toda la luz de la mañana. Estaba sentada allí, en el sillón confidente de hierro fundido, con los ojos cerrados y adormecida bajo la deliciosa calidez del sol cuando he oído pisadas cerca. He alzado la vista para ver al jardinero, Ion, llevando en sus brazos al grande y marrón Brutus como si fuera un cachorro. Al principio he sonreído ante la tierna imagen… hasta que la cabeza del pobre perro ha colgado hacia atrás sin vida y he visto la sangre en su garganta e ijada, donde lo habían atacado cruelmente.

Inmediatamente he roto a llorar y he gritado:

—¿Qué ha pasado?

Ion se ha detenido, ha mirado con tristeza al animal que tenía en sus brazos, y ha sacudido la cabeza; bien para indicar su pesar ante la muerte del dulce animal o para mostrar su ignorancia del alemán, no lo sé.

Sin dejar de llorar, me he señalado a mí misma y he dicho:

—Yo se lo diré a Zsuzsanna. —Y me he llevado un dedo a los labios indicando silencio y esperando que entendiera que ni él ni nadie debían hablarle de lo sucedido hasta que yo lo hiciera.

Me ha mirado y ha asentido, entendiendo, al parecer. Después, lentamente, ha seguido avanzando con dificultad, probablemente con la intención de enterrarlo.

Espero que lo haya hecho en algún lugar cerca de un jardín o de árboles, donde hay mucha luz, crece vegetación y hay pequeños animales a los que dar caza.

He ido dentro y he compartido la triste noticia con Dunya. Me ha escuchado con gesto solemne, con los labios fuertemente apretados y la mirada baja y cargada de pesar. Aunque no he dicho absolutamente nada de mis sospechas sobre la causa de la muerte del pobre Brutus, sus primeras palabras han sido un ofrecimiento para dormir esta noche en la habitación de Zsuzsanna.

Me he mostrado de acuerdo de inmediato.

Puede parecer supersticioso y una estupidez, pero he presenciado sucesos que según la lógica son imposibles, y tengo un esposo que se ha vuelto loco a causa de algún terror interno. Sé por qué ha muerto ese pobre perro; he visto la causa sonriendo al otro lado de mi ventana por la noche.

Solo rezo porque Dunya, dotada del mismo buen y leal corazón, aunque con un cerebro bastante más sagaz, pueda eludir el mismo destino.

Diario de Zsuzsanna Tsepesh

15 de abril.

Dos de la madrugada. Ya está. Soy suya.

La espalda y la pierna me duelen de un modo terrible, pero ahora sé que es un dolor bueno, como los dolores de parto; pasajeros y que resultan en algo tan maravilloso que todo el sufrimiento se olvida pronto. A pesar del dolor, me vibra todo el cuerpo, canta con una increíble y recién descubierta fuerza; una fuerza tal, una vitalidad que me impide dormir. No puedo volver a la cama y cuando se ha marchado me he quedado apoyada, desnuda y ensangrentada, contra el alféizar de la ventana abierta. He estirado los brazos hacia la pálida luna y la he invitado a bailar conmigo a la vez que reía hacia las estrellas.

Mientras, me reía de Dunya, esa lastimera y tonta criatura. Está roncando (como hacía Brutus) sobre el suelo junto a la cama y sumida en un profundo, profundo sueño. ¡Mírala ahí, con esa fea boca abierta, y ese asqueroso crucifijo! No se despertará hasta mañana, por muy alto que me ría, por muy alto que me burle mientras le canto al oído: «¡Estúpida Dunya, estúpida Dunya! ¡Mi inútil y pequeño perro guardián!».

Sé que nada puede despertarla. Ahora sé todo lo que él sabe.

Lo sé todo.

Una vez fui una triste lisiada que no se sentía ni querida ni deseada. ¡Ahora soy más fuerte y más bella que todos vosotros! Inmortal porque él me ama. Hasta esta noche no me había imaginado la profundidad de ese amor y aún estoy sobrecogida, conmovida, asombrada hasta el punto de no poder controlar mi temblor.

Oh, ¡cómo lo amo!

Esta noche me han contado lo de Brutus, Mary y su pequeña sombra, Dunya. Una parte de mí, una parte muy pequeña ahora, ha llorado. He tenido qué hacerlo, estaban mirándome. Esperaban que me derrumbara y que estuviera desconsolada. Y así he hecho.

Pero me he sentido tan aliviada… Aliviada y feliz, porque sabía que eso significaba que iba a venir esta noche y he sabido lo que tenía que hacer. E incluso cuando Mary me ha dicho que Dunya se quedaría a pasar la noche conmigo en la habitación «para cuidarme por si estaba disgustada» no me he preocupado. Sabía que tenía que confiar en él. (Y mejor Dunya que Mary porque ahora que lo sé todo, también sé que es más fácil influenciar a unos que a otros. Mary es la más difícil, incluso más de lo que era el celosamente devoto Brutus, y siempre existe el peligro de que pueda influenciar a Arkady, con el que ya es bastante complicado tratar por la terquedad heredada de madre. Pero Dunya es supersticiosa y al igual que la mayoría de la gente del lugar, fácilmente influenciable, sobre todo cuando están dormidos).

Y así, después de habernos acomodado para dormir, he esperado, con el corazón latiéndome deprisa de excitación, hasta que he sentido acercarse esos bellos ojos, como joyas, siempre verdes, inmortales. Cuando Dunya ha comenzado a roncar bajo su manta blanca sobre el suelo, he sabido que había llegado el momento. He salido a hurtadillas de la cama, he quitado de la ventana la ristra de cabezas de ajo y las he escondido en el armario con una mueca de asco ante su repugnante olor y ese tacto arrugado.

Después me he apoyado en el asiento empotrado bajo la ventana para tirar de los postigos y alzar la ventana dejando así entrar la argentada y vigorizante luz de la luna y las estrellas. Me he quedado en el centro de ese espléndido y reluciente lago y he visto cómo brillantes átomos de luz comenzaban a arremolinarse con los colores del arco iris, del mismo modo que el sol se refleja en una burbuja de jabón. Entonces, esas motas han comenzado a vibrar, a moverse, a rodearme, a dar vueltas más y más deprisa hasta que mis ojos abrumados ya no podían fijarse más; y de esa danza de diamante centelleante, ha surgido Vlad lentamente, apenas visible y desfigurado al principio, como un sueño, para después ir tomando forma gradualmente hasta que por fin estaba ante mí; su piel ya no era pálida, sino que captaba la luz con fugaces brillos iridiscentes del color del mercurio, con tonos rosa y turquesa, como la madreperla, como el ópalo más ardiente. Estaba rejuvenecido; sí, más joven, con tonos plata en las sienes haciendo aún más fuerte su parecido con padre, con Arkady. He alargado los brazos hacia sus manos frías como el cristal y he sido arrastrada hacia él.

Nos hemos besado como lo hacen los familiares, con solemnidad, en las dos mejillas, y con las manos cogidas con actitud mojigata. Pero después me ha rodeado por la cintura con sus brazos y lenta y delicadamente me ha soltado el camisón y lo ha dejado caer hasta mi cintura. He sacudido mi cuerpo para liberarme de la prenda y la he apartado de una patada. Me ha llevado contra él con esa fuerte mano posada sobre mi espalda desnuda y casi recta y me ha besado en los labios de una forma que se alejaba del comportamiento familiar con lengua, dientes y calor.

Casi desfallecida por la ansiedad, me he alejado de ese abrazo y me he presentado ante él: con la cabeza y los hombros echados hacia atrás haciendo que mi cabello suelto y largo quedara a escasos centímetros del suelo; mi torso pálido, plateado por la luz de las estrellas, se ha curvado, alejándose de él, como la media luna.

Él ha arqueado su cuerpo hacia delante como una cimitarra, contra el mío, y ha vuelto a besarme deslizando sus labios, que ya no eran fríos, sobre mi boca, mi barbilla, y la curva de mi mandíbula hasta que han encontrado mi cuello expuesto, que se brindaba ante ellos, y las diminutas y elegantes heridas que tenía justo encima de la clavícula. Las ha rodeado con su lengua, con delicadeza, y he temblado ante esa sensación de exquisita y febril ternura. Al abrir la boca, sus labios han hecho presión contra mi piel y su lengua ha comenzado a moverse rápida y ansiosamente sobre las heridas. He sentido la delicadísima presión de esos dientes como cuchillas apoyados en el centro de cada una de las incisiones ya parcialmente curadas… esperando a atacar como una serpiente, a volver a introducirse en lo más profundo de mi piel.

He temblado, esperando.

Él ha alzado la cabeza y me ha susurrado al oído:

—No. Aún estás demasiado débil. Deja que yo sea el primero esta noche…

Para mi gran decepción, ha retrocedido con la misma rapidez con la que antes había arremetido, y me ha soltado. He gritado suavemente, desesperada, pero me he quedado en silencio al ver sus manos moverse con una palidez fosforescente sobre su capa negra. La prenda ha caído al suelo y se ha apresurado a desabrocharse el chaleco y a continuación la camisa. No se los ha quitado, sino que los ha dejado sueltos, y con una mano ha echado la tela hacia atrás, revelando un ancho y poderoso pecho que parecía tallado en mármol, tan musculoso, firme e implacable como el de un joven dios romano. Ha alzado la otra mano y ha deslizado una larga y puntiaguda uña, tan afilada como el acero de un cuchillo, a lo largo de su corazón, hendiendo su bella piel y dejando a su paso un corte rojo y diagonal.

Y después ha hundido la uña en esa herida; me ha sostenido la mirada mientras encontraba la vena y la escindía. He visto un ligero y pasajero titileo de dolor en sus ojos que ha quedado anegado por una excitación cada vez mayor. Mi mirada ha caído hacía la franja roja que tenía en su pecho y hacia el rico fluido color carmesí que había en ella. Lo he mirado, atraída, atónita, con veneración.

Él ha sumido sus dedos entre el cabello de mi nuca y la ha agarrado con fuerza, pero con delicadeza, para llevarme contra él.

He bebido.

He bebido como un bebé recién nacido; he bebido como un amante. A pesar de lo helado que había sido su tacto aquella primera noche, de lo fría que era su piel, ahora esa sangre era muy caliente, más caliente que la de cualquier criatura. Me ha quemado los labios, la lengua y la garganta, y ha hecho que unas lágrimas surquen mis mejillas hasta llegar a mi boca, mezclando sal con hierro.

¡Ese sabor! ¡Ese oscuro, oscuro sabor…!

He bebido ruidosamente, con avidez, a lengüetazos con un desenfreno animal.

Lo he rodeado con mis brazos y lo he traído hacia mí, con una repentina fuerza que lo ha hecho reír, con un tono bajo y seguro, pero también con la ligera sorpresa de alguien que ha sido seducido, que ha quedado abrumado hasta el punto de sentir una repentina y sorprendente debilidad. He sonreído mientras me daba un festín y oía en sus risas ese atisbo de placer dulce y lánguido que yo había experimentado cuando él bebió de mí. Mi brusco abrazo le ha hecho perder el equilibrio y se ha visto obligado a apoyarse en mí, con las manos sobre mi espalda y poco a poco presionando más los dedos contra mí hasta que al final los ha hundido en mi piel para evitar caer.

Mientras he bebido, aprendía. En su sangre estaba el conocimiento y la perspectiva de siglos; ahora podía verlo todo, podía ver por qué tuvo que abandonar Inglaterra. El mundo está cambiando a una velocidad que aumenta geométricamente. Nuestra tierra es remota y lleva cuatrocientos años olvidada, pero por fin la civilización se acerca. El mundo y sus gobiernos traspasan los límites. Él ha sido testigo del establecimiento del dominio austriaco con temor ya que ello marcó el comienzo del fin de su reinado.

Ha esquivado su control, pero con el tiempo intentarán intervenir y cuando lo hagan, Transilvania será demasiado pequeña. Será difícil, si no imposible, evitar que esos que vienen de fuera cuestionen la desaparición de viajeros perdidos, viajeros que en los últimos tiempos han sido demasiado pocos, pero que portan información útil sobre ese mundo que está cambiando. Y a cada generación que pasa, los aldeanos son menos y más difíciles de controlar.

Los Cárpatos son menos seguros, ofrecen menos sustento cada día que pasa. Y por eso, con la paciente y astuta previsión de un viejo depredador, había enviado a mi hermano a Londres para que se educara bajo las costumbres de esa gran ciudad, para facilitar su propia transición allí.

Ahora lo he entendido con deslumbrante claridad. Y he llorado, también, al saber que me ha amado lo suficiente como para proveer el milagro por el que pueda acompañarlo hasta el lugar donde estemos seguros. A Inglaterra.

Pero ha sido más que eso, mucho más que eso. Ha estado solo desde que su esposa murió hace casi cuatrocientos años. Pero ahora, de entre todas las mujeres, me ha elegido a mí y mientras bebía, de él ha fluido una emoción que me ha envuelto como esa oscura marea roja y que portaba consigo el conocimiento de que, con nuestro intercambio, él se ha unido a mí y yo a él, para siempre.

Me había elegido como compañera porque yo lo había elegido a él. Lo había atraído hacia mí y él había visto que mi soledad era una necesidad, un deseo, incluso más grande que el suyo propio.

Me había elegido porque solo yo lo he amado incondicionalmente… No, la palabra que he de emplear va más allá del amor. Lo he venerado tal y como se merece.

He bebido y saboreado su pasión y su firme voluntad; su odio hacia los rumini y su dolor cuando lo injurian al tacharlo de monstruo.

No es un monstruo, no es un demonio. Es un santo, ¡un ángel del cielo!

No… más que eso. Es un dios.

He bebido y llorado con un profundo pesar por los innumerable seres queridos que han muerto y que ha enterrado, por el dolor de saber que cada rostro joven y fresco, que cada nuevo amor, se marchitará y morirá. He visto pasar cientos de caras en cuestión de segundos, todas ellas distintas, todas ellas iguales, como Arkady y padre; todas ellas diferenciándose poco del hermoso rostro de Vlad. Y una y otra vez, ese amor, esa sensación de pérdida, ese fresco pesar, generaban una soledad eterna y más horrible que la que yo he experimentado en mi breve vida de mortal.

He bebido y he sabido que ya no estaríamos solos nunca más.

Finalmente, se ha movido y ha gruñido mientras sus manos se movían débilmente sobre mi espalda, intentando apartarme. Con los instintos desesperados de un animal hambriento, he presionado mi cara contra su pecho y he lamido frenéticamente la ardiente sangre que salía a chorros de su fría piel.

—Zsuzsanna —ha dicho gimiendo. Era una plegaria, una súplica; he sentido su increíble fuerza disminuir. Disminuir bajo mi posesión. He sentido correr por mis venas un poder que escapaba a lo humano y he sabido que, si hubiera querido, habría podido partirle la espalda como si fuera una rama.

Confiaba en mí. Él me había tenido en sus brazos con esa misma fuerza y nunca me había hecho daño.

Me he apartado, me he puesto derecha, con el pelo cayéndome hacia delante mientras me saboreaba los labios con la lengua, y con mis manos he recogido la sangre que me caía por la barbilla. Me las he lamido para limpiármelas, como un gato, y cuando finalmente he levantado la vista, saciada, calmada, omnipotente, sus ojos ardían con una salvaje sensualidad que rozaba la locura.

Me ha agarrado. Oh, él era el débil y yo la fuerte, pero he cedido y me he dejado tomar para ver mi éxtasis completo. Me he echado el pelo hacia atrás desnudando así mi cuello para él; me he mantenido quieta mientras esos afilados, afilados, dientes encontraban sus dos pequeñas marcas y cuando han vuelto a atravesarme, no he gritado, no me he resistido, sino que he dejado escapar un lento y grave suspiro.

En esa ocasión no ha bebido mucho. Me ha dejado de pie, tambaleándome, borracha de placer, y cuando se ha retirado le he agarrado las manos y me he arrodillado ante él, suplicándole que terminara lo que había empezado. ¡No quería quedarme atrás por más tiempo!

Pero se ha mantenido firme. Me ha apartado las manos y me ha obligado a quedarme. Ahora es mi amo y haré lo que me pida, pero he llorado cuando se ha desvanecido en las profundas sombras y he corrido hasta la ventana abierta llamándolo.

Cuando el frío aire de la noche ha tocado mi piel, he vuelto a sentirme ebria, ebria de sangre, de éxtasis y de poder.

Mis sentidos se han agudizado. La luz de las estrellas es deslumbrante, indudablemente bella, y el bosque canta lleno de vida; puedo oír a los insectos chirriar, oír a los animales susurrando en los árboles, oír las lejanas y bellas armonías de los lobos. El sabor de su sangre, que aún sigue en mi boca, resulta aterciopelado, más intenso, más embriagador y más sabroso que el de cualquier vino. Todavía puedo inhalar su aroma, arrastrado por la suave brisa: amargo, agudo, metálico, pero rico, pronunciado y seductor. De vez en cuando, toco una de las oscuras gotas que han quedado en mi nacarado pecho y me llevo el dedo a los labios, para olerlo, besarlo, saborearlo.

Me siento tan fuerte. Podría matar a Dunya mientras duerme, partirle el cuello con un rápido giro de mi muñeca.

Pero no lo haré. No esta noche. Seguiré jugando un poco más, porque eso es lo que él quiere. Sin hacer ruido, llenaré la palangana con agua del jarro y me lavaré las manos y la cara para limpiarlas de sangre y limpiar las gotas esparcidas por mi pecho. Volveré a poner el ajo en la ventana y después me pondré el camisón para meterme en la cama.

Aunque aún no, aún no. Todavía faltan horas para el alba y el olor y el sabor de la sangre sobre mi piel es tan dulce…

Diario de Mary Windham Tsepesh

15 de abril.

Arkady sabe lo de Vlad. De alguna forma lo sabe.

No le he presionado para que me diera detalles… ya conozco demasiados para lo que mi cordura puede soportar, pero esta mañana hemos tenido una larga charla.

Ayer por la tarde ya estaba completamente recuperado y ha dormido bastante bien durante la noche. O eso creo ya que yo, exhausta por mi vigilia de dos días, he dormido como un muerto, pero cuando he despertado brevemente de un borroso y aterrador sueño sobre Vlad, recuerdo haberme girado y haber quedado reconfortada al ver a Arkady, plácidamente dormido y roncando suavemente a mi lado. Esta mañana al levantarme, he descorrido las cortinas para dejar que el alegre sol entrara y, cuando me he girado, Arkady ya estaba sentado en la cama. Su expresión mostraba un arrepentimiento y una preocupación tales que he dicho:

—¡Vamos, querido! ¿Qué sucede?

Mientras volvía a la cama para sentarme en el borde junto a él, ha respondido:

—Tengo que suplicarte que me perdones.

Le he tomado la mano, pero he de confesar que he sentido una punzada de temor ante esas palabras, que congelarían el corazón de cualquier esposa, independientemente de lo mucho que ella pueda confiar en su esposo. Y después he recordado nuestra discusión de hacía dos días y me he reído.

—Arkady —le he respondido—. Ya lo he olvidado. Además, probablemente ya estabas enfermo en ese momento y no se te puede culpar por haber perdido la calma. Eres incapaz de hacer algo tan malo que requiriera de mi perdón.

—No es eso —ha dicho con un tono tan sombrío que he vuelto a sentir un escalofrío de miedo—. Quiero que me perdones por traeros a ti y al bebé… ¡a este maldito lugar!

Me he puesto tensa y no he dicho nada, sino que me he quedado escuchando y mirándolo atentamente mientras continuaba con los párpados bajos y desviándome la mirada, como si estuviera avergonzado, para fijarla en los brillantes rayos de luz dorada que se filtraban por la ventana y hacia los postigos aún cerrados del dormitorio de Zsuzsanna.

—He visto cosas horribles. No. —Ha alzado una mano cuando me he inclinado hacia delante, a punto de hablar—. ¡No debes preguntar! No puedo hablar de ello. Lo único que puedo decir es que te prometo que me aseguraré de que cesen de inmediato y de que nunca vuelvan a suceder. Me aseguraré de que no sufráis ningún daño, ni tú ni el bebé.

—¡Oh, Arkady! —he gritado—. Por tu bien y por el mío, ¡tenemos que marchamos de aquí! ¡Debes decirle a Vlad que no podemos quedarnos! —No le he hablado de lo que había visto; estaba segura de que él había presenciado algo similar, y no vi razón para añadirle más preocupación a su ya abrumada mente. Solo una cosa era importante: que ahora podía convencerlo de que nos llevara muy, muy lejos de este lugar.

Ha apartado la mano para evitar que se la cogiera.

—Pero le rompería el corazón si los abandonara a él y a Zsuzsanna.

—¡No importa! Dile… dile que los médicos te han ordenado unas vacaciones por el bien de tu salud. Dile que solo nos marcharemos por un tiempo. Podríamos ir a Viena.

Después de contemplar la idea, ha asentido con aire pensativo.

—Sí… —Me ha mirado y he sonreído ante la aquiescencia de su gesto, de sus ojos—. Sí. Hoy me reuniré con él y se lo diré. Estoy seguro de que me permitirá hacer lo que sea necesario para recobrar mi salud. Es más, estoy seguro de que insistirá en ello.

—¡Oh, Arkady! —le he dicho verdaderamente aliviada y me he acercado a él. Al ver lágrimas en mis ojos, me ha abrazado tan fuerte que he dejado escapar un grito ahogado, aunque en realidad no quería que se separara nunca. Llorando, le he dicho que todos estos días había estado muy, muy preocupada por él; le he dicho que había estado a punto de morir y que no pude soportar verlo doblegarse ante la pena y la preocupación. Él también ha llorado y me ha prometido que nos iríamos. Esta noche hablará con Vlad y todo se arreglará.

Ahora mi corazón no tiene pesar; he estado preparando el arcón, cantando nanas para mí, para el bebé, y estudiando mi manual de alemán. Todo parece más alegre en la casa; incluso Zsuzsanna ha mejorado notablemente y ha recuperado su color. Dunya y yo estamos tan animadas que hemos llevado un pequeño colchón para ella al dormitorio de Zsuzsanna; su presencia y el ajo en la ventana deberían ser suficientes para contener cualquier mal.

Diario de Arkady Tsepesh

15 de abril.

Es muy tarde y Mary ya está dormida. He encendido el fuego en el salón del ala oeste y mientras escribo esto, estoy contemplando las llamas. En dos ocasiones me he levantado y he intentado arrojar a ellas la carta dictada de V.; en dos ocasiones me he visto incapaz de hacerlo, preso del ya familiar dolor en mi cabeza, al que ha seguido la sensación de que al incinerar ese documento en secreto y deshonestamente, en esencia habré arrojado a las llamas mi deber familiar.

Soy un hombre honesto. Detesto el engaño, y aun así no encuentro alternativa, si quiero ver a V. feliz a la vez que veo que se hace justicia. Tampoco sé qué decirle exactamente a Mary; parecía tan feliz, tan aliviada ante la idea de ir a Viena. Y confieso que yo siento lo mismo. Pero ahora esa puerta está cerrada, a menos que abiertamente desacate los deseos de tío. A menos que rompa con la familia para siempre.

Por mucho que quiera a tío, por muy obligado que me veo ante él, apenas puedo soportar entrar en los muros del castillo. Mi exaltada imaginación ya no percibe un hogar ancestral de gruesa piedra, sino un antiguo y sonriente monstruo esperando a devorarme: cada vez que entro, las tachuelas de metal de la gran puerta se convierten en colmillos afilados como cuchillas, el umbral en unas fauces, y los oscuros pasillos por donde no corre el aire, en una larga garganta.

Cuando esta noche, tras la puesta de sol, he pasado por esas fauces hambrientas con la pistola de padre en mi chaleco como medida de protección, lo único en lo que podía pensar era en Jeffries. ¿Dónde había encontrado su destino final? ¿En el dormitorio de invitados? ¿En las dependencias de los sirvientes? ¿O había desaparecido afuera, para ser desollado vivo en los oscuros rincones del siniestro bosque?

He entrado observando las paredes, los suelos y los muebles en busca de sangre. Al subir las escaleras de piedra, he imaginado la cabeza de Jeffries, cayendo por esa larga extensión para toparse conmigo.

«Eres un Empalador, ¿verdad? ¿Uno de los hombres lobo?».

Lentamente he subido las escaleras y me he dirigido al despacho de padre luchando contra un renacer del delirio que me había poseído en el bosque cubierto de calaveras. No he trabajado, no he podido. Tampoco me he permitido pensar, porque eso me parecía un pasatiempo peligroso. Me he sentado en la silla de padre y me he enfrentado al frío pavor que ha amenazado con apoderarse de mí, he luchado por no perder la cabeza y cuando he reunido cierto grado de control, me he levantado y me he dirigido al salón de tío.

He llamado a la puerta y cuando V. ha respondido, he entrado.

Todo estaba como antes. Tío sentado en su sillón delante de un resplandeciente fuego que hacía que la habitación pareciera cálida y alegre. El slivovitz estaba intacto sobre la mesita auxiliar, en el decantador de cristal tallado cuyos lados temblaban con la luz del fuego. Solo V. y yo habíamos cambiado: él había perdido veinte años de edad; yo los había ganado.

Imposible, imposible. Sin duda me estoy volviendo loco.

—¡Arkady! —ha dicho efusivamente, girándose hacia mí con una sonrisa que se ha desvanecido de repente para quedar reemplazada por una expresión de preocupación. El gris oscuro de sus sienes estaba extendiéndose, haciendo que el cabello de los lados pareciera casi de sal y pimienta, y su complexión, aunque aún bastante clara por su aversión al luminoso sol, resplandecía dando señales de una robusta salud.

—¡Pero qué pálido estás! Por favor, siéntate.

Ha señalado la silla que tenía a mi lado. Me he sentado, intentando ocultar mi nerviosismo ante ese último gran avance de su rejuvenecimiento. Ha estrechado los ojos para observarme detenidamente y después ha servido una copa de slivovitz sonriendo una vez más y diciendo:

—Tu encantadora esposa nos ha enviado un mensajero para decirnos que estabas enfermo. Confío en que te sientas mejor. Toma, bebe. Esto hará que broten rosas de tus mejillas.

He cogido la copa que me estaba ofreciendo y he bebido. No he podido ocultar el temblor de mis manos, ya que el slivovitz ha salido de la copa sujeta por mi incontrolable pulso y ha perfumado el aire. Cuando la he dejado en la mesa, se ha oído un repiqueteo y mi torpe nerviosismo ha estado a punto de tirarla.

V. la ha observado con una pequeña sonrisa y con el mismo intenso escrutinio.

—¿Mejor?

—Sí —he respondido casi sin aliento, arrojando más vapores fragantes del slivovitz y luchando contra las ganas de toser ante el ardor que sentía en la garganta—. Estoy mucho mejor. El médico ha dicho que era encefalitis, pero ya estoy bien.

—¿Está seguro? ¿Estás curado del todo?

He desviado la mirada para centrarla en el fuego. De pronto la habitación estaba muy cargada, hacía demasiado calor.

—Sí. Prácticamente del todo. Sin embargo, Mary y él siguen bastante preocupados. Él dice que necesito unas vacaciones y Mary ha sugerido que pasemos algún tiempo en Viena. Con tu permiso, por supuesto…

—No —ha respondido Vlad.

He abierto la boca y he emitido un pequeño grito ahogado. Atónito, incapaz de comprender lo que acababa de oír, me he quedado mirándolo. Casi me esperaba que se riera y me dijera que simplemente estaba bromeando.

Pero no lo ha hecho. Su tono de voz era monótono, frío, neutro, y su expresión resultaba desagradable.

—A Mary le falta muy poco para dar a luz; no puede arriesgarse a viajar más. Además, el bebé debería nacer aquí, en su hogar ancestral, no en algún hotel de un lugar extranjero.

—Pero…

—Te necesita, Arkady. No puedes irte sin ella. Y yo te necesito también. Hoy, precisamente, debemos escribirle una carta a un abogado de Londres para que nos localice una buena propiedad. El tiempo corre. No puedo esperar más.

—Yo…

—Hay más. Los invitados llegarán pronto a Bistritz. Tenemos que escribir otra carta para que Laszlo vaya a enviarla mañana. Hay muchos, muchos detalles de los que ocuparnos, Arkady, y creo que tenías razón al decir que la mejor cura para tu pena es el trabajo. De modo que pongámonos a trabajar ahora mismo. Pero te prometo que tendrás tus vacaciones con Mary y el bebé. En Inglaterra. Todos las pasaremos juntos.

—No puedo quedarme aquí —he dicho con una voz tan temblorosa como la mano que me he llevado a la frente—. Dios mío, ¡no puedo quedarme aquí! ¡No puedo soportarlo más! He encontrado… he encontrado la cabeza de Jeffries enterrada en el bosque.

Me he llevado la otra mano temblorosa a la frente y he bajado la cabeza, mirando mi regazo a través de unos dedos trémulos.

A eso le ha seguido un largo silencio durante el que no he tenido fuerzas para alzar la cabeza. Tampoco he mirado hacia arriba cuando V. ha hablado finalmente, sino que simplemente he oído la gravedad de su tono al murmurar:

—¿Estás seguro?

—¿Cómo iba a confundirme con una cosa tan terrible? Y tampoco me confundí al ver a Laszlo con el anillo de Jeffries —he respondido con brusquedad.

—Entiendo —ha dicho suavemente, aunque he podido ver que no entendía nada, que no me creía—. No es de extrañar en ese caso que estés tan consternado. Es suficiente para volver loco a cualquier hombre.

—Sí —he susurrado presionando fuertemente los dedos contra mi frente con la esperanza de que dejaran de temblar.

—No hay duda de que esto es terrible. —Se ha detenido—. ¿Cómo… has hecho este horrible descubrimiento? ¿Viste a alguien enterrarla…?

—No. —Sin saber cómo explicarle, por miedo a confirmar sus sospechas sobre mi inestabilidad mental, que un fantasma me había conducido hasta el bosque, he bajado las manos y lo he mirado.

Y, sentado en su silla, con unas piernas cortas y delgadas que se balanceaban a quince centímetros del suelo y las manos fuertemente aferradas a los reposabrazos, como suele hacer Vlad, he visto a mi hermano muerto, Stefan.

Bajo el cálido brillo del fuego, de un tono anaranjado como el del otoño, el enorme corte de su garganta resultaba claramente visible y podía ver que la sangre que goteaba de ella sobre el lino blanco de su camisa rasgada y sucia era de un tono bermellón, fresca y brillante. Mientras lo miraba boquiabierto y mudo por la angustia, la pícara sonrisa de Stefan ha ido ensanchándose en un gesto de diversión puramente maléfica.

He cerrado los ojos y me los he cubierto con las manos, incapaz de hablar.

Ante el roce de una mano en mi manga, primero he mirado hacia la silla y luego hacia arriba, atemorizado… para finalmente ver los oscuros ojos verdes de tío. Durante unos breves segundos, cuando he abierto los ojos me ha parecido ver en sus labios la misma sonrisita de Stefan. Al parpadear me he dado cuenta de que su gesto era sereno y con una expresión de absoluta preocupación, absolutamente tranquilizadora.

—Arkady —ha dicho V. con una voz arrulladora—, he cometido un error al seguir hablando del tema. Sin duda, estás demasiado angustiado como para responder preguntas sobre este asunto ahora mismo. No tenemos por qué hablar de ello en este momento.

Me he echado hacia delante en el borde de mi sillón, incapaz de entender el porqué de su actitud calmada tras tan horripilante revelación, incapaz de entender nada excepto que me encontraba al borde de la locura, y sabiendo que un poco más sería suficiente para hacerme caer por ese precipicio.

—¡No puedo quedarme! ¿No lo comprendes, tío? Alguien del castillo…

—Te refieres a Laszlo —me ha interrumpido con un tono delicado y completamente tranquilizador, completamente escéptico.

—¡Sí! —he exclamado encendido de ira—. ¡Laszlo! Él ha asesinado a tu invitado. No puedo quedarme con mi esposa… y mi bebé… cerca de un monstruo capaz de…

Me he detenido al recordar que Laszlo únicamente llevaba dos años en el castillo y me ha sido imposible evitar pensar lo siguiente: demasiadas calaveras. Demasiadas calaveras. Demasiadas para que un hombre pudiera haberlas reunido en dos años…

El siguiente pensamiento ha quedado emborronado por un dolor aplastante en las sienes que ya me resultaba familiar; el mismo que había sentido cuando Masika había intentado contarme un secreto, cuando Mary me había hablado junto a las escaleras sobre V. y Zsuzsa. He alzado las manos y me he frotado los lados de la cabeza, preguntándome si esa agonía era simplemente el resultado de un agotamiento nervioso o si tenía una causa más siniestra.

—Arkady —ha dicho V. con un tono suave y sombrío, y con más sinceridad de la que había oído nunca en nadie—. ¿Me quieres?

Su voz no contenía otra cosa que un puro anhelo cargado de nostalgia. Pareció hundirse en su sillón, pareció transformarse en un anciano patéticamente encorvado. El imperioso príncipe había desaparecido. He visto simplemente a mi padre, agotado y encogido por décadas de pérdidas y por una profunda pena. Me ha mirado con unos hermosos y desnudos ojos suplicantes, despojados de todo encanto y poder, llenos de una necesidad pura y absoluta. Los mismos ojos que habían llorado a mi padre en su ataúd.

Me he quedado desconcertado y sinceramente conmovido, a pesar de mi extrema agitación. He dicho tartamudeando:

—Por supuesto… sí, por supuesto, tío. Te quiero profundamente. Espero que no tengas ninguna duda al respecto.

—¿Y confías en mí? —Se ha puesto un poco derecho y su voz se ha vuelto un poco más fuerte, denotando algo más de seguridad, como si el príncipe hubiera regresado. Había algo tan hipnóticamente relajante en su actitud que me he calmado como un perro bajo la mano de su querido amo.

Sabía que pensaba que me había vuelto completamente loco y en ese momento creía que tenía razón y ansiaba su ayuda.

—Sí por supuesto.

—Entonces confía en que voy a asegurarme de que el problema se resuelva —ha dicho; ya había recuperado por completo la seguridad en sí mismo—. Confía en que voy a asegurarme de que ni a ti ni a tu familia os suceda algo malo. Debes creerme, Arkady. Preferiría morir antes que permitir que os hicieran daño. ¡Os mantendré a salvo…! ¡Lo juro por el nombre de nuestra familia! Ya has sufrido suficiente con la muerte de tu padre y con tu propia enfermedad, y pronto tendrás un bebé. Estás consternado y necesitas descansar. Has sufrido dos impactos terribles. Lo último que necesitas son más preocupaciones. Por favor. Deja que te libere de esta terrible carga. —Me ha acariciado la mano; la suya estaba fría, pero me he ido relajando según seguía acariciándome.

»Quédate conmigo, Arkady. Por el bien de tu esposa, por el del niño y por el mío. Pongámonos a trabajar y verás que es la mejor cura para tus preocupaciones. No sigamos hablando sobre tu marcha.

¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? He trabajado con él. Juntos hemos escrito a un abogado de Londres a quien yo conocía preguntándole si representaría los intereses de V. a la hora de buscar alguna propiedad en la zona de Londres y, probablemente también, en una zona vacacional. Además he escrito una carta para una pareja de recién casados que están de luna de miel por Europa. Me ha indicado que se la diera a Laszlo cuando me marchara del castillo, que él la enviaría desde Bistritz al día siguiente.

Todo ha parecido bastante razonable mientras estaba con tío escribiendo cartas, pero al marcharme y según bajaba las largas escaleras de caracol que me conducían a las dependencias de los sirvientes, donde sólo dormía Laszlo, de pronto he recobrado el sentido.

¿Pero qué clase de idiotez era eso de pedirle a Laszlo que enviara una carta que prácticamente le proporcionaría víctimas frescas? Tal vez tío confía en él, pero yo no. Y tampoco pude soportar la idea de volver a mirarlo a la cara.

El pensamiento me ha invadido con claridad y con la voz de tío, como si me lo hubiera susurrado al oído.

«Tienes que ir a Bistritz tú mismo. Por el bien de todos nosotros…».

Sí. Saltaba a la vista: por muy consternado que pudiera estar, por muy destrozado y agitado que estuviera, había llegado el momento, por el bien de mi familia, de poner mis ideas en orden y hacer lo que era mejor para todos.

Y así, me he guardado la carta en el bolsillo y, en lugar de llamar a la puerta de Laszlo, he continuado hacia el exterior y con premura he conducido la calesa hasta casa.

Ya a salvo y de vuelta en la mansión, he escrito una carta distinta para el matrimonio que estaba de luna de miel informándoles de una muerte en el castillo y disculpándome por el hecho de que su visita tuviera que ser pospuesta de forma indefinida.

La otra, la arrojaré al fuego… si es que tengo el valor de hacerlo. Enviaré la carta por la que la he sustituido y la dirigida al abogado cuando mañana vaya a Bistritz… para informar a las autoridades de los asesinatos.