Diario de Zsuzsanna Tsepesh

10 de abril.

Estoy muriendo de amor.

Otra noche de sueños. Esta mañana estoy tan débil que apenas puedo sostener la pluma. Tras una frase o dos, tengo que soltarla. Me duele mucho la espalda, desde la parte alta hasta abajo del todo. Y qué extraño, a veces siento como si los músculos y los huesos se estuvieran moviendo, retorciéndose bajo mi piel.

Ha vuelto a venir. Ha vuelto y, en esta ocasión, estaba esperándolo ante la ventana abierta. En esta ocasión, yo misma me solté la cinta del camisón, aunque dejé que él deslizara la fina tela delicadamente a lo largo de mi piel. Temblé ante su suavidad y volví a temblar al sentir el frío del aire de la noche contra mi piel expuesta, seguido del frío de sus manos y del calor de su aliento.

En esta ocasión fue igual de delicado y el doble de atrevido. Tiró del camisón hasta que lo tuve por los tobillos y en ningún momento sus labios dejaron de rozar mi piel mientras los deslizaba junto con la tela, sobre la curva de mis hombros, por mi pecho, mis costillas; mientras los separaba para saborear mi piel con su lengua. Me sonrojo al escribir que no se detuvo ahí, sino que se arrodilló y continuó besándome sobre mi abdomen, mí ombligo y más abajo…

Noté una ráfaga de calor y un cosquilleo que comenzó en la base de mi espalda y fue ascendiendo hacia mi cabeza y más allá. Me sentí como si todos los años que llevaba en la tierra hubiera estado muerta y, por primera vez, un beso me hubiera devuelto a la vida. Bajé la mirada hacia mi salvador, arrodillado, y hundí los dedos en su tupida mata de pelo plateado.

Y entonces, deslizó los labios sobre el muslo de mi pierna atrofiada. Al principio me sentí avergonzada; en mi vida adulta jamás había permitido que nadie tocara ni que, siquiera, viera mi pierna tullida. Comencé a apartarme, pero él me retuvo y la besó delicada y cariñosamente…

No. Mucho más que eso; la besó con pura y reverente adoración y en ese momento lo amé como si se tratara de un dios.

El beso continuó hasta la punta de mi pobre y retorcido pie y entonces se levantó, me tomó en sus brazos y dijo:

—Zsuzsanna. Me siento atado por el pacto que hice con tu padre al decirle que cuidaría de ti mientras vivieras. Del mismo modo, prometí no presentarme ante ti de este modo. Pero estás demasiado enferma para viajar a Inglaterra, donde estoy dispuesto a ir. Esta es la única forma de que puedas acompañarme. ¿Lo entiendes?

—Sí —susurré, aunque en realidad no sabía nada, no entendía nada, excepto que deseaba permanecer en su abrazo para siempre.

Sonrió ligeramente y dijo:

—De toda la familia, durante los muchos años que he pasado en esta tierra, únicamente tú me has amado de verdad.

—No —susurré—. Yo te venero. Cuando estaba enferma, me salvaste la vida y ningún hombre me ha tratado nunca con tanta bondad, ninguno me ha prestado tanta atención como lo has hecho tú. Soy invisible y tú eres el único que me ve.

Una mirada de majestuosa y completa satisfacción le surcó la cara y entonces supe que mis palabras lo habían complacido.

—Por esa devoción —dijo—, he roto el pacto con la familia y debo pagar un precio; y ahora, en su lugar, hago uno nuevo. Jamás te dejaré, sino que te haré mía y estaremos unidos para siempre. —Y cuando le supliqué que lo hiciera de inmediato, sacudió la cabeza con tristeza—. Había esperado que fuera esta noche, pero no puede ser. Aún estoy demasiado hambriento. Pronto será posible… Muy pronto.

Y con un movimiento veloz como el de una serpiente, pegó sus labios a mi cuello.

Fue como si la brusquedad del movimiento me despertara de un trance. Sentí el agudo dolor de sus dientes atravesando mi piel y grité mientras forcejeaba rodeada por su abrazo de acero, llena de un miedo desesperado e irracional. Retrocedí y clavé mis puños contra su ancho e implacable pecho, intenté apartarlo, pero con una sola mano extendida sobre mi espalda aplastó mi cuerpo contra el suyo. Sentí una presión sobre mi cuello, y su lengua y sus labios trabajando ávidamente contra mi piel con el mismo suave sonido que haría un bebé que está succionando del pecho de su madre.

Dejé de resistirme y sufrí un desvanecimiento. En ese instante, el dulce placer de la noche anterior me embriagó otra vez y cuanto más me entregaba a él, más intenso se hacía ese placer, hasta que ya no pude reprimir mis gemidos. No era consciente de nada más que de una aterciopelada oscuridad, del tacto de su lengua y de sus labios, de mi sangre fluyendo hacia él al lento y sincronizado ritmo de nuestros corazones.

El éxtasis fue acumulándose hasta que no pude soportarlo más y grité. En ese momento, él se apartó y me dejó caer, prácticamente inconsciente, en sus brazos. Estaba demasiado débil como para mantenerme en pie, para hablar e incluso para ver, pero oí claramente su profunda voz cuando me dijo:

—Es suficiente. ¡Tal vez demasiado!

Me llevó a la cama y con delicadeza me cubrió con las mantas. Lo oí irse, aunque no pude moverme, no pude abrir los ojos para verlo marchar. Durante un tiempo me quedé allí tumbada, sintiendo, cada vez que respiraba, que no tendría fuerza para tomar aliento una vez más, sintiendo una ligera oleada de placer con cada latido de mi corazón y pensando que sería el último.

Sobre todo, sentí asombro por el hecho de que la muerte pudiera ser una experiencia tan exquisitamente sensual.

Pero no morí. Dormí, y cuando he despertado ya tarde por la mañana, el camisón estaba de nuevo tirado en el suelo junto a la ventana. Me encontraba demasiado débil incluso para recogerlo; Dunya lo ha encontrado cuando me ha traído el desayuno y me lo ha dado escandalizada mientras yo, con sentimiento de culpabilidad, intentaba ocultar mi desnudez bajo las sábanas.

Dunya sospecha y creo que Mary lo sabe, aunque es imposible que una persona conozca los sueños de otra. He intentado transmitirle esto en mis pensamientos a Vlad, advertirle de que los demás lo saben y pueden interferir. No hay duda de que estarán horrorizados, impactados.

No me importa.

No entiendo qué me está pasando, ya no estoy segura de lo que es o no real. Estoy tan débil y confusa. Creo que estoy enferma y que me estoy muriendo. Y repito: no me importa. Si así es la muerte, ¡entonces la muerte es pura dicha! Por primera vez en mi miserable y enfermiza vida, soy feliz. No quiero a Dios. No quiero el perdón.

Lo único que quiero es que él vuelva.

Diario de Mary Windham Tsepesh

10 de abril.

Amado Dios, por favor, deja que me vuelva loca. Por favor, déjame ser una embarazada histérica que está viendo cosas porque le han llenado la cabeza de historias aterradoras…

El horror de todo esto es que sé que no lo soy. Sé lo que he visto y aun así, ¡me resulta imposible!

Es más de la una y media de la madrugada. He oído a Arkady marcharse con el señor Jeffries en la calesa hace unos instantes; no volverá hasta dentro de veinte minutos, o más, si se queda un poco a conversar con su invitado, cuya compañía parece haberlo animado tanto esta noche. Debo escribir esto… debo hacer algo o perderé la cabeza del todo. La mano me tiembla tanto que apenas puedo leer lo que ya he escrito.

Por supuesto, no podía dormirme después de la última anotación en mi diario, aunque era más de medianoche. Me sentía inquieta y me he peleado con las sábanas. Parte de mi malestar se debe a la indigestión y a no poder encontrar la postura adecuada para dormir dado mi abultado vientre, pero casi todo ha sido mental: estaba preocupada porque no sabía si hablarle a Arkady de Vlad y Zsuzsanna esta noche, después de que el señor Jeffries se hubiera ido, o si esperar hasta mañana. Y también estaba preocupada por qué iba a decirle exactamente.

Tampoco podía controlar la curiosidad que me invadía por saber lo que estaría pasando al otro lado de esa cortina. Seguro que Zsuzsanna había tomado nota de mi comentario sobre el lobo en su ventana y había avisado a Vlad de que su dormitorio ya no era un lugar seguro donde verse; incluso me he atrevido a confiar en que mis indirectas palabras hubieran sido suficientes para convencerla de que acabara de una vez por todas con esa relación secreta.

He forzado a mis párpados a mantenerse cerrados. Me he quedado dormida… aunque mi memoria me jura que he permanecido bastante consciente. No obstante, he caído en un extraño sueño sonámbulo, casi en trance, y me he encontrado mirando unos ojos grandes, suspendidos contra la suave oscuridad.

Descansaban sobre una piel blanca como la nieve y resultaban sorprendentemente bellos, como unas esmeraldas de un profundo color verde; las pupilas eran grandes, brillantes, negras. Las he reconocido de inmediato porque eran los ojos de Vlad, y parecían hipnotizarme al igual que lo habían hecho durante la pomana, con la diferencia de que en esta ocasión, al estar adormilada, me he rendido ante ellos por un instante. Al hacerlo, mi malestar se ha desvanecido y me ha invadido una placentera languidez que me resistía a interrumpir.

Así he permanecido un momento y después mi terquedad natural me ha despertado, he abierto los ojos y he sacudido la cabeza para despejarme.

A pesar de todo, sabía que no había estado dormida y darme cuenta de ello, unido tal vez a la inquietud provocada por las historias que el señor Jeffries ha contado en la capilla, han hecho que mi corazón latiera más deprisa. Con una sensación de inexplicable pavor, he ido hacia el banco empotrado bajo la ventana y tímidamente he descorrido la cortina, lo suficiente para ver la ventana de Zsuzsanna sin que me vieran a mí.

La luna llena brillaba en un cielo despejado de nubes e iluminaba la campiña como si fuera de día. He podido ver claramente cada brizna de hierba, cada flor silvestre en la extensión de tierra que se extiende entre nuestra ventana y la de Zsuzsanna, aunque los colores habían quedado atenuados hasta una sutil variedad de grises.

Sabía que Vlad estaba allí, lo sabía, aunque incluso ahora no puedo decir cómo lo sé. Lo he sabido incluso antes de ver que los postigos y la ventana estaban abiertos. La luz de su habitación no estaba encendida, así que no he podido ver con claridad lo que había dentro, pero unos metros más allá de los postigos abiertos, he visto sombras forcejeando en la penumbra, un reflejo blanco contra un fondo negro, y he sabido con la misma imposible certeza que se trataba de la pálida piel de Zsuzsanna contra la capa de Vlad.

Cuánto he estado junto a la ventana es algo que no puedo decir con exactitud; mi percepción habla de horas, el reloj indica minutos. Pero me he quedado paralizada, observando, hasta que las sombras se han alejado de mi vista para adentrarse más en la oscura habitación… hacia la cama.

Y entonces la sombra más oscura, tras pasar un tiempo, ha reaparecido y se ha subido velozmente sobre el alféizar de la ventana para, a continuación, caer varios metros abajo sobre la hierba con la misma agilidad de un joven.

Era Vlad. Lo he visto claramente, no dejaba lugar a dudas; su cabello y su piel blancos resplandecían bajo la brillante luz de luna. Ha mirado hacia atrás, con una actitud furtiva como la de un ladrón al huir, y ha comenzado a correr.

Ha pasado muy cerca de mi ventana, me he echado hacia atrás, sin atreverme a respirar, y he corrido las cortinas dejando únicamente una diminuta abertura por la que he mirado. Lo he visto avanzar agachado hasta comenzar a trotar a cuatro patas, como un animal, con su capa oscura plegada.

Y bajo mí mirada…

Es imposible. Imposible. Es una locura, y no obstante, sé que tengo cordura.

Ha sido como observar el crecimiento extremadamente acelerado de un niño, de modo que la transformación de años de duración ha tenido lugar en segundos. Bajo mi mirada, sus piernas se han acortado, sus brazos se han alargado, su nariz y su barbilla han salido hacia delante, agrandándose hasta formar un largo y enjuto hocico lleno de afilados dientes caninos. La tela de su capa y de sus pantalones parecía hundirse en su piel y cambiar de color y textura hasta que ya no se trataba de seda negra, sino de piel gris plateada.

Ante mis ojos, se ha convertido en un gran lobo gris.

He gritado horrorizada. Creo que el sonido que he emitido no ha sido alto y sin embargo, Vlad, el lobo, se ha detenido y girado en dirección a la ventana y ha mirado hacia arriba con unos grandes ojos.

Y… aunque tal vez esto sea fruto de mi imaginación… he visto esos labios caninos retraerse sobre unos dientes afilados, curvarse ligeramente con esa misma sonrisa depredadora que me había dirigido cuando abrazó a Zsuzsanna en la pomana.

Nunca en mi vida he estado tan al borde del desmayo. He soltado la cortina y, tambaleándome, he ido hacia la pared, contra la que me he apoyado, temerosa de caerme si no me sujetaba.

Cuando por fin me he recompuesto, he corrido hacia el escritorio para escribirlo todo, no fuera a ser que al llegar la mañana me convenciera a mí misma de que todo esto no había sido más que una pesadilla.

Puedo oír en la distancia como Arkady se aproxima en su calesa. He estado toda la noche preocupada por qué decirle sobre Zsuzsanna y Vlad.

¿Qué voy a decirle ahora?

¿Qué voy a decirle?

Diario de Arkady Tsepesh

10 de abril.

Última hora de la noche. Jeffries ha desaparecido. Creo que lo han matado.

Regresé con él al castillo bastante tarde, sobre la una o las dos de la madrugada. No molesté a tío, aunque sospechaba que seguiría despierto a esas horas, y Jeffries dijo que se aseguraría de transmitirle mis disculpas por haberle dejado en el castillo mucho más tarde de lo que tío había indicado. No creí que tuviera el derecho de volver a privar a tío de la compañía del señor Jeffries para cenar hoy, pero sí que lo invité para tomar el té de la tarde.

Esta tarde he partido pronto hacia el castillo para recoger a Jeffries. Cuando entraba con la calesa en el patio, Laszlo salía en el carruaje con un gran bulto en el asiento de al lado. Verme debió de alarmarlo ya que al instante ha hostigado a los caballos y se ha alejado corriendo.

He interpretado sus prisas y su renuencia a saludarme como una señal de su antipatía hacia mí. Apenas he pensado en ello ni en el bulto que llevaba al lado hasta después, cuando he ido a buscar a Jeffries a la habitación de invitados. No estaba; su equipaje y su libreta permanecían intactos en su dormitorio, al igual que la nota cuidadosamente doblada de tío, pero mi búsqueda por el castillo ha resultado infructuosa. No podía encontrarlo por ninguna parte, y ninguno de los sirvientes ha reconocido haberlo visto. Desesperado, los he llamado uno a uno a mi despacho y les he preguntado. Ninguno de ellos parecía saber nada sobre la misteriosa desaparición del visitante. (Lamentablemente, Masika Ivanovna no ha ido hoy al castillo ya que su hijo ha muerto. Podré saber algo más al respecto porque tengo intención de acudir al funeral).

Al final he hablado con Laszlo cuando ha vuelto al castillo. Mientras, me he fijado en que tenía un reloj de bolsillo y una cadena de oro en su chaleco que no había visto antes y, con un valor nacido del horror, le he pedido que sacara el reloj y me lo enseñara.

Lo ha hecho y he dado un grito ahogado cuando mis ojos han visto la gran «J» de plata sobre la superficie de oro grabada del reloj. ¡Qué descaro! ¡Hasta lo ha sostenido para que yo lo viera con la misma mano que ahora luce el anillo de oro de Jeffries!

He perdido las formas por completo y le he gritado:

—¡Cómo te atreves a robarle a un invitado de esta casa! ¡Estás despedido! ¡Asegúrate de no volver a pisar este lugar!

Ha alzado su barbilla colgandera con un gesto desafiante y sin mostrar el más mínimo arrepentimiento.

—Oh, no me marcharé, señor. El voievod se ocupará. Además, usted no tiene autoridad para despedirme.

Su arrogancia me ha enfurecido y una sensación de calor me ha inundado la cara mientras le gritaba:

—¡Lo dudo! ¡Ya veremos lo que tiene que decir Vlad cuando sepa que eres un ladrón!

—Yo no soy un ladrón —ha dicho—. Los muertos no poseen nada.

Una horrible frialdad se ha apoderado de mi corazón. He pensado en el terror que reflejaron los ojos de Masika cuando se dio cuenta de que Laszlo la había escuchado… y ahora su hijo está muerto.

—¿Qué estás diciendo, Laszlo? ¿Que el señor Jeffries está muerto?

—Yo no he dicho nada.

—Hablaré con mi tío de esto inmediatamente —le he amenazado, ante lo que simplemente se ha reído, me ha dado la espalda sin pedirme permiso para marcharse y ha avanzado hacia la puerta.

Y mientras…

Y mientras, he visto sobre la parte trasera de su manga blanca una gran mancha de sangre del tamaño de una manzana. Me ha recorrido un terrible escalofrío; no sé cómo explicarlo, pero en ese momento, en mi interior he tenido la certeza de que Jeffries estaba muerto y de que yo estaba contemplando a su asesino.

—Laszlo —he dicho.

Se ha detenido y ha girado la cabeza hacia atrás para dirigirme una mirada insolente.

—¿Qué es eso? ¿Estás herido? —He ido hacia él y entre el dedo índice y el pulgar he levantado una parte de su manga para ver mejor la mancha.

Era sangre, de eso no hay duda, y estaba empezando a oscurecerse, pero aún brillaba lo suficiente como para indicar que había sido derramada solo hacía horas. Laszlo ha agachado la vista y ha apartado el brazo bruscamente, pero su insolencia ha disminuido un poco.

—En absoluto. Esta mañana he matado una gallina para la cocinera.

Y ha salido apresuradamente de la habitación.

Me ha parecido una explicación razonable, pero aun así no he podido evitar que me invadiera el miedo. Ha sido entonces cuando he recordado el bulto que he visto a su lado en el carruaje.

Lo he seguido hasta afuera y he bajado las escaleras con la idea de preguntarle por el contenido de ese fardo, pero ya se había esfumado. De modo que he ido a la cocina, donde, después de una ronda de preguntas, me he enterado de que la cocinera estaba estofando cordero y que no sabía nada de la gallina que había mencionado Laszlo.

¿Cómo puede un asesino ser tan descarado, tan audaz, tan insolente como para lucir orgulloso los efectos robados de su víctima dando así muestras del crimen?

Eso únicamente puede hacerlo uno que esté loco.

Era algo demasiado inquietante como para guardármelo. Cuando V. se ha levantado, le he mandado llamar para que fuera al salón. Ana había encendido el fuego y las velas y la habitación desprendía una acogedora calidez. Con las manos sobre los apoyabrazos, derecho y majestuoso como un rey en su trono, tío estaba sentado en uno de los dos grandes sillones que había frente al fuego. Entre ellos, encima de una pequeña mesita auxiliar, había una pequeña bandeja de plata sobre la que descansaban una copa de cristal y un decantador de slivovitz, un capricho sin duda servido para el posiblemente desventurado señor Jeffries.

En el momento en que he cerrado la puerta tras de mí, V. se ha levantado de su sillón con increíble presteza y se ha girado hacia mí con unos ojos enormes y llenos de fuego. Antes de que pudiera decir una palabra, me ha gritado:

—¡Jamás vuelvas a sacar a un invitado de este castillo sin mi expreso permiso! ¡Jamás! ¿Lo entiendes?

Me he quedado tan desconcertado que durante unos segundos me ha fallado la voz. No eran ni la voz de mi padre, ni los ojos de mi padre; eran la voz de un príncipe majestuoso y los ojos del despiadado Empalador del retrato.

Su rostro, lejos de poseer su habitual palidez, estaba enrojecido por la ira y hacía que sus cejas blancas resaltaran de forma inquietante sobre su rosada frente, sobre sus mejillas y el estrecho puente de su nariz, que habían adquirido un tono más rosa todavía. Tenía fruncidos sus labios color carmesí; el inferior caía ligeramente revelando una hilera de brillantes dientes blancos terminados en punta. Se había movido tan deprisa y con tanta energía que he pensado que estaba viendo a otro hombre. De hecho, le había salido un mechón gris oscuro en cada sien.

Había rejuvenecido. He parpadeado, pero la alucinación no se ha desvanecido. El cambio era sutil, pero innegable… e imposible; tan imposible como la aparición de Stefan. Estremecido, me he llevado una mano a la sien ante la ya familiar presión en ese punto de mi cabeza, y he oído con bastante claridad las siguientes palabras, como si yo mismo me las estuviera susurrando a mi oído:

Debes de estar volviéndote loco.

—Lo siento —he dicho tartamudeando—. Jamás volveré a hacerlo. Lo que sucede es que el señor Jeffries resultaba una compañía tan buena que…

—¡Júralo! Jura que no volverás a cometer otro error igual. ¡Ahora!

—Lo juro —he susurrado verdaderamente atemorizado, no por el temperamental arrebato de V., sino por esas imposibles percepciones que me estaban invadiendo—. No volveré a hacerlo.

Entonces su furia se ha apagado de inmediato; se ha puesto derecho y su poderoso cuerpo se ha relajado.

—Bien. Bien —ha dicho mientras asentía con nefasta satisfacción—. Aceptaré la palabra de un Tsepesh. —Su tono se ha suavizado repentinamente y ha señalado hacia el sillón que tenía al lado—. Ahora, sobrino, siéntate y dime en qué puedo ayudarte.

He cruzado la sala y me he sentado de lado en el borde del sillón, frente a él, con las manos ligeramente apoyadas sobre el reposabrazos y fijando en él mi mirada de inseguridad a la vez que intentaba no mostrar sorpresa ante su ligero, pero obvio, rejuvenecimiento. Me sentía tan absolutamente perplejo que me resistía a comenzar. Pero V. me ha dicho sonriendo:

—Debo disculparme por mi excesivo carácter, Arkady, pero solo tengo unas pocas reglas para las personas que están a mi servicio y exijo que se cumplan. No hay forma más rápida de provocar mi cólera que desobedeciéndome. —Ha servido una copa de slivovitz y me la ha entregado diciendo—: Bebe.

La he aceptado, a pesar de que no me apetecía, y tras un pequeño sorbo la he dejado sobre la mesa.

—Ahora —ha continuado V., tan solícito y cálido como de costumbre—, por favor disculpa mi arrebato. Puedo ver que te ha hecho sentir incómodo y no era mi intención. Dime algo, Arkady. Dime qué puedo hacer para ayudarte.

Me he atrevido a responder tímidamente:

—Se trata del señor Jeffries. —Al ver que esas palabras solo han provocado una expresión de educado interés, he continuado con más valor que antes—: Ha desaparecido sin dejar rastro y ha dejado aquí todas sus pertenencias.

—¿De verdad? —ha preguntado V. con las cejas enarcadas de sorpresa. Y entonces su expresión se ha tornado pensativa y ha mirado al fuego—. Qué extraño —ha murmurado finalmente—. Aunque supongo que no debería sentirme insultado por tan brusca partida. Los ingleses están llenos de costumbres peculiares.

He emitido un pequeño sonido de exasperación.

—He vivido entre ingleses durante cuatro años y no tienen la costumbre de desaparecer de repente. Me temo que le ha ocurrido algo terrible.

Ante mi grado de angustia, se me ha quedado mirando perplejo.

—¿Por qué dices tal cosa? ¿Qué podría sucederle a un invitado aquí, en mi casa?

—Tal vez… tal vez alguien le ha hecho daño, tal vez incluso lo han matado.

Se ha reído a carcajadas al oír esto. Una mezcla de vergüenza y rabia me ha encendido las mejillas y la nuca; él se ha dado cuenta e inmediatamente se ha calmado para, a continuación con un tono condescendiente y tranquilizador, decirme:

—Querido sobrino… has sufrido una terrible tensión durante los últimos días. ¿Podría ser esto lo que te ha hecho llegar a semejante conclusión? El hombre se ha marchado de repente, pero ¿cómo podemos decir que le ha sucedido algo? Tal vez simplemente ha decidido volver a Bistritz y con tanta premura ha olvidado su arcón; o tal vez tiene alguna razón para querer desaparecer entre la campiña. Quizá ha cometido la estupidez de salir a pasear solo por el bosque y los lobos le han arrancado la garganta. ¿Quién sabe? A lo mejor no es el periodista que dice ser, sino un criminal o un asesino que pretende eludir a la justicia.

Me tembló la voz, tanto de furia ante sus dudas sobre mi estabilidad mental como de miedo por la posibilidad de que tuviera razón, cuando le he respondido:

—Si hubiera decidido regresar a Bistritz, le habría pedido a Laszlo que lo llevara y se habría llevado sus cosas. Pero hoy Laszlo lleva puestos su reloj y su anillo. No se habría atrevido a cometer ese robo a menos que supiera que Jeffries no volvería.

—Tal vez el señor Jeffries le regaló esos objetos a Laszlo.

—No lo creo. Creo que… Creo que es posible que lo haya matado y que después los haya robado.

—¿Matarlo? —Ha tenido la precaución de no reírse, y en su lugar, se ha limitado a enarcar las cejas con incredulidad—. Arkady, los sirvientes nunca se atreverían a hacerle daño a un invitado mío, te lo aseguro. Como puedes ver, los protejo mucho.

—Probablemente la mayoría de los sirvientes no lo haría, pero creo que Laszlo es capaz de algo así. Cuando le he preguntado por el reloj y por el anillo y lo he acusado de haberlos robado, me ha dicho que los muertos no tienen ninguna propiedad. Y tenía sangre en la manga, sangre fresca. Y esta tarde, cuando he llegado al patio, estaba sacando el carruaje con una sospechosa expresión y con un gran bulto en el asiento de al lado.

V. ha escuchado atentamente y finalmente ha dicho, con el paciente tono de alguien que intenta razonar con un loco:

—Arkady, sin duda el hecho de que llevara un bulto en el carruaje tendrá una explicación, al igual que la tendrá la sangre…

—Me ha mentido con lo de la sangre —lo he interrumpido—. Ha dicho que ha matado una gallina para la cocinera, pero ella no sabe nada al respecto.

Tras una pausa, ha continuado:

—Pero ¿estás completamente seguro de que esas cosas pertenecían al señor Jeffries? ¿Y que no has entendido mal las palabras de Laszlo? Estoy seguro de que todo tiene que ser simplemente un malentendido…

—No tengo ninguna duda de lo que me ha dicho Laszlo. Y el reloj y el anillo de Jeffries están grabados con su inicial. Ayer los llevaba puestos.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo —he respondido, aunque he visto su incredulidad claramente reflejada en sus ojos.

—Entiendo —ha dicho V. lentamente antes de girarse para mirar al fuego. Sabía que pensaba que yo era un irracional y me he esforzado por no perder el control, no fuera a decir algo con actitud acalorada que le diera más pruebas de la conclusión a la que había llegado. Nos hemos quedado sentados en silencio hasta que me ha preguntado:

—¿Qué crees que habría que hacer?

—Ir a las autoridades de Bistritz y contarles nuestras sospechas. Dejar que investiguen la desaparición del señor Jeffries.

De nuevo, V. ha reflexionado sobre mis palabras y, después de una larga pausa y con un tono tan calmado que me parecía que volvía a ser un niño acurrucado en mi cama escuchando la suave y relajante voz de mi padre mientras me contaba un cuento, ha dicho lentamente:

—Arkady… Te pido que controles tus impulsos y confíes en mí. Te aseguro que al señor Jeffries no le ha pasado nada y que tus conclusiones son… prematuras. Has pasado por una fuerte tensión emocional y tal vez tanto dolor está nublando tu juicio. Dejemos que pasen dos días. Para entonces, estoy seguro de que el misterio del señor Jeffries estará resuelto. Si no es así, entonces serás nuestro detective. Eres brillante, muy inteligente. Confío en que resolverás el misterio y que al final veremos que se ha hecho justicia. Pero no hay necesidad de molestar a las autoridades. ¿Me prometes que confías en mí?

Mientras hablaba, me he sentido mareado y he notado el mismo dolor punzante en la cabeza y la misma convicción de que la cordura se me estaba yendo de las manos. Tal vez estaba siendo un estúpido al sospechar de Laszlo teniendo tan pocas pruebas; tal vez no podía fiarme de lo que habían visto mis propios ojos. Después de todo, allí sentado enfrente de mí estaba V., un hombre que de pronto era diez años más joven.

—Lo prometo —he dicho con tono sombrío. V. se ha negado a hablar más al decir que, sin duda, yo necesitaba irme a casa y descansar. Y así, le he pedido permiso para marcharme.

Cuando he vuelto a pasar por delante de las habitaciones de invitados para salir del castillo, se habían llevado todas las pertenencias de Jeffries; es como si nunca hubiera existido, como si nunca hubiera estado aquí.

He salido del castillo con el corazón latiéndome con fuerza al pensar lo que podría haberle sucedido al pobre Jeffries, con la mente perpleja por todo lo que había visto… tanto lo real como lo irreal.

¿Cómo distinguir la diferencia?

De camino a casa, mientras la calesa cruzaba el montículo cubierto de hierba, el nervioso relincho de los caballos me ha despertado de mi angustioso ensueño y he visto lo que los había perturbado: un gran lobo gris que corría en nuestra dirección, desde el castillo hacia la mansión. He zarandeado las riendas y, agradecidos, los caballos han acelerado el paso, pero yo ya había reaccionado lo suficiente como para darme cuenta de lo que nos rodeaba y no he podido evitar mirar por encima de mi hombro derecho hacia la brillante y nacarada belleza de la luna que flotaba sobre el denso bosque.

La he contemplado sólo durante unos segundos y mientras lo hacía, algo pequeño y de color claro ha comenzado a materializarse contra el fondo del oscuro bosque; he sabido enseguida, antes de enfocar la mirada, que se trataba de Stefan. Tras la mutilación que había sufrido el cuerpo de padre, no podía soportar mirar ni la cara ni el cuello de mi hermano y por eso he fijado la mirada en su camisa de lino blanca y en la gran e irregular mancha negra que tenía en ella y que la radiante luz de luna empapaba con un brillo satinado.

Stefan ha levantado un brazo y ha señalado al bosque en la misma dirección que había indicado ya en dos ocasiones.

Vacilante, intrigado y asustado, he hecho girar a los reticentes caballos en la dirección de la aparición. Según me acercaba, Stefan se ha desvanecido para aparecer más lejos, casi oculto por las sombras de un alto pino en el borde del bosque.

He hostigado a los caballos para acercarnos a él. De nuevo, Stefan se ha esfumado y ha vuelto a aparecer, en esta ocasión dentro de los límites del bosque e indicándome que entrara.

He respirado hondo y lo he seguido; los caballos sé movían vacilantes, bufaban para mostrar su desaprobación ante mi imprudencia. El paso entre los árboles era estrecho y los arbustos rozaban contra los laterales de la calesa desprendiendo su fragancia. En el instante en que nos adentrábamos, el pánico y el arrepentimiento me han embargado, porque los árboles estaban tan cerca y su follaje era tan denso que me he visto rodeado por una absoluta oscuridad. Por el contrario, el montículo iluminado por la luna parecía claro como el día. Únicamente el olor de pino y el roce de las ramas de los árboles me indicaban dónde me encontraba.

A ciegas, he tirado de las riendas para frenar a los caballos y he intentado determinar la ubicación de los troncos para poder conducir la calesa hacia el exterior sin peligro. Pero en medio de la oscuridad, la pequeña figura de Stefan ha vuelto a aparecer una vez más ante nosotros, brillando con el mismo resplandor que la luna, iluminando el camino que nos conduciría hasta él.

Una vez más, lo he seguido en la calesa, pero antes de llegar al lugar donde se encontraba, he detectado un movimiento muy brusco entre la maleza, un gruñido grave, e inmediatamente he hecho que los caballos se movieran hacia un lado. La calesa se ha sacudido en la dirección contraria con tanta velocidad que una rueda se ha levantado del suelo y he estado a punto de perder el equilibrio y caer… algo que habría tenido un fatal resultado.

El bosque se había vuelto negro como el carbón. No he podido ver nada, pero he sentido la tensión en las riendas cuando los caballos se han frenado a dos patas y he oído sus chillidos por encima de los aullidos de los lobos. He agitado las riendas, más y más fuerte, medio levantándome movido por la desesperación, pero los caballos estaban demasiado atemorizados para obedecer. Los lobos han saltado y han comenzado a morderles las caras. Podía oír el sonido seco de sus mandíbulas al abrirse y cerrarse, el ruido de sus pisadas contra el suelo y me he echado hacia atrás cuando uno ha saltado hacia la calesa, acercándose tanto que he sentido su cálido aliento contra mi cara y he oído el silbido del aire cuando sus dientes han chocado al cerrar las mandíbulas.

Esta horrible escena solo ha durado segundos, pero a mí me ha parecido una eternidad hasta que he encontrado la fusta y he logrado que los histéricos caballos comenzaran a moverse. Hemos salido como una flecha de entre los árboles hacia el vendaval de luz de luna. Al principio, los lobos nos han seguido y han mordisqueado los cascos de los aterrorizados animales, pero pronto han desaparecido en el interior del bosque.

Los caballos y yo seguíamos temblando descontroladamente hasta llegar a la mansión. Por obra de algún milagro, ninguno de los animales ha resultado gravemente herido. A pesar de ello, me he sentido terriblemente culpable al ver sus hocicos ensangrentados y, como el mozo de cuadra ya estaba durmiendo, yo mismo les he curado las heridas mientras les hablaba delicadamente para calmarlos… aunque creo que, al hacerlo, he apaciguado más mis nervios que los suyos. Les he prometido que jamás nos aventuraríamos dentro del bosque sin el rifle de padre.

No pude prometerles que no fuera a volver a entrar. Stefan me espera. Algo maligno ha intentado evitar que descubra lo que él quería que encontrara esta noche.

¡Pero no tiene ningún sentido! Las apariciones de mi hermano fallecido no son más que el resultado de la tensión y de la imaginación. Aun así, el delirio es tan intenso que me resulta difícil resistirme…

¿Me ha llevado este estado de sobrecogimiento hasta el borde de la locura? Me siento como si estuviera tambaleándome en el precipicio. He visto a mi hermano muerto materializarse ante mí; he visto a V. rejuvenecido de un modo que resulta imposible. He sentido las garras de la locura agarrar con fuerza mi cabeza. ¿Cómo puedo estar seguro de si en realidad he visto a Laszlo llevando el anillo de Jeffries o el bulto en el carruaje o la sangre en su manga? ¿Cómo puedo saber con seguridad si Jeffries realmente ha existido?

No. No. No he de dudar, o me volveré loco. Stefan es una alucinación… convincente, pero irreal. Pero sé que he visto a Laszlo con el anillo, sé que no he malinterpretado su insolencia ni su comentario incriminatorio.

Al entrar en la casa, ya controlaba mis temblores y me había calmado hasta cierto punto; algo positivo, ya que Mary aún estaba despierta. Creo que está preocupada por mí. He intentado ocultar las fuertes impresiones que me he llevado estos días, pero sospecho que no lo he conseguido. Esa pequeña arruga que le sale entre las cejas cuando está especialmente preocupada ha vuelto a aparecer. Con delicadeza me ha dado la noticia de que Zsuzsanna parece estar bastante enferma por algún mal desconocido y aunque sé que eso la afligía, no he podido evitar sentir que estaba ocultándome algo más por miedo a alarmarme. Me preocupa que sea infeliz aquí o que haya ocurrido algo que la haya disgustado.

Además me ha preguntado si hay algo que me inquiete. He intentado asegurarle que todo está bien, pero dudo que me haya creído.

Nos hemos retirado pronto y no me he detenido, como es mi costumbre, a anotar en mi diario lo acontecido durante el día. Tanta tensión emocional me había dejado exhausto.

Para consolarme mientras estábamos echados juntos, Mary me ha puesto mi mano sobre su vientre para poder sentir al bebé moviéndose dentro de ella; el espabilado granujilla ha dado una patada tan fuerte que los dos nos hemos visto obligados a olvidarnos de nuestros problemas y a reírnos. Mi propia risa ha estado a punto de convertirse en lágrimas porque he sentido un renacer del abrumador amor y gratitud que había experimentado en el tren procedente de Viena, cuando había contemplado a mi esposa mientras dormía.

Me he quedado dormido enseguida, pero me he despertado a la hora, después de soñar con Shepherd, que estaba alzando su cabeza ensangrentada para mirarme con los blancos ojos de un lobo. Temo volver a ese sueño y por eso me he levantado para escribir estas palabras a la luz del farol.

¡Oh, Mary! ¡Querido hijo, aún no nacido! ¿A qué clase de manicomio os he traído?