Carta a Matthew P. Jeffries
(Dictada y traducida del rumano)
7 de abril
Amigo mío:
Bienvenido a los Cárpatos. Me sentí profundamente decepcionado al recibir la noticia del aplazamiento de su llegada, pero todo es siempre para bien. La enfermedad se ha cebado en el castillo y es positivo que su visita haya sido retrasada.
Sin embargo, ¡ahora no podría ser mejor momento! Recibí su carta procedente de Viena diciendo que llegaría a Bistritz en la noche del ocho. Esta carta le esperará, al igual que yo espero ansioso. Duerma bien esta noche, porque mañana, nueve de abril, la diligencia partirá a las ocho de la mañana hacia Bucovina. Mi cochero le recogerá en el desfiladero de Borgo y le traerá junto a mí.
El artículo que propone para el Times suena de lo más fascinante. Estaré encantado de proporcionarle toda la información que pueda y estoy impaciente por conversar con usted sobre el tema.
Deseo que su viaje se desarrolle sin más incidencias y que disfrute de su estancia en mi bella tierra.
Su amigo,
VLAD DRÁCULA
Diario de Mary Windham Tsepesh
8 de abril.
Amado Dios, ¿qué he de decirle a mi esposo?
Siento que algo terrible ha sucedido recientemente, algo que añadir a su dolor por la muerte de su padre. Creo que Vlad y él han discutido o que ha hecho algún descubrimiento impactante en el castillo.
Aunque, sin duda, no podrá ser más impactante que el que he hecho yo.
Había adivinado de inmediato que Zsuzsanna estaba encaprichada con su tío, y que él no hacía nada por desanimarla… Al contrario, le echaba más leña al fuego. ¡Pero no tenía la más mínima idea…!
El pobre Arkady estaba tan consternado anoche que se quedó leyendo en el salón y no vino a la cama hasta pocas horas antes del amanecer, y yo ya estoy tan acostumbrada al sonido de su respiración y a sentir su cálido cuerpo a mi lado que también me encontraba inquieta. Pensé en encender la luz y escribir otra entrada en el diario, pero tenía los ojos muy cansados después de haber pasado horas leyendo y escribiendo ayer, de modo que al pensar que el aire fresco me ayudaría a dormir, fui a oscuras hacia la ventana salediza. Mientras estaba allí, me cautivó la imagen de la luna casi llena surcando las nubes y me senté sobre los cojines de terciopelo del pequeño asiento empotrado bajo la ventana. La luna estaba tan brillante que el paisaje quedaba iluminado casi como si fuera de día.
Nuestro dormitorio se encuentra en el ala situado exactamente enfrente del de Zsuzsanna; únicamente nos separa un tramo de terreno cubierto de hierba y, sin problema, podría arrojar una piedra a su ventana desde la nuestra. Cada dormitorio tiene un gran ventanal que ofrece una hermosa vista, pero tenemos absoluta privacidad tras nuestras gruesas cortinas, y Zsuzsanna, tras los postigos.
Sin embargo, anoche descorrí una parte de la cortina para ver mejor la luna y, al hacerlo, me fijé en algo que recorría ese tramo de jardín hasta el dormitorio de Zsuzsanna. Al pensar que se trataba de uno de los lobos sobre los que Arkady suele advertirme, me arrimé más contra el cristal para ver mejor. No tenía miedo, ya que la cortina me ocultaba lo suficientemente bien y dudaba que el animal pudiera saltar dos pisos, pero tenía mucha curiosidad porque, como habitante de ciudad, jamás había visto un lobo excepto en los libros.
Pero antes de poder centrar la vista en el objeto de interés, me distraje por el movimiento que provenía de la ventana de Zsuzsanna. La vi tirar de los postigos y abrir la ventana, permitiendo así que entrara el torrente de luz.
Eso me asustó y estuve a punto de gritar para avisarla de la presencia del lobo cuando noté una figura junto a ella, en esa zona ocupada por el asiento empotrado bajo la ventana. Cómo llegó hasta allí, es algo que no sé decir, pero sí que puedo decir de quién se trataba: Vlad.
Mientras los miraba horrorizada, se abrazaron y entonces él tiró de la cinta que llevaba al cuello y cuando esta se desató, su camisón se deslizó…
Seguir escribiendo me provoca nauseas. Me di la vuelta, incapaz de ver aquello, y corrí las cortinas.
Apenas he dormido. Estoy destrozada. Arkady ya está bastante inquieto por algún pesar que desconozco y lo único que haría yo sería sumar mi dilema al ya, de por sí, excesivo peso que carga sobre los hombros. Por otro lado, no puedo decidir si es más apropiado hablar con Vlad o con Zsuzsanna… o no decir absolutamente nada.
Amor mío, has sufrido tanto últimamente. ¿Es esto lo que te atormenta? ¿Acaso ya lo sabes?
Diario de Arkady Tsepesh
9 de abril.
Estoy empezando a creer que todos en el castillo están ligeramente locos.
Ayer temprano fui allí para familiarizarme con los asuntos de tío. Por supuesto que no le hablé ni a Zsuzsanna ni a Mary de la monstruosidad que había presenciado en el panteón familiar, no habrían soportado el impacto, y yo tampoco pensaba que pudiera soportarlo una vez más, pero de camino a casa de tío, me vi obligado a pasar con la calesa por delante del lugar de descanso de padre y a entrar.
Lo que vi en el interior calmó mi corazón. Habían atornillado la tapa, habían reemplazado las rosas por otras nuevas y el suelo de mármol estaba limpio. La horrible sierra y el mazo ya no seguían allí y todo aparecía tal y como había estado antes de la profanación. Sentí una profunda gratitud hacia tío, que había vencido su propia pena para ocuparse de ese horrible suceso, aplacando así la mía y protegiendo al resto de la familia.
Cuando llegué al castillo, mi tristeza se vio reavivada ante la imagen del escritorio de papá, que seguía tal y como lo había dejado, en una pequeña sala en el ala este con una magnífica vista de los Cárpatos. Todo estaba ordenado y bien organizado; no tuve problema para encontrar toda la información financiera de tío y pronto olvidé mi tristeza al ponerme a trabajar.
Con toda sinceridad, he de decir que me quedé impactado ante el valor de la riqueza de V. Teniendo en cuenta la cuantía, hay menos sirvientes de los que uno podría imaginarse: únicamente tres doncellas, un cocinero, un mozo de cuadra, un jardinero, el mayordomo, y, por supuesto, el desagradable cochero Laszlo. Después de hablar con el capataz de las tierras de tío, hice un descubrimiento absolutamente perturbador: la tierra de nuestra familia la trabajan los rumini, ¡los siervos sobre los que tío aún posee los antiguos droits da seigneur! El feudalismo es normalmente un sistema injusto a favor del señor, propietario de la tierra. Los siervos le pagan un diezmo por trabajar en ella y después el diez por ciento de lo recaudado, además de pagarle el bir, un considerable impuesto personal por «protección». Pero en el caso de V., los rumini no pagaban el diezmo, solo el cinco por ciento de lo obtenido de la venta de la cosecha y un bir anual de únicamente unos peniques (como si aún temiéramos a los merodeadores turcos y, por una suma así de minúscula, fuéramos a ofrecerles cobijo a todos entre los muros del castillo Tsepesh durante una guerra). Otra sorpresa: tío es el dueño de casi toda la aldea, y aun así no recibe ninguna cantidad por el arriendo. Únicamente un acuerdo parecía beneficiarlo: se le pide a los siervos que hagan lo que sea que V. pida y cuando él así lo quiera. Hoy uno de ellos estaba en el castillo trabando con argamasa una piedra que se había soltado cerca de la entrada. Ha inclinado la cabeza educadamente según me acercaba, pero cuando he pasado por delante de él le he oído rezongando en voz baja por haber tenido que ignorar su apremiante trabajo en el campo a favor del voievod, el príncipe. Estaba trabajando con una languidez y una renuencia que me han molestado, teniendo en cuenta la generosidad de V.
¡Pensar que aún existe el feudalismo en estos días y en esta época…! No hay duda de que V. solamente se queda con una fracción de lo que le pertenece. Así no hay manera de sacar un beneficio; sería más práctico, desde el punto de vista económico, liberar a los siervos de sus obligaciones y contratarlos como trabajadores con un salario más bajo y razonable, y quedarse con los beneficios obtenidos de la venta de las cosechas. Me temo que su extravagante amabilidad ha provocado que los siervos se aprovechen de él.
Pero eso no me preocupa tanto como la idea del feudalismo en sí misma, que indica que V. «tiene en propiedad» a los campesinos y sus casas. Ningún hombre tiene derecho a ejercer tanto control sobre otro. Mucho mejor para todos sería el sistema de un salario justo a cambio del trabajo justo de un día.
También me sorprendieron los altos salarios, muy superiores al que podría recibir un empleado de hogar cualificado en Inglaterra, que le pagaba a los sirvientes y que sin duda no explican su comportamiento frío, si bien educado, hacia mí. Detecto una hostilidad subyacente, aunque aún no puedo decidir si me desprecian, me temen o las dos cosas a la vez. Masika Ivanovna es una persona bondadosa, y eso es una suerte, ya que es la doncella del ala este (donde se encuentra mi despacho) y de la oeste (donde habita tío). Las otras dos doncellas, Ana y Helga, comparten el frío y amargo carácter de Laszlo a pesar de su juventud.
Aun así comienzo a cuestionarme la cordura de Masika Ivanovna. En este castillo hay un extraño y desagradable ambiente como consecuencia, sin duda, del resentimiento de los sirvientes y de los raros hábitos de tío, y sospecho que décadas de servicio en este lugar exaltarían la mentalidad supersticiosa de un campesino. Tras presentarme a los sirvientes en el ala principal y retirarme al despacho de padre para trabajar un rato, Masika Ivanovna apareció, supongo que para llevar a cabo su tarea diaria. Hizo como que limpiaba el polvo de los muebles y después se quedó allí, algo inquieta, durante tanto tiempo que al final interrumpí mi trabajo para preguntarle si tenía algo que decirme.
Ante mis palabras, se detuvo y su expresión se volvió atribulada, como si estuviera tomando una difícil decisión. Finalmente bajó el trapo del polvo, fue hacia la puerta, que estaba medio abierta, y se asomó nerviosa al lúgubre pasillo como si se esperara encontrar a alguien escondido entre las sombras. ¡Después repitió el proceso asomándose a las ventanas! Cuando se quedó tranquila, se acercó tanto que nuestras caras no estaban separadas ni una mano, y susurró:
—¡Tengo que hablar con usted, joven señor! ¡Pero ha de jurarme que nunca le revelará a nadie lo que le he contado porque de lo contrario eso supondrá la muerte de mi hijo y la mía!
—¿Vuestra muerte? —le pregunté, completamente desconcertado por su extraño comportamiento—. ¿De qué estás hablando?
Hablé con un tono de voz normal, pero eso la alarmó y con expresión afligida, se llevó un dedo a los labios como pidiéndome que no hiciera ruido.
—¡Primero júrelo! ¡Júrelo ante Dios!
—Yo no creo en Dios —le respondí algo fríamente—. Pero puedo darte mi palabra de caballero de que no le contaré a nadie lo que me reveles.
Ella observó mi cara detenidamente con el ceño fruncido en un gesto de preocupación. Lo que fuera que encontró pareció dejarla satisfecha porque por fin asintió antes de exclamar en voz baja:
—¡Debe marcharse enseguida, joven señor!
—¿Marcharme? —le pregunté indignado.
—¡Sí! ¡Márchese y regrese a Inglaterra! ¡Hoy, antes de que se ponga el sol!
—¿Por qué iba a querer hacer eso?
No respondió inmediatamente y, ya que parecía incapaz de encontrar las palabras adecuadas, me aproveché de su silencio para continuar.
—No puedo, de ningún modo. Mi esposa dará a luz en menos de tres meses y me temo que el reciente viaje ya la ha perjudicado.
La determinación de mi voz pareció asustarla y los ojos se le llenaron de lágrimas. Angustiada, se puso de rodillas delante de mi silla con las manos unidas en un gesto suplicante, como Cristo rezando en Getsemaní.
—Por favor, ¡hágalo entonces por amor a su padre! ¡Márchese enseguida!
—¿Por qué? —le exigí, agarrándola por el codo e intentando ponerla en pie—. ¿Por qué he de irme?
—Porque si no lo hace, será demasiado tarde y usted, su esposa y su hijo estarán en un peligro terrible. Por el pacto…
Nada tenía sentido y, sin embargo, sus palabras hicieron que algo en mi memoria parpadeara. El rostro de Masika Ivanovna se desvaneció y de nuevo me encontré tras los ojos de un niño de cinco años, mirando confiadamente a mi padre mientras el cuchillo descendía formando un brillante arco de plata.
Al instante, unos dedos de acero invisibles me agarraron con fuerza la cabeza y la imagen se emborronó. Me llevé una mano a la sien y pensé: estoy volviéndome loco… No. No. No es más que un ataque de nervios provocado por la muerte de mi padre y por mi terrible descubrimiento.
Noté movimiento en la puerta y miré rápidamente para ver a Laszlo, el cochero, quitándose la gorra. No estoy seguro de cuánto tiempo llevaba allí. No tiene aspecto de mala persona, parece el típico campesino húngaro de mediana edad, con el pelo blanco y tez clara, facciones redondeadas y anodinas y una nariz rubicunda por la bebida, pero aun así porta un aura que resulta desagradable, la quintaesencia de lo que sea que aflige a este castillo.
Masika Ivanovna siguió mi mirada y se giró para ver a nuestro visitante. Me pareció que ni aunque el mismo diablo hubiera aparecido allí, podría haberse aterrorizado más. Con los ojos abiertos de par en par y temblando, dio un grito ahogado de culpabilidad y se santiguó al verlo. Después se levantó y salió corriendo de la habitación, olvidándose de pedirme permiso.
Laszlo la vio irse con una sonrisita condescendiente, como si entendiera muy bien su reacción y le resultara divertido. Y entonces se dirigió a mí, diciendo que había venido únicamente a presentarse formalmente y a ofrecerme sus servidos siempre que los necesitara. Agradecido, le dije que no sería necesario, ya que tío me había regalado la calesa.
La confrontación con Masika Ivanovna me dejó ligeramente atribulado, pero decidí no hacerle caso y seguí trabajando sin incidentes hasta la noche, cuando vi a tío. Le puse al día de sus asuntos económicos y le di las gracias por haberse ocupado de la tumba de padre, pero más tarde estuvimos a punto de discutir por el tema de los rumini, los siervos.
Insistí encarecidamente en que aboliera el sistema feudal por completo y que les pagara a los siervos un salario justo, algo con lo que tanto ellos como él saldrían beneficiados. Para tratarse de un hombre tan inteligente, me resultó sorprendente la mentalidad tan cerrada que tiene; no me escuchó. Su generosidad con la familia y con los sirvientes era cuestión de orgullo y tradición, y no había nada más importante, decía él, que la tradición de la familia Tsepesh.
—Pues entonces míralo desde otro punto de vista —le dije, con la idea de apelar a esa gran generosidad—. El feudalismo es sencillamente inmoral. Eres el propietario de las vidas de los sirvientes; no pueden salir de la aldea sin tu permiso, y deben venir a trabajar al castillo a tu antojo. Como seres humanos, tienen el derecho a ser sus propios amos, señores de sí mismos.
—La moralidad no es la cuestión aquí —respondió con firmeza y con un aire de petulancia ante mi ignorancia—. Es nuestra tradición familiar y, como tal, no debe cambiarse nunca. Algún día, Arkady, cuando seas más viejo y sabio lo entenderás.
Me temo que en ese momento perdí los nervios y empleé un tono bastante acalorado.
—¡La tradición Tsepesh nunca puede ser tan importante como los derechos de los seres humanos!
Fue como si lo hubiera golpeado en la cara. Una fría furia lobuna despertó en sus ojos, que por un fugaz instante brillaron con un tono rojizo por el reflejo del fuego. Vino hacia mí con un movimiento rápido y animal, uno que inmediatamente contuvo; sin embargo, al instante yo quedé reducido al niño asustado y horrorizado que se encogió de miedo, indefenso, cuando Shepherd saltó.
Y entonces parpadeé y vi que su mirada era absolutamente fría, aunque bastante tranquila; vi que se sentó en su sillón y no se movió. Mi mente susurró: no es más que tu mente calenturienta…
—No debes hablar así de nosotros, los Tsepesh —dijo en voz baja—. En ocasiones, te pareces demasiado a tu madre; ella era demasiado terca, demasiado irrespetuosa con nuestras costumbres. Me temo que los ojos no son lo único que has heredado de ella.
Tal vez tenía razón. No lo sé, porque no conocí a madre, pero siempre he sido terco e impaciente, a diferencia de padre y de Zsuzsanna. Cuando me sienta amenazado, lucharé; y así, a pesar del desagrado de tío y de mi momentánea visión, no cedí ante ese punto.
—No pretendo faltarle el respeto a nadie —dije—, y amo a mi familia y sus tradiciones, pero el feudalismo no es una costumbre únicamente Tsepesh. Es prácticamente esclavitud y es inmoral.
Su ira se aplacó, pero la luz de sus ojos permaneció y adoptó un aire extrañamente salvaje que me perturbó todavía más que la imaginada muestra de furia. Sonrió, con unos gruesos labios rojos que se separaron para dejar ver unos dientes sorprendentemente fuertes e intactos.
—¡Ah, dulce Arkady! He caminado sobre esta tierra durante tanto tiempo que me he cansado de ella, pero tu juventud e inocencia me hacen sentir joven de nuevo. Qué alentador es ver a alguien tan idealista, tan encantadoramente inocente. Tu padre era así cuando vino a mí, ¡estaba lleno de pasión y de principios! —De repente, su expresión se tornó adusta—. Pero pronto comprenderás que tu forma de pensar es equivocada, al igual que lo comprendió tu padre y el suyo, antes que él.
Intenté reconducir la conversación de nuevo hacia los rumini, pero también se negó a seguir discutiendo ese tema, y, en su lugar, comenzó a hablar de sus planes de marcharse a Inglaterra a finales del próximo año, cuando Zsuzsanna estuviera bien y el bebé fuera lo suficiente mayor como para viajar. Le prometí que haría lo que pudiera para contactar con algún abogado sobre la posible adquisición de una propiedad.
Podía estar impresionado por su generosidad, pero en mi fuero interno estaba desconcertado por su condescendencia hacia madre y hacia mi «inocencia». Supongo que la aristocracia no tiene mejor defensa que insultar a los que tienen puntos de vista progresistas e igualitarios. De ahora en adelante, me reservaré mis opiniones. Después de todo, tío es mayor que yo y un príncipe, ni más ni menos, pero cuando la propiedad caiga en mis manos, tal y como sucederá sin duda en unos años, me aseguraré de que las cosas funcionen de otro modo.
Y así me mordí la lengua y tío y yo terminamos rápidamente con los asuntos a tratar. Llegué a casa a las nueve en punto y vi que Mary ya se había retirado. Me reuní con ella y pasé una noche agitada llena de terribles sueños.
‡ ‡ ‡
El día siguiente, nueve de abril (hoy), ha sido mucho más agradable. He vuelto al castillo por la tarde y he visto que Laszlo había traído un visitante: un tal señor Jeffries, el joven inglés que estaba recorriendo la campiña. Al parecer, el tabernero de Bistritz es un pariente lejano nuestro que tiene la costumbre de mandar a los viajeros extranjeros al castillo como lugar de interés histórico, sin cobrarles nada. Padre ejercía como embajador y guía turístico de estos visitantes y se ocupaba de mantener la correspondencia con ellos.
No he podido evitar pensar que es extraño que un hombre que se niega a que lo vean sus propios sirvientes o cualquiera que no sea de la familia, se muestre dispuesto a abrir su casa a unos completos extraños. Al mismo tiempo, me he alegrado de que el viajero haya venido porque estaba ansioso por oír noticias de Inglaterra, el país al que no mucho tiempo atrás había considerado mi hogar.
He ido a ver al señor Jeffries a la habitación de invitados situada en el ala norte. Es un hombre alto y delgado, con una mata de pelo rubio casi blanco, piel lechosa que se sonroja con facilidad y una actitud alegre y extrovertida. Se ha mostrado bastante feliz y aliviado al encontrar a alguien en el castillo que pudiera hablar inglés, ya que se había visto obligado a valerse de su vacilante alemán para comunicarse con Helga. Ninguno de los otros sirvientes habla ni inglés ni alemán y él había caído en ese estado apagado de anomie que experimentan aquellos que son incapaces de expresarse en una tierra extranjera. (Me ha recordado a mis primeros días en Londres). Se ha mostrado decepcionado al enterarse de que tío no habla inglés y de que yo (y padre antes que yo) había traducido todas sus cartas, ya que tenía pensado entrevistarse con él y ha visto que se vería forzado a hacerlo en alemán. Por eso se ha animado enormemente cuando me he ofrecido a hacer de traductor.
Aunque es periodista de profesión, proviene de una familia de comerciantes. Al parecer, son una familia acomodada porque lucía un reloj de bolsillo de oro fino con una «J» incrustada en plata u oro blanco y un anillo de oro con el mismo motivo en el dedo meñique. No he podido evitar que, en mi fuero interno, me haya hecho gracia ver una muestra de semejante ornato familiar en un plebeyo. ¿A qué viene tanto orgullo?
¡Escuchadme! Únicamente ha pasado un día desde mi discusión con tío y ya hablo como un estirado aristócrata. Puede que el señor Jeffries sea un plebeyo, pero es muy educado e inteligente, tiene una mirada rápida a la que no se le escapa nada y una curiosidad incesante… Buenas cualidades para un periodista.
Su compañía me ha resultado tan agradable que yo mismo lo he acompañado a dar una vuelta por el castillo sin olvidar, claro, que las habitaciones privadas de tío son zonas prohibidas. Mientras subíamos la escalera de piedra de caracol, le he dicho:
—Traduje la carta que mi tío Vlad le envió a Bistritz; ¿de modo que está usted escribiendo una especie de artículo para el London Times? ¿Y desea entrevistar a tío? ¿De qué trata concretamente el artículo? ¿De la historia de Transilvania? ¿De viajes?
El señor Jeffries se ha alegrado ante mis preguntas. Su rostro es elástico, maravillosamente móvil.
—No exactamente. Más bien trata sobre el folclore del país. Su tío sabe muchas cosas sobre esas fascinantes supersticiones…
—Sí —he respondido fríamente—. Todos hemos oído lo que dicen los campesinos.
Supongo que mi tono tenía un ligero dejo de furia, porque Jeffries lo ha captado de inmediato y su propio tono se ha aplacado.
—Desde luego, las supersticiones son todas bastante ridículas. Estoy seguro de que su familia las encuentra tanto irritantes como divertidas. Soy un hombre racional, por supuesto, y mi intención es mostrar estas supersticiones por la estupidez que representan, probar que no hay nada de verdad tras ellas. Las cartas de su tío lo muestran como un hombre de lo más bondadoso y gentil.
—Lo es —he respondido aliviado—. Es muy generoso con su familia… si bien algo ermitaño.
—Bueno, eso es normal. ¿Por qué querría estar entre gente que lo considera un monstruo?
En el momento en que Jeffries ha pronunciado esas palabras, he sabido que tiene una gran perspicacia. ¡Claro que tenía razón! Eso explica perfectamente por qué V. estaba tan dispuesto a ver a su familia y a Laszlo y se mostraba reticente a ver a los sirvientes. La oscura incertidumbre despertada por la funesta advertencia de Masika Ivanovna y la falta de flexibilidad de V. con respecto al tema de los rumini se ha desvanecido ante la alegre y lógica actitud de Jeffries.
En ese momento le he confiado el deseo de tío de marchar a Inglaterra y cuanto más hablaba con él sobre ello y pensaba en librarme de ese lóbrego entorno y de las supersticiones de los campesinos, más alentador se hacía el panorama. Hemos hablado sobre lo diferente que es la atrasada Transilvania del resto del mundo en evolución. Me ha preguntado, sin rodeos, si mi familia se siente sola aquí y he admitido que la aldea está muriendo y que una de mis grandes preocupaciones es nuestro aislamiento.
La conversación se ha desviado hacia un tema más alegre y hemos hablado sobre Inglaterra mientras lo llevaba hacia el salón del ala norte, donde una gran ventana nos ofrecía una vista imponente. Unos trescientos metros bajo el gran precipicio sobre el que descansa el castillo, se expande hacia el horizonte una inmensa extensión de oscuro bosque verde.
—¡Dios bendito! —ha exclamado Jeffries respirando hondo—. Debe de haber más de mil metros hasta ahí abajo. —Al parecer, le tiene cierta aprensión a las alturas, ya que ha sacado un pañuelo del bolsillo del chaleco y se ha secado con él su sudorosa frente. (Confieso que he contenido una sonrisa condescendiente al verlo con la gran «J» bordada en el pañuelo).
Le he asegurado que no eran tantos metros y le he explicado que el castillo se había construido sobre un precipicio de tres lados (al este, al norte y al oeste) para que pudiera defenderse mejor de los invasores, especialmente de los turcos del sur. Ha escuchado con gran interés e incluso ha tomado notas en una pequeña libreta, pero cuando las vertiginosas vistas se le han hecho claramente incómodas, lo he llevado abajo, al piso principal en el ala central, al salón grande y tenebroso donde siglos atrás mis ancestros recibieron a otros miembros de la nobleza.
Se ha quedado bastante impresionado por el excelente estado de los muebles antiguos y por el esplendor de los tapices brocados, algunos de ellos tejidos con hilo de oro. Cuando nos hemos vuelto hacia el gigantesco retrato que domina la inmensa pared que queda sobre la chimenea, ha contenido el aliento y se ha girado hacia mí con sorpresa.
—Pero si… ¡es usted!
He sonreído ligeramente mientras sus palabras resonaban contra el alto techo abovedado.
—Difícilmente puedo ser yo. Se pintó en el siglo XV.
—Pero mire —ha insistido Jeffries con entusiasmo—. Tiene su misma nariz —y señalando al largo y aguileño rasgo del sujeto, ha añadido—: su bigote, sus labios. —Ha señalado al bigote negro con las puntas hacia abajo (para ser sincero, mucho más poblado que el mío) sobre un generoso labio inferior color rubí—. Su pelo oscuro… —Y en ese punto, al llegar a los ojos, sus palabras se han ido apagando.
—Como puede ver —he dicho yo, aún sonriendo—, él tenía el pelo ondulado y hasta los hombros, mientras que el mío es bastante corto, al estilo moderno.
Se ha reído.
—Sí, pero con el corte de pelo adecuado…
—Y también están los ojos. Los suyos son verdes oscuros y los míos son avellana.
Me ha mirado para verificarlo y ha asentido.
—Sí, tiene razón. Los ojos son bastante diferentes; los de él son bastante vengativos y fríos, ¿no cree? Pero en lo que respecta al color, los de usted tienen algo de verde y el parecido sigue siendo considerable.
—No es nada comparado con su parecido a tío. Aunque, claro, la mirada de tío es amable.
—¡Entonces voy a memorizar todos los rasgos de esta cara! —ha exclamado Jeffries—. Y cuando conozca a su tío, ¡los recordaré y los compararé a los dos! —Ha levantado la pluma de su libreta y, con los ojos entrecerrados, ha mirado la placa de latón que hay debajo del retrato—. ¿Vlad Tepes? —Lo ha pronunciado como «Tehpehs».
—Tsepesh —le he corregido—. ¿No ve el pequeño corchete, la cedilla que hay ahí entre la «t» y la «s»? Eso cambia la pronunciación.
—Tsepesh —ha repetido Jeffries mientras escribía en la libreta—. Parece un hombre importante.
Yo me he estirado orgulloso.
—El príncipe Vlad Tsepesh. Nacido en diciembre de 1431, tomó el poder en 1456 y murió en 1476. Es tocayo de mi tío.
—¿Tocayo? —Esa forma de escribir tan frenética cesó y la pluma se quedó paralizada sobre el papel. Jeffries parpadeaba mientras me miraba confundido—. Tal vez… tal vez hay algo que no he comprendido bien sobre los nombres rumanos.
—¿Qué es eso que le resulta tan difícil? ¿La forma en que se escriben…?
—No, no, eso lo entiendo bien. Pero… —Y ha sacado otro pedazo de papel de su bolsillo, lo ha desdoblado y me lo ha enseñado—. ¿Por qué nombre debería llamarlo exactamente? —La nota que yo había traducido había sido firmada por la delicada y cuidadosa mano de tío. Cuando he visto la firma, me he quedado sin habla. No sé si Jeffries ha captado mi reacción, ya que me he repuesto rápidamente y le he devuelto la nota con una forzada sonrisa—. Tío tiene propensión a gastar bromas —he dicho mintiendo—, y por eso se ha burlado del apodo que le han puesto los campesinos.
Y en verdad era un apodo, aunque no de tío. Los temerosos rumini se lo habían otorgado al hombre del retrato.
—Si este apodo complace a mi generoso anfitrión —ha dicho Jeffries—, entonces es así como lo llamaré. Pero, por favor, explíqueme…
—Drácula. —Tras pronunciar con desdén el odiado nombre, he señalado al retrato—. ¿Lo ve? ¿En la parte inferior del retrato, a la derecha? ¿El dragón?
Jeffries ha mirado, como si fuera corto de vista, al escudo de Vlad, donde descansa un dragón alado con su ahorquillada cola enroscada sobre el emblema de una cruz doble.
—El padre de Vlad, Vlad II, fue un soberano reclutado por el emperador húngaro para una fraternidad de caballeros secreta llamada La Orden del Dragón. Utilizó ese emblema en sus escudos y en sus monedas. Por ello, los boiers, los nobles, comenzaron a referirse a él como «dracul», el dragón, aunque Vlad II jamás se refirió a sí mismo de ese modo, excepto cuando bromeaba. Por desgracia, en rumano la palabra «dracul» también tiene el significado de «el diablo» y, al oír ese nombre, los supersticiosos campesinos comenzaron a creer que Vlad, conocido como un tirano tremendamente cruel, subió al poder porque se había aliado con el mismo Satanás y qué la Orden del Dragón era en realidad una sociedad que se dedicaba al dominio de las artes oscuras. Su hijo, Vlad III, cuyo retrato tiene ante usted, fue incluso más sanguinario, más temido todavía. El pueblo se refería a él como «Drácula», el hijo del Diablo, ya que el sufijo «a» significa «hijo de». Hasta este día, los campesinos han temido a nuestra familia por este motivo y siguen llamándonos Dracul. Pero lo dicen a modo de insulto, no de manera respetuosa.
—Mi más sentida disculpa si le he ofendido —ha dicho Jeffries con un tono sombríamente sincero. Pero aun así, lo ha anotado todo—. Veo que esa actitud le ha causado a su familia un gran dolor. No obstante, es obvio que su tío ha mostrado un admirable sentido del humor al respecto al bromear firmando con ese nombre, dada la naturaleza del artículo que estoy escribiendo.
Su actitud ha sido tan amable que he esbozado una atribulada y pequeña sonrisa.
—Me temo que yo no comparto el sentido del humor de tío en lo que atañe a ese asunto. —No le he contado toda la verdad: que el apellido empleado por el resto de la familia era Dracul, sin la «a». Siguiendo la lógica de los campesinos, tío debería haber firmado en broma como Vlad Dracul, ya que únicamente el hijo del Diablo, solamente el hombre del retrato, nacido cuatro siglos antes, podía reclamar el derecho del nombre «Drácula».
—¿Podría preguntarle por el otro símbolo, ese en la parte inferior, a la izquierda, enfrente del escudo del dragón? —Ha señalado a la cabeza de lobo que había sobre el cuerpo de una serpiente enroscada.
—Ese es el emblema de nuestra familia. Es muy antiguo. El dragón era el símbolo del reino de Vlad, pero el lobo representa nuestra línea de sangre. Los dacios, que habitaron este país antes de que los romanos lo conquistaran, se llamaban a sí mismos «los hombres lobo».
—Ah, sí… —Sus ojos claros se han iluminado con interés mientras seguía anotando—. Los antiguos dacios. Y había leyendas que decían que tenían la capacidad de transformarse en otras criaturas, como el lobo…
—Todas ellas ridículas supersticiones, desde luego.
—Desde luego. —En este punto Jeffries ha mostrado una sonrisa brillante—. Todo es superstición, pero resulta fascinante ver cómo las leyendas derivan de la verdad…
No he podido negárselo.
—¿Y la serpiente…? ¿Cree que tal vez los campesinos vieron esto y eso les hizo volver a pensar en el diablo?
—Tal vez, pero solo un ignorante pensaría así. En los tiempos anteriores al cristianismo, las serpientes eran veneradas como criaturas que poseían el secreto de la inmortalidad, ya que cuando cambian la piel vieja, «mueren» y «renacen». Siempre he interpretado esto como el ferviente deseo de que la línea familiar no se rompa nunca.
El paseo prosiguió y nuestra conversación se ha desviado hacia otros temas. Le he hablado de la historia de nuestra familia y del reino, de las victorias sobre los turcos del Vlad Tsepesh original y de los muchos y notables miembros de la familia Tsepesh esparcidos por toda Europa oriental. Se ha quedado bastante impresionado y ha anotado cuidadosamente todos los detalles. Tengo la esperanza de que el artículo sea tanto acertado como intrigante y le he preguntado si sería tan amable de enviarme una copia del trabajo terminado, que yo traduciría al rumano para concienciar a mis amigos transilvanos… aunque, desgraciadamente, los que más necesitan ver el artículo son los que no saben leer. Ha accedido a hacer lo que le he pedido.
Entonces hemos comenzado a hablar de los campesinos y de sus supersticiones una vez más. Jeffries me ha confesado que, inmediatamente después de su llegada, una de las doncellas, «una mujer rubia, baja, fornida y de mediana edad» (gracias a lo que he sabido que se trataba de Masika Ivanovna), se había quitado el crucifijo del cuello y se lo había dado mientras le suplicaba que se lo pusiera. Él le había seguido la corriente y se lo había puesto, pero en cuanto ella había salido de su dormitorio, se lo había quitado.
—Pertenezco a la Iglesia de Inglaterra, no me servirá —ha dicho, aunque ha dejado claro que seguía esa práctica únicamente por la costumbre y por deferencia hacia la familia, no por creencias propias.
Hemos terminado nuestra discusión sobre los lugareños mostrándonos de acuerdo en que la educación pública es la única solución.
Su compañía me ha resultado tan agradable que he insistido en que viniera conmigo a la mansión para cenar (atrayéndolo con la promesa de una visita a la capilla familiar y al panteón). He dejado una nota en el salón de tío a tal efecto y le he prometido que volvería a llevar a su invitado al castillo a las nueve en punto.
Y así es como ha venido conmigo a la mansión y Mary y yo hemos pasado una amena noche en su compañía, tanto que finalmente no lo he llevado al castillo hasta que ya era muy tarde.
Pero casi ha amanecido y estoy exhausto porque llevo horas escribiendo. A la cama. Habrá más.
Diario de Mary Windham Tsepesh
9 de abril.
Escribo esto tras haberme retirado, mientras Arkady disfruta de la encantadora compañía de nuestra visita, el señor Matthew Jeffries. Los he dejado riendo en el comedor y disfrutando de los licores y de los puros posteriores a la cena. Me alegra que Arkady haya encontrado un pequeño disfrute en la compañía de este hombre; el pobre la necesita, al igual que yo necesito la oportunidad de aliviar en secreto mi corazón mientras escribo.
Después de haber presenciado el encuentro entre Zsuzsanna y Vlad ayer por la noche, me siento de lo más inquieta, pero no le he dicho nada a Arkady, ya que él parece más atribulado que yo. He decidido mencionarle delicadamente el tema a Zsuzsanna primero, ya que temo que, al ser una ingenua, haya sido arrastrada por su tío abuelo, un hombre con mucho más mundo que ella, y que tal vez ni siquiera se haya dado cuenta de que lo que está haciendo es indecoroso. Vlad es mayor, sabe más y por ello él es el culpable.
Pero Zsuzsanna no ha bajado ni a desayunar ni para el almuerzo. Arkady estaba tan distraído por eso que le preocupa, y sobre lo que no ha hecho mención, que ni siquiera ha comentado nada al respecto. Pero después de lo que he visto, me he preocupado más y por eso he llamado a su puerta a primera hora de la tarde.
Con voz débil me ha dicho que entrara y, cuando he abierto la puerta, la he encontrado en camisón recostada en la cama, con su larga y oscura melena sobre las almohadas. Sus ojos son grandes, como los de Arkady, pero a diferencia de los de él, son muy oscuros y hoy estaban acentuados por una sombra que resaltaba más todavía su palidez. En efecto, la he visto muy pálida y demacrada. Sus labios y sus mejillas habían perdido su antiguo toque rosado.
—Zsuzsanna, querida —he dicho mientras corría a su lado—. Hoy he echado de menos tu compañía y he venido a ver cómo estás. ¿Te encuentras mal?
—¡Dulce Mary! Simplemente estoy cansada. No he dormido bien.
Su respuesta me ha hecho sonrojarme, pero no creo que se haya dado cuenta. Al verme, ha sonreído y me ha estrechado las manos; las suyas estaban frías. Supongo que su palidez se debe a alguna dolencia propia de la mujer y por ello no he insistido en conocer su causa, pero me temo que también se debe, en parte, al hecho de estar perdidamente enamorada y a un sentimiento de culpabilidad. La he visto tan pequeña y frágil allí, sobre las almohadas, que me ha sido imposible pensar en ella como una adulta responsable. Incluso su voz y su expresión eran las de una niña.
—¿Has comido? —le he preguntado—. ¿Puedo traerte algo?
—¡Oh, sí! Tenía un hambre voraz. Dunya me ha traído dos bandejas y me lo he comido todo. —Le dio un suave empujoncito a su perro que, tumbado a los pies de la cama, meneó la cola al oír su nombre—. ¡Todo es culpa de Brutus! Lleva ladrando toda la noche y no me ha dejado dormir. Tuve que meterlo en la cocina y esta noche ¡volverá a quedarse ahí!
—A lo mejor lo más sensato es dejar que se quede —la he observado detenidamente para ver su reacción—. Ladra únicamente para protegerte.
Ella se ha reído a carcajadas, con unos ojos grandes e inocente.
—¿Protegerme? ¿De qué? ¿De ratones de campo?
—De los lobos —he respondido con tono misterioso—. Anoche me pareció ver uno cerca de tu ventana. Tienes que tener cuidado.
A eso le ha seguido un incómodo silencio. Ha estrechado los ojos y me ha lanzado una breve y contundente mirada antes de girarse y fingir centrar la atención en el perro que tenía a sus pies. Lo ha acariciado durante varios segundos en silencio y de pronto ha roto a llorar y ha alzado su contraído rostro hacia mí mientras me agarraba el brazo fuertemente con ambas manos.
—Por favor, ¡no podéis volver a Inglaterra! ¡Díselo, por favor! Si todos os marcháis, ¡me moriré! ¡Díselo, por favor! ¡No podéis dejarme! —Ha llorado con la firme desesperación de un niño.
Su inesperada y emocional reacción me ha desconcertado más de lo que puedo explicar, pero lo he interpretado como un claro reconocimiento de culpa y una confesión de amor. A ella no le importa tanto si Arkady y yo nos vamos, pero la mataría si lo hiciera su tío abuelo.
—Pero, querida —le he dicho con voz tranquilizadora—, jamás te dejaríamos. Ni siquiera puedes pensarlo.
—¡Díselo! ¡Díselo a él! —ha repetido con voz entrecortada y agarrándome el brazo con tanta desesperación que he tenido que prometérselo. Sí, sí, se lo diría, y enseguida.
Sé que no se refería a su hermano. Sé demasiado bien quién es «él».
A juzgar por su reacción, me temo que el sentimiento de culpa le ha provocado ese agotamiento nervioso. Me he sentado con ella y la he calmado sin decirle nada sobre lo que había visto, no fuera a provocarle otro arrebato. Ya ha sufrido suficiente, la pobre y no hay nada que pueda hacer excepto tratar el tema con mi esposo… o con el propio Vlad.
Pero soy nueva en la familia y la menos indicada para llamarle la atención al patriarca. Sé que debo hablar con Arkady, y pronto. Sin embargo, aunque mi esposo no ha partido hacia el castillo hasta media tarde, no he podido hablar con él, no podía encontrar las palabras para hacerlo.
Por otro lado, no puedo soportar ver cómo siguen aprovechándose de la pobre y confundida Zsuzsanna y por eso me he propuesto firmemente que esperaría hasta que Arkady regresara a casa por la noche para hablar con él y me he pasado la tarde eligiendo cuidadosamente las palabras que sin duda le partirán el corazón.
Para mi consternación y alivio, mi esposo ha regresado a casa sólo unas pocas horas después, con un inglés que estaba de visita en el castillo, un tal señor Jeffries. Arkady estaba tan animado por la presencia de ese hombre (y debo admitir que, a pesar de mi tristeza, yo también he disfrutado de su compañía y la he encontrado una placentera distracción de mis preocupaciones) que no se me ha pasado por la cabeza estropear ese agradable momento. Hemos cenado temprano con nuestro invitado y, tal y como esperaba, Zsuzsanna no ha bajado y ha enviado un mensaje a través de Dunya diciendo que se encontraba indispuesta.
El señor Jeffries, al parecer, es un periodista que acaba de regresar al continente después de haber viajado a América para recopilar información. Durante la cena nos ha hablado animadamente de la situación en la que se encuentra el país: han elegido un nuevo presidente, James Polk, y puede que pronto anexione un nuevo estado con el exótico nombre de Texas. La esclavitud está permitida en Texas y eso ha generado gran controversia por allí. No solo están enfrentados por ello los abolicionistas del norte y los propietarios de plantaciones del sur, sino que hay un país vecino que disputa por la pertenencia del territorio. Según el señor Jeffries, la guerra entre los Estados Unidos y México es inminente. Los norteamericanos también tienen un desacuerdo con Inglaterra en lo que concierne a la frontera canadiense del noroeste. Parecen un grupo muy peleón e intimidatorio y me alegré de encontrarme en la tranquila Transilvania. El señor Jeffries nos ha hecho reír con su imitación nasal del acento norteamericano y, después de toda la tensión a la que ha estado sometido Arkady, sé que le ha hecho mucho bien.
Al terminar de cenar, el señor Jeffries le ha recordado a Arkady su promesa de enseñarle la capilla y yo he dicho que también quería ir, ya que nunca la había visto. Los dos me han mirado con gesto de preocupación y Arkady ha farfullado algo sobre que era tarde (y eso que no eran más de las ocho) y que dado mi estado, necesitaba descansar. Inmediatamente, he desdeñado ese comentario por considerarlo una estupidez y les he pedido que me dieran tan solo un momento para ir a buscar mi chal; ante mi actitud, el señor Jeffries ha sonreído y me ha dicho que yo no tendría problemas para defenderme ante los norteamericanos. De nuevo, nos hemos reído.
Lo cierto era que no quería que me dejaran sola para así no tener oportunidad de seguir preocupándome por lo que le diría a Arkady cuando nuestro invitado partiera, y tampoco quería quedarme en mi dormitorio mirando por la ventana y preocupándome por Zsuzsanna.
La capilla no se parecía a ninguna que hubiera visto en Inglaterra y reflejaba la influencia turca más que nada que haya visto en este país. Las paredes del interior estaban cubiertas de pinturas y mosaicos de santos (miles, literalmente) al estilo bizantino. Cerca del altar había una alta cúpula de la que colgaba un pesado candelabro y en la parte trasera del gran santuario, contra la pared, había enormes criptas con nombres grabados en placas de oro.
Aunque los bellos muros revestidos de azulejos me han dejado sin aliento, el señor Jeffries parece haber quedado más sobrecogido por las criptas, que en realidad eran compartimentos construidos como un panal en el interior de la pared que a continuación eran cubiertos de argamasa, sellados con piedra y adornados con placas. Mientras leíamos en silencio los nombres de los ancestros de Arkady, sobrecogidos por la bella y reverente atmósfera del santuario, el señor Jeffries ha sacado una pequeña libreta de su chaleco y ha comenzado a escribir.
Al cabo de un rato, se ha vuelto hacia Arkady y, con un susurro que ha resonado ligeramente por el alto techo, le ha dicho:
—He olvidado preguntarle… Cuando nos encontrábamos delante del retrato de Vlad Drácula…
En ese momento lo he mirado con curiosidad ya que antes había oído una palabra similar, «Dracul», de labios de los sirvientes y del cochero en Bistritz. El señor Jeffries se ha detenido e inmediatamente se ha corregido con una mirada de disculpa hacia mi esposo.
—Perdóneme, quería decir, Vlad Tsepesh… ¿El nombre Tsepesh tiene algún significado?
Arkady se ha quedado mirando fijamente las criptas dándonos la espalda y, por el distante tono con que ha hablado, he sabido que estaba dándole vueltas a lo que fuera que lo había perturbado durante los últimos días; algo que, sospecho, está relacionado con el castillo y con la muerte de su padre.
—Empalador —ha dicho y enseguida he sabido que se había olvidado de que yo estaba allí. En muchos aspectos es como su hermana, igual de dado a las repentinas e intensas ensoñaciones que lo arrancan completamente del presente—. No más noble en significado que el nombre «Dracul», pero al menos los campesinos no lo pronuncian con el mismo odio y no tiene ninguna connotación sobrenatural. El empalamiento era una forma común de ejecución en la época.
El señor Jeffries ha enarcado una ceja con incredulidad al ponerse al lado de Arkady y ha arrastrado la mirada hasta una placa de oro en la que había grabada una leyenda que decía «VLAD TEPES».
—¿De verdad? La historia indica que era común únicamente entre los turcos. Los campesinos dicen que Vlad les tomó prestados sus métodos y convirtió esto —agitó el brazo indicando que se refería a toda la campiña—, en un auténtico bosque de empalados. El olor, dicen…
Y entonces el señor Jeffries se ha detenido horrorizado ante sus propias palabras y se ha girado hacia mí.
—Oh, mi querida señora Tsepesh, ¡discúlpeme! Es muy insensible por mi parte alarmarla al mencionar cosas tan terribles…
Yo me he reído, aunque en realidad nunca había oído esas cosas antes y estaba fascinada y horrorizada a la vez. Ante el ruido, Arkady ha despertado de su ensoñador y nos ha mirado, también consternado por el hecho de que semejantes temas se estuvieran discutiendo en mi presencia.
—No soy una delicada doncella proclive a los desvanecimientos, señor.
Arkady se ha sonrojado y se ha acercado a mi lado para cogerme la mano.
—Es verdad —ha dicho mirándome con una cariñosa expresión de preocupación, pero dirigiéndose a Jeffries—. Mary es la persona más sensata que he conocido nunca. —Ha mirado a Jeffries con una extraña sonrisa—. Es un rasgo de su personalidad por la que me muestro constantemente agradecido. Es una característica inestimable en este lugar, donde uno está rodeado por la superstición y por oscuras leyendas.
—Querido —le he dicho con voz suave—, no debes intentar protegerme de estas cosas. ¿Cómo podré refutar las extrañas creencias de los sirvientes si no sé nada sobre ellas? —Y dirigiéndome a Jeffries, he añadido con voz firme y animada—. ¿De quién estaba hablando?
—De Vlad Dracul… Discúlpeme, señora. Vlad Tsepesh, a quien los campesinos llaman Drácula.
—¿El príncipe?
Jeffries ha ladeado su largo rostro en un gesto que pareció tanto confirmar como negar.
—Su tocayo. —Después de buscar la información en una página de su libreta, me ha mirado—. Nació en 1431 y supuestamente murió en 1476 aunque los campesinos no estarían de acuerdo.
Arkady ha señalado una placa a los pies de la cripta.
—Ahí tenéis su placa.
—Pero murió en esa región del sur conocida como Valaquia, ¿no es así? Donde reinó.
—Es cierto —ha respondido mi esposo—. Pero la familia se trasladó al norte, a Transilvania, poco después de su muerte y trajeron aquí sus restos. Eso no era una práctica poco común.
El tono del señor Jeffries se ha tornado más escéptico.
—Seguro que sabe que no está enterrado aquí. Es un artificio para que los que intentaran profanar el cuerpo no lo encontraran.
Mi esposo se ha girado hacia el visitante con los ojos entrecerrados y una sonrisa ligeramente irónica en sus labios.
—Señor, está claro que conoce más sobre el tema de lo que ha revelado. —Se ha detenido y ha vuelto a mirar la placa—. Es cierto. Está enterrado en el monasterio de Snagov, en su Valaquia natal.
—Los campesinos volverían a discrepar, señor. Dicen que en Snagov tampoco yace ningún cuerpo y tal vez por ello también dicen que es un strigoi y acusan a su tío abuelo de…
—Strigoi —he repetido, incapaz de contenerme, al reconocer la palabra que Dunya había utilizado antes—. Por favor, ¿qué significa esa palabra?
De pronto, Arkady me ha mirado claramente consternado por el hecho de que esa palabra se hubiera pronunciado en mi presencia, pero Jeffries ha dicho mirándome a los ojos:
—Un vampiro, señora. Dicen que su amable y noble tío abuelo es en realidad Vlad el Empalador, también conocido como Drácula, nacido en 1431, y que ha hecho un pacto con el diablo para obtener la inmortalidad y que las almas de los inocentes son el precio que tiene que pagar a cambio. —Después, se ha reído a carcajadas como si fuera algo increíblemente divertido. Ni Arkady ni yo nos hemos unido a él.
Jeffries se ha dado cuenta del malestar que habían causado sus palabras e inmediatamente ha cambiado a una conversación más ligera. Poco después hemos salido de la capilla y cuando he dejado a mi marido y a su invitado en el comedor, estaban inmersos en una amigable discusión sobre la nueva sensación literaria de los Estados Unidos, el señor Edgar Allan Poe, y sobre si su poema El cuervo era la gran obra de un genio, tal y como se afirmaba.
Yo me he retirado a mi dormitorio pensando que, para cuando terminara de escribir esta entrada, Arkady ya habría vuelto y le confesaría todo; pero son casi las once y aún no ha llegado. Estoy cansada y ansío dormir, pero no puedo apartar la mirada de las pesadas cortinas corridas a lo largo de la ventana. No puedo dejar de preocuparme por lo que hay al otro lado.
Los campesinos tienen razón. Vlad es un monstruo… Pero no saben de qué clase.