Diario de Zsuzsanna Tsepesh

12 de abril.

Sigo soñando con sus ojos, con sus ojos color esmeralda.

Ayer estaba segura de que moriría; hoy me siento un poco más fuerte y puedo sentarme y comer la sopa que me trae Dunya. Escribir ya no me supone un esfuerzo terrible. Por extraño que parezca, esto me decepciona.

Ahora dos mujeres habitan en mi cuerpo. Una es la Zsuzsanna que siempre he conocido: débil, tímida, la buena y obediente chica de su padre. Esa le está muy agradecida a Mary por su amabilidad y a Dunya por sus cuidados en mi enfermedad. Sé que me quieren y que quieren que me recupere y yo quiero complacerlas haciéndolo. Esa mujer ama al dulce Brutus por su leal presencia junto a mi cama y se conmueve cuando él, preocupado, me roza la mano con su frío y húmedo hocico y me mira con esos adorables ojos color ámbar. Esa mujer sabe que ha estado a punto de morir y le aterroriza pensarlo.

Pero la otra…

¡Ah! La otra. La otra sabe que está cambiando y se aferra a ese cambio. La otra es fuerte, apasionada y lo espera únicamente a él, espera que vuelva para cumplir su promesa de unirlos para siempre.

Sé que está intentando llegar hasta mí. No se ha olvidado. Lo intentó anoche; tengo el ligero y etéreo recuerdo de Brutus sobre el asiento de la ventana, ladrando ferozmente. Recuerdo haber emergido de mi pesado estupor lo suficiente como para sentir sus incorpóreos ojos mirándome al otro lado de las profundas sombras aterciopeladas de mis párpados cerrados. Intenté hablar y no pude, así que pensé en él y creo que me oyó. Le dije lo que le habían hecho a la ventana. Le advertí sobre el perro.

Dios, ¡cómo odia a Mary la otra Zsuzsanna! ¡Cómo odia a Dunya! ¡Cómo odia al maldito perro por apartarlo de mi ventana! Si no estuviera tan débil y fuera incapaz de levantarme, ¡los estrangularía hasta matarlos por atreverse a separarnos! Fingen inocencia; no hablan de él, pero saben lo que están haciendo. Lo saben, ¡esas mentirosas lloronas! Han sacado al perro de la cocina y han colocado los ajos en mi ventana mientras estaba dormida, entraron a hurtadillas como ladronas para desempeñar su malvada tarea.

Las muy estúpidas creen que pueden detenerlo.

A pesar de mi debilidad, siento que una fuerza que nunca había conocido se está acercando, tengo la ligera sensación de un cuerpo liberado de la dolencia que me ha plagado durante toda mi vida. Siento mi espalda moverse, desenroscarse, alargarse; cada día que pasa, estoy más alta, me siento más derecha. Noto un dolor punzante en el tobillo y cuando Dunya y Mary salen de la habitación, me miro el pie por debajo de las sábanas y veo que también está enderezándose. Sonrío a pesar del dolor. ¡Por fin seré libre! ¡Seré fuerte! Recibo con los brazos abiertos a esta nueva Zsuzsanna; estoy convirtiéndome en algo nuevo, en algo maravilloso. No estoy segura de lo que puede ser; lo único que sé es que es mucho mejor que cualquier otra vida que haya conocido. En ocasiones, mi debilidad se desprende de mí y flota y, eufórica, alcanzo a verla. Estar fuerte, libre y unida a él… es el paraíso.

¡Deja que muera esa pequeña lisiada! ¡Deja que por fin me libre de ella!

Padre y Arkady se equivocaban: hay vida después de la muerte. Pero no esa tonta eternidad entre las nubes anunciada por el sonido de las arpas y ángeles alados que contemplan los cristianos, sino algo oscuro, intenso y feroz, ¡tan atrevido y puro en su vehemente autodevoción como el mismo Lucifer!

Ellas no ganarán. Él me enseñará y cuando llegue el momento, lo llamaré. Lo único que tengo que hacer es tener paciencia, y esperar…

Diario de Mary Windham Tsepesh

12 de abril.

Estoy muy preocupada por mi esposo.

Zsuzsanna está mucho mejor hoy. Las atenciones del médico, o de Dunya, parecen haber funcionado. Aún está extremadamente débil, pero esta mañana estaba sentada en la cama y desayunando cuando he ido a ver cómo se encontraba.

El hecho de que haya disminuido mi preocupación por Zsuzsanna ha logrado que se atenúen mis miedos con respecto al strigoi…, por lo menos bajo la alentadora luz del día. En ese momento me parece que la conversación con Dunya, que ahora resulta curiosamente surrealista, es un sueño muy distante, como la terrible imagen propia de una pesadilla de Vlad transformándose en lobo. A veces puedo convencerme de que esa visión era una especie de alucinación provocada por la aflicción, por el viaje y por el embarazo. Solo una cosa me parece absolutamente cierta: que Vlad es una amenaza para Zsuzsanna y que debemos hacer todo lo que podamos por mantenerlo alejado de ella.

Pero por las noches sueño con los ojos de Vlad y sé que todo es verdad. Por las noches, me es más difícil explicar el hecho de que la espalda retorcida de Zsuzsanna se esté enderezando ante nuestros propios ojos.

Así que seguiré consintiendo la actitud de Dunya y dejaré que la corona de ajos se quede en la ventana (por la noche; por las mañanas tenemos la astucia de quitarlos de allí y es buena idea, ya que Arkady ha venido a visitar a su hermana al mediodía). No pueden hacerle ningún daño y una vez que el sol se pone, estoy convencida de que le hacen mucho bien. Pero ante todo, me aseguraré de que Brutus se queda en su dormitorio por las noches.

Sin embargo, es Arkady el que más me preocupa en este momento. Primero he escrito sobre Zsuzsanna con la esperanza de que eso me calmara, pero una vez más estoy al borde de las lágrimas. Hoy hemos discutido por primera vez.

Ha sido culpa mía. He sido una estúpida al mencionar el asunto de Vlad y Zsuzsanna tan pronto. Solo ha pasado una semana desde la muerte de Petru y Arkady aún lo llora. Es natural. Pero aun así…

Aun así no puedo obviar el hecho de que desde que hemos llegado a Transilvania su carácter se ha ensombrecido y se muestra dado a recluirse. Apenas me habla estos días, mientras que en Inglaterra le encantaba tener largas conversaciones y pedirme consejo en distintos temas porque decía: «Eres tan serena y racional con todo, Mary, y yo no lo soy». Él siempre ha sido muy emocional, pero con una actitud positiva, alegre, llena de energía y de pasión.

Ahora se muestra callado, encerrado en sí mismo, pensativo. Todas las noches se queda hasta tarde escribiendo en su diario después de volver del castillo en lugar de venir a la cama a hablar conmigo. Sé que allí no es feliz, que ha ocurrido algo con Vlad que lo inquieta.

Cuando me despierto por la mañana, aún está dormido, con su cabello oscuro sobre la almohada y ese hermoso rostro de grandes ojos, cejas negras y nariz larga, estrecha y aguileña. Cada día que pasa palidece un poco más. Arrugas y sombras se acumulan bajo esos ojos; ha envejecido diez años en una semana. No puedo evitar pensar cómo se parece a su hermana y cómo Vlad está consumiéndolos emocionalmente.

Me siento sola. El esposo que antes conocía se está convirtiendo en un extraño distante y melancólico. Me preocupa que este Arkady no cambie después de que haya superado la profunda pena que le invade por la muerte de su padre.

Esta mañana se ha levantado poco antes del almuerzo y hemos compartido la comida en un silencio casi absoluto. Parecía agotado, más emocional que físicamente y aunque no ha perdido la vieja costumbre de ser cariñoso conmigo, aunque se muestre algo ausente, sin duda sus pensamientos estaban en otra parte. Algo lo perturba y por eso no he querido molestarlo, pero cuando la comida ha terminado por fin me he atrevido a hablar. No podía seguir ocultándole el grave estado de Zsuzsanna; lo descubriría tarde o temprano (a pesar de que en la actualidad esté tan preocupado como para no haber preguntado por qué ya no estaba presente en las comidas). Como su hermano, tenía derecho a saberlo.

—Querido —le he dicho, allí sentada en esa enorme mesa que una vez había albergado a una gran familia y que ahora parecía tristemente grande solo para los dos—, por favor, no te alarmes, pero deberías saber que el estado de Zsuzsanna ha empeorado y que está gravemente enferma. Hemos hecho venir al médico desde Bistritz.

Había empezado a levantarse, pero ante la noticia se ha detenido y se ha quedado en esa postura, medio sentado y frunciendo el ceño por el enorme esfuerzo de traer de vuelta al presente su atención desde el punto infinitamente distante donde había estado perdida y por las palabras que yo acababa de pronunciar. Durante varios segundos su mirada color avellana ha quedado nublada, pero luego, cuando por fin ha asimilado mis palabras, se ha aclarado. La arruga situada entre sus cejas se ha profundizado y alargado.

—¿Zsuzsanna está enferma?

—Sí —he respondido, con cuidado de mostrarme animada y optimista—. Pero hoy está mucho mejor.

Su mirada me ha recorrido con aire vacilante, ha recorrido la mesa, el comedor y la lejana ventana por la que se filtraba la luz del sol.

—¡Oh! —ha dicho—. Bueno, me alegro de que esté mejor. Tal vez debería ir a verla.

—Creo que te lo agradecería. —Lo he animado con una sonrisa alentadora y, como mujer astuta que soy, a sabiendas de que la corona de ajo ya se había retirado de la ventana y estaba oculta en el armario—. Deja que vaya contigo. —Me he puesto en pie y lo he agarrado por el brazo antes de que le diera tiempo a levantarse. Quería asegurarme de que Zsuzsanna no decía nada que lo disgustara; supongo que temía que se hubiera dado cuenta del ajo y que dijera algo o que le confesara entre lágrimas lo de Vlad. Quería que se enterara con delicadeza de cualquier noticia que pudiera impactarle.

Hemos ido a la habitación de Zsuzsanna, donde estaba sentada en la cama y, una vez más, escribiendo en un diario que, de nuevo, se ha apresurado a cerrar antes de que pudiéramos leerlo. La luz del sol entraba a través de los postigos abiertos e iluminaba el rincón donde había visto a Vlad y a Zsuzsanna abrazarse, y la ventana estaba alzada para dejar pasar el placentero y cálido aire tan impropio de la estación. La habitación tenía un aspecto agradable y alegre, como si el luminoso sol hubiera arrasado con el mal. Incluso a Brutus se le veía aliviado y nos ha saludado con un exagerado movimiento de rabo y con una gran sonrisa de la que colgaba su lengua. He detectado el ligero olor a ajos y me he sentido algo avergonzada, pero Arkady parecía totalmente ajeno a él.

Afortunadamente, Zsuzsanna no ha dicho nada y se ha mostrado cariñosa y considerada con su hermano mientras lo tranquilizaba al decirle que no debía malgastar ni un solo instante preocupándose por ella. El crucifijo que Dunya le había colocado alrededor del cuello se había colado bajo su camisón y no le ha hablado de él a Arkady.

Todo ha ido bastante bien… hasta que hemos salido del dormitorio de Zsuzsanna. Juntos nos hemos dirigido a la gran escalera de caracol y Arkady se ha situado a mi derecha para que yo pudiera agarrarme fuertemente a la pulida baranda de madera.

Sotto voce, como si temiera que su hermana o los sirvientes pudieran oírlo, me ha preguntado:

—¿Qué ha dicho el médico? Está muy pálida.

—Que tiene alguna especie de anemia, tal vez —le he respondido también prácticamente con un susurro. El corazón se me ha acelerado mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para aproximarme sutilmente al asunto que hacía tanto tiempo quería hablar con mi esposo—. Pero me temo que en su estado influye un componente emocional.

En lugar de preguntar, él ha fijado su mirada en mí y la ha mantenido hasta que he continuado, con vacilación:

—Creo… creo que tiene qué ver con tu tío Vlad.

—¿Por qué crees eso? —me ha preguntado. Su tono parecía lo suficiente neutral como para animarme a proseguir, pero ahora que lo pienso, siento que debería haberlo interpretado como un tono ligeramente a la defensiva.

—La angustia pensar que Vlad pudiera marcharse a Inglaterra —he dicho y, a pesar de mi determinación, me he sonrojado.

Esa arruga entre sus cejas ha vuelto a aparecer… un aviso de lo que estaba por llegar.

—Pero eso no tiene sentido —ha respondido, aún con un susurro y pensando en los sirvientes—. Le explicó con mucha claridad que no nos iríamos sin ella… que esperaríamos hasta que esté bien. ¿Es que le preocupa marcharse de casa?

—No exactamente… —He vacilado, en absoluto segura de que la discusión fuera a continuar. Pero Arkady estaba decidido a solucionar el problema. En su tono se ha reflejado un ápice de impaciencia.

—Bueno, entonces, ¿a qué se debe?

—Es… Creo que aún teme que pueda abandonarla. —Podía notar el calor en mis mejillas y en el cuello, pero su propia impaciencia ha avivado la mía, y he sentido que me había guardado la verdad durante demasiado tiempo, que era mejor decirlo y acabar con el asunto de una vez por todas—. Está… Vlad está… Arkady, están enamorados.

Él ha retrocedido como si lo hubiera abofeteado y se ha detenido en seco a dos escalones del rellano. Me ha mirado con los labios separados y los ojos abiertos de par en par, impactado. Cuando por fin ha podido hablar, su voz era tan suave que apenas he podido oírla:

—¿Qu…? ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Los he visto en el dormitorio de Zsuzsanna por las noches. Dos veces. Creo que la culpabilidad que siente por esa relación es en parte la causa de su inexplicable enfermedad.

Tras haberme librado de la verdad, de pronto me he sentido débil, enferma. Me ardían las mejillas, pero es en las de él donde he visto unas repentinas y brillantes manchas coloreadas.

Absolutamente aturdido, se ha girado hacia la pared de piedra, dándome la espalda, y ha susurrado:

—Eso es imposible. Imposible.

Con torpeza, he bajado los dos últimos escalones y me he girado para mirarlo.

—Me rompe el corazón tener que decirte esto. Sabes que no diría algo tan horrible a menos que estuviera convencida de que es cierto. Pero por el bien de Zsuzsanna, yo…

Se ha llevado una mano a la sien tras un brusco espasmo de dolor que me ha hecho acercarme a él preocupada. Después de recuperarse inmediatamente, se ha girado hacia mí con una repentina ira, inclinándose hacia delante y tambaleándose en el borde del escalón de un modo que me ha hecho temer que pudiera perder el equilibrio y caer.

—¿Cómo te atreves? —ha gritado—. ¡No eres mejor que los campesinos, que hacen correr maliciosas mentiras sobre tío! No te ha hecho más que bien, te ha dado esta casa y toda su riqueza… ¡y tú lo has traicionado! ¡Eres una ingrata señora Tsepesh, y él es un santo! ¡Un santo!

—No me alces la voz, señor Tsepesh —le he dicho, también algo acalorada—. Ni yo soy una desagradecida ni él es un santo. —Sus palabras me han hecho daño y me han sorprendido porque pensé que le preocuparía más el honor de su hermana que el de su tío.

Mientras hablaba, ha bajado con furia los escalones, ha pasado por delante de mí, ha sacudido la mano para indicarme que me callara y ha agitado la cabeza mientras yo intentaba protestar para responder ante su ira.

—¡Ya he oído suficiente! ¡No escucharé más mentiras! —Y se ha marchado completamente furioso. He escuchado sus pasos alejarse, amortiguados primero por la alfombra y después pisando con fuerza la fría piedra sin corazón. Si hubiera reaccionado como el Arkady que he conocido siempre, lo habría seguido y sin duda me habría apresurado a disculparme, tras lo cual nos habríamos reconciliado… Pero esa persona era alguien cuyo comportamiento ya no podía predecir. Le he dejado intimidad hasta el momento en que controlara su carácter.

Se ha encerrado en uno de los despachos y no ha salido hasta pasada aproximadamente una hora, cuando ha abandonado la mansión sin decirle nada a nadie y se ha alejado en la calesa mucho antes que de costumbre. Supongo que habrá ido al castillo. No tengo la más mínima idea de si tiene pensado hablar con Vlad sobre lo que le he contado.

Lamento haber mencionado el tema; está claro que la pena de Arkady aún está demasiado fresca, demasiado reciente. Pero entonces, ¿cómo puedo hablar con él sobre lo que he visto al otro lado de mi ventana, de ese hecho verdadero aunque tremendamente fantástico? ¿Cómo puedo decirle que he visto a Vlad convertirse en lobo? ¿Cómo puedo hablarle de las marcas en el cuello de Zsuzsanna y de que esté medio convencida de que él es un strigoi, lo suficientemente convencida como para permitir el uso del crucifijo y del ajo?

Tengo miedo. Tengo miedo de Vlad, tengo miedo por Zsuzsanna. Tengo miedo por mi hijo, que pronto nacerá.

Pero sobre todo tengo miedo porque desde que hemos llegado mi esposo se ha estado convirtiendo, poco a poco, en alguien que no conozco. Yo también estoy cambiando, estoy pasando de ser una mujer sensata a una asustadiza y supersticiosa, especialmente cuando Dunya habla sobre cómo Zsuzsanna se está transformando lentamente en un strigoi.

Vlad se convirtió en lobo. ¿Qué quedará de Arkady y de mí cuando se completen nuestras transformaciones?

Diario de Zsuzsanna Tsepesh

13 de abril.

Anoche volvió a llamar a la ventana.

Llamó y yo estaba preparada para recibirlo. Me había quitado el crucifijo del cuello y escondido el ajo en el armario, tal y como hacen Mary y Dunya todas las mañanas. ¡Se creen tan listas! Yo ya había descorrido el pestillo de los postigos y había abierto la ventana, pero eso no fue suficiente. Cuando llegó, Brutus empezó a ladrar como un loco, arremetiendo contra la ventana como si intentara saltar por ella. No pude ni hacer ni decir nada para calmarlo. Tuve que cerrar la ventana y los postigos y volver a la cama, por temor a que su enloquecido ladrido despertara a toda la casa.

Intenté llevar a Brutus a la cocina y encontré allí a Dunya, durmiendo en el suelo. Se movió cuando entramos y salí corriendo hacia mi habitación con el perro.

Estoy más fuerte, pero mi transformación ha cesado. No me gusta. No me gusta esperar. Tengo que hacer algo.

Diario de Arkady Tsepesh

14 de abril.

Por fin tengo fuerzas para sentarme a escribir. No recuerdo nada de ayer, excepto los delicados rasgos de Mary, enmarcados por sus rizos rubios que me acariciaron las mejillas cuando apoyó su cara contra la mía; su cara y su suave y frío tacto sobre mi frente, y sus susurros con palabras reconfortantes. Eso es todo lo que recuerdo. Es tan buena conmigo, tan cariñosa. En varias ocasiones he intentado pedirle perdón por haberle alzado la voz, pero ella se limita a acariciarme los labios con sus dedos y a sonreír.

Dios, ojalá pudiera olvidar lo acaecido el 12 de abril, pero esos hechos me perseguirán el resto de mi vida. ¿Adónde me conducirá? ¿Adónde me conducirá todo? Pero no. Ahora no debo pensar en el futuro. ¿Veis? Me ha empezado a temblar la mano. No, simplemente debo escribir y de este acto espero encontrar una solución para lo que debo hacer.

Anteayer, el fatídico día 12, me enteré de que mi hermana estaba enferma, que padecía anemia. Esa noticia ya fue lo suficiente angustiante, pero después de ir a visitar a Z., Mary me contó que había visto a Vlad en el dormitorio de Zsuzsa por la noche y que los dos estaban abrazados.

Me avergüenza escribir que le grité a mi pobre esposa. No podía creer algo tan horrible de mi hermana, ni de V., el generoso benefactor de todos nosotros. Al mismo tiempo, sabía que Mary era incapaz de mentir, qué tenía que ser verdad, pero aun así en ese momento volví a sentir esa inminente locura agarrándome otra vez y caí preso de una rabia sin sentido. Entré en el estudio y me encerré, con la idea de escribirlo todo y hacer desaparecer mi ira, pero estaba excesivamente agitado. Salí de casa y me subí en la calesa, sin estar seguro de mi destino.

Hacía un cálido día de primavera. Durante el alba, el cielo había estado claro, pero la llegada de la tarde lo había llenado de nubes gris acero, y el aire olía y se sentía como el que avecina tormenta. Una inexplicable compulsión me condujo hasta el borde del bosque donde había visto a Stefan por última vez. Mientras hostigaba a los caballos a correr entre los árboles, una suave lluvia comenzó a caer, pero el espeso follaje nos protegía. No obstante, nos mojamos conforme las ramas que nos rozaban al pasar nos rociaban con su agua.

Los animales sacudieron la cabeza y relincharon para mostrar su desaprobación ante mi estúpida idea de volver a entrar en el bosque. Me dije que no tenía miedo, aunque de pronto la boca se me quedó tan reseca que la lengua se me adhirió a la cara interna de mi mejilla y tensé las riendas con manos temblorosas. No tenía miedo, pero no podía dejar de mirar hacia las copas de los árboles más altos y ver a Jeffries tendido allí y balanceándose con el viento.

Era de día y hacía calor. Los lobos no atacaban durante el día cuando hacía calor, y tampoco lo hacían en solitario, sino en manada, pero incluso en ese caso normalmente solo en las noches de invierno Eso era lo que decía la sabiduría popular, y sin embargo, Stefan había muerto en un hermoso y luminoso día de verano, asesinado por un perro lobo. Me acordé entonces del revólver de padre, en el asiento de al lado, donde lo había puesto para ocasiones como esa. Lo apoyé sobre mi regazo.

No había rastro de Stefan, Avancé con los caballos un poco, lentamente, estrechando los ojos en la penumbra en busca de la pequeña figura de mi hermano muerto. Seguimos la misma ruta que recordaba hasta finalmente detenernos en el lugar que, supuse, era el mismo donde habían atacado los lobos.

Los caballos levantaron sus cascos y bufaron, impacientes, nerviosos. Yo me mantuve muy quieto y no dejé de mirar al mismo lugar bajo la sombra de un aliso donde me había parecido ver a Stefan la última vez. Miré y escuché un lejano susurro entre los árboles, probablemente producido por pájaros y ardillas. Un cuervo graznó, como en tono de reproche. Un pájaro cantó.

Seguí observando sentado durante varios minutos, escuchando cada sonido que me rodeaba, el golpeteo de la lluvia contra los árboles, mi propia respiración. Por fin, lenta, muy lentamente, de la luz y la sombra color sepia que caía contra las temblorosas hojas, emergió Stefan.

Y señaló hacia delante, hacia los rincones más profundos del bosque.

Lo seguimos; las ruedas giraban contra el suelo húmedo y cubierto de acículas y se oía el chasquido de las ramas que rompía a su paso.

De nuevo, el espectro de mi hermano se desvaneció para volver a aparecer una vez que avancé bastante distancia en la dirección indicada. Así, seguimos adentrándonos en el bosque durante buena media hora.

Finalmente, Stefan apareció, pero ya no hizo más señas; simplemente se quedó mirándome fijamente, como lo haría un ser querido vivo antes de partir intentando memorizar los detalles de mi rostro.

Y después desapareció.

Confuso, miré a mí alrededor y no vi nada más que los mismos alisos y pinos. Esperé unos minutos, me metí la pistola entre la cinturilla de mis pantalones y bajé de la calesa. Amarré a los caballos a una rama y comencé a investigar la zona. No había nada que se saliera de lo normal, solamente el mismo denso follaje de antes y una tierra oscura cubierta casi enteramente por una alfombra de hojas muertas y hojas de pino.

Pero cuando caminé hasta el gran árbol donde se había alzado el fantasma de Stefan, el suelo se hundió de repente, suave y mullido bajo mis pies. Aparté los húmedos detritos vegetales y descubrí tierra recién excavada, más oscura y más suelta en comparación con el resto de tierra que me rodeaba.

El corazón comenzó a latirme más deprisa. Rápidamente, aparté a un lado más cantidad del follaje muerto y, al hacerlo, descubrí algo duro y blanco: un fragmento de hueso, de un animal, pensé. Pero antes de poder examinarlo, los caballos emitieron unos agudos relinchos de pánico.

Al alzar la vista, vi un lobo que corría agachado y a toda velocidad entre los árboles, no en dirección a la calesa y los caballos cautivos, sino hacia mí.

Me puse derecho y durante una fracción de segundo contemplé la espeluznante idea de que Stefan me hubiera conducido hasta allí para que yo corriera la misma suerte que mis dos hermanos; imaginé mi brillante sangre mezclada con la suave lluvia y tachonando el bosque con un rocío carmesí.

El lobo embistió. Yo saqué la pistola de debajo de mi abrigo y disparé. A poco más de un metro, el animal emitió un estridente y canino aullido y cayó, a mitad del salto, cuando había llegado al punto más alto, sangrando por la coyuntura entre pata y hombro.

Pero se recuperó y se levantó, vacilante, cojeando a tres patas y vino hacia mí. Me vi obligado a disparar otra vez; en esa ocasión, la proximidad me permitió dispararle una bala exactamente entre sus severos ojos blancos. La criatura cayó al suelo del bosque con un aullido que terminó con un estertor de la muerte.

Lo único que quería era dejarme caer contra el tronco de árbol más cercano y controlar mis temblores, pero el inquietante recuerdo de los dos lobos muertos tendidos en la entrada de nuestro panteón familiar me convenció de tener la pistola preparada.

Se oyó un crujido de ramas y hojas; el segundo lobo apareció escasos segundos después. Me obligué a esperar hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para apuntarle con precisión y cuando por fin me dispuse a disparar, tuve que controlar mi tembloroso brazo derecho con el izquierdo. El lobo arremetió y apreté el gatillo, pero la fina lluvia que se filtraba por la bóveda del bosque dejó el arma cubierta de humedad; con el disparo, se me resbaló dentro del puño y la bala se desvió de su trayectoria.

Tardé una fracción de segundo en darme cuenta de que había fallado el tiro y supe que todo estaba perdido. El lobo saltó a mi garganta. Su cuerpo colisionó contra el mío, e hizo que la pistola se me cayera de la mano. Unas patas enormes me cayeron con fuerza sobre los hombros y los golpearon contra el suelo mojado. Me armé de valor para prepararme para el dolor de esos crueles dientes sobre mi cuello y no pensé ni en lo irónico de mi destino ni en la traición del fantasma de mi hermano, sino en Mary y el bebé.

El lobo agachó la cabeza y me miró con unos grandes ojos incoloros y salvajes. Su jadeante boca reveló una larga lengua rosa y unos colmillos amarillentos que resplandecían por la saliva que los cubría. Gruñó y abrió la boca preparándose para matar a su presa. Sentí su aliento, caliente sobre la expuesta y tierna piel de mi cuello. Respirando entrecortadamente, cerré los ojos y me preparé para morir.

Pero entonces ocurrió lo imposible.

Sentí movimiento al otro lado de mis ojos cerrados, pero a ese movimiento no le acompañó el dolor de mi garganta mientras era despellejada y partida en dos. El calor que sentía en el cuello quedó reemplazado por la fría humedad del bosque y la presión de las patas contra mis hombros desapareció.

Abrí los ojos y vi que el lobo se había retirado. Ahora estaba sentado a mis pies como un jadeante y obediente perro, con la lengua asomando por su mortífera boca.

Me incorporé y me quedé sentado. El lobo gruñó, abrió y cerró la boca, y se dispuso a arremeter otra vez, pero en el último instante se contuvo con renuencia, como si una barrera invisible y no deseada lo refrenara.

No perdí ni un instante en preguntarme la causa de ese sorprendente fenómeno. Encontré el revólver cerca, sobre el suelo, y me moví despacio, furtivamente hacia él mientras el lobo expresaba su desagrado mediante gruñidos, aunque permanecía quieto. Por fin, alargué la mano rápidamente hacia la pistola y disparé a bocajarro contra la criatura, que se resistió tan poco que me hizo sentir lástima. Murió con un suave aullido mientras su cabeza caía sobre sus patas delanteras.

Después, solo hubo silencio; ni siquiera se oyó el correteo de una ardilla o el canto de un pájaro, únicamente el suave y constante golpeteo de la lluvia sobre el follaje. No apareció un tercer lobo. Cuando mis temblores cesaron, marqué con pisadas el perímetro de la tierra hundida. Era una extensión mucho más pequeña de lo que me esperaba, tal vez solo un metro cuadrado… demasiado pequeño para un cuerpo. Con un sombrío regocijo que rayaba la histeria, comencé a reírme: tal vez las historias de los moroi eran ciertas. Tal vez mi hermano me había llevado hasta un alijo enterrado de joyas o monedas de oro.

Obsesionado, comencé a cavar con nada más que mis manos.

El esfuerzo me hizo sudar. La humedad había hecho que la tierra pesara y después de una hora, o quizá dos, estaba empapado, cubierto de fango y dolorido. La lluvia estaba cayendo con fuerza. Ya estaba a punto de darme por vencido cuando mis dedos helados por fin tocaron algo suave y blando bajo el agua turbia.

Sentí como una fina capa de tela. Desesperadamente, aparté el barro suficiente para calcular las dimensiones del premio oculto. Era un cuadrado de aproximadamente treinta centímetros por cada lado y cuando cavé lo suficiente hondo como para poder meter los dedos debajo, pude notar que aparentemente lo que había debajo de la tela era un caja perfectamente cuadrada de un material muy duro, o metal o madera.

Me arrodillé sobre el suelo blando y mojado y me eché hacia delante, metiendo primero los dedos y después las manos bajo la caja. Me llevó un rato poder agarrarla bien y necesité de un buen impulso para sacarla de la tierra mojada, pero por fin di un enorme tirón y salió con un sonido parecido al de una succión.

Me eché hacia atrás, de cuclillas, y estudié mi tesoro: estaba envuelto por varias capas de fina seda negra, ahora empapada y mugrienta, pero demasiado nueva y en un estado demasiado bueno como para llevar más de un día enterrada. Impaciente, la desenvolví y lo que descubrí debajo fue una sencilla caja de madera sin barnizar hecha de pino autóctono y con un pestillo de burdo latón.

Puse la caja en el suelo y corrí el pestillo; me corté en el dedo pulgar con su afilado borde sin pulir, pero dada mi ansiedad cargada de pavor, no me importó. Colé los dedos bajo la tapa e intenté abrir la caja. Me supuso un gran esfuerzo, ya que la madera estaba hinchada por la humedad, pero por fin lo logré, levanté la tapa.

Y grité al ver los ojos de Jeffries abiertos de par en par y nublados por la sombra de la muerte.

Me puse de pie y la caja se me cayó de las manos. La cabeza de Jeffries rodó por el empapado follaje haciendo ruido contra el agua y fue a quedar cara arriba sobre el mismo borde de la fosa abierta. Al rodar, algo cayó de su boca abierta, paralizada con el mismo rictus de angustia que había tenido en mi sueño. Alargué la mano hacia el objeto blanco que había sobre el oscuro y brillante suelo y levanté una cabeza de ajo.

Le habían cortado el cuello del mismo modo que a padre, tenía la boca llena de acre hierba. Su piel tenía un tono más blanco de lo que habría creído posible para un ser humano; era exactamente el color de la tiza, incluso más claro que los mechones de pelo alborotado que le salían del cuero cabelludo en todas las direcciones.

Unos truenos bramaron mientras miraba, aterrado, la cabeza seccionada. De pronto, un aguacero comenzó a colarse con fuerza entre los árboles que me cobijaban vertiendo una cascada de agua sobre mí y sobre mi desafortunado y antiguo invitado, a la vez que me limpiaba de barro las perneras de los pantalones y las mangas. La lluvia aporreaba los ojos ciegos y abiertos de Jeffries, le pegó el pelo a la cabeza y arrastró las ramas y arena que le cubrían y la hoja de aliso que le había estado colgando de su mejilla blanca como el mármol.

Por un instante pensé que iba a vomitar, pero lo que se vertió de lo más profundo de mi atemorizado ser fue totalmente inesperado.

Comencé a reírme.

Al principio en bajo, después con un tono cada vez más agudo y alto hasta que el sonido se tornó histérico. Eché atrás la cabeza y me reí con más fuerza mientras lloraba y dejaba que la lluvia se mezclara con mis lágrimas, que golpeara mis ojos abiertos como le hacía a los ojos sin vida de Jeffries, dejaba que llenara mi boca marcada por un rictus sonriente hasta que me doblé hacia delante, con arcadas, y aun convulsionando por ese regocijo cargado de horror.

Porque me di cuenta de una cosa: Stefan había aparecido por primera vez antes de la muerte de Jeffries. Lo de Jeffries era una mera coincidencia, algo que había surgido en el último momento.

Había un tesoro que encontrar.

Y lo encontré, pequeño hermano. Oh, claro que lo encontré.

Extendí los trazos para recibir la lluvia mientras giraba en círculos como un niño comprobando cuánto podía aguantar hasta marearse. Bailé, aplastando la maleza, haciendo caso omiso de los lobos, despreocupado; hundí los pies en el margoso suelo alfombrado y me detuve cuando cedió, como si un perro empeñado en sacar un hueso lo hubiese excavado.

Encontré huesos, un cementerio lleno de ellos y todos eran calaveras. Calaveras grandes y también pequeñas. A los niños los habían enterrado sin ningún miramiento; encontré sus cabezas en una fosa común. Muchos de los diminutos cráneos tenían forma irregular y apuntaban a una supina deformidad. Un niño tenía media cabeza de más emergiéndole del cráneo, como si a pesar de esforzarse al máximo no hubiera logrado dar a luz a Atenea.

Dejé de abrir las cajas después de la segunda, que contenía la cabeza de un hombre con un grado de descomposición de meses y que estaba resbaladiza por el musgo que la cubría; sin embargo, continué con mi frenética excavación y reuní las pequeñas cajas como si se tratara de trofeos. Pero después de unas veinticuatro, además de demasiados cráneos de niños como para contarlos, vi cómo mi maníaca energía se agotaba, aunque el suelo siguió cediendo en varios puntos a mí alrededor.

¿Y cuántos más cementerios como este se ocultaban en el infinito bosque?

Demasiados lugares para que un hombre pudiera excavar. Para que un hombre pudiera soportar.

Pero ¿adónde habían ido a parar los cuerpos, los grandes de los adultos y los pequeños y contrahechos de los pobres niños de quienes alguien se había deshecho?

Ah, Stefan, creo que también encontré la respuesta a esa pregunta.

Había fragmentos de hueso entremezclados con la mata de ramas, hojas y acículas que alfombraban el suelo del bosque. Después de examinar en detalle la tierra, me convencí de que los cuerpos se habían dejado allí para los lobos. Los fragmentos eran lo único que quedaba después de que los animales hubieran cascado los huesos más grandes en pedazos entre sus poderosas mandíbulas para llegar hasta el sabroso tuétano.

¿Quién sabe cuánto me quedé allí, escarbando como un loco entre el fango? ¿Cómo se podría esperar que alguien llevara cuenta del tiempo ante semejante horror?

Lo único que sé es esto: que cuando por fin me derrumbé, temblando, exhausto, incapaz de levantar otro puñado de tierra mojada, caí sobre el suelo, alcé la vista hacia las ramas fijándome en una diminuta grieta de cielo enrojecido y supe que las nubes se habían disipado y que el sol se estaba poniendo.

Estoy seguro de lo que sucedió entonces; un reconfortante estado de locura se había apoderado de mí por completo y había reducido mi mente a una tabula rasa, incapaz de recordar el pasado, incapaz de retener el presente. No recuerdo si dejé en su sitio las cabezas y huesos que había descubierto (rezo por haberlo hecho, para proteger al pobre Jeffries y a las víctimas que son sus compañeros de alguna otra vejación post mórtem), pero al parecer logré arrastrarme hasta la calesa y conducir de vuelta a casa.

Cuando llegué despeinado empapado y cubierto de barro, me encontraba sumido en un delirio. Mary dice que he estado enfermo con fiebre durante dos días, uno de ellos fue una temperatura tan peligrosamente alta que la noche del 12 temieron que no fuera a sobrevivir. Parece que piensa que ha sucedido algo terrible; es afectuosa, cariñosa y no me presiona.

¿Cómo voy a contarle algo así? Dios, ¡no puedo soportar pensar que está viviendo cerca de tanto peligro…! Soy el responsable de haberla traído a esta cámara de los horrores y si algo les sucede a ella o al niño…

No puedo escribir más porque escribir me hace recordar y pensar, y cuando comienzo a recordar, cuando comienzo a pensar, la locura vuelve a amenazarme…